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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (113 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Enhorabuena! —dijo Montecristo—, esa es una cruz perfectamente merecida; entonces, si encuentra una segunda vértebra ¿le harán comendador?

—Es probable —dijo Morcef.

—¿Y aquel otro que ha tenido la feliz ocurrencia de ponerse un frac azul bordado de verde, quién podrá ser?

—La ocurrencia no fue de él, sino de la República, la cual, como sabéis, era tan poco artista que, queriendo dar un uniforme a los académicos, suplicó a David que les dibujase un traje.

—¡Ah, ya! —dijo Montecristo—. ¿Conque ese caballero es un académico?

—Hace ocho días que forma parte de la docta corporación.

—¿Y cuál es su mérito, su especialidad?

—¿Su especialidad? Yo creo que introduce alfileres en la cabeza de los conejos, que hace comer rubia a las gallinas y yo no sé cuántos otros méritos.

—¿Y por eso ha de pertenecer a la Academia de Ciencias?

—No, a la Academia Francesa…

—Pero ¿qué tiene que ver con eso la Academia Francesa?

—Voy a deciros, parece…

—Que sus experimentos han fomentado sin duda el progreso de la ciencia.

—No, pero escribe en muy buen estilo.

—¡Oh! —dijo Montecristo—, eso debe lisonjear soberanamente el amor propio de los conejos en cuyas cabezas introduce alfileres, a las gallinas cuyos huevos tiñe de encarnado, y, etc…

Alberto soltó una carcajada.

—¿Y aquel otro? —inquirió el conde.

—¿Aquel otro?

—Sí, el tercero.

—¡Ah!, el del frac azul.

—Eso es.

—Ese es un colega del conde, el que tan encarnizadamente se opuso a que la cámara de los Pares tenga uniforme; ha tenido un gran éxito de tribuna respecto a este punto: se dice que le van a nombrar embajador.

—¿Y cuáles son sus méritos?

—Ha escrito dos o tres óperas bufas; ha adquirido cuatro o cinco acciones en el Siècle, y ha votado cinco o seis veces con el ministerio.

—¡Bravo!, vizconde —dijo Montecristo riendo—, sois un cicerone encantador: ahora me haréis un favor, ¿no es cierto?

—¿Cuál?

—No me presentaréis a esos señores, y si os lo piden, me avisaréis.

En este momento el vizconde sintió que alguien apoyaba la mano en su brazo, se volvió y vio a Danglars.

—¡Ah! ¡Sois vos, barón! —dijo.

—¿Por qué me llamáis barón? —dijo Danglars—; bien sabéis que no use mi título. No soy como vos, vizconde, vos lo usáis, ¿no es verdad?

—Desde luego —respondió Alberto—, porque si no fuese vizconde no sería nada, mientras que vos, aunque sacrifiquéis vuestro título de barón, siempre quedaréis millonario.

—Ese título me parece el más hermoso, en estos tiempos por lo menos —dijo Danglars.

—Por desgracia —dijo Montecristo— no dura tanto ese título como el de barón, el de par de Francia o el de académico; díganlo si no los millonarios de Franck y Polmaun, de Francfort, que acaban de quebrar.

—¿Cómo? —dijo Danglars palideciendo.

—Esta tarde he recibido la noticia; yo tendría aproximadamente un millón en su casa; pero, habiendo sido avisado a tiempo, exigí el reembolso hará un mes.

—¡Ah! ¡Dios mío! —dijo Danglars—, por lo menos me hacen perder doscientos mil francos.

—Pero ya estáis avisado, su firma vale un cinco por ciento.

—Sí, pero avisado demasiado tarde —dijo Danglars—, he hecho honor a su firma.

—¡Bueno! —dijo Montecristo—, juntando esos doscientos mil francos con…

—¡Chist!, ¡silencio! —dijo Danglars—, no habléis de esas cosas —y acercándose a Montecristo…—, sobre todo delante de Cavalcanti hijo —añadió el banquero, que al pronunciar estas palabras se volvió sonriendo hacia el joven.

Morcef se separó del conde para ir a hablar con su madre.

Danglars le dejó también para ir a saludar a Cavalcanti hijo.

Montecristo se quedó solo un instante.

El calor era excesivo. Los criados circulaban por los salones con bandejas cargadas de dulces, frutas y helados.

Montecristo se enjugó con su pañuelo el rostro bañado en sudor; pero se retiró cuando el criado le presentó una bandeja y no tomó nada para refrescarse.

La señora de Morcef no perdía de vista a Montecristo. Vio pasar la bandeja sin que tomase nada de ella; también observó el movimiento que hizo cuando el criado le presentó la bandeja.

—Alberto —dijo—, ¿no habéis reparado en una cosa?

—¿Qué es ello, madre mía?

—Que el conde no acepta la comida en casa del señor de Morcef.

—Sí, pero aceptó el almuerzo en mi casa, puesto que por ese almuerzo hizo su entrada en el mundo.

—Vuestra casa no es la del conde —murmuró Mercedes—, y desde que está aquí, no le pierdo de vista.

—¿Y qué?

—Que no ha tomado nada.

—El conde es muy sobrio.

Mercedes se sonrió tristemente.

—Acercaos a él, y a la primera bandeja que pase, insistid.

—¿Por qué motivo, madre mía?

—Hacedme ese favor, Alberto —dijo Mercedes.

Alberto besó la mano de su madre y fue a colocarse junto al conde.

Pasó otra bandeja cargada como las precedentes: Alberto insistió aún, tomó un helado y se lo presentó, pero rehusó obstinadamente.

Alberto volvió al lado de su madre; la condesa estaba muy pálida.

—¡Y bien! —dijo—, ya veis como no ha querido tomar nada.

—Sí, ¿pero por qué os preocupa esto tanto?

—Bien lo sabéis, Alberto; las mujeres somos muy singulares. Hubiera visto con placer tomar al conde algo en mi casa, aunque no fuese más que un grano de granada. Quizá no esté al corriente de las costumbres francesas, tal vez tiene preferencia por alguna cosa.

—¡Oh!, no, no, yo le he visto en Italia comer de todo; sin duda está indispuesto esta noche.

—¡Oh!, tal vez —dijo la condesa—, como ha habitado siempre climas ardientes, es menos sensible que cualquier otro al calor.

—No lo creo así, porque se quejaba de que se ahogaba de calor, y preguntaba por qué no han abierto las celosías, puesto que han abierto las ventanas.

—En efecto —dijo Mercedes—, ése es un medio de asegurarme si esa abstinencia es algo premeditado o no.

Y salió del salón.

Un instante después, las persianas se abrieron y a través de los jazmines que rodeaban las ventanas, pudo verse todo el jardín iluminado con linternas, y la cena servida debajo de una tienda.

Los bailadores y los jugadores lanzaron un grito de alegría; todos aquellos pulmones medio sofocados aspiraban con delicia el aire que entraba en abundancia.

Al momento volvió a entrar Mercedes más pálida que había salido, pero con la seriedad que era de notar en ella en ciertas circunstancias. Se dirigió al grupo en medio del cual se hallaba su marido.

—No encadenéis a estos señores, señor conde —dijo—; preferirán tal vez respirar el aire del jardín a ahogarse aquí.

—¡Ah!, señora —dijo un viejo general muy galante—, no creo que iremos solos al jardín.

—Bien —dijo Mercedes—, yo voy a daros el ejemplo.

Y dirigiéndose a Montecristo:

—Señor conde —dijo—, hacedme el honor de ofrecerme vuestro brazo.

El conde vaciló al oír estas sencillas palabras; después miró a Mercedes un momento, rápido como el relámpago, y sin embargo, este momento fue un siglo para la condesa, tantos pensamientos reflejaba aquella mirada.

Ofreció su brazo a la condesa; ella apoyó ligeramente en él su pequeña mano, y los dos bajaron una de las escaleras limitada a un lado y a otro por heliotropos y camelias.

Detrás de ellos y por otra escalera, se lanzaron al jardín, con estrepitosas exclamaciones de alegría, unos veinte convidados.

Capítulo
XVIII
Pan y sal

L
a señora de Morcef entró con su compañero debajo de una bóveda de follaje; era un paseo de tilos en dirección a un invernadero.

—Hacía mucho calor en el salón, ¿no es verdad, señor conde? —dijo.

—Sí, señora, y vuestra idea de abrir las puertas y las ventanas ha sido excelente.

Al decir estas palabras, el conde notó que la mano de Mercedes temblaba.

—Pero vos —dijo—, con ese vestido tan ligero y con el cuello al aire, tendréis frío, sin duda.

—¿Sabéis adónde os llevo? —dijo la condesa, sin responder a la pregunta de Montecristo.

—No, señora —dijo éste—, pero ya veis que no hago ninguna resistencia.

—Al invernadero, que está al final del paseo que seguimos.

El conde miró a Mercedes como para interrogarla; pero ella siguió su camino sin decir nada, y Montecristo permaneció callado. Llegaron al lugar indicado, lleno de flores y frutas magníficas, que desde el principio de julio, llegaban a su madurez bajo aquella temperatura calculada siempre para reemplazar el calor del sol. La condesa soltó el brazo de Montecristo y fue a coger de una parra un racimo de uva moscatel.

—Tomad, señor conde —dijo con una triste sonrisa, tan triste que casi asomaron dos lágrimas a sus párpados—; tomad, ya sé que nuestros racimos de Francia no son comparables a los de Sicilia o a los de Chipre, más espero que seréis indulgente con nuestro pobre sol del Norte.

El conde se inclinó y dio un paso atrás.

—¿Me despreciáis? —dijo Mercedes con voz temblorosa.

—Señora —dijo Montecristo—, os suplico que me disculpéis, pero no como nunca moscatel.

Mercedes dejó caer el racimo, suspirando. Un precioso albaricoque colgaba de un árbol próximo, calentado lo mismo que la parra, por aquel calor artificial del invernadero. Mercedes se acercó a la fruta y la cogió.

—Tomad entonces ere albaricoque —dijo.

Pero el conde hizo el mismo ademán negativo.

—¡Oh!, ¡tampoco! —dijo con un acento tan doloroso que evidentemente ahogaba un gemido—; en verdad tengo desgracia.

Un largo silencio siguió a esta escena; el albaricoque, lo mismo que el racimo de uvas, rodó por la arena.

—Señor conde —repuso Mercedes mirando a Montecristo con ojos suplicantes—, hay una tierna costumbre árabe que hace eternamente amigos a los que han comido el pan y la sal juntos bajo el mismo techo.

—Lo sé, señora —respondió el conde—; pero estamos en Francia y no en Arabia, y en Francia ni se parten el pan y la sal, ni hay amistades eternas.

—Pero, en fin —dijo la condesa, palpitante, y con los ojos fijos en el conde de Montecristo, cuyo brazo estrechó convulsivamente entre sus manos—; somos amigos, ¿no es verdad?

Toda la sangre se agolpó al corazón del conde, que se quedó pálido como la muerte, subiendo después del corazón a la garganta, invadió sus mejillas y sus ojos se abrieron desorbitadamente durante algunos segundos.

—Claro que somos amigos, señora —replicó—; ¿por qué no habíamos de serlo?

Este tono estaba tan lejos de ser el que deseaba la señora de Morcef que se volvió para dejar escapar un suspiro que más bien parecía un gemido.

—Gracias —dijo.

Y empezó a andar.

Dieron una vuelta al jardín sin pronunciar una palabra.

—Caballero —exclamó de repente la condesa después de diez minutos de paseo silencioso—, ¿es verdad que habéis visto y viajado tanto, que tanto habéis sufrido?

—Es verdad, señora, he sufrido mucho —respondió Montecristo.

—¿Sois feliz ahora?

—Sin duda —respondió el conde—, puesto que nadie me oye quejarme.

—¿Y os dulcifica el alma vuestra felicidad presente?

—Mi felicidad presente iguala a mi miseria pasada —dijo el conde.

—¿No estáis casado? —inquirió la condesa.

—¡Yo casado! —respondió Montecristo estremeciéndose—, ¿quién ha podido deciros tal cola? No me lo han dicho, pero muchas veces os han visto conducir a la ópera a una hermosísima joven.

—Es una esclava que he comprado en Constantinopla, señora; una hija de príncipe a quien miro como hija mía, porque no me liga al mundo ningún otro vínculo.

—¿De modo que vivís solo?

—Solo.

—¿No tenéis hermana…, hijo…, padre?

—No tengo a nadie en el mundo.

—¿Cómo podéis vivir así, sin nada que os haga apreciar la vida?

—No es culpa mía, señora. En Malta amé a una joven; estaba a punto de casarme cuando vino la guerra, y me arrastró lejos de ella como un torbellino. Yo había creído que me amaría bastante para esperarme, para serme fiel aun después de la muerte. Cuando volví, estaba casada. Esta es la historia de todo hombre que ha pasado por la edad de veinte años. Quizá tenía yo el corazón más débil que otro cualquiera, y he sufrido más que otros en mi lugar. La condesa se detuvo un momento, como si hubiese tenido necesidad de ello para respirar.

—Sí —dijo—, y os ha quedado en el corazón ese amor…, no se ama verdaderamente más que una vez…, ¿y habéis vuelto a ver a esa mujer?

—Nunca.

—¡Nunca!

—No he vuelto al país donde ella vivía.

—¿A Malta?

—Sí, a Malta.

—¿De modo que está en Malta?

—Creo que sí.

—¿Y le habéis perdonado lo que os ha hecho sufrir?

—A ella sí.

—Pero a ella solamente; ¿seguís odiando a los que os alejaron de su lado?

—Yo no: ¿por qué había de odiarlos?

La condesa se colocó frente a Montecristo y volvió a ofrecerle otro racimo de uvas.

—Tomad —dijo.

—No como nunca moscatel, señora —respondió Montecristo, como si fuera la primera vez que la condesa le hacía aquel ofrecimiento. La condesa arrojó las uvas contra la arena con un ademán lleno de desesperación.

—¡Sois inflexible! —murmuró.

Montecristo permaneció tan impasible como si aquella queja no hubiera sido dirigida a él. En este momento Alberto corría hacia ellos.

—¡Oh!, ¡madre mía! —dijo—, una gran desgracia.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó la condesa como si después de un sueño se despertase y conociese la realidad—; ¡una desgracia!, en efecto, ¡muchas desgracias deben suceder!

—Está aquí el señor de Villefort.

—¿Y bien?

—Viene a buscar a su mujer y a su hija.

—¿Por qué?

—Porque la señora marquesa de Saint-Merán ha llegado a París, ha traído la noticia de que el señor de Saint-Merán ha muerto al salir de Marsella, en la primera parada. La señora de Villefort, que estaba muy alegre, no quería comprender ni dar crédito a aquella desgracia, aunque su padre tomó algunas precauciones, todo lo adivinó; este golpe la aterró como si la hubiese herido un rayo, y cayó desmayada.

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