El Conde de Montecristo (123 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Al lado de la baronesa estaba Eugenia sentada sobre una butaca, delicadas, y Cavalcanti, en pie, a su lado. Andrés, vestido de negro como un héroe de Goethe, con zapatos bajos de charol y medias de seda blanca, pasaba una mano bastante blanca y cuidada por sus rubios cabellos, en medio de los cuales brillaba un diamante, que a pesar de los consejos del conde de Montecristo, el vanidoso joven no había podido resistir al deseo de poner en su dedo meñique. Este movimiento iba acompañado de miradas asesinas lanzadas a la señorita Danglars, y suspiros enviados en la misma dirección que las miradas.

La señorita Danglars continuaba siendo la misma, es decir, hermosa, fría e irónica. Ni siquiera una de las miradas, uno de los suspiros del joven Andrés pasaron inadvertidos para ella, pero hubiérase dicho que resbalaban sobre la coraza de Minerva, coraza con que algunos filósofos cubren el pecho de Safo.

Eugenia saludó al conde con frialdad, y se aprovechó de las primeras preocupaciones de la conversación para retirarse a su gabinete de estudio, donde pronto se oyeron dos votes alegres y ruidosas, mezcladas a los primeros acordes de un piano. Montecristo comprendió que la señorita Danglars prefería a la suya y a la del señor Cavalcanti, la compañía de la señorita Luisa de Armilly, su maestra de canto.

Entonces fue cuando, mientras hablaba con la señora Danglars, notó el conde la solicitud del señor Andrés Cavalcanti, cómo iba a escuchar la música a la puerta, que no se atrevía a abrir, y su manera de expresar su éxtasis y admiración.

Al cabo de un rato entró el banquero; su primera mirada fue para Montecristo, más la segunda para Andrés. En cuanto a su mujer, saludó ésta a su marido, como solía hacerlo, con una frialdad y una ceremonia poco adecuada a un matrimonio de veinte años.

—¡Cómo! ¿No os han invitado eras señoritas a cantar con ellas? —preguntó Danglars a Andrés.

—¡Ah!, no señor —respondió éste, lanzando otro suspiro.

Danglars se adelantó hacía la puerta y la abrió.

Entonces se pudo ver a las dos jóvenes sentadas en el mismo sillón delante del mismo piano. Cada una acompañaba con una mano, ejercicio al cual se habían acostumbrado por capricho, y en el que habían adquirido una facilidad admirable.

La señorita de Armilly, que entonces pudo verse, gracias a la puerta, formando con Eugenia un cuadro encantador, era también de una belleza notable o más bien de una dulzura y una figura exquisitamente formada. Era delgada y rubia como un hada, con unos rizos largos que caían sobre su esbelto cuello, como suele pintar Perugino para sus vírgenes, y unos ojos grandes, rasgados y velados por la fatiga. Decían que tenía la voz un poco débil, y que, como Antonia, del Violín de Cremona, moriría un día cantando.

El conde de Montecristo dirigió a aquel grupo una mirada rápida y curiosa; era la primera vez que veía a la señorita de Armilly, de quien tanto había oído hablar en la cara.

—¡Y bien! —preguntó el banquero a su hija—, nos habéis excluido, ¿verdad?

Condujo entonces al joven al saloncito, y fuese por casualidad o por astucia, detrás de Andrés se entornó la puerta, de modo que desde el sitio en que estaban Montecristo y la baronesa, no pudiesen ver nada. Pero como el banquero siguió a Andrés, la señora Danglars no pareció notar esta circunstancia.

Unos momentos más tarde, el conde oyó la voz de Andrés unida a los acordes del piano, acompañando una canción corsa.

Mientras el conde escuchaba sonriendo esta canción que le hacía olvidar a Andrés, para atraerle a la memoria Benedetto, la señora Danglars alababa a Montecristo la serenidad de su marido, que había perdido aquella misma mañana tres o cuatrocientos mil francos.

Y en verdad, el elogio era merecido, porque si el conde no lo hubiera sabido por la baronesa, o tal vez por uno de los medios que tenía de saberlo todo, la fisonomía del banquero no le habría revelado nada.

—¡Bueno! —dijo para sí Montecristo—, ya oculta lo que pierde; hace un mes se vanagloriaba de ello.

Luego dijo en voz alta:

—¡Oh!, señora, el señor Danglars conoce tan bien la Bolsa que siempre recobrará el doble de lo que ha perdido.

—Veo que participáis del error común —dijo la baronesa Danglars.

—¿Y qué error es ése? —dijo Montecristo.

—Que el señor Danglars no juega nunca.

—¡Ah!, sí, es verdad, señora; me acuerdo de que el señor Debray me dijo… a propósito, ¿qué ha sido de él…?, hace tres o cuatro días que no le veo.

—Yo tampoco —dijo la señora Danglars con un aplomo milagroso—. Pero comenzasteis una frase que no habéis acabado.

—¿Cuál?

—Que el señor Debray os había dicho…

—¡Ah!, es verdad. Me ha dicho que sacrificabais al demonio del juego.

—He tenido afición durante algún tiempo, lo confieso —dijo la señora de Danglars—, pero ya no juego nunca.

—Y hacéis mal, señora. ¡Oh!, las casualidades, hijas de la fortuna, son precarias, y si yo fuese mujer, y mujer de un banquero, por mucha confianza que tuviese en la buena suerte de mi marido, porque en cuanto a especulación todo es gracia y desgracia, pues bien, por mucha confianza que tuviese en la buena suerte de mi marido, comenzaría por asegurarme una fortuna independiente, aunque tuviese que adquirirla poniendo mis intereses en manos que le fuesen desconocidas.

La señora Danglars se sonrojó.

—Mirad —dijo Montecristo, como si nada hubiese visto—, se habla mucho de una jugada muy buena sobre los intereses de Nápoles.

—Bien, bien, no quiero pensar en ello —dijo vivamente la baronesa—. Pero verdaderamente, señor conde, ya hablamos demasiado de Bolsa. Parecemos dos agentes de cambio. Hablemos un poco de esos pobres Villefort, tan atormentados en este momento por la fatalidad.

—¡Oh!, ya lo sabéis. Después de haber perdido al señor de Saint-Merán tres o cuatro días después de su partida, acaban de perder a la marquesa, tres o cuatro días después de su llegada.

—¡Ah!, es verdad —dijo Montecristo—, ya me he enterado, pero como dice Claudio en Hamlet, es una ley de la naturaleza. Sus padres habían muerto antes que ellos, y los habrán llorado. Ellos morirán antes que sus hijos y sus hijos los llorarán.

—Pero aún no es eso todo.

—¿Qué queréis decir?

—Vos sabéis que iban a casar a su hija…

—Con el señor Franz d’Epinay… ¿Se ha desbaratado tal vez el casamiento?

—Ayer por la mañana, según parece, Franz les ha devuelto su palabra.

—¡Ah, de veras…! ¿Y se conocen las causas de esa ruptura?

—No.

—¿Qué me decís, señora…? Y el señor de Villefort, ¿cómo acepta esa desgracia?

—Como siempre, con filosofía.

En este momento entró Danglars solo.

—¡Y bien! —dijo la baronesa—. ¿Dejáis al señor Cavalcanti solo con vuestra hija?

—Y la señorita de Armilly —dijo el banquero—, ¿es que no es nadie?

Volvióse en seguida a Montecristo, diciendo:

—Qué joven tan encantador, el príncipe Cavalcanti, ¿no es verdad…?; pero, decidme, ¿sabéis que es príncipe?

—No respondo de ello —dijo Montecristo—. Me presentaron a su padre como marqués. Sería conde, pero yo creo que él no hace mucho caso de ese título.

—¿Por qué? —dijo el banquero—, si es príncipe, hace mal en no vanagloriarse de ello. Cada cual en su derecho. No me gusta que reniegue de su origen.

—¡Oh!, sois un auténtico demócrata —dijo Montecristo sonriendo.

—Pero mirad a lo que os exponéis —dijo la baronesa—. Si el señor de Morcef viniese por casualidad, encontraría al señor Cavalcanti en un cuarto, donde el prometido de Eugenia no ha podido nunca entrar.

—Hacéis bien en decir por casualidad —repuso el banquero—, porque diríase que era la casualidad la que le traía, puesto que se le ve en tan contadas ocasiones.

—En fin, si viniese y encontrase aquí a este joven al lado de vuestra hija, podría disgustarse.

—¡El! ¡Oh, Dios mío! Os equivocáis. El señor Alberto no nos hace el honor de estar celoso de su prometida, no la ama tanto para eso. Por otra parte, ¿qué me importa que se disguste o no?

—No obstante, en el estado en que nos hallamos…

—Sí, el estado en que nos hallamos, ¿queréis saberlo? Que en el baile de su madre no ha bailado más que una vez con mi hija, que el señor Cavalcanti ha bailado tres veces con ella, y ni siquiera se ha enterado.

Un criado anunció:

—¡El señor vizconde de Morcef!

La baronesa se levantó vivamente. Iba a pasar al salón de studio para prevenir a su hija, cuando Danglars la detuvo.

—Dejadle —dijo.

Ella le miró asombrada.

Montecristo fingió no haber observado esta escena.

Alberto entró. Estaba alegre y satisfecho. Saludó a la baronesa con gracia, a Danglars con familiaridad, a Montecristo con afecto, y volviéndose hacia la baronesa, dijo:

—Señora, ¿me permitís que os pregunte por la señorita Danglars?

—Muy bien, caballero —respondió vivamente el banquero—. En este momento está cantando en su salón de estudio con el señor Cavalcanti.

Alberto conservó su sire tranquilo e indiferente. Tal vez sufría algún despecho interior, pero observó la mirada de Montecristo clavada en la suya.

—El señor Cavalcanti tiene una hermosa voz de tenor —dijo—, y la señorita Eugenia es una magnífica soprano, sin contar con que toca el piano cual otro Thalberg. Debe ser un concierto encantador.

—El caso es —dijo Danglars— que concuerdan perfectamente.

Alberto pareció no haber notado este equívoco tan grosero, que hizo sonrojar a la señora Danglars.

—Yo también canto —continuó el joven—. Canto, según dicen mis maestros al menos; pues bien, ¡cosa extraña!, nunca he podido arreglar mi voz a ninguna otra, ni a las de soprano. ¡Es particular!

Danglars se sonrió de un modo significativo y exclamó:

—Enfadaos, enhorabuena. En cambio, mi hija y el príncipe —prosiguió, esperando sin duda conseguir el objeto deseado— han excitado la admiración general. ¿No os encontrabais allí, señor de Morcef?

—¿Qué príncipe? —preguntó Alberto.

—El príncipe Cavalcanti —repuso Danglars, que siempre se obstinaba en dar este título al joven.

—¡Ah!, ¡perdonad! —dijo Alberto—. Yo ignoraba que lo fuese. ¡Ah!, ¡el príncipe Cavalcanti cantó ayer con la señorita Eugenia! Estaría encantador, y siento vivamente no haberme hallado presente. Pero no pude asistir, porque tuve que acompañar a la señora de Morcef a casa de la baronesa de Château-Renaud, donde cantaban los alemanes.

Tras un momento de silencio, y como si nada hubiera ocurrido, repitió Morcef:

—¿Me será permitido saludar a la señorita Danglars?

—¡Oh!, aguardad, aguardad —dijo el banquero deteniendo al joven—. ¿Oís esa deliciosa cavatina…? Ta, ta, ra, ra, ti, ta, ti, ta… eso es magnífico, ahora va a concluir…, dentro de un segundo. ¡Perfectamente! ¡Bravo, bravísimo, bravo!

Y el banquero empezó a aplaudir frenéticamente.

—En efecto —dijo Alberto—, eso es magnífico, y es imposible comprender mejor la música de su país que como lo hace Cavalcanti. Habéis dicho que es príncipe, ¿no es verdad?, ¡pues bien!, si no lo es, lo harán, en Italia eso es muy fácil. Mas volviendo a nuestros adorables cantantes, deberíais hacernos un favor, señor Danglars; sin decir que hay un extraño, deberíais suplicar a la señorita Danglars y al señor Cavalcanti que cantasen un poco. ¡Es tan hermoso gozar de la música a cierta distancia y sin ver a los músicos, a fin de que ellos puedan entregarse a todo el entusiasmo de su corazón!

Esta vez Danglars se desconcertó al ver la irónica calma del joven. Llamando a Montecristo aparte le dijo:

—¡Y bien! ¿Qué os parece nuestro amante?

—¡Diantre! ¡Me parece frío, indudablemente, pero qué queréis, estáis comprometido!

—Sin duda, estoy comprometido. Pero a dar a mi hija a un hombre que la ame, y no a uno que no la ame. Ahí tenéis a ese amante frío como un mármol, orgulloso, como su padre. Si fuese rico, si poseyese la fortuna de los Cavalcanti, podría perdonársele. Todavía no he consultado a mi hija, pero si tuviese buen gusto…

—¡Oh! —dijo Montecristo—, no sé si me cegará mi amistad hacia él, pero os aseguro que el señor de Morcef es un joven muy simpático que hará feliz a vuestra hija, y que tarde o temprano llegará a ser algo, porque, en fin, la posición de su padre es excelente.

—¡Hum!, ¡hum! —exclamó Danglars.

—¿Por qué dudáis?

—Siempre queda el pasado…, ese pasado oscuro…

—Pero el pasado del padre nada tiene que ver con el hijo.

—¡No digáis eso!

—Veamos, no os acaloréis. Hace un mes encontrabais ese casamiento bajo todos conceptos excelente…, ya comprenderéis, yo estoy desesperado, en mi casa es donde habéis visto a ese joven Cavalcanti, a quien yo no conozco, os lo repito.

—Pues yo sí le conozco —dijo Danglars—, y esto me basta.

—¿Vos le conocéis? ¿Habéis pedido informes? —preguntó Montecristo.

—¿Hay acaso necesidad de ello? ¿No se conocen a primera vista todas las ventajas de una persona? En primer lugar, es rico.

—Yo no lo aseguro.

—Sin embargo, ¿respondéis de él?

—De cincuenta mil libras, una miseria.

—Tiene una educación esmerada.

—¡Hum! —exclamó Montecristo a su vez.

—Es músico.

—Como todos los italianos.

—Vamos, conde. Sois injusto con ese joven.

—¡Pues bien!, sí, lo confieso, veo con disgusto que, conociendo vuestros compromisos con los Morcef, venga a interponerse y a dar al traste con el casamiento.

Danglars soltó una carcajada.

—¡Oh, sois un puritano! —dijo—, pero eso sucede todos los días en el mundo.

—Sin embargo, no podéis romper así como así, querido señor Danglars. Los Morcef cuentan con la boda.

—¿De veras?

—Desde luego.

—Entonces que se expliquen ellos. Vos deberíais decir dos palabritas al padre respecto a este asunto, conde, vos que lo tratáis tan íntimamente.

—¡Yo! ¿De dónde habéis sacado eso?

—En un baile, la condesa, la orgullosa Mercedes, la desdeñosa catalana, que apenas se digna abrir la boca para saludar a sus antiguos conocidos, os cogió del brazo, salió con vos al jardín, se fue por una de las alamedas y no volvió sino media hora después.

—¡Ah!, barón, barón —dijo Alberto—, nos impedís que oigamos, ¡eso es una tiranía!

—Está bien, está bien, señor burlón —dijo Danglars. Y volviéndose hacia Montecristo añadió—: ¿Os encargáis de decir esto al conde?

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