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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (36 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Sin embargo, a pesar de todas las probabilidades, si Caderousse se hubiese quedado en su puesto, hubiera podido ver, por el lado de Bellegarde, a un caballero y un caballo, marchando con ese continente sosegado y amistoso, que indicaba las buenas relaciones que mediaban entre el hombre y el animal. Este era, al parecer, muy manso; el caballero era un sacerdote vestido de negro y con un sombrero de tres picos. A pesar del excesivo calor del sol, marchaba el animal a trote bastante largo.

Al llegar a la puerta, el grupo se detuvo, pero difícil hubiera sido decir si fue el caballo el que detuvo al jinete, o el jinete el que detuvo al caballo. En fin, el caballero se apeó, y tirando por la brida del animal, lo amarró a una argolla que había al lado de la puerta. Adelantóse en seguida hacia ésta, limpiándose el sudor que inundaba su frente con un pañuelo de algodón encarnado y dio tres golpes en una de las hojas de la puerta con el puño de hierro del bastón que llevaba en la mano.

El enorme perro negro se levantó al punto y dio algunos pasos ladrando y enseñando sus dientes blancos y agudos, doble demostración hostil, prueba de lo poco hecho que estaba a la sociedad. Entonces se oyeron unos pasos recios, bajo los cuales se estremeció la escalera de madera; era el posadero que bajaba dando traspiés, para darse más prisa a satisfacer la curiosidad de saber quién sería el que llamaba.

—¡Allá va! —decía Caderousse, asombrado—. ¡Allá va! ¿Quieres callarte,
Margotín
? No temáis nada, caballero; ladra, pero no muerde. Sin duda querréis vino, porque hace un calor inaguantable. ¡Ah! Perdonad —interrumpió Caderousse, al ver qué especie de viajero era el que recibía en su casa—. ¿Qué deseáis? ¿Qué queréis, señor abate? Estoy a vuestras órdenes.

El eclesiástico miró a aquel hombre dos o tres segundos con atención extraña, y aun pareció procurar atraer la del posadero sobre sí; después, viendo que las facciones de éste no expresaban ningún otro sentimiento que la sorpresa de no recibir una respuesta, juzgó que ya era tiempo de que aquélla cesase y dijo con un acento italiano muy pronunciado:

—¿No sois vos el señor Caderousse?

—Sí, caballero —dijo el posadero casi más asombrado de la pregunta que lo había estado en el silencio—. Yo soy, en efecto, Gaspar Caderousse, para serviros.

—¿Gaspar Caderousse? Sí, creo que ésos son el nombre y el apellido. ¿Vivíais en otro tiempo en la alameda de Meillán, en un cuarto piso?

—Precisamente.

—¿Y ejercíais el oficio de sastre?

—Sí, pero no prosperaba, y además —añadió para justificarse—, como hace tanto calor en ese demonio de Marsella, creo que acabarán por no vestirse. Pero, a propósito de calor, ¿no queréis refrescar, señor abate?

—Sí. Dadme una botella de vuestro mejor vino y seguiremos hablando.

—Como queráis, señor abate —dijo Caderousse.

Y para no perder la ocasión de despachar una de las últimas botellas de vino de Cahors que le quedaban, Caderousse se apresuró a levantar una trampa practicada en el pavimento de esta especie de cuarto bajo, que hacía las veces de cocina y de sala. Cuando volvió a aparecer al cabo de cinco minutos, encontró al abate sentado sobre un banquillo, con el codo apoyado sobre una mesa larga, mientras que
Margotín
, que parecía haber hecho las pares con él, al oír que contra la costumbre este viajero iba a tomar algo, apoyaba su hocico sobre el muslo de aquél, y le dirigía una lánguida mirada.

—¿Estáis loco? —preguntó el abate a su posadero, mientras éste ponía delante de él la botella y un vaso.

—¡Ah! Dios mío, sí, solo, o poco menos, señor abate, porque tengo una mujer que no me puede ayudar en nada, a causa de hallarse siempre enferma: ¡pobre Carconte!

—¡Ah! ¡Estáis casado! —dijo el sacerdote con cierto interés y echando a su alrededor una mirada que parecía expresar la lástima que le inspiraba la pobreza de aquella habitación.

—Adivináis que no soy rico, ¿no es verdad, señor abate? —dijo Caderousse sonriendo—. Pero ¿qué queréis? No basta ser hombre honrado, para prosperar en este mundo.

El abate clavó en él una mirada penetrante:

—Sí, señor: honrado, puedo vanagloriarme de ello, caballero —dijo el posadero, arrostrando la mirada del abate, poniendo una mano sobre el corazón y mirándole de pies a cabeza—, y en estos tiempos, no todos pueden decir otro tanto.

—Tanto mejor, si de lo que os jactáis es cierto —añadió el abate— porque tarde o temprano, yo estoy firmemente convencido de que el hombre de bien será recompensado, y el malo, castigado.

—Vos debéis decir eso, señor abate; vos debéis decir eso —replicó Caderousse con una expresión amarga—, pero uno es dueño de creer o no creer lo que decís.

—Hacéis mal en hablar así —repuso el abate—, porque acaso muy en breve voy a ser yo mismo una prueba de lo que pronostico.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Caderousse asombrado.

—Quiero decir que es necesario que me asegure de si sois vos el que yo busco…

—¿Qué prueba queréis que os dé?

—¿Habéis conocido en 1814 o en 1815 a un marino que se llamaba Dantés?

—¡Que si lo he conocido! ¡Que si he conocido a ese pobre Edmundo! Vaya, ya lo creo, como que era uno de mis mejores amigos —exclamó Caderousse, cuyo rostro se cubrió de una tinta purpúrea, mientras que la mirada fija y tranquila del abate parecía dilatarse para cubrir enteramente a aquel a quien interrogaba.

—Sí, me parece que, en efecto, ése era su nombre.

—¡Que si se llamaba Edmundo! Bien lo creo, tan cierto como yo me llamo Gaspar Caderousse. ¿Y qué ha sido de ese pobre Edmundo? —continuó el posadero—. ¿Lo habéis conocido? ¿Vive aún? ¿Está libre? ¿Es dichoso?

—Ha muerto más desesperado y más miserable que los presidiarios que arrastran su cadena en el presidio de Tolón —respondió el abate.

Una mortal palidez sucedió en el rostro de Caderousse, al vivo encarnado que se había apoderado antes de él; volvióse, y el abate vio que enjugaba una lágrima con su pañuelo.

—¡Pobrecillo! —murmuró Caderousse—. ¡Y bien! Ahí tenéis una prueba de lo que yo os decía antes, señor abate, que Dios sólo es bueno para los malos. ¡Ah! —continuó Caderousse con ese lenguaje particular a los naturales del Mediodía—, este mundo va de mal en peor. Llueva pólvora dos días y fuego una hora, y acabemos de una vez.

—Al parecer amabais a ese muchacho de corazón, ¿no es verdad? —preguntó el abate.

—Sí, mucho —dijo Caderousse—, aunque tenga que echarme en cara el haberle envidiado por un momento su dicha. Pero, después, os lo juro a fe de Caderousse, compadezco su deplorable suerte.

Hubo una pausa, durante la cual la mirada fija del abate no cesó un instante de interrogar la fisonomía movible del posadero.

—¿Y vos le habéis conocido? —continuó Caderousse.

—He sido llamado a su lecho de muerte para procurarle los socorros de la religión —respondió el abate.

—¿Y de qué ha muerto? —preguntó Caderousse con una angustia mortal.

—¿De qué se muere en la prisión, cuando se muere a los treinta años, sino de la prisión misma?

Caderousse se enjugó el sudor que corría por su frente.

—Lo que más me sorprende en todo esto es que Dantés, en sus últimos momentos, me juró por el Santo Cristo, cuyos pies besaba, que no sabía la verdadera causa de su cautiverio.

—Es verdad, es verdad —murmuró Caderousse—, no podía saberla, no, señor abate, el pobre muchacho no mentía.

—Por consiguiente me encargó que descubriese la causa de su desgracia, que él no pudo descubrir, y vindicara su buen nombre, por si acaso había sido mancillado.

Y la mirada del abate, cada vez más fija y más penetrante, devoró la expresión casi sombría que se había pintado en el rostro de Caderousse.

—Un rico inglés —continuó el abate—, compañero suyo de infortunio, y que salió de la cárcel al verificarse la segunda restauración, poseía un diamante de un valor inmenso, y habiéndole cuidado Dantés como un hermano, en una enfermedad que tuvo, quiso darle una prueba de reconocimiento y le dejó el diamante. En lugar de servirse de él para seducir a los carceleros que, por otra parte, podían tomarlo y después hacerle traición, Edmundo lo conservó siempre preciosamente para el caso de que saliese en libertad, porque si llegaba a salir, su fortuna estaba asegurada con sólo la venta de aquel diamante.

—¿Y, era como decía —preguntó Caderousse con los ojos inflamados por la codicia—, un diamante muy valioso?

—Todo es relativo —replicó el abate—. Lo era para Edmundo: estaba tasado en cincuenta mil francos.

—¡Cincuenta mil francos! —dijo Caderousse—. ¡Entonces sería tan grueso como una nuez!

—No, pero poco le faltaba —dijo el abate—. Pero vos mismo vais a juzgarlo porque lo tengo conmigo.

Caderousse pareció buscar bajo los vestidos del abate el depósito de que hablaba. Éste sacó de su bolsillo una cajita de tafilete negro, la abrió a hizo brillar a los ojos atónitos de Caderousse la deslumbrante maravilla, montada en una sortija de un trabajo admirable.

—¿Y esto vale cincuenta mil francos? —preguntó Caderousse.

—Sin el engaste, que vale otro tanto —dijo el abate.

Y cerró la cajita y volvió a colocar en su bolsillo el diamante que, no obstante, continuaba brillando en el pensamiento de Caderousse.

—Pero ¿cómo es que poseéis ese diamante, señor abate? —preguntó Caderousse—. ¿Os ha hecho Edmundo heredero suyo?

—No, pero sí su ejecutor testamentario: Yo tenía tres buenos amigos y una muchacha con quien estaba para casarme —me dijo—, los cuatro, estoy seguro, sintieron mi suerte amargamente; uno de estos cuatro amigos se llama Caderousse.

Este se estremeció.

—El otro —continuó el abate, haciendo como que no advertía la emoción de Caderousse—, el otro se llamaba Danglars; el tercero —añadió—, porque mi rival me amaba también…

Una diabólica sonrisa brilló en el rostro de Caderousse, que hizo un movimiento para interrumpir al abate.

—Esperad —dijo éste—. Dejadme acabar, y si tenéis alguna observación que hacerme, pronto os escucharé. El otro, porque mi rival me amaba también, se llamaba Fernando; en cuanto a mi prometida, su nombre era…

—Mercedes —dijo Caderousse.

—¡Ah! Sí, eso es —replicó el abate con un suspiro ahogado—. Mercedes.

—¿Y bien? —preguntó Caderousse.

—Dadme un poco de agua —dijo el abate.

Caderousse se apresuró a obedecer. El abate llenó el vaso y bebió algunos sorbos.

—¿Dónde estábamos? —inquirió, colocando el vaso sobre la mesa—. La prometida se llamaba Mercedes, sí, eso es. Iréis a Marsella… Dantés es quien habla, ¿comprendéis?

—Perfectamente.

—Venderéis ese diamante, haréis cinco partes y las repartiréis entre esos buenos amigos, los únicos que me han amado en la tierra.

—¿Cómo cinco partes? —dijo Caderousse—. ¡No habéis nombrado más que cuatro personas!

—Porque, según me han dicho, la quinta ha muerto… La quinta era el padre de Dantés.

—¡Ay! Sí —dijo Caderousse, conmovido por las pasiones que combatían en él—. ¡Ay! Sí, ¡el pobre hombre ha muerto!

—Me enteré de ello en Marsella —respondió el abate haciendo un esfuerzo por parecer indiferente—. Pero ha tanto tiempo que murió que no he podido adquirir más detalles… ¿Sabríais vos algo del fin que tuvo ese anciano?

—¡Ah! —dijo Caderousse—, ¿quién puede saberlo mejor que yo…? Vivía al lado de él… ¡Ah, Dios mío! Sí, un año casi después de la desaparición de su hijo murió el pobre anciano.

—Pero ¿de qué murió?

—Los médicos dijeron que de una gastroenteritis… Otros aseguran que murió de dolor, y yo, que casi le he visto morir, digo que ha muerto…

Caderousse se detuvo.

—¿Muerto de qué? —preguntó el sacerdote con ansiedad.

—De hambre…

—¡De hambre! —exclamó el abate saltando sobre su banquillo—, ¡de hambre! ¡Los animales más viles no mueren de hambre, los perros que vagan por las calles encuentran una mano compasiva que les arroja un pedazo de pan! ¡Y un hombre, un cristiano, ha muerto de hambre en medio de otros hombres que como él se creían cristianos! ¡Imposible! ¡Oh, eso es imposible!

—Vuelvo a repetir lo que he dicho —dijo Caderousse.

—Y haces muy mal —dijo una voz en la escalera—. ¿Para qué lo mezclas en cosas que nada lo importan?

Los dos hombres se volvieron y vieron a través de las barras de la escalera, la cabeza de la Carconte, que había conseguido arrastrarse hasta allí, y escuchaba la conversación sentada en el último escalón, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas.

—¿Y tú por qué lo metes en esto, mujer? —dijo Caderousse—. El señor me pide informes, la cortesía exige que yo se los dé.

—Sí, pero la prudencia exige que se los rehúses. ¿Quién lo ha dicho con qué intención lo quieren hacer hablar, imbécil?

—Muy excelente, señora, os respondo a ello —dijo el abate—. Vuestro marido nada tiene que temer con tal que hable francamente.

—Nada que temer…, sí, siempre se empieza por muy buenas promesas, después se añade que nada hay que temer, luego se deja por cumplir lo prometido, y de la noche a la mañana le cae a uno encima una desgracia, sin saber por dónde ni cómo vino.

—Descuidad, buena mujer —respondió el abate—, no os sucederá ninguna desgracia por parte mía, os lo aseguro.

La Carconte murmuró algunas palabras que no se pudieron oír, dejó caer la cabeza sobre sus rodillas, y continuó tiritando, dejando a su marido libre de continuar su conversación. Pero colocada de manera que no perdía una sola palabra. Durante este tiempo, el abate había bebido algunos sorbos de agua, y se había repuesto algún tanto.

—Pero —replicó—, ¿ese infeliz anciano estaba tan abandonado de todo el mundo, que haya muerto de semejante muerte?

—¡Oh!, caballero —replicó Caderousse—, no fue porque Mercedes, la catalana, ni M. Morrel le hubiesen abandonado, pero el pobre anciano había cobrado una gran antipatía hacia Fernando, ese mismo —continuó Caderousse con una sonrisa irónica—, que Dantés os ha dicho ser uno de sus amigos.

—¿Es que no lo era? —dijo el abate.

—¡Gaspar, Gaspar! —murmuró la mujer desde lo alto de la escalera—. ¡Mira lo que dices!

Caderousse hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra respuesta a la pregunta que le hacían más que:

—¿Se puede ser amigo de aquel cuya mujer se desea? —respondió al abate—. Pero Dantés, que tenía un corazón de oro, llamaba a todos amigos suyos… ¡Pobre Edmundo…! En fin, mejor es que no haya sabido nada, porque le hubiese costado algún trabajo perdonarlos al morir… Y digan lo que quieran —continuó Caderousse, en su lenguaje, que no carecía de cierta ruda poesía—, más miedo tengo aún a la maldición de los muertos que al odio de los vivos.

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