«Esta es la cabeza de Alí-Tebelín, bajá de Janina».
Yo me eché a llorar, procuré levantar a mi madre, pero estaba muerta.
Me condujeron al bazar. Un armenio rico me compró, me instruyó, me dio maestros, y cuando tuve trece años me vendió al sultán Mahmud.
—Al cual —dijo Montecristo— yo la compré, como os he dicho, Alberto, por la esmeralda compañera de la que me sirve para guardar mis pastillas de hachís.
—¡Oh! ¡Tú eres bueno! ¡Tú eres grande!, señor —dijo Haydée besando la mano de Montecristo—, y yo soy feliz al pertenecerte.
Alberto estaba absorto. Apenas podía dar crédito a lo que acababa de oír.
—Acabad vuestra taza de té —le dijo el conde—, pues la historia ha concluido.
R
etrocedamos un poco.
Franz había salido del cuarto de Noirtier tan aterrado, que la misma Valentina tuvo piedad de él.
Villefort, que sólo había articulado algunas palabras incoherentes y que había salido de su despacho, recibió dos horas después la siguiente carta.
«Después de las revelaciones de esta mañana, no podrá suponer el señor Noirtier de Villefort que sea posible una alianza entre su familia y la del señor Franz d’Epinay, que se horroriza al pensar que el señor de Villefort, que parecía conocer los acontecimientos contados esta mañana, no le haya avisado antes».
El que hubiese visto en este momento al procurador, abatido por el golpe, no hubiese pensado lo que preveía. En efecto, nunca hubiera creído que su padre llevaría la franqueza, más bien la rudeza, hasta contar semejante historia. Es cierto que el señor Noirtier nunca se había ocupado de aclarar este hecho a los ojos de su hijo, y éste había creído siempre que el general Quesnel, o el barón d’Epinay, había muerto asesinado y no en un duelo leal como se le había demostrado.
Esta carta tan dura de un joven hasta entonces tan respetuoso era mortal para el orgullo de un hombre como Villefort.
Apenas acababa de entrar en su despacho cuando entró en él también su mujer.
La salida de Franz, llamado por el señor Noirtier, había asombrado de tal modo a todo el mundo, que la posición de la señora de Villefort, que se quedó sola con el notario y los testigos, era cada vez más embarazosa. Entonces la señora de Villefort tomó un partido y salió anunciando que iba a ver lo que ocurría.
El señor de Villefort se contentó con decirle que, a consecuencia de una discusión entre él, el señor Noirtier y el señor d’Epinay, el casamiento de Valentina con Franz se había desbaratado.
Difícil era comunicar esto a los que esperaban. Así, pues, la señora de Villefort, al entrar, se contentó con decir que el señor Noirtier tuvo al comienzo de la conversación un ataque apopléjico, y que por esta razón el contrato se dilataba, naturalmente, para después de algunos días.
Esta noticia, aunque era falsa, causó tal extrañeza después de las dos desgracias del mismo género, que los testigos se miraron asombrados y se retiraron sin decir una palabra.
Entretanto, Valentina, feliz y espantada a la vez, después de haber abrazado y dado gracias al débil anciano que acababa de romper de un solo golpe una cadena que ella miraba como indisoluble, pidió que la dejasen retirarse a su cuarto, y Noirtier le concedió permiso para ello.
Pero, en lugar de subir a su cuarto, Valentina entró en el corredor, y saliendo por la puertecita, se lanzó hacia el jardín. En medio de todos los acontecimientos que acababan de sucederse unos a otros, un terror sordo había oprimido constantemente su corazón. Esperaba de un momento a otro ver aparecer a Morrel pálido y amenazador como el aire de Ravenswod en el contrato de Lucía de Lammermoor.
En efecto, era tiempo de que llegase a la reja Maximiliano, que había sospechado lo que iba a ocurrir al ver a Franz salir del cementerio con el señor de Villefort. Le había seguido, después de haberle visto salir y entrar de nuevo con Alberto y Château-Renaud. Para él ya no había duda. Se dirigió a su huerta preparado a cualquier evento, y seguro de que en su primer momento de libertad, Valentina corre ría en su busca.
No se había engañado Morrel. Con los ojos arrimados a las tablas de la valla, vio aparecer, en efecto, a la joven que, sin tomar ninguna de las acostumbradas precauciones, corría hacia donde él se encontraba.
A la primera ojeada que le dirigió Maximiliano se tranquilizó. A la primera palabra que pronunció ella, saltó de alegría.
—¡Salvados! —dijo Valentina.
—¡Salvados! —repitió Morrel, no pudiendo creer en semejante felicidad—. ¿Salvados, por quién?
—Por mi abuelo. ¡Oh! ¡Amadle mucho, Morrel!
Morrel juró amar al anciano con toda su alma, y este juramento lo pronunciaba con un placer tanto mayor, cuanto que desde aquel instante no sólo le amaba como a su amigo, sino que le adoraba como a un dios.
—Pero ¿cómo es posible? —preguntó Morrel—. ¿De qué medios se ha valido?
Valentina iba a abrir la boca para contárselo todo, pero se acordó de que había en el fondo de todo aquello un terrible secreto que no pertenecía sólo a su abuelo.
—Más tarde —dijo— os lo contaré todo.
—¿Pero cuándo?
—Cuando sea vuestra mujer.
Esto era poner la conversación en un estado en que Morrel accedía gustoso a todo cuanto le pedía Valentina. Dijo para sí que bastante era para un día lo que acababa de saber, pero no consintió en retirarse sino después de haber exigido la promesa de que vería a Valentina al día siguiente por la noche.
Esta prometió hacer lo que él quisiera.
Todo había cambiado a sus ojos, y seguramente le era menos difícil creer ahora que se casaría con Maximiliano, que convencerse una hora antes que no se casaría con Franz…
Durante este tiempo, la señora de Villefort había subido al cuarto del señor Noirtier, que la miró con aquellos ojos sombríos y severos con que acostumbraba hacerlo.
—Caballero —le dijo ella—, no necesito comunicaros que el casamiento de Valentina se ha desbaratado, puesto que aquí es donde ha tenido lugar este acto.
Noirtier permaneció inmóvil.
—Pero —continuó la señora de Villefort— lo que vos no sabéis es que yo siempre me había opuesto a tal enlace y que éste se iba a celebrar a pesar mío.
Noirtier miró a su nuera como pidiéndole una explicación.
—Ahora que se ha des hecho ese matrimonio, por el cual yo sabía la repugnancia que sentíais, voy a dar un paso que no podrían dar el señor de Villefort ni su hija.
Los ojos de Noirtier preguntaron qué pasó era éste.
—Vengo a suplicaros —continuó la señora de Villefort—, como la única que tiene derecho a hacerlo, porque no reportaré utilidad alguna de ello. Vengo a suplicaros que devolváis la herencia a vuestra nieta.
Los ojos de Noirtier permanecieron un instante inciertos. Evidentemente buscaba los motivos de este paso y no podía hallarlos.
—¿Puedo esperar, caballero, que vuestras intenciones estén en armonía con la súplica que vengo a haceros?
—Sí —indicó Noirtier.
—Entonces me retiro feliz y llena de reconocimiento hacia vos.
Y saludando al señor Noirtier se retiró.
En efecto, al día siguiente mandó Noirtier llamar a un notario. Se rompió el primer testamento y redactóse otro nuevo, en el que dejó todos sus bienes a Valentina, bajo las condiciones de que no la separarían de él.
Algunas personas calcularon entonces que la señorita de Villefort, heredera del marqués y de la marquesa de Saint-Merán, y amada de su abuelo, tendría algún día trescientas mil libras de renta.
Mientras en casa de los Villefort se rompía este casamiento, el conde de Morcef recibió la visita del de Montecristo, y para mostrar sus deseos de complacer a Danglars, se vistió su uniforme de gala de teniente coronel con todas sus cruces, y pidió sus mejores caballos.
Luego se dirigió a la calle de Chaussée d’Antin y se hizo anunciar a Danglars, que en aquel momento estaba efectuando sus pagos de fin de mes. No era éste el momento más a propósito para encontrar a Danglars en su mejor humor.
Así, pues, al ver a su antiguo amigo, Danglars tomó su aire majestuoso y se repantigó en su sillón.
Morcef, tan grave por lo general, había afectado al contrario un aire risueño y afable. De consiguiente, seguro como estaba de que su primera frase produciría una buena acogida, no hizo más cumplidos, y fue derecho al asunto.
—Barón —dijo—, aquí me tenéis. Mucho tiempo ha que no hemos hablado acerca de la palabra que mutuamente nos dimos…
Morcef esperaba que se alegrase la fisonomía del banquero al oír estas palabras, pero, al contrario, volvióse casi más impasible y frío que antes.
Por esto Morcef se detuvo en medio de su frase.
—¿Qué palabra, señor conde? —preguntó el banquero, como si buscase en su imaginación la explicación de lo que el general quería decir.
—¡Oh! —dijo el conde—, vos sois formalista, señor mío, y me recordáis que el ceremonial debe hacerse en toda regla. Disculpadme, ¡qué diantre! Perdonadme, como no tengo más que un hijo, y es la primera vez que pienso casarle, estoy aún en el aprendizaje. Vaya…, veamos ahora.
Y Morcef, con una sonrisa forzada, se levantó, hizo una profunda reverencia a Danglars, y le dijo:
—Tengo el honor, señor barón, de pediros la mano de la señorita Danglars, vuestra hija, para mi hijo, el vizconde Alberto de Morcef.
Pero Danglars, en vez de acoger estas palabras como un favor que Morcef podía esperar de él, frunció las cejas y sin invitar al conde a volverse a sentar, repuso:
—Señor conde, antes de responderos, tengo necesidad de reflexionar.
—¡De reflexionar! —repuso Morcef cada vez más asombrado—. ¿No habéis tenido tiempo todavía de reflexionar después de ocho años que hablamos de ese casamiento por vez primera?
—Señor conde, todos los días están sucediendo cosas que hacen que se renueven las reflexiones.
—¿Pues cómo? —preguntó Morcef—, no os comprendo, barón.
—Me refiero, caballero, a que hace quince días, nuevas circunstancias…
—Permitid —dijo Morcef—, ¿es eso una comedia o no lo es?, quisiera saberlo.
—¿Cómo, una comedia?
—Sí, pongamos las cartas boca arriba.
—No os pido otra cosa.
—¿Habéis visto a Montecristo?
—Le veo muy a menudo —dijo Danglars con petulancia—. Es uno de mis amigos.
—¡Pues bien! Una de las últimas veces que le habéis visto, le dijisteis que yo era un olvidadizo, y que no acababa de tomar una resolución respecto a la boda.
—Es cierto.
—¡Pues bien! Yo no soy olvidadizo ni me falta resolución, bien lo veis, puesto que vengo a recordaros vuestra promesa.
Danglars no respondió.
—¿Habéis mudado tan pronto de parecer? —añadió Morcef—. ¿O no habéis provocado esta demanda sino por el placer de humillarme?
Danglars comprendió que si continuaba la conversación en el tono en que la había emprendido, la cosa no sería muy provechosa para él.
—Señor conde —dijo—, debéis estar sorprendido de mi reserva. Lo comprendo, yo soy el primero en lamentarlo, pero creed que no puedo menos de obrar así, porque circunstancias imperiosas me lo ordenan.
—Esas son disculpas, mi querido amigo —dijo el conde—, con las que se podría contentar un cualquiera, pero el conde de Morcef no es un cualquiera. Y cuando un hombre como él viene a buscar a otro hombre, le recuerda la palabra dada, y cuando este hombre falta a su palabra, tiene derecho a exigir que le den otra razón más convincente.
Dariglars era cobarde, pero no quería aparentarlo. Afectó picarse del tono que tomaba Morcef y dijo:
—No me faltan razones de peso.
—¿Qué vais a decirme?
—Que tengo una razón que os convencería, pero es difícil decirla.
—Sin embargo, vos conocéis —dijo Morcef— que yo no puedo contentarme con vuestras razones y lo único que veo más claro en todo esto es que rechazáis mi alianza.
—No, señor —dijo Danglars—; suspendo mi resolución, que es diferente.
—¡Pero no creo que supondréis que yo me he de someter a vuestros caprichos, hasta el punto de esperar tranquila y humildemente que os dé la gana resolveros!
—Entonces, señor conde, si no podéis esperar, consideremos nuestros proyectos como nulos.
El conde se mordió los labios hasta saltársele la sangre, y sufría en no poder dar rienda suelta a su furor. No obstante, comprendiendo que en tales circunstancias el ridículo estaría de su parte, ya había empezado a acercarse a la puerta del salón, cuando reflexionando, volvió sobre sus pasos.
Por su frente acababa de cruzar una nube, dejando en lugar del orgullo ofendido, las huellas de una vaga inquietud.
—Veamos —dijo—, mi querido Danglars, nosotros nos conocemos desde hace muchos años y por consiguiente debemos tener algunas consideraciones uno con otro. Vos me debéis una explicación, y quiero saber al menos la causa de esta ruptura entre nosotros. ¿Sería mi hijo el que…?
—No se trata de una cuestión personal del vizconde, esto es cuanto puedo deciros, caballero —respondió Danglars con más ironía cada vez.
—¿Y de quién es personal entonces? —preguntó con voz alterada Morcef, cuya frente se cubría de palidez.
Danglars, que espiaba todos sus movimientos, no dejó de notar estos síntomas y clavó en él una mirada más tranquila y penetrante que las demás.
—Dadme gracia porque no soy más explícito —dijo.
Un temblor nervioso, que sin duda provenía de una cólera contenida, agitaba a Morcef.
—Tengo derecho —respondió, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo— a exigir que os expliquéis. ¿Tenéis algo contra la señora de Morcef? ¿Es acaso porque mi fortuna no es tan considerable como la vuestra? ¿Es porque mis opiniones son contrarias a las vuestras…?
—Nada de eso, caballero —dijo Danglars—, ello sería imperdonable, porque yo me comprometí sabiendo todo eso. No; no tratéis de indagar, me avergüenzo yo mismo de lo que está ocurriendo. Nada, tomemos el término medio de la dilación, que no es ni un rompimiento ni un compromiso. No hay tanta prisa, ¡qué demonio! Mi hija tiene diecisiete años, y vuestro hijo veintiuno. Durante el plazo, el tiempo mismo os dirá las razones que me impulsan a obrar así. Las cosas que un día le parecen a uno oscuras, al siguiente están claras como el agua. Hay veces en que las calumnias…
—¿Calumnias habéis dicho, caballero? —exclamó Morcef poniéndose lívido—. ¿Me han calumniado a mí?