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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (37 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Imbécil! —murmuró la Carconte.

—¿Sabéis lo que hizo Fernando contra Dantés?

—¿Que si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!

—Hablad, pues.

—Gaspar, haz lo que quieras, eres dueño —dijo su mujer—, pero deberías creerme y no decir una palabra.

—Me parece que tienes razón, mujer —dijo Caderousse.

—¿Conque no queréis decir nada? —replicó el abate.

—¿Para qué? —dijo Caderousse—. Si el chico estuviese vivo y viniese a preguntarme, no digo que no, pero ya está debajo de tierra, según decís, y de consiguiente no puede odiar, no puede vengarse, dejemos la conversación.

—¿Entonces queréis —dijo el abate— que yo dé a esas personas, que vos consideráis enemigos, una recompensa destinada a la fidelidad?

—Es cierto, tenéis razón —dijo Caderousse—. Por otra parte, ¿de qué les serviría lo que les deja Edmundo…? Lo mismo que una gota de agua que cae en el mar.

—Sin contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán —dijo la mujer.

—Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?

—¿Entonces no sabéis su historia?

—No; contádmela.

Caderousse pareció reflexionar un instante.

—No, porque sería muy largo.

—Haced lo que más os convenga, amigo mío —dijo el abate con el acento de la más profunda indiferencia—, yo respeto vuestros escrúpulos; por otra parte, lo que hacéis es propio de un hombre verdaderamente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué estaba yo encargado? De una simple formalidad. Venderé este diamante —y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda vez a los deslumbrados ojos de Caderousse.

—Ven a verlo, mujer —dijo éste con voz ronca.

—¡Un diamante! —dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso bastante firme la escalera—. ¿Qué diamante es ése?

—¿No lo has oído, mujer? —dijo Caderousse—. Es un diamante que nos ha legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos Fernando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este diamante vale cincuenta mil francos.

—¡Oh, qué joya tan preciosa! —dijo ella.

—¿Conque nos pertenece la quinta parte de esta suma? —dijo Caderousse.

—Sí, caballero —respondió el abate—. Además, la parte del padre, que me creo autorizado a repartir entre vosotros cuatro.

—¿Y por qué cuatro? —preguntó la Carconte.

—Porque cuatro son los amigos de Edmundo.

—No son amigos los que hacen traición —murmuró sordamente la mujer.

—Sí, sí —dijo Caderousse—, y esto es lo que yo decía. Es casi una profanación, casi un sacrilegio, recompensar la traición, el crimen tal vez.

—Vos lo habéis querido —replicó tranquilamente el abate, volviendo a colocar el diamante en el bolsillo de su sotana—. Ahora dadme las señas de los amigos de Edmundo, a fin de que pueda ejecutar su última voluntad.

La frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se levantó, se dirigió hacia la puerta como para echar una ojeada a su caballo, y volvió.

Marido y mujer se miraban con una expresión indescriptible.

—¡Sería para nosotros el diamante entero! —dijo Caderousse.

—¿Lo crees así? —respondió la mujer.

—Un eclesiástico no querría engañarnos.

—Haz lo que quieras —dijo la mujer—. En cuanto a mí, no quiero meterme en nada.

Y volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a pesar del excesivo calor que hacía. En el último escalón se detuvo un instante.

—Reflexiónalo bien, Gaspar —dijo.

—Ya estoy decidido —respondió Caderousse.

La Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, oyóse el ruido de sus pasos al pasar por el pavimento hasta que hubo llegado al sillón, donde cayó sentada.

—¿A qué estáis decidido? —preguntó el abate.

—A decíroslo todo —respondió.

—Me parece que eso es lo mejor que pudierais hacer —dijo el sacerdote—. No porque yo quiera saber lo que vos queréis ocultarme, pero, en fin, si podéis ayudarme a distribuir las mandas según la voluntad del testador será mejor.

—Así lo espero —respondió Caderousse con las mejillas inflamadas por la esperanza y la ambición.

—Os escucho —dijo el abate.

—Aguardad un momento; podrían interrumpirnos en lo más interesante de mi relación, lo cual sería algo desagradable; por otra parte, es inútil que nadie sepa que habéis venido aquí.

Se dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para mayor precaución, echó la barra, que sólo debía poner por la noche. Durante este tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar con toda la comodidad. Se había sentado en un rincón, de manera que quedaba sumergido en la penumbra, mientras que la luz daba de lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con la cabeza inclinada, las manos cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con todos sus cinco sentidos.

Caderousse acercó un banquillo y colocóse delante de él.

—Acuérdate de que yo no lo he inducido a que hables —dijo la temblorosa voz de la Carconte, como si a través del pavimento de su cuarto hubiese podido ver la escena que se preparaba.

—Está bien, está bien —dijo Caderousse—. No hablemos más de ello, déjalo todo a mi cargo.

Capítulo
IV
Declaraciones

–A
nte todo —dijo Caderousse—, debo rogaros, caballero, que me prometáis una cosa.

—¿Cuál? —preguntó el abate.

—Que si llegáis a hacer use de los detalles que voy a daros, nadie debe saber jamás que los habéis adquirido de mí, porque aquellos de quienes voy a hablaros son ricos y poderosos, y conque me tocaran solamente con la punta de un dedo, me harían pedazos como si fuera de cristal.

—Tranquilizaos, amigo mío —dijo el abate— soy sacerdote y las confesiones mueren en mi seno. Acordaos de que no tenemos otro fin más que cumplir dignamente la última voluntad de nuestro amigo. Hablad, pues, sin temor y sin odio; decid la pura verdad. Yo no conozco, y probablemente no conoceré jamás, a las personas de que vais a hablarme; por otra parte, soy italiano, y no francés, pertenezco a Dios, y no a los hombres, y pronto volveré a entrar en mi convento, del que no he salido más que para cumplir con la última voluntad de un moribundo.

Esta promesa positiva pareció tranquilizar algún tanto a Caderousse.

—¡Pues bien! En ese caso —dijo Caderousse—, quiero, o más bien debo desengañaros acerca de esas amistades que el pobre Edmundo creía sinceras y desinteresadas.

—Empecemos hablando de su padre, si os parece —dijo el abate—. Edmundo me ha hablado mucho de ese anciano, a quien profesaba un amor profundo.

—La historia es triste, señor —dijo Caderousse inclinando la cabeza—. ¿Probablemente sabréis el principio?

—Sí —respondió el abate—. Edmundo me lo contó todo, hasta el momento en que fue preso en una taberna cerca de Marsella.

—En la Reserva. ¡Oh, Dios mío! Sí, me acuerdo como si lo estuviera viendo.

—¿No fue en la comida de sus bodas?

—Sí, y la comida que tan bien empezó, tuvo un fin bastante triste. Un comisario de policía, seguido de cuatro soldados armados, entró, y Dantés fue preso.

—Hasta ese suceso es lo que yo sé —dijo el sacerdote—. Dantés mismo no sabía más que lo que le era absolutamente personal, porque no volvió a ver ninguna de las personas que os he nombrado, ni oído hablar de ellas.

—¡Pues bien! Cuando hubieron detenido a Dantés, el señor Morrel corrió a tomar informes, que fueron bien tristes. El anciano volvió solo a su casa, dobló su vestido de bodas llorando, pasó todo el día dando paseos por su cuarto, y no se acostó; porque yo vivía debajo de él, y escuché sus pasos toda la noche. Yo mismo he de confesar que tampoco dormí, el dolor de aquel pobre padre me causaba mucho mal, y cada uno de sus pasos me estrujaba el corazón como si hubiese puesto el pie sobre mi pecho. Al día siguiente, Mercedes fue a Marsella para implorar la protección de M. Villefort, pero nada obtuvo; en seguida fue a hacer una visita al anciano. Cuando le vio tan sombrío y tan abatido, cuando supo que había pasado la noche sin acostarse, y que no había comido desde el día anterior, quiso llevárselo a su casa para prodigarle los cuidados de una hija a un padre, pero el anciano no quiso consentir en ello: «No —decía—, no saldré de esta casa, porque a mí es a quien más ama mi desgraciado hijo, y si sale de la prisión a quien primero correrá a ver será a mí. Y entonces, ¿qué diría si no me viese aquí esperándole?».

Yo escuchaba todo esto desde mi cuarto, y hubiera querido que Mercedes determinase al anciano a seguirla, porque aquellos pasos día y noche sobre mi cabeza no me dejaban descansar.

—Pero ¿no subíais vos a consolar al anciano?

—¡Ah!, caballero —respondió Caderousse—, no se puede consolar al que no quiere ser consolado, y él era de esta especie; además, no sé por qué, pero me parecía que tenía repugnancia en verme. Pero una noche que oía sus sollozos, no pude resistir por más tiempo, y subí; pero cuando llegué a la puerta, ya no sollozaba, oraba.

La elocuencia y ternura de sus palabras, yo no sabré describirla, caballero; aquello era más que piedad, era más que dolor; así, pues, yo, que no soy muy santurrón y que no gusto mucho de los jesuitas, dije para mí ese día: «Ahora me alegro de ser solo y de que Dios no me haya enviado ningún hijo, porque si fuera padre y sintiese un dolor semejante al de ese anciano, no pudiendo hallar en mi memoria ni en mi corazón todo cuanto él dice al Señor, me precipitaría al mar por no sufrir tanto tiempo».

—¡Pobre padre! —murmuró el sacerdote.

—Cada vez vivía más solo y aislado. El señor Morrel y Mercedes venían a verle a menudo, pero su puerta seguía cerrada y aunque yo tenía completa seguridad de que estaba en su habitación, él no respondía. Un día que, contra su costumbre recibió a Mercedes, y la pobre joven igualmente desesperada, procuraba socorrerle: «Créeme, hija mía —le dijo—, ha muerto… y, en lugar de esperarle nosotros, él es quien nos espera… de este modo yo soy muy feliz; porque soy el más viejo y, de consiguiente, le veré primero que nadie…»

Por bueno que uno sea, pronto cesa de visitar a las personas que le entristecen; el viejo Dantés acabó por quedarse completamente solo. Yo no veía subir a su casa más que a personas desconocidas, que bajaban con algún paquete mal encubierto; comprendí después lo que eran aquellos paquetes. Iba vendiendo poco a poco, para vivir, lo que tenía. Finalmente se agotaron los recursos del pobre anciano…, debía tres plazos, le amenazaron con echarle de la casa; entonces pidió ocho días de término y le fueron concedidos. Supe estos pormenores, porque el casero entró en mi casa después de haber salido de la suya. Durante los tres primeros días oía sus pasos como de costumbre, pero al cuarto ya no oía nada. Me atreví a subir, la puerta estaba cerrada y a través del agujero de la llave, le vi tan pálido y tan demudado que, juzgándole muy enfermo, hice avisar al señor Morrel y corrí a casa de Mercedes. Los dos se apresuraron a ir a socorrerle. El señor Morrel llevaba consigo un médico, el cual reconoció que aquella enfermedad era una gastroenteritis, y le mandó que guardase dieta. Yo estaba allí, caballero, y nunca olvidaré la sonrisa del anciano al oír aquella orden. Desde entonces abrió su puerta, ya tenía una excusa para no comer, puesto que el médico le había mandado guardar rigurosa dieta.

El abate lanzó un gemido.

—Esta historia os interesa, ¿no es verdad, caballero? —dijo Caderousse.

—Sí —respondió el abate—, me enternece mucho.

—Mercedes volvió y le halló tan demudado, que como la primera vez quiso llevarle a su casa. Tal era la opinión del señor Morrel, pero el anciano gritó y se desesperó tanto, que tuvieron que dejarle. Mercedes se quedó a la cabecera de su cama. El señor Morrel se alejó, haciendo señal a la catalana de que dejaba una bolsa sobre la chimenea. Pero, escudado en el mandato del médico, el anciano no quiso tomar nada. En fin, después de nueve días de desesperación y de abstinencia, expiró maldiciendo a los que habían causado su desgracia, y diciendo a Mercedes:

—Si volvéis a ver a Edmundo, decidle que muero bendiciéndole.

El abate se levantó, dio unos cuantos pasos por el cuarto, llevándose ambas manos a la cabeza.

—¿Y vos creéis que ha muerto…?

—De hambre, caballero, de hambre —dijo Caderousse—, os lo aseguro, tan cierto como que los dos somos cristianos.

El abate cogió el vaso de agua medio lleno con una mano convulsiva, lo bebió de un solo sorbo, y se volvió a sentar con los ojos inflamados y las mejillas pálidas.

—Confesad que es una desgracia —dijo con voz ronca.

—Tanto mayor cuanto que Dios no se ha mezclado en nada; los hombres únicamente tienen la culpa de todo.

—Pasemos, pues, a hablar de esos hombres —dijo el abate— pero pensad que os habéis comprometido a decírmelo todo; veamos, ¿qué hombres son esos que han hecho morir al hijo de desesperación y al padre de hambre?

—Dos hombres celosos de él, caballero. El uno por amor, el otro por ambición: Fernando y Danglars.

—Y, decidme, ¿cómo se manifestaron esos celos?

—Denunciaron a Edmundo como agente bonapartista.

—Pero ¿quién de los dos le denunció? ¿Quién de los dos fue el verdadero culpable?

—Ambos, caballero; el uno escribió la carta, el otro la echó al correo.

—¿Y dónde se escribió la carta?

—En la misma Reserva, la víspera del casamiento.

—Eso es, eso es —murmuró el abate—. ¡Oh! ¡Faria! ¡Faria! ¡Qué bien conocíais los hombres y las cosas!

—¿Qué decís, caballero? —preguntó Caderousse.

—Nada —replicó el sacerdote—. Proseguid.

—Danglars fue quien escribió la denuncia con la mano izquierda, para que su letra no fuese conocida, y Fernando quien la envió.

—Pero —exclamó de repente el abate—, vos estabais allí…

—¿Yo? —dijo Caderousse asombrado—. ¿Quién os ha dicho que yo estaba?

El abate comprendió que se había adelantado demasiado.

—Nadie —dijo—, pero para estar tan al corriente de todos esos detalles, es preciso que hayáis sido testigo de ellos.

—Es verdad —dijo Caderousse con voz ahogada—, allí estaba.

—¿Y no os opusisteis a esa infamia? —dijo el abate—. Entonces sois su cómplice.

—Caballero —dijo Caderousse—, me habían hecho beber los dos hasta el punto que perdí la razón. Todo lo veía como a través de una nube. Dije cuanto puede decir un hombre en ese estado, pero me dijeron que sólo era una chanza lo que habían intentado hacer y que esta chanza no tendría consecuencias.

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