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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (33 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Una hora después volvieron. Todo lo que, había podido hacer Edmundo era arrastrarse como cosa de diez pasos para buscar apoyo en una roca cubierta de musgo.

Pero lejos de calmarse sus dolores, eran al parecer más violentos. El viejo patrón, que tenía que salir aquella mañana a desembarcar su contrabando en las fronteras del Piamonte y de Francia, entre Niza y Frejus, insistió en que Dantés probara de levantarse, pero los esfuerzos del joven para conseguirlo fueron infructuosos. A cada esfuerzo caía más pálido, profiriendo gemidos.

—¡Se ha roto el espinazo! —dijo el patrón en voz baja—. No importa, es un buen compañero, y no debemos abandonarle. Procuremos llevarle a la tartana.

Pero Edmundo declaró que prefería exponerse a la muerte que a los atroces dolores que le ocasionaría cualquier movimiento, por pequeño que fuese.

—Pues bien, suceda lo que suceda —repuso el patrón—, no se dirá que hemos dejado de socorrer a un compañero tan valeroso como tú. Hasta la noche no partiremos.

Esta decisión sorprendió mucho a los marineros, aunque ninguno la combatiese, sino todo lo contrario, pero el patrón era un hombre tan rígido, que era aquélla la primera vez que se le veía renunciar a una empresa o retardar su ejecución. Por lo mismo, Dantés se opuso a que por su causa se faltara a la disciplina establecida a bordo.

—No, no —le dijo al patrón—. He sido torpe, y es justo que sufra el resultado de mi torpeza. Dejadme provisión de galleta, un fusil, pólvora y balas, para matar cabras o para defenderme en caso de apuro, y una azada para construirme una choza, si tardáis mucho en volver por mí.

—Pero vas a morirte de hambre —le dijo el patrón.

—Lo prefiero al horrible dolor que me produce cualquier movimiento —respondió Edmundo.

El patrón a cada instante se volvía a contemplar su tartana ya medio aparejada, que se mecía graciosamente en el puerto, pronta a lanzarse al mar cuando su toilette estuviese concluida.

—¿Qué quieres que hagamos, Maltés? —le dijo—. No podemos abandonarte así, y no podemos tampoco permanecer en la isla.

—Que os vayáis —respondió Dantés.

—Mira que vamos a tardar ocho días por lo menos, y que luego tendremos que apartarnos de nuestro camino para venir a buscarte.

—Escuchad —repuso Dantés—, si dentro de dos o tres días os topáis con algún barquichuelo pescador que se dirigiese hacia aquí, recomendadme a él. Le daré veinticinco piastras para que me lleve a Liorna. Si no le encontráis, volved vos mismo.

El patrón movió la cabeza.

—Existe un medio que todo lo concilia, patrón Baldi —dijo Jacobo—. Marchaos, y yo me quedaré a cuidar el herido.

—¿Renunciarás por mí a lo parte en las ganancias, Jacobo? —le dijo Edmundo.

—Sin duda alguna.

—Eres un excelente muchacho, Jacobo, y Dios lo tendrá en cuenta, pero gracias…, gracias…, no necesito a nadie. Con un día o dos de reposo me aliviaré, y espero además hallar entre estas rocas ciertas hierbas excelentes para contusiones.

Una sonrisa extraña asomó a los labios de Dantés, mientras apretaba con efusión la mano de Jacobo, pero seguía tenaz en su intento de quedarse solo.

Dejáronle sus compañeros lo que les había pedido, y se separaron de él, no sin volver la cara muchas veces, haciéndole signos de cordial despedida, que contestaba Edmundo con la mano solamente como si no pudiera mover el resto del cuerpo. Así que hubieron desaparecido, murmuró sonriéndose:

—Es extraño que sólo se encuentre la amistad y el desinterés entre hombres semejantes.

Arrastrándose con precaución hasta el pico de una peña que le ocultaba el mar, vio a la tartana acabarse de disponer, levar anclas, balancearse graciosamente como una gaviota que tiende su vuelo y partir.

A la hora ya había desaparecido completamente, o por lo menos resultaba imposible verla desde el sitio en que yacía el herido.

Entonces se levantó más ágil que las cabras que moraban en aquellos bosques agrestes, cogió con una mano su fusil, su azada con la otra, y corrió a la peña en que remataban las señales o hendiduras que con tanta alegría había advertido.

—Ahora —exclamó, recordando la historia del pescador árabe que Faria le había contado—, ahora… ¡Sésamo, ábrete!

Segunda parte
Simbad el marino
Capítulo
I
La cueva secreta

E
l sol casi había alcanzado su cenit y sus ardientes rayos quebrábanse en las rocas, que parecían sentir su calor. Miles de cigarras ocultas entre el ramaje producían su monótono chirrido; las hojas de los mirtos y de los acebuches se mecían temblorosas, produciendo un sonido casi metálico. Cada paso que daba Edmundo en la roca calcinada ahuyentaba una turba de lagartos, verdes como la esmeralda; las cabras salvajes, que atraen tal vez cazadores a Montecristo, se veían a lo lejos saltar por los despeñaderos; la isla, en resumen, estaba habitada y viva, y Dantés sin embargo se sentía solo bajo la mano de Dios.

Sentía una extraña emoción, muy parecida al miedo: era esa desconfianza que inspira la luz del día, haciéndonos creer, aun en medio del desierto, que nos miran atentamente unos ojos escrutadores.

Era tan fuerte esta emoción, que al ir a emprender Edmundo su tarea, soltó la azada, cogió su fusil y subió por última vez a la roca más elevada de la isla, para examinar con nuevo cuidado sus contornos.

Pero lo que más le llamó su atención no fue ni la poética Córcega, ni esa Cerdeña, casi desconocida, que a continuación la sigue, ni la isla de Elba, con sus grandes recuerdos, ni aquella línea imperceptible, en fin, que se distribuía en el horizonte, y que al ojo experto de un marinero hubiera revelado la soberbia Génova y la comercial Liorna. No, lo que llamó la atención de Dantés fue el bergantín que había salido de Montecristo al amanecer, y la tartana que acababa de hacerse a la mar:

El bergantín estaba a punto de perderse de vista en el estrecho de Bonifacio; la tartana, con opuesto rumbo, costeaba la isa de Córcega, que se disponía a doblar.

Edmundo se tranquilizó, volviéndose para contemplar los objetos que más de cerca le rodeaban, vióse en el punto más elevado de la isla cónica, estatua puntiaguda de aquel inmenso zócalo, ni un hombre, ni una barca en torno suyo, nada más que el mar azulado que batía la base de la isla, adornándola con un cinturón de plata.

Entonces bajó con paso rápido, aunque precavido. En tal ocasión temía que le sucediera un accidente como el que con tanta habilidad había fingido.

Como hemos dicho, Dantés había retrocedido en el camino indicado por las señales hechas en las rocas, y había visto que este camino guiaba a una especie de ancón oculto como el baño de una ninfa de la antigüedad. La entrada era bastante ancha, y por el centro tenía bastante profundidad para que pudiese anclar en él un pequeño buque de guerra y permanecer oculto. De este modo, siguiendo el hilo de las inducciones, ese hilo, que en manos del abate Faria era un guía tan seguro y tan ingenioso en el dédalo de las probabilidades, se le ocurrió que el cardenal Spada, conviniéndole no ser visto, había abordado a este ancón, y ocultando allí su barco había tomado luego el camino que las señales indicaban, para esconder su tesoro en el extremo de esa línea. Esta suposición era la que llevaba a Dantés junto a la roca circular. Solamente una cosa le inquietaba, por ser opuesta a sus conocimientos sobre dinámica. ¿Cómo habían podido, sin emplear fuerzas considerables, levantar aquella enorme roca? De repente se le ocurrió una idea.

—En vez de subirla —dijo—, la habrán hecho bajar.

Y acto seguido trepó por encima del peñasco, en busca del sitio que antes ocupara.

En efecto, pronto reparó en una leve pendiente, hecha sin duda alguna intencionadamente. La roca había caído de su base al sitio que ahora ocupaba; otra piedra, del tamaño común a las que suelen emplearse en las paredes, le había servido de cala, y pedruscos y pedernales aquí y allí sembrados cuidadosamente ocultaban toda solución de continuidad, habiendo sembrado en las inmediaciones hierbas y musgo, de manera que entrelazándose con los mirtos y los lentiscos, parecía la nueva roca nacida en aquel mismo lugar. Dantés arrancó con precaución algunos terrones y creyó descubrir, o descubrió efectivamente, todo este magnífico artificio. Y se puso inmediatamente a destruir con su azada esta pared intermediaria, endurecida por el tiempo.

Al cabo de diez minutos de estar trabajando, la pared se desmoronó, abriéndose un agujero en que cabía el brazo. Corrió en seguida Edmundo a cortar el olivo más grueso de los alrededores, y despojándole de las ramas, lo introdujo a guisa de palanca por el agujero. Pero la peña era bastante grande y estaba lo suficientemente adherida a su cimiento artificial, para que la pudiesen arrancar fuerzas humanas, ni aun las del mismo Hércules. Entonces reflexionó Dantés que lo que había que hacer era destruir este cimiento, pero ¿cómo? Tendió los ojos en torno suyo, con aire perplejo, y reparó en el cuerno de oveja griega que, lleno de pólvora, le había dejado su amigo Jacobo. Una sonrisa vagó por sus labios. La invención infernal iba a producir su efecto.

Con ayuda de la azada abrió Dantés entre el peñasco y su base un conducto, como suelen hacer los mineros cuando quieren ahorrarse un trabajo demasiado grande, lo llenó de pólvora hasta arriba, y luego, deshilachando su pañuelo y mojándolo en salitre, hizo una mecha de él. Luego lo encendió y en seguida se apartó de allí. La explosión no se hizo esperar, la roca vaciló, conmovida por aquel impulso incalculable, y la base voló hecha añicos. Por el agujero que antes hizo Dantés salió atropellándose una multitud de amedrentados insectos, y una serpiente enorme, guardián de aquel misterioso sendero se deslizó entre el musgo y desapareció.

Acercóse Dantés; la roca, ya sin cimiento, se inclinaba sobre el abismo. Dio la vuelta el intrépido joven, eligió el punto menos firme e introduciendo su palanca de madera entre el suelo y la roca se apoyó con todas sus fuerzas, semejante a Sísifo.

Vaciló la roca con el empuje, y redobló Dantés su impulso. Cualquiera le habría tomado en aquellos momentos por uno de los Titanes que arrancaban las montañas de cuajo para hacer la guerra a Júpiter. Al fin cedió la roca, y ora rodando, ora rebotando, fue a sepultarse en el mar.

Dejaba descubierta una hondonada circular, en que brillaba una argolla de hierro en medio de una baldosa cuadrada.

Edmundo profirió un grito de admiración y alegría. Ninguna primera tentativa se vio jamás coronada de resultado tan grande e inmediato.

Quiso proseguir su obra, pero le temblaban las piernas de tal modo, y le latía el corazón tan fuertemente, y pasó tal nube por sus ojos, que se vio obligado a contenerse.

Esta vacilación duró, sin embargo, poquísimo. Pasó Edmundo su palanca por la argolla y abrióse con poco trabajo la baldosa, descubriendo una especie de escalera, que se perdía en una gruta, a cada escalón más oscura.

Otro que no fuera él, hubiese bajado en seguida, lanzando gritos de alegría, pero Dantés se detuvo, palideció y dudó.

—Ea, hay que ser hombre —dijo—. Acostumbrado a la adversidad, no nos dejemos abatir por un desengaño. Si no para eso, ¿para qué he sufrido tanto? Si el corazón padece es porque, dilatado en demasía al fuego de la esperanza, entra a ver cara a cara el hielo de la realidad. Faria soñó. Nada ha guardado en esta gruta el cardenal Spada. Tal vez jamás vino a ella, o si vino, César Borgia, el aventurero intrépido, el ladrón infatigable y sombrío, vino también tras él, descubrió su huella y las mismas señales que he descubierto yo, levantó la roca como yo la he levantado, y no dejó nada, absolutamente nada al que venía detrás de él.

Inmóvil, pensativo, con la mirada fija en el lúgubre agujero, permaneció un instante.

—Ahora que ya no cuento con nada, ahora que ya me he dicho a mí mismo que toda esperanza sería vana, el proseguir esta aventura excita solamente mi curiosidad…

Y volvió a quedar inmóvil y meditabundo.

—Sí, sí; es una aventura digna de figurar en la vida de aquel regio ladrón, mezcla heterogénea de sombra y de luz en el caos de sucesos extraños que componen el tejido de su existencia. Este suceso fabuloso ha debido encadenarse insensiblemente a los demás. Sí, Borgia ha venido aquí una noche, con una antorcha en una mano y la espada en la otra, mientras a veinte pasos de él, quizá junto a esta roca, dos esbirros amenazadores espiaban la tierra, el aire y el mar, mientras su dueño entraba, como voy a entrar yo, ahuyentando las tinieblas con agitar la antorcha en su temible brazo.

—Sí, pero ¿qué habría hecho César Borgia con los esbirros que conociesen su secreto? —se preguntó Dantés a sí mismo.

—Lo que hicieron con los enterradores de Alarico —se respondió—, que los enterraron con el enterrado.

—Sin embargo —prosiguió Dantés—, en caso de haber venido se habría contentado con apoderarse del tesoro. Borgia, el hombre que comparaba la Italia a una alcachofa que se iba comiendo hoja por hoja, sabía muy bien cuánto vale el tiempo, para haber perdido el suyo volviendo a colocar la roca sobre su base. Bajemos.

Y bajó con la sonrisa de la duda en los labios, murmurando estas últimas palabras de la humana sabiduría:

—¿Quién sabe?

Pero en vez de las tinieblas que creía encontrar, en vez de una atmósfera opaca y enrarecida, halló Dantés una luz suave, azulada. Ella y el aire penetraban no solamente por el agujero que él acababa de abrir, sino también por hendiduras imperceptibles de las rocas, a través de las cuales se veía el cielo y las ramas juguetonas de las verdes encinas.

A los pocos momentos de su permanencia en esta gruta, cuyo ambiente, más bien templado que húmedo, antes aromático que nauseabundo, era a la temperatura de la isla lo que el resplandor al sol A los pocos instantes, Dantés, que estaba acostumbrado a la oscuridad, como ya hemos dicho, pudo reconocer hasta los más ocultos rincones. La gruta era de granito, cuyas facetas relucían como diamantes.

—¡Ay! —dijo sonriéndose al verlas—. Estos son seguramente los tesoros que ha dejado el cardenal; y el buen abate, que veía en sueños las paredes resplandecientes, se alimentó de quimeras.

Mas no por esto dejaba de recordar el testamento, que sabía de memoria: «En el ángulo más lejano de la segunda gruta», decía. Dantés sólo había penetrado en la primera; era pues necesario buscar la entrada de la segunda.

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