El Conde de Montecristo (35 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Dos horas después salía Edmundo del puerto de Génova, admirado por una muchedumbre curiosa, ávida de conocer al caballero español que acostumbraba navegar solo.

Se lució Dantés a las mil maravillas. Con ayuda del timón, y sin necesidad de abandonarlo, hizo ejecutar a su barco todas las evoluciones que quiso. No parecía sino que fuese el yate un ser inteligente, siempre dispuesto a obedecer al menor impulso, por lo que Dantés se convenció de que los genoveses merecían la reputación que gozan de primeros constructores del mundo.

Los curiosos siguieron con los ojos la pequeña embarcación hasta que se perdió de vista, y entonces empezaron a discutir adónde se dirigiría. Unos opinaron que a Córcega, otros que a la isla de Elba, apostaron algunos que al África, otros que a España, y ninguno se acordó de la isla de Montecristo. No obstante, era a Montecristo adonde se dirigía Dantés.

Llegó en la tarde del segundo día. El barco, que era muy velero, efectuó el viaje en treinta y cinco horas. Dantés había reconocido minuciosamente la costa, y en vez de desembarcar en el puerto de costumbre, desembarcó en el ancón que ya hemos descrito.

La isla estaba desierta. Nadie, al parecer, había abordado a ella después de Edmundo, que encontró su tesoro tal como lo había dejado.

A la mañana siguiente toda su fortuna estaba ya a bordo, guardada en las tres divisiones del armario secreto.

Permaneció Dantés ocho días, haciendo maniobrar a su barco en tomo a la isla, y estudiándolo como un picador estudia un caballo. Todas sus buenas cualidades y todos sus defectos le fueron ya conocidos, y determinó aumentar las unas y remediar los otros.

Al octavo día vio Dantés acercarse a la isla a velas desplegadas un barquillo que era el de Jacobo. Hizo una señal convenida, respondióle el marinero y dos horas después el barco estaba junto al yate.

Cada una de las preguntas del joven obtuvo una respuesta bien triste. El viejo Dantés había muerto. Mercedes había desaparecido. Dantés escuchó ambas noticias con semblante tranquilo, pero en el acto saltó a tierra, prohibiendo que le siguiesen. Regresó al cabo de dos horas, ordenando que dos marineros de la tripulación de Jacobo pasasen a su yate para ayudarle, y les ordenó que hiciesen rumbo a Marsella.

La muerte de su padre la esperaba ya, pero ¿qué le habría sucedido a Mercedes?

No podía Edmundo, sin divulgar su secreto, comisionar a un agente para hacer indagaciones, y aun algunas de las que estimaba necesarias, solamente él podría hacerlas. El espejo le había demostrado en Liorna que no era probable que nadie le reconociera, y esto sin contar que tenía a su disposición todos los medios de disfrazarse. Una mañana, pues, el yate y la barca anclaron en el puerto de Marsella, precisamente en el mismo sitio donde aquella noche de fatal memoria embarcaron a Edmundo para el castillo de If.

No sin temor instintivo, Dantés vio acercarse a un gendarme en el barco de la sanidad, pero con la perfecta calma que ya había adquirido, le presentó un pasaporte inglés que había comprado en Liorna, y gracias a este salvoconducto extranjero, más respetado en Francia que el mismo francés, desembarcó sin ninguna dificultad.

Al llegar a la Cannebiere, la primera persona que vio Dantés fue a uno de los marineros del
Faraón
, que habiendo servido bajo sus órdenes parecía que se encontrase allí para asegurarle del completo cambio que había sufrido. Acercose a él resueltamente, haciéndole muchas preguntas, a las que respondió sin hacer sospechar siquiera, ni por sus palabras ni por su fisonomía, que recordase haber visto nunca aquel desconocido.

Dantés le dio una moneda en agradecimiento de sus buenos oficios, y un instante después oyó que corría tras él el marinero. Dantés volvió la cara.

—Perdonad, caballero, pero sin duda os habréis equivocado, pues creyendo darme una pieza de cuarenta sueldos, me habéis dado un napoleón doble.

—En efecto, me equivoqué, amigo mío —contestó Edmundo—, pero como vuestra honradez merece recompensa, tomad otro napoleón, que os ruego aceptéis para beber a mi salud con vuestros camaradas.

El marinero miró a Edmundo con tanto asombro, que incluso se olvidó de darle las gracias, y murmuraba al verle alejarse:

—Sin duda es algún nabab que viene de la India.

Dantés prosiguió su camino, oprimiéndosele el corazón a cada momento con nuevas sensaciones. Todos los recuerdos de la infancia, recuerdos indelebles en su memoria, renacían en cada calle, en cada plaza, en cada barrio. Al final de la calle de Noailles, cuando pudo ver las Alamedas de Meillán, sintió que sus piernas flaqueaban y poco le faltó para caer desvanecido entre las ruedas de un coche. Al fin llegó a la casa de su padre. Las capuchinas y las aristoloquias habían desaparecido de la ventana en donde la mano del pobre viejo las había plantado y regado con tanto afán.

Permaneció algún tiempo meditabundo, apoyado en un árbol, contemplando los últimos pisos de aquella humilde vivienda. Al fin se determinó a dirigirse a la puerta, traspuso el umbral, preguntó si había algún cuarto desocupado, y aunque sucedía lo contrario, insistió de tal modo en ver el del quinto piso, que el portero subió a pedir a las personas que lo habitaban, de parte de un extranjero, permiso para visitar la habitación. Los inquilinos eran un joven y una joven que acababan de casarse hacía ocho días. Al verlos, exhaló Dantés un profundo suspiro.

Nada le recordaba el cuarto de su padre. Ni era el mismo el papel de las paredes, ni existían tampoco aquellos muebles antiguos, compañeros de la niñez de Edmundo, presentes en su memoria con toda exactitud. Sólo eran las mismas… las paredes.

Dantés se volvió hacia la cama, que estaba justamente en el mismo sitio que antes ocupaba la de su padre. Sin querer sus ojos se arrasaron de lágrimas. Allí había debido expirar el pobre anciano, nombrando a su hijo.

Los dos jóvenes contemplaban admirados a aquel hombre de frente severa, en cuyas mejillas brillaban dos gruesas lágrimas, sin que su rostro se alterase, pero como la religión del dolor es respetada por todo el mundo, no sólo no hicieron pregunta alguna al desconocido, sino que se apartaron un tanto de él para dejarle llorar libremente, y cuando se marchó le acompañaron, diciéndole que podría volver cuando gustase, que siempre encontraría abierta su pobre morada.

En el piso de abajo, Dantés se detuvo delante de una puerta a preguntar si habitaba allí todavía el sastre Caderousse, pero el portero respondió que habiendo venido muy a menos el hombre de que hablaba, tenía a la sazón una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire.

Acabó de bajar Dantés, y enterándose de quién era el dueño de la casa de las Alamedas de Meillán, pasó en el acto a verle, anunciándose con el nombre de lord Wilmore (nombre y título que llevaba en el pasaporte), y le compró la casa por veinticinco mil francos; sin duda valía diez mil francos menos, pero Dantés, si le hubiera pedido por ella medio millón, lo hubiera dado.

Aquel mismo día notificó el notario a los jóvenes del quinto piso que el nuevo propietario les daba a elegir una habitación entre todas, sin aumento alguno de precio, a condición de que le cedieran la que ellos ocupaban.

Este singular acontecimiento dio mucho que hablar durante unos días a todo el barrio de las Alamedas de Meillán, dando origen a mil conjeturas a cual más inexacta.

Pero lo que sorprendió y admiró sobre todas las cosas fue ver a la caída de la tarde al mismo hombre de las Alamedas de Meillán pasearse por el barrio de los Catalanes, y penetrar en una casita de pescadores, donde estuvo más de una hora preguntando por personas que habían muerto o desaparecido quince o dieciséis años antes.

A la mañana siguiente, los pescadores en cuya casa había entrado para hacer todas aquellas preguntas, recibieron en agradecimiento una barca catalana, armada en regla, para la pesca.

Bien hubieran querido aquellas pobres gentes dar las gracias al generoso desconocido, pero al separarse de ellos le habían visto dar algunas órdenes a un marinero, montar a caballo y salir por la puerta de Aix.

Capítulo
III
La posada del puente del Gard

E
l que como yo haya recorrido a pie el Mediodía de Francia, habrá visto seguramente entre Bellegarde y Beaucaire, a la mitad del camino que separa las dos poblaciones, aunque un tanto más cercana a Beaucaire que a Bellegarde, una sencilla posada que tiene como por rótulo sobre la puerta, en una plancha de hierro tan delgada que el menor vientecillo la zarandea, una grotesca vista del puente del Gard. Esta posada se encuentra al lado izquierdo del camino, volviendo la espalda al río. Decórala eso que se llama huerto en el Languedoc, pero que consiste en lo siguiente: La fachada posterior cae a un cercado donde vegetan algunos olivos raquíticos y algunas higueras de hojas blanquecinas, a causa del polvo que las cubre. Aquí y allá crecen pimientos, tomates y ajos, y en uno de sus rincones, por último, como olvidado centinela, un gran pino de los llamados quitasoles, eleva melancólicamente su tronco flexible, mientras su copa, abierta como un abanico, se tuesta a un sol de treinta grados.

Estos árboles, así los grandes como los pequeños, se inclinan todos naturalmente en la dirección que lleva el mistral cuando sopla. El mistral es una de las tres plagas de la Provenza; las otras dos, como sabe todo el mundo, o como todo el mundo ignora, eran Duranzo y el parlamento.

Esparcidas en la cercana llanura, que parece un lago inconmensurable de polvo, vegetan algunas matas de trigo, sembradas por los horticultores del país, sin duda por curiosidad, pues sólo sirven de asilo a las cigarras, que aturden con su canto agudo y monótono a los viajeros extraviados en aquella Tebaida.

Hacía seis o siete años que este mesón pertenecía a un hombre y una mujer que tenían por criada a una muchacha llamada Antoñita, y un mozo llamado Picaud, pareja que por lo demás basta para cubrir el servicio que pudiera necesitarse, desde que un canal abierto desde Beaucaire a Aiguesmortes sustituyó victoriosamente las barcas por los carros, y las sillas de postas por las diligencias.

Este canal, como para hacer más deplorable aún la suerte del posadero, pasaba entre el Ródano, que le alimenta, y el camino, a cien pasos de la posada de que acabamos de dar una breve pero exacta descripción. Tampoco olvidaremos un perro, antiguo guardián de noche, y que ladraba ahora a todos los transeúntes, tanto de día como durante las tinieblas, porque ya había perdido la costumbre de ver viajeros.

El posadero era un hombre de cuarenta y dos años, alto, seco y nervioso, verdadero tipo meridional, con sus ojos hundidos y brillantes, su nariz en forma de pico de ave de rapiña, y sus dientes blancos como los de un animal carnicero; sus cabellos, que parecían no querer encanecer a pesar de los años, eran como su barba, espesos, crespos y sembrados apenas de algunos pelos grises; su tez, naturalmente tostada, se había cubierto aún de una nueva capa morena, debido a la costumbre que tenía el pobre diablo de mantenerse desde la mañana hasta por la noche en el cancel de la puerta, para ver si pasaba alguno, ya fuese a pie ya en coche, pero casi siempre esperaba en vano. Durante este tiempo, y para sustraerse a los ardores del sol, no usaba de otro objeto preservador que un pañuelo encarnado atado a la cabeza a la manera de los carreteros españoles.

Este hombre es nuestro antiguo conocido Gaspar Caderousse. Su mujer, que se llamaba Magdalena Radelle, era pálida, delgada y enfermiza. Nacida en los alrededores de Arlés, conservando las señales primitivas de la belleza tradicional de sus compatriotas, había visto destruirse lentamente su rostro en el acceso casi continuo de una de esas fiebres sordas tan comunes en las poblaciones vecinas a los estanques de Aiguesmortes y a los pantanos de la Camargue. Siempre estaba sentada y tiritando en su cuarto, situado en el primer piso, ya tendida en un sillón o apoyada contra su cama, mientras su marido se ponía a la puerta a continuar su perpetua centinela, lo que prolongaba con tanta mejor gana, cuanto que cada vez que se encontraba con su áspera mirada, ésta le perseguía con sus quejas eternas contra la suerte, quejas a las cuales su marido respondía, como de costumbre, con estas palabras filosóficas:

—Cállate,
Carconte
. ¡Dios quiere que sea así!

Este sobrenombre provenía de que Magdalena Radelle había nacido en el pueblo de la Carconte, situado entre Salon y Lambese.

Así, pues, siguiendo la costumbre del país que es la de llamar siempre a la gente con un apodo en lugar de llamarla por su nombre, su marido había sustituido con éste al de Magdalena, demasiado dulce tal vez para su rudo lenguaje.

No obstante, a pesar de esta fingida resignación a los decretos de la Providencia, no se crea que nuestro posadero dejara de sentir profundamente el estado de pobreza a que le había reducido el miserable canal de Beaucaire, y que fuese invulnerable a las incesantes quejas con que le acosaba su mujer continuamente.

Era, como todos los habitantes del Mediodía, un hombre sobrio y sin grandes necesidades, pero se pagaba mucho de las apariencias.

Así, pues, en sus tiempos prósperos, no dejaba pasar una feria ni una procesión de la Tarasca, sin presentarse en ella con la Carconte, el uno con ese traje pintoresco de los hombres del Mediodía, y que participa a la vez del gusto catalán y del andaluz; la otra con ese vestido encantador de las mujeres de Arlés que recuerda los de las de Grecia y de Arabia.

Pero poco a poco, cadenas de reloj, collares, cinturones de mil colores, corpiños bordados, chaquetas de terciopelo, medias de seda, botines bordados, zapatos con hebillas de plata, todo había desaparecido, y Gaspar Caderousse, no pudiendo ya mostrarse a la altura de su pasado esplendor, renunció por él y por su mujer a todas esas pompas mundanas, cuya alegre algazara llegaba a desgarrarle el corazón, hasta en su pobre vivienda, que conservaba aún, más bien como un asilo que como lugar de negocio.

Caderousse había permanecido, como tenía por costumbre, parte de la mañana delante de la puerta, paseando su mirada melancólica desde una lechuga que picoteaban algunas gallinas, hasta los dos extremos del camino desierto, que por un lado miraba al Norte y por el otro al Mediodía, cuando de repente la chillona voz de su mujer le obligó a abandonar su puesto. Entró gruñendo y subió al primer piso, dejando la puerta abierta de par en par, como para invitar a los viajeros a que no se olvidasen de entrar si su mala estrella les hacía pasar por allí. En aquellos momentos, el camino de que ya hemos hablado continuaba tan desierto y tan solitario como siempre, extendiéndose entre dos filas de árboles secos, y fácil es comprender que ningún viajero, dueño de escoger otra hora del día, iría a aventurarse en aquel horrible Sáhara.

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