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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (89 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Cómo! —dijo Alberto de repente, al ver abrirse un palco principal—. ¡Cómo! ¡La condesa G…!

—¿Quién es esa condesa G…? —preguntó Château-Renaud.

—¡Oh!, barón, ésa es una pregunta que no os perdono. ¿Me preguntáis quién es la condesa G…?

—¡Ah!, es verdad —dijo Château-Renaud—, ¿no es esa encantadora veneciana?

—Justamente.

En aquel momento la condesa G… reparó en Alberto, y cambió con él un saludo acompañado de una sonrisa.

—¿La conocéis? —dijo Château-Renaud.

—Sí —exclamó Alberto—, le fui presentado en Roma por Franz.

—¿Queréis hacerme en París el mismo favor que Franz os hizo en Roma?

—Con muchísimo gusto.

—¡Silencio! —gritó el público.

Los dos jóvenes continuaron su conversación, sin hacer caso del deseo de la concurrencia de oír la música.

—Estaba en las carreras del Campo de Marte —dijo Château-Renaud.

—¿Hoy?

—Sí.

—En efecto, había carreras, ¿Estabais comprometido en ellas?

—¡Oh!, por una miseria, por cincuenta luises.

—¿Y quién ganó?


Nautilus
, yo apostaba por él.

—¿Pero había tres carreras?

—Sí. El premio del Jockey Club era una copa de oro. Por cierto que ocurrió algo bastante extraño.

—¿Qué?

—¡Chist…! —gritó el público, impacientándose.

—¿Qué…? —replicó Alberto.

—Un caballo y un jockey completamente desconocidos han ganado esta carrera.

—¿Cómo?

—¡Oh!, sí, nadie había fijado la atención en un caballo señalado con el nombre de Vampa, y un jockey con el nombre de Job, cuando de repente vieron avanzar un magnífico alazán y un jockey como el puño. Viéronse obligados a introducirle veinte libras de plomo en los bolsillos, lo cual no impidió que se adelantase diez varas a Ariel y Bárbaro, que corrían con él.

—¿Y no se ha sabido a quién pertenecía el caballo y el jockey?

—No.

—Decís que el caballo llevaba el nombre de…

—Vampa.

—Entonces —dijo Alberto— yo estoy más adelantado que vos, y sé a quién pertenece.

—¡Silencio…! —gritó por tercera vez el público.

Las voces fueron creciendo ahora hasta tal punto, que al fin los jóvenes notaron que el público se dirigía a ellos, Volviéronse un momento buscando en aquella multitud un hombre que tomase a su cargo la responsabilidad de lo que miraban como una impertinencia, pero nadie reiteró la invitación, y se volvieron hacia el escenario.

En aquellos instantes se abrió el palco del ministro, y la señora Danglars, su hija y Luciano Debray tomaron sus asientos.

—¡Ahí!, ¡ahí! —dijo Château-Renaud—, ahí tenéis a varias personas conocidas vuestras, vizconde, ¿Qué diablos miráis a la derecha? Os están buscando.

Alberto se volvió y sus ojos se encontraron en efecto con los de la baronesa Danglars, que le hizo un saludo con su abanico. En cuanto a la señorita Eugenia, apenas se dignaron inclinarse hacia la orquesta sus grándes y hermosos ojos negros.

—En verdad, amigo mío —dijo Château-Renaud—, no comprendo qué es lo que podéis tener contra la señorita Danglars, es una joven lindísima.

—No lo niego —dijo Alberto—, pero os confieso que en cuanto a belleza preferiría una cosa más dulce, más suave, en fin, más femenina.

—¡Qué jóvenes estos! —dijo Château-Renaud, que como hombre de treinta años tomaba con Morcef cierto aire paternal—, nunca están satisfechos, ¡Cómo! ¡Encontráis una novia, o más bien otra Diana cazadora y no estáis contento!

—Pues bien, entonces mejor hubiera yo querido otra Venus de Milo o de Capua. Esta Diana cazadora siempre en medio de sus ninfas, me espanta un poco. Temo que me trate como a otro Acteón.

En efecto, una ojeada que se hubiera dirigido sobre la joven podía explicar casi el sentimiento que acababa de confesar el joven Morcef.

Eugenia Danglars era hermosa, como había dicho Alberto, pero era una belleza un poco varonil, Sus cabellos de un negro hermoso, pero un tanto rebeldes a la mano que quería arreglarlos; sus ojos negros como sus cabellos, adornados de magníficas cejas, y que no tenían más que un defecto, el de fruncirse con demasiada frecuencia, eran notables por una expresión de firmeza que todos se maravillaban de encontrar en la mirada de una mujer. Su nariz tenía las proporciones exactas que un escultor habría dado a una diosa Juno. Sin embargo, su boca era demasiado grande, aunque adornada de unos dientes hermosos que hacían resaltar unos labios cuyo carmín demasiado vivo se distinguía sobre la palidez de su tez; en fin, dos hoyitos más pronunciados que de costumbre en los extremos de su boca, acababan de dar a su fisonomía ese carácter decidido que tanto espantaba a Morcef.

Por lo demás, el resto del cuerpo de Eugenia estaba en armonía con la cabeza, que acabamos de describir. Como había dicho Château-Renaud, era Diana la cazadora, si bien con un aire más duro y más muscular en su belleza.

Respecto a la educación que había recibido, si había algo que reprocharle, era que, lo mismo que en su fisonomía, parecía pertenecer un poco al otro sexo. En efecto, hablaba dos o tres lenguas, dibujaba fácilmente, hacía versos y componía música. De este último arte era sobre todo muy apasionada. Estudiábalo con una de sus amigas de colegio, joven sin fortuna, pero con todas las disposiciones posibles para llegar a ser una excelente cantatriz. Según decían, un gran compositor profesaba a ésta un interés casi paternal y la hacía trabajar con la esperanza de que algún día encontrase una fortuna en su voz.

La posibilidad de que la señorita Luisa de Armilly (éste era su nombre) entrase un día en el teatro, hacía que la señorita Danglars, aunque la recibiese en su casa, no se mostrara en público con ella.

Sin embargo, sin tener en la casa del banquero la posición independiente de una amiga, disfrutaba de mucha franqueza y confianza. Unos segundos después de la entrada de la señora Danglars en el palco, había bajado el telón, y gracias a la facultad de pasear o hacer visitas en los entreactos a causa de ser éstos demasiado largos, la orquesta se había dispersado al poco rato.

Morcef y Château-Renaud habían sido de los primeros en salir; la señora Danglars creyó por un momento que aquella prisa de Alberto por salir tenía por objeto el irle a ofrecer sus respetos, y se inclinó al oído de su hija para anunciarle esta visita, pero ésta se contentó con mover la cabeza sonriendo, y al mismo tiempo, como para probar cuán fundada era la incredulidad de Eugenia respecto a este punto, apareció Morcef en un palco principal. Este palco era el de la condesa G…

—¡Hola! Al fin se os ve por alguna parte, señor viajero —dijo ésta presentándole la mano con toda la cordialidad de una antigua amiga—, sois muy amable, primero por haberme reconocido, y después por haberme dado la preferencia de vuestra primera visita.

—Creed, señora —dijo Alberto—, que si yo hubiese sabido vuestra llegada a París y las señas de vuestra casa, no hubiera esperado tanto tiempo. Mas permitid os presente al barón Château-Renaud, amigo mío, uno de los pocos hidalgos que aún hay en Francia, y por el cual acabo de saber que estabais en las carreras del Campo de Marte.

Château-Renaud se inclinó.

—¡Ah! ¿Os hallabais en las carreras, caballero? —dijo vivamente la condesa.

—Sí, señora.

—¡Y bien! —repuso la señora G…—. ¿Podéis decirme de quién era el caballo que ganó el premio del jockey Club?

—No, señora —dijo Château-Renaud—, y ahora mismo hacía la propia pregunta a Alberto.

—¿Deseáis saberlo…, señora condesa? —preguntó Alberto.

—Con toda mi alma. Figuraos que… ¿pero lo sospecháis acaso, vizconde?

—Señora, ibais a contarme una historia, habéis dicho: Imaginaos…

—¡Pues bien! Figuraos que aquel encantador caballo y aquel diminuto jockey de casaca color de rosa me inspiraron a primera vista una simpatía tan viva que yo en mi interior deseaba que ganasen, lo mismo que si hubiese apostado por ellos la mitad de mi fortuna. Así, pues, apenas los vi llegar al punto, dejando bastante retirados a los otros caballos, fue tal mi alegría que empecé a palmotear como una loca. ¡Imaginad mi asombro cuando al entrar en mi casa encuentro en mi escalera al jockey de casaca color de rosa! Creí que el vencedor de la carrera vivía casualmente en la misma casa que yo, cuando lo primero que vi al abrir la puerta de mi salón fue la copa de oro, es decir, el premio ganado por el caballo y el jockey desconocido. En la copa había un papelito que decía:

«A la condesa G…, lord Ruthwen».

—Eso es, justamente —dijo Morcef.

—¡Cómo! ¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que es lord Ruthwen en persona.

—¿Quién es lord Ruthwen?

—El nuestro, el vampiro, el del teatro Argentino.

—¿De veras? —exclamó la condesa—. ¿Está aquí?

—Sí, señora.

—¿Y vos le habéis visto? ¿Le recibís? ¿Frecuentáis su casa?

—Es mi íntimo amigo, y el señor Château-Renaud también tiene el honor de conocerle.

—¿Y cómo sabéis que es él quien ha ganado?

—Por su caballo, que lleva el nombre de
Vampa
.

—¿Y qué?

—¡Cómo! ¿Es posible que no recordéis el nombre del famoso bandido que me hizo su prisionero?

—¡Ah, es cierto!

—¿Y de las manos del cual me sacó milagrosamente el conde?

—Sí, sí.

—Llamábase
Vampa
. Bien veis que era él.

—¿Pero por qué me ha enviado esa copa?

—Primeramente, señora condesa, porque yo le había hablado mucho de vos. Después, porque se habrá alegrado de encontrar una compatriota y de ver el interés que se tomaba por él.

—¿Espero que no le habréis contado las locuras que hemos hablado de él?

—¡Oh!, de ningún modo. Pero me extraña la manera de ofreceros esa copa bajo el nombre de lord Ruthwen…

—¡Pero eso es espantoso, me compromete de una manera terrible!

—¿Es por ventura ese proceder el de un enemigo?

No; lo confieso.

—Entonces…

—¿Conque está en París?

—Sí.

—¿Y qué sensación ha producido?

—¡Oh! —dijo Alberto—, se habló de él ocho días, pero después acaeció la coronación de la reina de Inglaterra y el robo de los diamantes de la señorita Mars, y no se ha hablado más que de eso.

—Amigo mío —dijo Château-Renaud—, bien se ve que el conde es vuestro amigo y que le tratáis como tal. No creáis lo que dice Alberto, señora condesa. Al contrario, no se habla más que del conde de Montecristo en París. Primeramente empezó por regalar a la señora Danglars dos caballos por valor de treinta mil francos. Después salvó la vida a la señora de Villefort. Ha ganado la carrera del jockey Club, según parece. Pues yo sostengo, diga Morcef lo que quiera, que no se ocupa la gente en este momento más que del conde de Montecristo, y que no se ocuparán sino de él por espacio de un mes, si continúa con sus excentricidades, lo cual, por otra parte, parece que es su modo habitual de vivir.

—Es posible —dijo Morcef—, ¿pero quién ha tomado el palco del embajador de Rusia?

—¿Cuál? —preguntó la condesa.

—El intercolumnio principal, me parece completamente renovado.

—En efecto —dijo Château-Renaud—, ¿había en él alguien durante el primer acto?

—¿Dónde?

—En ese palco.

—No —repuso la condesa—, no he visto a nadie; de modo que continuó, volviendo a la primera conversación—, ¿creéis que es vuestro conde de Montecristo quien ha ganado el premio?

—Estoy seguro.

—¿Y quién me ha enviado la copa?

—Sin duda alguna.

—Pero yo no le conozco —dijo la condesa—, y tengo ganas de devolvérsela.

—¡Oh!, no lo hagáis, porque entonces os enviará otra tallada en algún zafiro o en algún rubí. Son sus maneras de obrar, qué queréis, es preciso conformarse con sus manías.

En aquel instante se oyó la campanilla, que anunciaba que el segundo acto iba a empezar, y Alberto se levantó para volver a su asiento.

—¿Os volveré a ver? —preguntó la condesa.

—En los entreactos, si lo permitís. Vendré a informarme de si puedo seros útil en algo aquí en París.

—Señores —dijo la condesa—, todos los sábados por la noche, calle de Rivoli, 22, estoy en mi casa para los amigos.

Los jóvenes saludaron y salieron del palco de la condesa.

Cuando entraron en el salón vieron a todos los espectadores de la platea en pie, con los ojos fijos en un solo punto. Sus miradas siguieron la dirección general, y se detuvieron en el antiguo palco del embajador de Rusia. Un hombre vestido de negro, de treinta y cinco a cuarenta años, acababa de entrar en él con una mujer vestida a la usanza oriental. La mujer era admirablemente hermosa y el traje de tal riqueza, que, como hemos dicho, todos los ojos se habían vuelto hacia ella.

—¡Cómo! —dijo Alberto—. Montecristo y su griega.

En efecto, eran el conde y Haydée.

Al cabo de un instante, la joven era el objeto de la atención, no solamente del público de la platea, sino de todo el teatro. Las mujeres se inclinaban fuera de los palcos para ver brillar bajo los luminosos rayos de la lucerna, aquella cascada de diamantes.

El segundo acto desarrollóse en medio del sordo rumor que indica en las grandes reuniones de personas un suceso notable. Nadie pensó en gritar que callaran. Aquella mujer tan joven, tan bella, tan deslumbrante, era el espectáculo más curioso que se hubiera podido ver.

Esta vez, una señal de la señora Danglars indicó claramente a Alberto que la baronesa deseaba que la visitase en el entreacto siguiente. Morcef era demasiado amable para hacerse esperar cuando le indicaban claramente que le estaban esperando. Concluido el acto, se apresuró a subir al palco. Saludó a las dos señoras, y presentó la mano a Debray. La baronesa le acogió con una encantadora sonrisa y Eugenia con su frialdad habitual.

—A fe mía, querido —dijo Debray—, aquí tenéis a un hombre sumamente apurado, y que os llama para que le saquéis del compromiso. La señora baronesa me anonada a fuerza de preguntas respecto del conde, y quiere que yo sepa de dónde es, de dónde viene, adónde va. ¡A fe mía!, yo no soy Cagliostro, y para librarme de sus preguntas, dije: Averiguad todo eso por medio de Morcef, conoce a Montecristo bastante a fondo, y entonces fue cuando os llamaron.

—¿No es increíble —dijo la baronesa— que teniendo medio millón de fondos secretos a su disposición, no esté mucho mejor instruido?

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