—¡Qué bueno es este Caderousse! —dijo el anciano—. ¡Cuánto nos ama!
—Ciertamente que os amo y os estimo, porque sois muy honrados, y esta clase de hombres no abunda… Pero a lo que veo vienes rico, muchacho —añadió el sastre reparando en el montón de oro y plata que Dantés había dejado sobre la mesa.
El joven observó el rayo de codicia que iluminaba los ojos de su vecino.
—¡Bah! —dijo con sencillez—, ese dinero no es mío. Manifesté a mi padre temor de que hubiera necesitado algo durante mi ausencia, y para tranquilizarme vació su bolsa aquí. Vamos, padre —siguió diciendo Dantés—, guarda ese dinero, si es que a su vez no lo necesita el vecino Caderousse, en cuyo caso lo tiene a su disposición.
—No, muchacho —dijo Caderousse—, nada necesito, que a Dios gracias el oficio alimenta al hombre. Guarda tu dinero, y Dios te dé mucho más; eso no impide que yo deje de agradecértelo como si me hubiera aprovechado de él.
—Yo lo ofrezco de buena voluntad —dijo Dantés.
—No lo dudo. A otra cosa. ¿Conque eres ya el favorito de Morrel? ¡Picaruelo!
—El señor Morrel ha sido siempre muy bondadoso conmigo —respondió Dantés.
—En ese caso, has hecho muy mal en rehusar su invitación.
—¡Cómo! ¿Rehusar su invitación? —exclamó el viejo Dantés—. ¿Te ha convidado a comer?
—Sí, padre mío —replicó Edmundo sonriéndose al ver la sorpresa de su padre.
—¿Y por qué has rehusado, hijo? —preguntó el anciano.
—Para abrazaros antes, padre mío —respondió el joven—; ¡tenía tantas ganas de veros!
—Pero no debiste contrariar a ese buen señor Morrel —replicó Caderousse—, que el que desea ser capitán, no debe desairar a su naviero.
—Ya le expliqué la causa de mi negativa —replicó Dantés—, y espero que lo haya comprendido.
—Para calzarse la capitanía hay que lisonjear un tanto a los patrones.
—Espero ser capitán sin necesidad de eso —respondió Dantés.
—Tanto mejor para ti y tus antiguos conocidos, sobre todo para alguien que vive allá abajo, detrás de la Ciudadela de San Nicolás.
—¿Mercedes? —dijo el anciano.
—Sí, padre mío —replicó Dantés—; y con vuestro permiso, pues ya que os he visto, y sé que estáis bien y que tendréis todo lo que os haga falta, si no os incomodáis, iré a hacer una visita a los Catalanes.
—Ve, hijo mío, ve —dijo el viejo Dantés—, ¡Dios te bendiga en tu mujer, como me ha bendecido en mi hijo!
—¡Su mujer! —dijo Caderousse—; si aún no lo es, padre Dantés; si aún no lo es, según creo.
—No; pero según todas las probabilidades —respondió Edmundo, no tardará mucho en serlo.
—No importa, no importa —dijo Caderousse—, has hecho bien en apresurarte a venir, muchacho.
—¿Por qué? —preguntole.
—Porque Mercedes es una buena moza, y a las buenas mozas nunca les faltan pretendientes, a ésa sobre todo. La persiguen a docenas.
—¿De veras? —dijo Edmundo con una sonrisa que revelaba inquietud, aunque leve.
—¡Oh! ¡Sí! —replicó Caderousse—, y se le presentan también buenos partidos, pero no temas, como vas a ser capitán, no hay miedo de que lo dé calabazas.
—Eso quiere decir —replicó Dantés, con sonrisa que disfrazaba mal su inquietud—, que si no fuese capitán…
—Hem… —balbuceó Caderousse.
—Vamos, vamos —dijo el joven—, yo tengo mejor opinión que vos de las mujeres en general, y de Mercedes en particular, y estoy convencido de que, capitán o no, siempre me será fiel.
—Tanto mejor —dijo el sastre—, siempre es bueno tener fe, cuando uno va a casarse; ¡pero no importa!, créeme, muchacho, no pierdas tiempo en irle a anunciar lo llegada y en participarle tus esperanzas.
—Allá voy —dijo Edmundo, y abrazó a su padre, saludó a Caderousse y salió.
Al poco rato, Caderousse se despidió del viejo Dantés, bajó a su vez la escalera y fue a reunirse con Danglars, que le estaba esperando al extremo de la calle de Senac.
—Conque —dijo Danglars—, ¿le has visto?
—Acabo de separarme de él —contestó Caderousse.
—¿Y te ha hablado de sus esperanzas de ser capitán?
—Ya lo da por seguro.
—¡Paciencia! —dijo Danglars—; va muy de prisa, según creo.
—¡Diantre!, no parece sino que le haya dado palabra formal el señor Morrel.
—¿Estará muy contento?
—Está más que contento, está insolente. Ya me ha ofrecido sus servicios, como si fuese un gran señor, y dinero como si fuese un capitalista.
—Por supuesto que habrás rehusado, ¿no?
—Sí, aunque bastantes motivos tenía para aceptar, puesto que yo fui el que le prestó el primer dinero que tuvo en su vida; pero ahora el señor Dantés no necesitará de nadie, pues va a ser capitán.
—Pero aún no lo es —observó Danglars.
—Mejor que no lo fuese —dijo Caderousse—, porque entonces, ¿quién lo toleraba?
—De nosotros depende —dijo Danglars— que no llegue a serlo, y hasta que sea menos de lo que es.
—¿Qué dices?
—Yo me entiendo. ¿Y sigue amándole la catalana?
—Con frenesí; ahora estará en su casa. Pero, o mucho me engaño, o algún disgusto le va a dar ella.
—Explícate.
—¿Para qué?
—Es mucho más importante de lo que tú lo imaginas.
—Tú no le quieres bien, ¿es verdad?
—No me gustan los orgullosos.
—Entonces dime todo lo que sepas de la catalana.
—Nada sé de positivo; pero he visto cosas que me hacen creer, como lo dije, que esperaba al futuro capitán algún disgusto por los alrededores de las Vieilles-Infirmeries.
—¿Qué has visto? Vamos, di.
—Observé que siempre que Mercedes viene por la ciudad, la acompaña un joven catalán, de ojos negros, de piel tostada, moreno, muy ardiente, y a quien llama primo.
—¡Ah! ¿De veras? Y ¿te parece que ese primo le haga la corte?
—A lo menos lo supongo. ¿Qué otra cosa puede haber entre un muchacho de veintiún años y una joven de diecisiete?
—¿Y Dantés ha ido a los Catalanes?
—Ha salido de su casa antes que yo.
—Si fuésemos por el mismo lado, nos detendríamos en la Reserva, en casa del compadre Pánfilo, y bebiendo un vaso de vino, sabríamos algunas noticias…
—¿Y quién nos las dará?
—Estaremos al acecho, y cuando pase Dantés adivinaremos en la expresión de su rostro lo que haya pasado.
—Vamos allá —dijo Caderousse—, pero ¿pagas tú?
—Pues claro —respondió Danglars.
Los dos se encaminaron apresuradamente hacia el lugar indicado, donde pidieron una botella y dos vasos. El compadre Pánfilo acababa, según dijo, de ver pasar a Dantés diez minutos antes. Seguros de que se hallaba en los Catalanes, se sentaron bajo el follaje naciente de los plátanos y sicómoros, en cuyas ramas una alegre bandada de pajarillos saludaba con sus gorjeos los primeros días de la primavera.
A
cien pasos del lugar en que los dos amigos, con los ojos fijos en el horizonte y el oído atento, paladeaban el vino de Lamalgue, detrás de un promontorio desnudo y agostado por el sol y por el viento nordeste, se encontraba el modesto barrio de los Catalanes.
Una colonia misteriosa abandonó en cierto tiempo España, yendo a establecerse en la lengua de tierra en que permanece aún. Nadie supo de dónde venía, y hasta hablaba un dialecto desconocido. Uno de sus jefes, el único que se hacía entender un poco en lengua provenzal, pidió a la municipalidad de Marsella que les concediese aquel árido promontorio, en el cual, a fuer de marinos antiguos, acababan de dejar sus barcos. Su petición les fue aceptada, y tres meses después aquellos gitanos del mar habían edificado un pueblecito en torno a sus quince o veinte barcas.
Construido en el día de hoy de una manera extraña y pintoresca, medio árabe, medio española, es el mismo que se ve hoy habitado por los descendientes de aquellos hombres que hasta conservan el idioma de sus padres. Tres o cuatro siglos han pasado, y aún permanecen fieles al promontorio en que se dejaron caer como una bandada de aves marinas. No sólo no se mezclan con la población de Marsella, sino que se casan entre sí, conservando los hábitos y costumbres de la madre patria, del mismo modo que su idioma.
Es preciso que nuestros lectores nos sigan a través de la única calle de este pueblecito, y entren con nosotros en una de aquellas casas, a cuyo exterior ha dado el sol el bello colorido de las hojas secas, común a todos los edificios del país, y cuyo interior pule una capa de cal, esa tinta blanca, único adorno de las posadas españolas.
Una bella joven de pelo negro como el ébano y ojos dulcísimos como los de la gacela, estaba de pie, apoyada en una silla, oprimiendo entre sus dedos afilados una inocente rosa cuyas hojas arrancaba, y los pedazos se veían ya esparcidos por el suelo. Sus brazos desnudos hasta el codo, brazos árabes, pero que parecían modelados por los de la Venus de Arlés, temblaban con impaciencia febril, y golpeaba de tal modo la tierra con su diminuto pie, que se entreveían las formas puras de su pierna, ceñida por una media de algodón encarnado a cuadros azules.
A tres pasos de ella, sentado en una silla, balanceándose a compás y apoyando su codo en un mueble antiguo, hallábase un mocetón de veinte a veintidós años que la miraba con un aire en que se traslucía inquietud y despecho: sus miradas parecían interrogadoras; pero la mirada firme y fija de la joven le dominaba enteramente.
—Vamos, Mercedes —decía el joven—, las pascuas se acercan, es el tiempo mejor para casarse. ¿No lo crees?
—Ya lo dije cien veces lo que pensaba, Fernando, y en poco lo estimas, pues aún sigues preguntándome.
—Repítemelo, te lo suplico, repítemelo por centésima vez para que yo pueda creerlo. Dime que desprecias mi amor, el amor que aprobaba tu madre. Haz que comprenda que te burlas de mi felicidad; que mi vida o mi muerte no son nada para ti… ¡Ah, Dios mío, Dios mío!, haber soñado diez años con la dicha de ser tu esposo, y perder esta esperanza, la única de mi vida.
—No soy yo por cierto quien ha alimentado en ti esa esperanza con mis coqueterías, Fernando —respondió Mercedes—. Siempre lo he dicho: «Te amo como hermano; pero no exijas de mí otra cosa, porque mi corazón pertenece a otro». ¿No lo he dicho siempre esto?
—Sí, ya lo sé, Mercedes —respondió Fernando—; hasta el horrible atractivo de la franqueza tienes conmigo. Pero ¿olvidas que es ley sagrada entre los nuestros el casarse catalanes con catalanes?
—Te equivocas, Fernando, no es una ley, sino una costumbre; y, créeme, no debes de invocar esta costumbre en lo favor. Has entrado en quintas. La libertad de que gozas la debes únicamente a la tolerancia. De un momento a otro pueden reclamarte tus banderas, y una vez seas soldado, ¿qué harías de mí, pobre huérfana, sin otra fortuna que una mísera cabaña casi arruinada y unas malas redes, herencia única de mis padres? Hace un año que murió mi madre, y desde entonces, bien lo sabes, vivo casi a expensas de la caridad pública. Tal vez me dices que lo soy útil, para partir conmigo tu pesca, y yo la acepto, Fernando, porque eres hijo del hermano de mi padre, porque nos hemos criado juntos, y porque además sé que lo disgustarías si la rehusase. Pero sé muy bien que ese pescado que yo vendo, y ese dinero que me dan por él, y con el cual compro el estambre que luego hilo, no es más que una limosna, y como tal la recibo.
—¿Y eso qué importa, Mercedes? Pobre y sola como vives, me convienes más que la hija del naviero más rico de Marsella. Yo quiero una mujer honrada y hacendosa, y ninguna como tú posee esas cualidades.
—Fernando —respondió Mercedes con un movimiento de cabeza—, no puede responder de ser siempre honrada y hacendosa, la que ama a otro hombre que no sea su marido. Confórmate con mi amistad, porque te repito que esto es todo lo que yo puedo prometerte. Yo no ofrezco sino lo que estoy segura de poder dar.
—Sí, sí, ya lo comprendo —dijo Fernando—; soportas con resignación tu miseria, pero te asusta la mía. Pero, oye, Mercedes, si me amas probaré fortuna y llegaré a ser rico. Puedo dejar el oficio de pescador; puedo entrar de dependiente en alguna casa de comercio, y llegar a ser comerciante.
—Tú no puedes hacer nada de eso, Fernando. Eres soldado, y si permaneces en los Catalanes todavía es porque no hay guerra; sigue con lo oficio de pescador, no hagas castillos en el aire, y confórmate con mi amistad, pues no puedo dar otra cosa.
—Pues bien, tienes razón, Mercedes, me haré marinero, dejaré el trabajo de nuestros padres que tú tanto desprecias, y me pondré un sombrero de suela, una camisa rayada y una chaqueta azul con anclas en los botones. ¿No es así como hay que vestirse para agradarte?
—¿Qué quieres decir con eso? No lo comprendo…
—Quiero decir que no serías tan cruel conmigo, si no esperaras a uno que usa el traje consabido. Pero quizás él no te es fiel, y aunque lo fuera, el mar no lo habrá sido con él.
—¡Fernando! —exclamó Mercedes—, ¡te creía bueno, pero me engañaba! Eso es prueba de mal corazón. Sí, no te lo oculto, espero y amo a ese que dices, y si no volviese, en lugar de acusarle de inconstancia, creería que ha muerto adorándome.
Fernando hizo un gesto de rabia.
—Adivino tus pensamientos, Fernando, querrás vengar en él los desdenes míos… querrás desafiarle… Pero ¿qué conseguirás con esto? Perder mi amistad si eres vencido, ganar mi odio si vencedor. Créeme, Fernando: no es batirse con un hombre el medio de agradar a la mujer que le ama. Convencido de que te es imposible tenerme por esposa, no, Fernando, no lo harás, lo contentarás con que sea tu amiga y tu hermana. Por otra parte —añadió con los ojos preñados de lágrimas—, tú lo has dicho hace poco, el mar es pérfido: espera, Fernando, espera. Han pasado cuatro meses desde que partió… ¡cuatro meses, y durante ellos he contado tantas tempestades!…
Permaneció Fernando impasible sin cuidarse de enjugar las lágrimas que resbalaban por las mejillas de Mercedes, aunque a decir verdad, por cada una de aquellas lágrimas hubiera dado mil gotas de su sangre…, pero aquellas lágrimas las derramaba por otro. Púsose en pie, dio una vuelta por la cabaña, volvió, detúvose delante de Mercedes, y con una mirada sombría y los puños crispados exclamó:
—Mercedes, te lo repito, responde, ¿estás resuelta?
—¡Amo a Edmundo Dantés —dijo fríamente Mercedes—, y ningún otro que Edmundo será mi esposo!
—¿Y le amarás siempre?