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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (124 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Con mucho gusto, si así lo deseáis.

—Mas, por esta vez, que lo haga de manera más explícita y definitiva. Sobre todo, que me pida a mi hija, que fije una época, que declare sus condiciones pecuniarias, a fin de que todos nos entendamos; pero no más dilaciones.

—¡Pues bien!, daremos ese paso.

—No os diré que le espero con placer, pero en fin, le espero. Un banquero debe ser esclavo de su palabra.

Y Danglars arrojó uno de esos suspiros que momentos antes arrojaba Cavalcanti.

—¡Bravo, bravo! —exclamó Morcef, aplaudiendo el final de un dúo.

Danglars empezaba a mirar a Alberto de reojo, cuando vinieron a decirle unas palabras al oído.

—Vuelvo al momento —dijo el banquero a Montecristo—, esperadme, tal vez tenga algo que deciros.

Y salió. La baronesa se aprovechó de la ausencia de su marido para abrir la puerta del salón de estudio de su hija, y Andrés se puso en pie rápidamente, pues estaba sentado delante del piano, al lado de Eugenia.

Alberto saludó sonriendo a la señorita Danglars, que sin manifestar la menor turbación, le devolvió un saludo con su frialdad habitual.

Cavalcanti pareció evidentemente turbado. Saludó a Morcef, que le devolvió el saludo con la mayor impertinencia del mundo.

Entonces Alberto empezó a hacer mil elogios sobre la voz de la señorita Danglars, y sobre el sentimiento que experimentaba, por no haber asistido el día anterior a la
soirée
.

Cavalcanti empezó a hablar con Montecristo.

—Basta de música y de cumplidos —dijo la señora Danglars—, venid a tomar el té.

—Ven, Luisa —dijo la señorita Danglars a su amiga.

Pasaron al salón próximo, donde en efecto, estaba preparado el té. En el momento en que empezaba a dejar, a la inglesa, las cucharillas en las tazas, abrióse la puerta y Danglars se presentó, visiblemente agitado.

Montecristo observó al punto esta agitación e interrogó al banquero con una mirada.

—¡Y bien! —dijo Danglars—, acabo de recibir un correo de Grecia.

—¡Ah, ah! —exclamó el conde—, ¿para eso os llamaron?

—Sí.

—¿Cómo está el rey Otón? —preguntó Alberto con tono jovial.

Danglars le miró de reojo sin responderle, y Montecristo se volvió para ocultar la expresión de lástima que apareció en su rostro, pero que se borró instantáneamente.

—Nos marcharemos juntos, ¿verdad?

—Como queráis —dijo Alberto al conde.

Alberto no podía comprender aquella mirada del banquero. Así, pues, volviéndose hacia Montecristo, que le había comprendido muy bien, dijo:

—¿Habéis visto cómo me ha mirado?

—Sí —respondió el conde—, pero ¿halláis algo de particular en su mirada?

—Sí, pero ¿qué quiere decir con sus noticias de Grecia?

—¿Cómo queréis que yo lo sepa…?

—Porque supongo que vos tenéis relaciones en ese país.

Montecristo se sonrió como persona que trata de eludir una respuesta.

—Mirad —dijo Alberto—, ahora se acerca a vos, y yo voy a hablar un poco a la señorita Danglars. Mientras tanto el padre tendrá tiempo de deciros algo.

—Si le habláis, habladle de su voz, por lo menos —dijo Montecristo.

—No; eso lo haría todo el mundo.

—Mi querido vizconde —dijo Montecristo— a veces sois un hombre muy raro. Alberto se dirigió a Eugenia con la sonrisa en los labios. Durante este tiempo Danglars se inclinó al oído del conde.

—Me habéis dado un excelente consejo —dijo—, estas dos palabras encierran toda una historia: Fernando y Janina.

—¡Ah, ah! —exclamó Montecristo.

—Sí. Ya os lo contaré. Pero llevaos al joven. Sólo de verle me turbo, a pesar mío.

—Eso es lo que hago. Va a acompañarme. Ahora, decidme, ¿persistís en que os envíe el padre?

—Más que nunca.

—Bien.

El conde hizo una seña a Alberto.

Los dos saludaron a las señoras y salieron. Alberto, con un aire indiferente a los desdenes de la señorita Danglars. Montecristo, repitiendo a la señora Danglars los consejos acerca de la prudencia que debe tener la mujer de un banquero en asegurarse su porvenir. El señor Cavalcanti quedó dueño del campo de batalla.

Capítulo
XXIV
Haydée

A
penas los caballos del conde doblaron la esquina del bulevar, cuando Alberto se volvió hacia el conde, soltando una carcajada demasiado fuerte para no ser un poco forzada.

—Y bien —le dijo—. Yo os preguntaré lo que el rey Carlos IX preguntaba a Catalina de Médicis después de la noche de San Bartolomé: ¿Qué tal he desempeñado mi papel?

—¿Cuándo y sobre qué? —preguntó Montecristo.

—Sobre la instalación de mi rival en casa del señor Danglars…

—¿Qué rival?

—¿Quién ha de ser? Vuestro protegido, el señor Andrés Cavalcanti.

—¡Oh!, dejémonos de bromas, vizconde. Yo no protejo al señor Cavalcanti, al menos en casa del señor Danglars…

—Y yo no me quejaría si lo hicieseis. Pero, felizmente, puede pasar sin vuestra protección.

—¡Cómo! ¿Creéis que hace la corte…?

—Os lo aseguro. ¿No os habéis dado cuenta de sus miradas, sus suspiros, las modulaciones de sus sonidos armoniosos…? ¡Nada!, aspira a la mano de la orgullosa Eugenia. Palabra de honor, lo repito, aspira a la mano de la orgullosa Eugenia.

—¿Y eso qué importa, si no piensa más que en vos?

—No digáis eso, mi querido conde, ¿no veis la amabilidad con que me han tratado?

—¡Cómo! ¿Quién…?

—Sin duda, la señorita Eugenia apenas me ha respondido, y la señorita de Armilly, su confidente, no me ha contestado en absoluto.

—Sí, pero el padre os adora —dijo Montecristo.

—¿El padre? Al contrario, me ha hundido mil puñales en el corazón. Puñales que sólo se introducen en la ropa, es verdad; puñales de tragedia, pero no era esa su intención.

—Los celos indican que hay cariño.

—Sí, pero yo no estoy celoso.

—¡Él sí lo está!

—¿De quién? ¿De Debray?

—No, de vos.

—¿De mí? Apuesto a que antes de ocho días me da con la puerta en las narices.

—Os equivocáis, mi querido vizconde.

—¿Una prueba?

—¿La queréis?

—Sí.

—Estoy encargado de indicar al señor conde de Morcef que dé un paso definitivo sobre el casamiento.

—¿Quién os lo ha encargado?

—El propio barón.

—¡Oh! —dijo Alberto con tono suplicante—. No haréis eso, ¿verdad, señor conde?

—Os equivocáis, Alberto, lo haré, pues lo tengo prometido.

—Vamos —dijo Alberto—, ¡qué empeño tenéis también vos en casarme!

—Quiero estar bien con todo el mundo. Pero, a propósito de Debray, ya no le veo en casa de la baronesa.

—Está reñido.

—¿Con ella?

—No, con él.

—¿Se ha dado cuenta de algo?

—Vaya con lo que ahora salís.

—Pues qué, ¿sospechaba antes…? —dijo Montecristo con una sencillez encantadora.

—¡Ah! ¡Diantre! ¿De dónde venís, mi querido conde?

—Del Congo, si queréis.

—Pues no está muy lejos.

—¿Conozco por ventura a vuestros maridos parisienses…?

—¡Ah!, mi querido conde, los maridos son iguales en todas partes. Desde el momento en que estudiéis al individuo en un país cualquiera, conocéis la raza.

—Entonces, ¿qué causa ha podido indisponer a Danglars con Debray? Parecían tan amigos… —añadió Montecristo con mayor sencillez aún.

—¡Ah!, atañe ya a los misterios de familia. Cuando el señor Cavalcanti se case, se lo podéis preguntar.

El carruaje se detuvo.

—Ya hemos llegado —dijo Montecristo—. No son más que las diez y media, subid.

—Con mucho gusto.

—Mi carruaje os llevará.

—No, gracias; mi cabriolé ha debido seguirnos.

—Ahí viene, en efecto —dijo Montecristo, bajando de su carruaje.

Entraron en la casa y luego en el salón, que estaba iluminado.

—Decid que nos hagan té, Bautista —dijo Montecristo.

Bautista salió sin hablar una palabra. Dos segundos después volvió con una bandeja con el servicio del té, como si hubiera surgido de debajo de la tierra.

—En verdad —dijo Morcef—, lo que admiro en vos, mi querido conde, no es vuestra riqueza, otros habrá más ricos que vos. No es vuestro talento, Beaumarchais no tendría más, pero sí tanto como vos. Es vuestro modo de ser servido, sin que nadie os responda una palabra, al minuto, al segundo, como si adivinasen en la manera con que llamáis lo que deseáis, y como si todo lo que deseáis estuviese preparado.

—Lo que decís no deja de tener fundamento. Ya conocen mis costumbres. Por ejemplo, ahora veréis. ¿No deseáis hacer algo después de beber el té?

—¡Diantre!, deseo fumar.

Montecristo se acercó al timbre y llamó una vez.

Al instante se abrió una puerta particular y Alí se presentó con dos pipas llenas de excelente latakié.

—Eso es maravilloso —dijo Morcef.

—No —repuso Montecristo—, es muy sencillo. Alí sabe que cuando se toma café o té, se fuma generalmente. Sabe que he pedido té, sabe que he entrado con vos, oye que le llamo, sospecha la causa y como es de un país donde se ejerce la hospitalidad, con la pipa sobre todo, en lugar de una, trae dos.

—Seguramente esa es una explicación como otra cualquiera, pero no es menos cierto que sólo vos…, ¿pero qué es lo que oigo…?

Y Morcef se inclinó hacia la puerta, por la que, en efecto, entraban sonidos parecidos a los de un arpa.

—A fe mía, mi querido vizconde, esta noche la música os persigue. Acabáis de oír el piano de la señorita Danglars, para oír luego la guzla de Haydée.

—Haydée, ¡oh, qué nombre tan adorable! ¿Puede haber mujeres que se llamen Haydée, además de las que así se llaman en los poemas de Byron?

—Desde luego. Haydée es un nombre muy raro en Francia, pero muy común en Albania y en Epiro. Es lo mismo que si dijeseis castidad, pudor, inocencia.

—¡Oh! ¡Eso es encantador! —dijo Alberto—. ¡Cómo me gustaría el que se llamasen nuestras francesas señorita Bondad, señorita Silencio, señorita Caridad cristiana! Decidme, si la señorita Danglars, en lugar de llamarse Clara-María-Eugenia, como la llaman, se llamase señorita Castidad-Pudor-Inocencia Danglars, ¡diablo! ¿No sería mucho más hermoso?

—¡Loco! —dijo el conde—. No habléis tan alto, podría oíros Haydée.

—¿Y se enojaría, tal vez?

—No —dijo el conde con aire altanero.

—¿Es amable? —preguntó Alberto.

—No es bondad, es deber; una esclava no se enfada nunca contra su amo.

—¡Vamos!, no os burléis. ¿Hay todavía esclavos?

—Sin duda, puesto que Haydée lo es mía.

—En efecto, vos no hacéis ni tenéis nada semejante a los demás. Esclava del señor conde de Montecristo es una posición en Francia. A juzgar por el modo con que empleáis vuestro dinero, ¿es un destino que le valdrá cien mil escudos al año?

—¡Cien mil escudos! La pobre ha poseído mucho más. Ha venido al mundo sobre tesoros, al lado de los cuales no son nada los de las
Mil y una noches
.

—¿Es una princesa?

—Vos lo habéis dicho, y una de las principales de su país.

—Ya lo —sospechaba. ¿Pero cómo siendo princesa ha podido llegar a ser esclava?

—¿Y cómo llegó a ser Dionisio el Tirano, maestro de escuela? El azar de la guerra, mi querido vizconde, el capricho de la fortuna.

—¿Y su nombre es un secreto?

—Para todo el mundo, sí. No para vos, mi querido vizconde, que sois uno de mis amigos, y que lo guardaréis, ¿no es verdad que guardaréis el secreto?

—¡Oh, palabra de honor!

—¿Sabéis la historia del bajá de Janina?

—¿De Alí-Tebelín?; sin duda, puesto que a su servicio fue donde adquirió mi padre su fortuna.

—Es verdad, lo había olvidado.

—¡Y bien! ¿Qué tiene que ver Alí-Tebelín con Haydée?

—Es su hija.

—¡Cómo! ¿Hija de Alí-Pachá?

—Y de la hermosa Basiliki.

—¿Y es esclava vuestra?

—¡Oh, Dios mío, sí!

—¿Pues cómo?

—¡Diantre!, un día que pasaba yo por el mercado de Constantinopla, la compré.

—¡Eso es magnífico!, con vos, señor conde, no se vive, se sueña. Ahora, escuchad, voy a pediros una cosa, seré discreto.

—Hablad.

—Pero puesto que salís con ella, puesto que la lleváis a la ópera…

—¿Y qué más?

—Bien puedo pediros esto.

—Podéis pedir lo que queráis.

—Entonces, mi querido conde, os pido que me presentéis a vuestra princesa.

—Con mucho gusto, pero bajo dos condiciones.

—Las acepto antes de conocerlas.

—La primera, que no confiaréis a nadie esta presentación.

—¡Muy bien, lo juro! —dijo Morcef extendiendo la mano.

—La segunda, que no le diréis que vuestro padre ha servido al suyo.

—Lo juro también.

—Muy bien, vizconde, tendréis presentes estos dos juramentos, ¿no es verdad?

—¡Oh! —exclamó Morcef.

—Perfectamente. Sé que cumpliréis vuestra palabra. El conde volvió a llamar con el timbre. Alí se presentó.

—Es preciso que avises a Haydée —le dijo—, de que voy a tomar café con ella, y hazle comprender que le pido permiso para presentarle uno de mis amigos. Alí se inclinó y salió.

—De modo que es cosa convenida. Cuidado con las preguntas directas, querido vizconde. Si deseáis saber algo, preguntádmelo a mí y yo se lo preguntaré a ella.

—Convenido.

Alí compareció por tercera vez, y tuvo levantado el tapiz para indicar a su amo y a Alberto que podían pasar. Montecristo dijo:

—Entremos.

Alberto pasó una mano por sus cabellos y se retorció el bigote. El conde tomó su sombrero, se puso los guantes y precedió a Alberto a la estancia guardada por Alí en la antesala, y defendida por las tres camareras mandadas por Myrtho.

Haydée esperaba en la primera pieza, que era el salón, con sus ojos un tanto dilatados por la sorpresa, porque era la primera vez que otro, además de Montecristo, penetraba hasta sus aposentos. Estaba sentada sobre un sofá, en un ángulo, con las piernas cruzadas a lo oriental, y había hecho, por decirlo así, un nido en las ricas telas de seda rayadas y bordadas, las más hermosas de Oriente. Junto a ella estaba el instrumento cuyos sonidos la habían descubierto. Estaba encantadora.

Al ver a Montecristo se levantó con aquella su peculiar sonrisa, que expresaba a la par los sentimientos de hija y de enamorada. Montecristo se dirigió hacia donde ella estaba, y le presentó su mano, sobre la cual, como siempre, imprimió sus labios.

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