El Conde de Montecristo (4 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Hasta la muerte.

Fernando bajó la cabeza desalentado; exhaló un suspiro que más bien parecía un gemido, y levantando de repente la cabeza y rechinando los dientes de cólera exclamó:

—Pero, ¿y si hubiese muerto?

—Si hubiese muerto… ¡Entonces yo también me moriría!

—¿Y si lo olvidase?

—¡Mercedes! —gritó una voz jovial y sonora desde fuera—. ¡Mercedes!

—¡Ah! —exclamó la joven sonrojándose de alegría y de amor—; bien ves que no me ha olvidado, pues ya ha llegado.

Y lanzándose a la puerta la abrió exclamando:

—¡Aquí, Edmundo, aquí estoy!

Fernando, lívido y furioso, retrocedió como un caminante al ver una serpiente, cayendo anonadado sobre una silla, mientras que Edmundo y Mercedes se abrazaban. El ardiente sol de Marsella penetrando a través de la puerta, los inundaba de sus dorados reflejos. Nada veían en torno suyo: una inmensa felicidad los separaba del mundo y solamente pronunciaban palabras entrecortadas que revelaban la alegría de su corazón.

De pronto Edmundo vislumbró la cara sombría de Fernando, que se dibujaba en la sombra, pálida y amenazadora, y quizá, sin que él mismo comprendiese la razón, el joven catalán tenía apoyada la mano sobre el cuchillo que llevaba en la cintura.

—¡Ah! —dijo Edmundo frunciendo las cejas a su vez—; no había reparado en que somos tres.

Volviéndose en seguida a Mercedes:

—¿Quién es ese hombre? —le preguntó.

—Un hombre que será de aquí en adelante tu mejor amigo, Dantés, porque lo es mío, es mi primo, mi hermano Fernando, es decir, el hombre a quien después de ti amo más en la tierra.

—Está bien —respondió Edmundo.

Y sin soltar a Mercedes, cuyas manos estrechaba con la izquierda, presentó con un movimiento cordialísimo la diestra al catalán. Pero lejos de responder Fernando a este ademán amistoso, permaneció mudo e inmóvil como una estatua. Entonces dirigió Edmundo miradas interrogadoras a Mercedes, que estaba temblando, y al sombrío y amenazador catalán alternativamente. Estas miradas le revelaron todo el misterio, y la cólera se apoderó de su corazón.

—Al darme tanta prisa en venir a vuestra casa, no creía encontrar en ella un enemigo.

—¡Un enemigo! —exclamó Mercedes dirigiendo una mirada de odio a su primo—; ¿un enemigo en mi casa? A ser cierto, yo lo cogería del brazo y me iría a Marsella, abandonando esta casa para no volver a pisar sus umbrales.

La mirada de Fernando centelleó.

—Y si te sucediese alguna desgracia, Edmundo mío —continuó con aquella calma implacable que daba a conocer a Fernando cuán bien leía en su siniestra mente—, si te aconteciese alguna desgracia, treparía al cabo del Morgión para arrojarme de cabeza contra las rocas.

Fernando se puso lívido.

—Pero te engañas, Edmundo —prosiguió Mercedes—. Aquí no hay enemigo alguno, sino mi primo Fernando, que va a darte la mano como a su más íntimo amigo.

Y la joven fijó, al decir estas palabras, su imperiosa mirada en el catalán, quien, como fascinado por ella, se acercó lentamente a Edmundo y le tendió la mano.

Su odio desaparecía ante el ascendiente de Mercedes. Pero apenas hubo tocado la mano de Edmundo, conoció que había ya hecho todo lo que podía hacer, y se lanzó fuera de la casa.

—¡Oh! —exclamaba corriendo como un insensato, y mesándose los cabellos—. ¡Oh! ¿Quién me librará de ese hombre? ¡Desgraciado de mí!

—¡Eh!, catalán, ¡eh! ¡Fernando! ¿Adónde vas? —dijo una voz.

El joven se detuvo para mirar en torno y vio a Caderousse sentado con Danglars bajo el emparrado.

—¡Eh! —le dijo Caderousse—. ¿Por qué no te acercas? ¿Tanta prisa tienes que no te queda tiempo para dar los buenos días a tus amigos?

—Especialmente cuando tienen delante una botella casi llena —añadió Danglars.

Fernando miró a los dos hombres como atontado y sin responderles.

—Afligido parece —dijo Danglars tocando a Caderousse con la rodilla—. ¿Nos habremos engañado, y se saldrá Dantés con su tema contra todas nuestras previsiones?

—¡Diantre! Es preciso averiguar esto —contestó Caderousse; y volviéndose hacia el joven le gritó—: Catalán, ¿te decides?

Fernando enjugóse el sudor que corría por su frente, y entró a paso lento bajo el emparrado, cuya sombra puso un tanto de calma en sus sentidos, y la frescura, vigor en sus cansados miembros.

—Buenos días: me habéis llamado, ¿verdad? —dijo desplomándose sobre uno de los bancos que rodeaban la mesa.

—Corrías como loco, y temí que te arrojases al mar —respondió Caderousse riendo—. ¡Qué demonio! A los amigos no solamente se les debe ofrecer un vaso de vino, sino también impedirles que se beban tres o cuatro vasos de agua.

Fernando exhaló un suspiro que pareció un sollozo, y hundió la cabeza entre las manos.

—¡Hum! ¿Quieres que te hable con franqueza, Fernando? —dijo Caderousse, entablando la conversación con esa brutalidad grosera de la gente del pueblo, que con la curiosidad olvidan toda clase de diplomacia—, pues tienes todo el aire de un amante desdeñado.

Y acompañó esta broma con una estrepitosa carcajada.

—¡Bah! —replicó Danglars—; un muchacho como éste no ha nacido para ser desgraciado en amores: tú te burlas, Caderousse.

—No —replicó éste—, fíjate, ¡qué suspiros!… Vamos, vamos, Fernando, levanta la cabeza y respóndenos. No está bien que calles a las preguntas de quien se interesa por tu salud.

—Estoy bien —murmuró Fernando apretando los puños, aunque sin levantar la cabeza.

—¡Ah!, ya lo ves, Danglars —repuso Caderousse guiñando el ojo a su amigo—. Lo que pasa es esto: que Fernando, catalán valiente, como todos los catalanes, y uno de los mejores pescadores de Marsella, está enamorado de una linda muchacha llamada Mercedes; pero desgraciadamente, a lo que creo, la muchacha ama por su parte al segundo de
El Faraón
; y como
El Faraón
ha entrado hoy mismo en el puerto… ¿Me comprendes?

—Que me muera, si lo entiendo —respondió Danglars:

—El pobre Fernando habrá recibido el pasaporte.

—¡Y bien! ¿Qué más? —dijo Fernando levantando la cabeza y mirando a Caderousse como aquel que busca en quién descargar su cólera—. Mercedes no depende de nadie, ¿no es así? ¿No puede amar a quien se le antoje?

—¡Ah!, ¡si lo tomas de ese modo —lijo Caderousse—, eso es otra cosa! Yo te tenía por catalán. Me han dicho que los catalanes no son hombres para dejarse vencer por un rival, y también me han asegurado que Fernando, sobre todo, es temible en la venganza.

—Un enamorado nunca es temible —repuso Fernando sonriendo.

—¡Pobre muchacho! —replicó Danglars fingiendo compadecer al joven—. ¿Qué quieres? No esperaba, sin duda, que volviese Dantés tan pronto. Quizá le creería muerto, quizás infiel, ¡quién sabe! Esas cosas son tanto más sensibles cuanto que nos están sucediendo a cada paso.

—Seguramente que no dices más que la verdad —respondió Caderousse, que bebía al compás que hablaba, y a quien el espumoso vino de Lamalgue comenzaba a hacer efecto—. Fernando no es el único que siente la llegada de Dantés, ¿no es así, Danglars?

—Sí, y casi puedo asegurarte que eso le ha de traer alguna desgracia.

—Pero no importa —añadió Caderousse llenando un vaso de vino para el joven, y haciendo lo mismo por duodécima vez con el suyo—; no importa, mientras tanto se casa con Mercedes, con la bella Mercedes… se sale con la suya.

Durante este coloquio, Danglars observaba con mirada escudriñadora al joven. Las palabras de Caderousse caían como plomo derretido sobre su corazón.

—¿Y cuándo es la boda? —preguntó.

—¡Oh!, todavía no ha sido fijada —murmuró Fernando.

—No, pero lo será —dijo Caderousse—; lo será tan cierto como que Dantés será capitán de
El Faraón
: ¿no opinas tú lo mismo, Danglars?

Danglars se estremeció al oír esta salida inesperada, volviéndose a Caderousse, en cuya fisonomía estudió a su vez si el golpe estaba premeditado; pero sólo leyó la envidia en aquel rostro casi trastornado por la borrachera.

—¡Ea! —dijo llenando los vasos—. ¡Bebamos a la salud del capitán Edmundo Dantés, marido de la bella catalana!

Caderousse llevó el vaso a sus labios con mano temblorosa, y lo apuró de un sorbo. Fernando tomó el suyo y lo arrojó con furia al suelo.

—¡Vaya! —exclamó Caderousse—. ¿Qué es lo que veo allá abajo en dirección a los Catalanes? Mira, Fernando, tú tienes mejores ojos que yo: me parece que empiezo a ver demasiado, y bien sabes que el vino engaña mucho… Diríase que se trata de dos amantes que van agarrados de la mano… ¡Dios me perdone! ¡No presumen que les estamos viendo, y mira cómo se abrazan!

Danglars no dejaba de observar a Fernando, cuyo rostro se contraía horriblemente.

—¡Calle! ¿Los conocéis, señor Fernando? —dijo.

—Sí —respondió éste con voz sorda—. ¡Son Edmundo y Mercedes!

—¡Digo! —exclamó Caderousse—. ¡Y yo no los conocía! ¡Dantés! ¡Muchacha! Venid aquí, y decidnos cuándo es la boda, porque el testarudo de Fernando no nos lo quiere decir.

—¿Quieres callarte? —dijo Danglars, fingiendo detener a Caderousse, que tenaz como todos los que han bebido mucho se disponía a interrumpirles—. Haz por tenerte en pie, y deja tranquilos a los enamorados. Mira, mira a Fernando, y toma ejemplo de él.

Acaso éste, incitado por Danglars, como el toro por los toreros, iba al fin a arrojarse sobre su rival, pues ya de pie tomaba una actitud siniestra, cuando Mercedes, risueña y gozosa, levantó su linda cabeza y clavó en Fernando su brillante mirada. Entonces el catalán se acordó de que le había prometido morir si Edmundo moría, y volvió a caer desesperado sobre su asiento.

Danglars miró sucesivamente a los dos hombres, el uno embrutecido por la embriaguez y el otro dominado por los celos.

—¡Oh! Ningún partido sacaré de estos dos hombres —murmuró—, y casi tengo miedo de estar en su compañía. Este bellaco se embriaga de vino, cuando sólo debía embriagarse de odio; el otro es un imbécil que le acaban de quitar la novia en sus mismas narices, y se contenta solamente con llorar y quejarse como un chiquillo. Sin embargo, tiene la mirada torva como los españoles, los sicilianos y los calabreses que saben vengarse muy bien; tiene unos puños capaces de estrujar la cabeza de un buey tan pronto como la cuchilla del carnicero… Decididamente el destino le favorece; se casará con Mercedes, será capitán y se burlará de nosotros como no… (una sonrisa siniestra apareció en los labios de Danglars ), como no tercie yo en el asunto.

—¡Hola! —seguía llamando Caderousse a medio levantar de su asiento—. ¡Hola!, Edmundo, ¿no ves a los amigos, o lo has vuelto ya tan orgulloso que no quieres siquiera dirigirles la palabra?

—No, mi querido Caderousse —respondió Dantés—; no soy orgulloso, sino feliz, y la felicidad ciega algunas veces más que el orgullo.

—Enhorabuena, ya eso es decir algo —replicó Caderousse—. ¡Buenos días, señora Dantés!

Mercedes saludó gravemente.

—Todavía no es ése mi apellido —dijo—, y en mi país es de mal agüero algunas veces el llamar a las muchachas con el nombre de su prometido antes que se casen. Llamadme Mercedes.

—Es menester perdonar a este buen vecino —añadió Dantés—. Falta tan poco tiempo…

—¿Conque, es decir, que la boda se efectuará pronto, señor Dantés? —dijo Danglars saludando a los dos jóvenes.

—Lo más pronto que se pueda, señor Danglars: nos toman hoy los dichos en casa de mi padre, y mañana o pasado mañana a más tardar será la comida de boda, aquí, en
La Reserva
; los amigos asistirán a ella; lo que quiere decir que estáis invitados desde ahora, señor Danglars, y tú también, Caderousse.

—¿Y Fernando? —dijo Caderousse sonriendo con malicia—; ¿Fernando lo está también?

—El hermano de mi mujer lo es también mío —respondió Edmundo—, y con muchísima pena le veríamos lejos de nosotros en semejante momento.

Fernando abrió la boca para contestar; pero la voz se apagó en sus labios y no pudo articular una sola palabra.

—¡Hoy los dichos, mañana o pasado la boda!… ¡Diablo!, mucha prisa os dais, capitán.

—Danglars —repuso Edmundo sonriendo—, digo lo que Mercedes decía hace poco a Caderousse: no me deis ese título que aún no poseo, que podría ser de mal agüero para mí.

—Dispensadme —respondió Danglars—. Decía, pues, que os dais demasiada prisa. ¡Qué diablo!, tiempo sobra:
El Faraón
no se volverá a dar a la mar hasta dentro de tres meses.

—Siempre tiene uno prisa por ser feliz, señor Danglars; porque quien ha sufrido mucho, apenas puede creer en la dicha. Pero no es sólo el egoísmo el que me hace obrar de esta manera; tengo que ir a París.

—¡Ah! ¿A París? ¿Y es la primera vez que vais allí, Dantés?

—Sí.

—Algún negocio, ¿no es así?

—No mío; es una comisión de nuestro pobre capitán Leclerc. Ya comprenderéis que esto es sagrado. Sin embargo, tranquilizaos, no gastaré más tiempo que el de ida y vuelta.

—Sí, sí, ya entiendo —dijo Danglars. Y después añadió en voz sumamente baja—: A París… Sin duda, para llevar alguna carta que el capitán le ha entregado. ¡Ah!, ¡diantre! Esa carta me acaba de sugerir una idea… una excelente idea. ¡Ah! ¡Dantés!, amigo mío, aún no tienes el número 1 en el registro de
El Faraón
. —Y volviéndose enseguida hacia Edmundo, que se alejaba—. ¡Buen viaje! —le gritó.

—Gracias —respondió Edmundo volviendo la cabeza, y acompañando este movimiento con cierto ademán amistoso. Y los dos enamorados prosiguieron su camino, tranquilos y alborozados como dos ángeles que se elevan al cielo.

Capítulo
IV
Complot

D
anglars siguió con la mirada a Edmundo y a Mercedes hasta que desaparecieron por uno de los ángulos del puerto de San Nicolás; y volviéndose en seguida vislumbró a Fernando que se arrojaba otra vez sobre su silla, pálido y desesperado, mientras que Caderousse entonaba una canción.

—¡Ay, señor mío —dijo Danglars a Fernando—, creo que esa boda no le sienta bien a todo el mundo!

—A mí me tiene desesperado —respondió Fernando.

—¿Amáis, pues, a Mercedes?

—La adoro.

—¿Hace mucho tiempo?

—Desde que nos conocimos.

—¿Y estáis ahí arrancándoos los cabellos en lugar de buscar remedio a vuestros pesares? ¡Qué diablo!, no creí que obrase de esa manera la gente de vuestro país.

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