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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (34 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Empezó a orientarse. La segunda gruta debía internarse en la isla. Examinando la capa de las piedras, púsose a dar golpes en una de las paredes, donde le pareció que debía de estar la abertura, cubierta para mayor precaución. La azada resonó un instante, y este sonido hizo que la frente de Edmundo se bañara en sudor. Al fin parecióle que una parte de la granítica pared producía un eco más sordo y más profundo. Aproximó sus ojos febriles y con ese tacto del preso, pudo adivinar lo que nadie quizás hubiera conocido: que allí debía de haber una abertura.

No obstante, para no trabajar en balde, Dantés, que como César Borgia, conocía el valor del tiempo, golpeó con su azada las otras paredes, y el suelo con la culata de su fusil, púsose a cavar en los sitios que le infundían sospechas y viendo en fin que nada sacaba en limpio, volvió a la pared que sonaba un tanto hueca. De nuevo, y más fuertemente, volvió a golpear. Entonces vio una cosa extraña, y es que a los golpes de la azada se despegaba y caía en menudos pedazos una especie de barniz, semejante al que se pone en las paredes para pintar al fresco, dejando al descubierto las piedras blanquecinas, que no eran de mayor tamaño que el común. La entrada, pues, estaba tapiada con piedras de otra clase, que luego se habían cubierto con una capa de este barniz, imitando el color de las demás paredes.

Con esto volvió Dantés a dar golpes, pero con el pico de la azada, que se introdujo bastante en la pared. Allí estaba, indudablemente, la entrada. Por un extraño misterio de la organización humana, cuando más pruebas tenía Dantés de que Faria le había dicho la verdad, más y más su corazón desfallecía, y más y más le dominaban el desaliento y la duda. Este éxito, que debió de conferirle nuevas energías, le quitó las que le quedaban. Se escapó la herramienta de sus manos, dejóla en el suelo, se limpió la frente y salió de la gruta dándose a sí mismo el pretexto de ver si le espiaba alguien, pero en realidad porque necesitaba aire, porque conocía que se iba a desmayar.

La isla estaba desierta. El sol, en su cenit, la abarcaba toda con sus miradas de fuego. Las olas juguetonas parecían barquillas de zafiro.

No había comido nada en todo el día, pero en aquel momento no pensaba en comer. Tomó algunos tragos de ron y volvió a la gruta más tranquilo.

La azada, que le parecía tan pesada, antojósele entonces una pluma y prosiguió su tarea.

A los primeros golpes advirtió que las piedras no estaban encaladas, sino sobrepuestas, y luego enjalbegadas con el barniz consabido. Introdujo la punta de la azada entre dos piedras, se apoyó en el mango y vio lleno de júbilo rodar la piedra, como si tuviera goznes a sus pies. A partir de aquel momento ya no tuvo que hacer otra cosa sino ir sacando con la azada piedra a piedra. Por el espacio que dejó la primera hubiera podido Edmundo introducir su cuerpo, pero dando tregua a la realidad por algunos instantes, conservaba la esperanza. Finalmente, tras una momentánea perplejidad, atrevióse a pasar a la segunda gruta. Era ésta más baja, más oscura y de peor aspecto que la primera. No recibiendo aire sino por el agujero que acababa de practicar Ed mundo, estaba su atmósfera impregnada de los gases mefíticos que extrañó no hallar en la primera. Para entrar en ella tuvo que dar tiempo a que el aire del exterior renovase aquel ambiente malsano. A la derecha del portillo había un ángulo oscurísimo y profundo.

Ya hemos dicho, empero, que para los ojos de Dantés no había tinieblas. Al primer golpe de vista conoció que la segunda gruta estaba vacía como la primera. El tesoro, si es que lo contenía, estaba enterrado en aquel rincón oscuro. Había llegado la hora de zozobra; dos pies de tierra, algunos golpes de azada, era lo que separaba a Dantés de su mayor alegría o de su mayor desesperación. Acercóse al ángulo, y como si tomara una determinación repentina, se puso a cavar desaforadamente. Al quinto o sexto golpe, el hierro de la azada resonó como si diera contra un objeto también de hierro.

Nunca el toque de rebato, ni el lúgubre doblar de las campanas causaron mayor impresión en el que los oye. Aunque Dantés hubiera encontrado vacío el lugar de su tesoro, no habría palidecido más intensamente. Púsose a cavar a un lado de su primera excavación, y halló la misma resistencia, aunque no el mismo sonido.

—Es un arca forrada de hierro —exclamó.

En este momento, una rápida sombra cruzó interceptando la luz que entraba por la abertura. Tiró Edmundo su azada, cogió su fusil, y lanzóse afuera. Una cabra salvaje había saltado por la primera entrada de las grutas y triscaba a pocos pasos de allí.

Buena ocasión era aquélla de procurarse alimento, pero Edmundo temió que el disparo llamase la atención de alguien. Reflexionó un momento, y cortando la rama de un árbol resinoso, fue a encenderla en el fuego humeante aún donde los contrabandistas habían guisado su almuerzo, y volvió con aquella antorcha encendida. No quería dejar de ver ninguna cosa de las que le esperaban.

Con acercar la luz al hoyo, pudo convencerse de que no se había equivocado. Sus golpes dieron alternativamente en hierro y en madera. Ahondó en seguida por los lados unos tres pies de ancho y dos de largo, y al fin logró distinguir claramente un arca de madera de encina, guarnecida de hierro cincelado. En medio de la tapa, en una lámina de plata que la tierra no había podido oxidar, brillaban las armas de la familia Spada, es decir, una espada en posición vertical en un escudo redondo como todos los de Italia, coronado por un capelo.

Dantés lo reconoció muy fácilmente. ¡Tanta era la minuciosidad con que se lo haba descrito el abate Faria! No cabía la menor duda, el tesoro estaba allí seguramente. No se hubieran tomado tantas precauciones para nada.

En un momento arrancó la tierra de uno y otro lado, lo que le permitió ver aparecer primero la cerradura de en medio, situada entre dos candados y las asas de los lados, todo primorosamente cincelado. Cogió Dantés el arcón por las asas, y trató de levantarlo, mas era imposible. Luego pensó abrirlo, pero la cerradura y los candados estaban cerrados de tal manera que no parecía sino que guardianes fidelísimos se negaran a entregar su tesoro.

Introdujo la punta de la azada en las rendijas de la tapa, y apoyándose en el mango la hizo saltar con grande chirrido. Rompióse también la madera de los lados, con lo que fueron inútiles las cerraduras, que también saltaron a su vez, aunque no sin que los goznes se resistieran a desclavarse.

El arca se abrió. Estaba dividida en tres compartimientos.

En el primero brillaban escudos de dorados reflejos. En el segundo, barras casi en bruto, colocadas simétricamente, que no tenían de oro sino el peso y el valor. El tercer compartimiento, por último, sólo estaba medio lleno de diamantes, perlas y rubíes, que al cogerlos Edmundo febrilmente a puñados, caían como una cascada deslumbra dora, y chocaban unos con otros con un ruido como el de granizo al chocar en los cristales.

Harto de palpar y enterrar sus manos en el oro y en las joyas, levantóse y echó a correr por las grutas, exaltado, como un hombre que está a punto de volverse loco. Saltó una roca, desde donde podía distinguir el mar, pero a nadie vio. Encontrábase solo, enteramente solo con aquellas riquezas incalculables, inverosímiles, fabulosas, que ya le pertenecían. Solamente de quien no estaba seguro era de sí mismo. ¿Era víctima de un sueño, o luchaba cuerpo a cuerpo con la realidad? Necesitaba volver a deleitarse con su tesoro, y, sin embargo, comprendía que le iban a faltar las fuerzas. Apretóse un instante la cabeza con las manos, como para impedir a la razón que se le escapara, y luego se puso a correr por toda la isla, sin seguir, no diré camino, que no lo hay en Montecristo, sino línea recta, espantando a las cabras salvajes y a las aves marinas, con sus gestos y sus exclamaciones. Al fin, dando un rodeo, volvió al mismo sitio, y aunque todavía vacilante, se lanzó de la primera a la segunda gruta, hallándose frente a frente con aquella mina de oro y de diamantes.

Cayó de rodillas, apretando con sus manos convulsivas su corazón, que saltaba, y murmurando una oración, inteligible sólo para el cielo. Esto hizo que se sintiese más tranquilo y más feliz, porque empezó a creer en su felicidad.

Acto seguido, se puso a contar su fortuna. Había mil barras de oro, y su peso como de dos a tres libras cada una. Hizo luego un montón de veinticinco mil escudos de oro, con el busto del Papa Alejandro VI y sus predecesores; cada uno podía valer ochenta francos de la actual moneda francesa. Y el departamento en que estaban no quedó, sin embargo, sino medio vacío. Finalmente, contó diez puñados de sus dos manos juntas de pedrería y diamantes, que montados por los mejores plateros de aquella época poseían un valor artístico casi igual a su valor intrínseco.

Entretanto, el sol iba acercándose a su ocaso, por lo que temiendo Dantés ser sorprendido en las grutas durante la noche, cogió su fusil y salió al aire libre. Un pedazo de galleta y algunos tragos de vino fueron su cena. Después colocó la baldosa en su sitio, se acostó encima de ella y durmió, aunque pocas horas, cubriendo con su cuerpo la entrada de la gruta. Esta noche fue deliciosa y terrible al mismo tiempo, como las que había pasado ya dos o tres en su vida.

Capítulo
II
El desconocido

A
l fin amaneció. Hacía muchas horas que Dantés esperaba el día con los ojos abiertos. A los primeros rayos de la aurora se incorporó, y subiendo como el día anterior a la roca más elevada a espiar las cercanías, pudo convencerse de que la isla estaba desierta.

Levantó entonces la baldosa que cubría su gruta, llenó sus bolsillos de piedras preciosas, volvió a componer el arca lo mejor que pudo, cubriéndola con tierra, que apisonó bien, le echó encima una capa de arena, para que lo removido se igualase al resto del suelo, y salió de la gruta volviendo a colocar la baldosa y cubriéndola de piedras de tamaños diferentes. Rellenó de tierra las junturas, plantó en ellas malezas y mirtos y las regó para que pareciesen nacidas allí, borró las huellas de sus pasos, impresas en todo aquel circuito, y esperó con impaciencia la vuelta de sus compañeros.

Efectivamente; no era cosa de permanecer en Montecristo guardando como un dragón de la mitología, sus inútiles tesoros. Tratábase de volver a la vida y a la sociedad, recobrar entre los hombres el rango, la influencia y el poder que da en este mundo el oro; el oro, la mayor y la más grande de las fuerzas de que la criatura humana puede disponer.

Los contrabandistas volvieron al sexto día y, desde lejos reconoció Dantés por su porte y por su marcha a
La Joven Amelia
. Acercóse a la orilla arrastrándose, como Filoctetes herido, y cuando desembarcaron sus compañeros les anunció con voz quejumbrosa que estaba algo mejor.

A su vez los marineros le dieron cuenta de su expedición. Habían salido bien, es verdad, pero apenas desembarcado el cargamento, tuvieron aviso de que un bric guardacostas de Tolón acababa de salir del puerto y se dirigía hacia ellos. Entonces se pusieron en fuga a toda vela, echando muy de menos a Dantés, que sabía hacer volar a la tartana. En efecto, bien pronto divisaron al guardacostas que les daba caza, pero con ayuda de la noche, doblando el cabo de Córcega, consiguieron eludir su persecución.

En suma, el viaje no había sido malo del todo y los camaradas, en particular Jacobo, lamentaban que Dantés no hubiera ido, con lo cual tendría su parte en las ganancias, que eran nada menos que cincuenta piastras.

Edmundo los escuchaba impasible. Ni una sonrisa le arrancó siquiera la enumeración de las ventajas que le hubiera reportado el dejar a Montecristo, y como
La Joven Amelia
sólo había venido a buscarle, aquella misma tarde volvió a embarcar para Liorna.

Al llegar a Liorna fue en busca de un judío, y le vendió cuatro de sus diamantes más pequeños, por cinco mil francos cada uno. El mercader hubiera debido informarse de cómo un marinero podía poseer semejantes alhajas, pero se guardó muy bien de hacerlo, puesto que ganaba mil francos en cada una.

Al día siguiente, compró una barca nueva, y diósela a Jacobo con cien piastras, a fin de que pudiese tripularla, con encargo de ir a Marsella a averiguar qué había sido de un anciano llamado Luis Dantés, que vivía en las alamedas de Meillan, y de una joven llamada Mercedes, que vivía en los Catalanes.

Jacobo creyó que soñaba, y entonces Edmundo le contó que se había hecho marino por una calaverada y porque su familia le negaba hasta lo necesario para su manutención, pero que a su llegada a Liorna se había enterado de la muerte de un tío suyo, que le dejaba por único heredero. La cultura de Dantés daba a este cuento tal verosimilitud, que Jacobo no tuvo duda alguna de que decía la verdad su antiguo compañero.

Además, como había terminado ya el período de enrolamiento de Edmundo con
La Joven Amelia
, despidióse del patrón, que hizo muchos esfuerzos por retenerle, pero que habiendo sabido, como Jacobo, la historia de la herencia, renunció desde luego a la esperanza de que su antiguo marinero alterara su resolución.

A la mañana siguiente, Jacobo emprendió su viaje a Marsella para encontrarse con Edmundo en la isla de Montecristo. El mismo día marchó Dantés, sin decir adónde, habiéndose despedido de la tripulación de
La Joven Amelia
, gratificándola espléndidamente, y del patrón, ofreciéndole que cualquier día tendría noticias de él. Edmundo se fue a Génova.

Precisamente el día en que llegó estaba probándose en el puerto un yate encargado por un inglés, que habiendo oído decir que los genoveses eran los mejores armadores del Mediterráneo, quería tener el suyo construido en Génova. Lo había ajustado en cuarenta mil francos. Dantés ofreció sesenta mil, bajo la condición de tenerlo en propiedad aquel mismo día. Como el inglés había ido a dar una vuelta por Suiza, para dar tiempo a que el barco se concluyera, y no debía volver hasta dentro de tres o cuatro semanas, calculó el armador que tendría tiempo de hacer otro.

Edmundo llevó al genovés a casa de un judío, que conduciéndole a la trastienda le entregó sus sesenta mil francos. El armador ofreció al joven sus servicios para organizar una buena tripulación, pero Dantés le dio las gracias, diciéndole que tenía la costumbre de navegar solo, y que lo único que deseaba era que en su camarote, a la cabecera de su cama, se hiciese un armario oculto con tres departamentos o divisiones, secretas también.

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