En aquella habitación estaban Mercedes y Alberto.
Mercedes había cambiado mucho en pocos días, no porque en los tiempos de su mayor auge hubiese ostentado el fausto orgulloso que separa todas las condiciones y hace que no se reconozca la misma mujer cuando se presenta más sencillamente vestida, ni tampoco porque hubiese llegado a aquel estado en el que es preciso volver a vestir la librea de la miseria, no; Mercedes había cambiado, porque el brillo de sus ojos se había amortiguado, y se había desvanecido su sonrisa, porque, en fin, una perpetua cortedad de ánimo retenía en sus labios aquella palabra rápida que lanzaba otras veces una imaginación siempre pronta y activa.
La pobreza no había marchitado la imaginación de Mercedes, tampoco la falta de valor le hacía insoportable su pobreza; habiendo bajado de la altura en que vivía, y perdida en la nueva esfera que había escogido, su vida era cual el estado de aquellas personas que salen de un salón brillantemente iluminado para pasar a una habitación completamente oscura; parecía una reina que salía de su palacio para entrar en una cabaña, y que reducida a lo estrictamente necesario, no se la reconocía ni en la vajilla ordinaria que ella misma colocaba sobre su mesa, ni en el catre que sustituyera a su magnífico lecho.
En efecto, la bella catalana, o la noble condesa, no tenía ni su mirada altiva ni su encantadora sonrisa, porque al fijar sus ojos sobre cuanto la rodeaba, sólo veía objetos de tristeza: un cuarto tapizado con papel sobre fondo gris, que los propietarios económicos buscan con preferencia como más duradero; el suelo sin alfombra y los muebles todos llamaban la atención y obligaban a fijarse en la pobreza de un falso lujo, cosas todas que rompían la armonía tan necesaria a las personas acostumbradas a un conjunto elegante.
La señora de Morcef vivía allí desde que había abandonado su palacio. Trastornábale la cabeza aquel silencio monótono, cual a un viajero al llegar al borde de un horrendo precipicio, y viendo que Alberto la miraba disimuladamente a cada momento para sondear el estado de su corazón, se esforzaba en sonreír con los labios, ya que le faltaba el dulce fuego de la sonrisa en los ojos, sonrisa que causa el mismo efecto que la reverberación de la luz, es decir, la claridad sin calor.
Alberto, por su parte, estaba preocupado, hallábase impedido por un resto de lujo que no le permitía presentarse según su condición actual. Quería salir sin guantes, y hallaba sus manos demasiado blancas para caminar a pie por toda la ciudad, y sus botas eran de charol y demasiado lujosas.
Con todo, aquellas dos criaturas, tan nobles e inteligentes, reunidas indisolublemente con los lazos del amor maternal y filial, habían llegado a comprenderse sin hablar y a ahorrarse todos los preámbulos que se deben entre amigos para establecer la verdad material de que depende la vida.
Alberto, en fin, había podido decir a su madre sin hacerla palidecer:
—Madre mía, no tenemos dinero.
Jamás Mercedes había conocido la miseria, muchas veces en su juventud había hablado ella misma de pobreza, pero no es lo mismo necesidad y pobreza; son dos sinónimos, entre los cuales media todo un mundo. Entre los catalanes, Mercedes tenía necesidad de mil cosas, pero nunca le faltaban otras mil, mientras las redes cogían bastante pescado y éste se vendía. Y después, sin amigas, con sólo un amor que no tenía relación alguna con los detalles materiales de la situación, no pensaba más que en sí, y Mercedes, con lo poco que poseía, era aún generosa cuanto podía. Hoy debía pensar en dos y sin poseer nada.
Acercábase el invierno. En aquel cuarto ya frío, Mercedes no tenía fuego, cuando un calorífero del que salían mil ramales calentaba otras veces su casa desde la antecámara al tocador; no tenía ni aun una flor, cuando su habitación estaba antes llena de ellas a peso de oro. ¡Pero tenía a su hijo!
La exaltación de un deber quizás exagerado les había sostenido hasta entonces en las esferas superiores. La exaltación se aproxima mucho al entusiasmo y el entusiasmo nos hace insensibles a las cosas de la tierra. Era preciso al fin hablar de lo positivo después de haber apurado todo lo ideal.
—Madre mía —decía Alberto en el momento en que la señora Danglars bajaba la escalera—, contemos un poco nuestras riquezas. Tengo necesidad de un total para trazar bien mis planes.
—Total, nada —dijo Mercedes con dolorosa sonrisa.
—Sí, madre mía; total, primero tres mil francos. Pretendo que con esos tres mil francos pasemos los dos una vida envidiable.
—¡Niño! —respondió Mercedes suspirando.
—Sí, mi buena madre; os he gastado, por desgracia, mucho dinero, y conozco ya su valor: es enorme. Con esos tres mil francos he edificado un porvenir milagroso y de eterna seguridad.
Mercedes dijo ruborizándose:
—¿Pensáis eso, hijo mío? ¿Pero ante todo aceptaremos esos tres mil francos?
—Es cosa convenida, me parece —dijo Alberto con un tono fume—, los aceptaremos, tanto más, cuanto no los tenemos, pues se encuentran, como sabéis, enterrados en el jardín de la pequeña casa de la alameda de Meillán en Marsella. Con doscientos francos, iremos ambos a Marsella.
—¡Con doscientos francos! —dijo Mercedes—. ¿Pensáis lo que decís, Alberto?
—¡Oh!, en cuanto a eso estoy perfectamente informado por las diligencias y los vapores, y mis cálculos están ya hechos. Tomáis vuestro asiento para Chalons, treinta y cinco francos.
Alberto tomó la pluma y escribió:
Berlina, treinta y cinco francos 35 francos
De Chalons a Lyon vais por el vapor, seis francos 6
De Lyon a Avignon, lo mismo, dieciséis francos 16
De Avignon a Marsella, ídem, siete francos. 7
Gastos durante el viaje, cincuenta francos 50
Total 114
—Pongamos ciento veinte. Veis que soy generoso, ¿verdad, madre mía? —añadió sonriéndose.
—¿Pero y tú, mi pobre hijo?
—¡Yo!, no os preocupéis. Me reservo ochenta francos. Un joven, madre mía, no tiene necesidad de tantas comodidades, y además sé lo que es viajar.
—Sí, con tu silla de posta y tu ayuda de cámara.
—No importa, madre mía.
—Pues bien, sea —dijo Mercedes—, ¿pero y esos doscientos francos?
—Helos aquí, y otros doscientos más. He vendido mi reloj y mis sellos en cuatrocientos francos. Somos ricos, pues en lugar de ciento catorce francos que necesitáis para vuestro viaje, tenéis doscientos cincuenta.
—¿Pero debemos algo en esta casa?
—Treinta francos, que voy a pagar de mis ciento cincuenta, y puesto que sólo necesito ochenta para el camino, veis que estoy nadando en la abundancia.
Y Alberto sacó una pequeña cartera con broches de oro, restos de su anterior opulencia, o quizá tierno recuerdo de una de aquellas mujeres misteriosas, que cubiertas con un velo llamaban a la puerta escondida. La abrió y mostró un billete de mil francos.
—¿Qué es eso? —inquirió Mercedes.
—Mil francos, madre mía. ¡Oh!, es muy bueno.
—Pero ¿de dónde tienes tú mil francos?
—Escuchad y no os conmováis.
Alberto se levantó, besó a su madre en ambas mejillas, y se puso a mirarla fijamente.
—No tenéis idea, madre mía, de cuán hermosa os encuentro —dijo el joven con un profundo sentimiento de amor filial—, sois la más bella, como la más noble de cuantas mujeres he conocido.
—¡Hijo querido! —dijo Mercedes, procurando retener una lágrima que asomaba a sus ojos.
—En verdad, sólo os faltaba ser desgraciada para cambiar mi amor en adoración.
—No soy desgraciada, puesto que tengo a mi hijo —dijo Mercedes—, y no lo seré mientras siga teniéndolo.
—¡Ah!, precisamente, ved donde empieza la prueba, ¡madre mía!, sabéis que es cosa convenida.
—¿Hemos convenido algo? —preguntó Mercedes.
—Sí; en que viviréis en Marsella, y yo iré a África, donde en lugar del nombre que he dejado, me crearé uno, honrando, el que he escogido.
Mercedes exhaló un suspiro.
—Pues bien, querida madre, desde ayer que estoy enganchado en los
spahis
—añadió el joven bajando los ojos con cierta vergüenza, porque ignoraba cuán sublime era rebajándose—, o más bien he creído que mi cuerpo era mío y que podía venderlo. Desde ayer reemplazo a uno. Me he vendido, como dicen, más caro de lo que yo creía valer —añadió procurando sonreírse—, es decir, por dos mil francos.
—¿Así esos mil francos…? —dijo temblando Mercedes.
—Constituyen la mitad de la suma; la otra la entregarán dentro de un año.
Mercedes levantó los ojos al cielo con una expresión que nadie sería capaz de pintar, y las dos lágrimas que hacía rato estaban detenidas en sus párpados, corrieron por sus mejillas.
—¡El precio de su sangre! —murmuró.
—Sí, si me matan —dijo sonriéndose Morcef—; pero os aseguro, mi buena madre, que por el contrario, tengo intención de defender encarnizadamente mi existencia. Jamás he tenido tantas ganas de vivir como ahora.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo Mercedes.
—Además, ¿por qué creéis que he de morir? ¿La Moriciere, ese Rey del Mediodía, ha muerto? Changarnier, Bedau, Morrel, a quienes conocemos, ¿no viven? Pensad, madre mía, ¡cuál será vuestra alegría cuando me veáis volver con mi uniforme bordado! Os confieso que creo estar muy bien, y he escogido ese regimiento por coquetería.
Mercedes suspiró procurando sonreírse. Aquella santa madre comprendió que no debía permitir que su hijo sufriese solo todo el peso del sacrificio.
—Pues bien —replicó Alberto—, ¡me comprendéis, madre mía!, tenéis ya cuatro mil francos; con ellos viviréis bien dos años.
—¿Lo crees? —dijo Mercedes.
A la condesa se le escaparon estas dos palabras con un dolor tan verdadero que no se le ocultó a Alberto: oprimiósele el corazón, y tomando la mano de su madre la apretó entre las suyas.
—Sí, viviréis —dijo.
—Viviré, sí, pero tú no partirás, ¿verdad, hijo mío?
—Madre mía, partiré —dijo Alberto con voz tranquila y firme—, me amáis demasiado para dejar que permanezca ocioso e inútil, y además he firmado.
—Obrarás según lo voluntad, hijo mío, pero yo obraré según la de Dios.
—No según mi voluntad, madre mía, sino según la razón y la necesidad. Somos dos criaturas sin nada, ¿es verdad? ¿Qué es la vida para vos hoy?, nada. ¿Qué es para mí?, poca cosa sin vos, madre mía.
Creedme, bien poca cosa, porque sin vos hubiera cesado desde el día en que dudé de mi padre y rechacé su nombre. En fin, viviré si me prometéis esperar aún, si me confiáis el cuidado de vuestra dicha futura, duplicáis mis fuerzas. Luego iré a ver al gobernador de Argelia, cuyo corazón es leal y enteramente de soldado; le contaré mi lúgubre historia y le rogaré vuelva de vez en cuando la vista hacia mí, y si me cumple su palabra, y si observa mis acciones, antes de seis meses seré oficial o habré muerto. Si soy oficial, tendréis vuestra suerte asegurada, madre mía, porque tendré dinero para vos y para mí, y además un nuevo nombre que ambos llevaremos con orgullo porque será el vuestro. ¡Si muero…!, bien, entonces morid si queréis, y vuestras desgracias tendrán un término en su exceso mismo.
—Bien —respondió Mercedes con noble y elocuente mirada—, tienes razón, hijo mío, probemos a ciertas personas que nos observan y esperan nuestros actos para juzgarnos. Probémosles que somos dignos de compasión.
—Pero nada de ideas tristes, querida madre —dijo el joven—, os juro que somos dichosos en lo que cabe. Sois una persona de talento y resignación. Yo he simplificado mis gustos y no tengo necesidades; una vez en el servicio, ya soy rico. Cuando hayáis llegado a casa del señor Dantés, estaréis tranquila. ¡Probemos! ¡Os lo ruego, madre mía! ¡Probemos!
—Sí, hijo mío, porque tú debes vivir para ser aún dichoso —respondió Mercedes.
—Así, he aquí nuestras particiones hechas —dijo el joven afectando gran serenidad—. Podemos partir hoy mismo. Retengo, como he dicho, vuestro asiento.
—Pero ¿y el tuyo, hijo mío?
—Debo permanecer dos o tres días aquí, madre mía. Esto será un principio de separación, y debemos acostumbrarnos a ella. Preciso de algunas recomendaciones y adquirir ciertas noticias sobre África. Nos veremos en Marsella.
—Pues bien, sea —dijo Mercedes poniéndose un chal, único que había traído y que por casualidad era un cachemira negro de gran precio—, partamos.
Alberto recogió sus papeles, llamó para pagar los treinta francos que debía al amo de la casa, y ofreciendo el brazo a su madre bajó la escalera.
Alguien bajaba delante de ellos, y esa persona, al oír el crujido de un vestido de seda, volvió la cabeza.
—¡Debray! —murmuró Alberto.
—Vos, Alberto —respondió el secretario del ministro deteniéndose en el escalón en que estaba.
Pudo más en él la curiosidad que el deseo de guardar el incógnito, a más de que ya le habían conocido.
Parecía curioso, en efecto, encontrar en aquella casa ignorada al joven cuya aventura había hecho tanto ruido en París.
—Morcef —repitió Debray.
Y viendo en la oscuridad el talle, joven aún, y el velo negro de la señora de Morcef:
—¡Oh!, disculpadme —añadió—, os dejo, Alberto.
Este conoció la idea.
—¡Madre mía! —dijo volviéndose a Mercedes—, es el señor Debray, secretario del ministro del Interior y mi ex amigo.
—¡Cómo! —balbuceó Debray—, ¿qué queréis decir con eso?
—Digo esto porque hoy ya no tengo amigos y no debo tenerlos; os doy gracias por haber tenido la bondad de reconocerme, caballero.
Debray subió dos escalones y fue a dar afectuosamente la mano a su interlocutor.
—Creedme, mi querido Alberto —dijo con toda la emoción de que era capaz—, creedme, he sentido mucho vuestras desgracias, y en todo y por todo estoy a vuestra disposición.
—Gracias —dijo Alberto sonriéndose—, pero en medio de todas nuestras desgracias somos aún bastante ricos para no tener necesidad de incomodar a nadie. Salimos de París, tenemos nuestro viaje pagado, y aún nos quedan cinco mil francos.
Debray, que llevaba un millón en el bolsillo, se sonrojó, y por poco práctico que fuese no pudo menos de reflexionar que la misma casa contenía hacía poco dos mujeres: una, justamente deshonrada, se iba pobre con un millón y quinientos mil francos bajo su capa, y la otra, injustamente perseguida, pero sublime en su desgracia, salía rica con poco dinero.
Tales comparaciones echaron por tierra sus combinaciones políticas. La filosofía del ejemplo le aterró, balbuceó algunas palabras de urbanidad general y bajó rápidamente.