El Conde de Montecristo (90 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Señora —dijo Luciano—, creed que si yo tuviese medio millón a mi disposición, lo emplearía en otra cosa que no en tomar informes sobre el señor de Montecristo, que a mis ojos no tiene otro mérito que el ser dos veces más rico que un nabab. Pero he cedido la palabra a mi amigo Morcef, arreglaos con él.

—Seguramente un nabab no me habría enviado dos caballos de treinta mil francos v cuatro diamantes de cinco mil francos cada uno.

—¡Oh!, los diamantes —dijo Morcef riendo—, ésa es su manía. Yo creo que, cual otro Potemkin, lleva siempre los bolsillos llenos, y los va derramando por el camino.

—Debe haber encontrado alguna mina —dijo la señora Danglars—. ¿Sabéis que tiene un crédito ilimitado sobre la casa del barón?

—No, no lo sabía —respondió Alberto—, pero se comprende muy bien.

—¿Y que ha anunciado al señor Danglars que pensaba permanecer un año en París y gastar seis millones?

—Es el sha de Persia que viaja de incógnito.

—Y esa mujer, señor Luciano —dijo Eugenia—, ¿habéis reparado qué hermosa es?

—En verdad, señorita, jamás conocí a otra que supiera hacer justicia como vos.

Luciano acercó su lente a su ojo derecho.

—Encantadora —dijo.

—¿Y sabe el señor de Morcef quién es esa mujer?

—Señorita —dijo Alberto—, casi lo sé. Quiero decir, como sé todo lo que concierne al misterioso personaje de que nos ocupamos. Esa mujer es una griega.

—Eso se conoce fácilmente por su traje, y no me habéis dicho sino lo que todo el salón sabe tan bien como nosotros.

—Siento —dijo Morcef— ser un cicerone tan ignorante, pero confieso que ahí acaban todos mis conocimientos. Sé, además, que es música, porque un día que almorcé en casa del conde, oí los sonidos de una guzla que sin duda estaba tocando ella.

—¿Recibe vuestro conde? —preguntó la señora Danglars.

—Y de una manera espléndida, os lo aseguro.

—Es preciso que me empeñe con el señor Danglars para que le ofrezca alguna comida, algún baile, a fin de que nos lo devuelva.

—¡Cómo! ¿Iríais a su casa? —dijo Debray riendo.

—¿Por qué no? ¡Con mi marido!

—Pero si es soltero el misterioso conde.

—Ya veis que no lo es —dijo riendo la baronesa señalando a la bella griega.

—Esa mujer es una esclava, según él mismo me ha dicho.

—Convenid, mi querido Luciano —dijo la baronesa—, que más bien tiene aire de una princesa.

—De las Mil y una noches.

—De las Mil y una noches, no digo, ¿pero qué es lo que hace de ella una princesa? Los diamantes, y en ésa no se ve otra cosa.

—Lleva demasiados —dijo Eugenia—; estaría más hermosa sin ellos, porque quedarían al descubierto su cuello y sus brazos, que son de encantadoras formas.

—¡Oh!, la artista —dijo la señora Danglars—, ¡cómo se entusiasma!

—¡Me apasiona todo lo hermoso! —dijo Eugenia.

—Pero ¿qué decís entonces del conde? —dijo Debray—. Me parece también muy buen mozo.

—¿El conde? —dijo Eugenia, como si aún no le hubiese mirado—, el conde está demasiado pálido.

—Precisamente en esa palidez —dijo Morcef— está el secreto que buscamos. La condesa G… dice que es un vampiro.

—¿Está de vuelta la condesa G…? —preguntó la baronesa.

—En ese palco de al lado —dijo Eugenia—, casi enfrente de nosotros, madre mía. Esa mujer de unos cabellos rubios admirables, ella es.

—¡Ah!, sí —repuso la señora Danglars—, ¿no sabéis lo que debierais hacer, Morcef?

—Mandad, señora.

—Ir a hacer una visita a vuestro conde de Montecristo y traérnoslo.

—¿Para qué? —dijo Eugenia.

—¡Oh!, para hablarle. ¿No tienes tú curiosidad por verle?

—Absolutamente ninguna.

—¡Qué rara eres! —murmuró la baronesa.

—¡Oh! —dijo Morcef—, vendrá probablemente él mismo. Ya os ha visto, señora, y os saluda.

La baronesa devolvió al conde su saludo acompañado de la más encantadora sonrisa.

—Vamos —dijo Morcef—, me sacrifico. Os dejo, y voy a ver si hay medio de hablarle.

—Id a su palco, es lo más sencillo.

—Pero aún no he sido presentado…

—¿A quién?

—A la bella griega.

—Es una esclava, según decís.

—Sí, pero vos decís que es una princesa… No. Espero que me vea salir, y él también saldrá.

—Es posible, id.

—Ahora mismo.

Morcef saludó y se fue.

Efectivamente, en el momento en que pasaba delante del palco del conde, se abrió la puerta, el conde dijo algunas palabras en árabe a Alí, que estaba en el corredor, y se cogió del brazo de Morcef.

Alí cerró la puerta de nuevo y se quedó en pie a su lado. Había en el corredor un círculo de gente que rodeaba al nubio.

—En verdad —dijo Montecristo—, vuestro París es una ciudad extraña, y vuestros parisienses un pueblo singular. Diríase que es la primera vez que ven a un nubio. Miradlos estrecharse alrededor de ese pobre Alí, que no sabe qué significa eso… Sólo os digo una cosa, y es que un parisiense puede ir a Túnez, a Constantinopla, a Bagdad o al Cairo, y la gente no le rodeará como hacen aquí.

—Es que vuestros orientales son personas sensatas, y no miran lo que no vale la pena de mirar, pero, creedme, Alí no goza de esa popularidad sino porque os pertenece, y a estas horas vos sois el hombre de moda.

—¡De veras! ¿Y qué es lo que me vale ese favor?

—¡Diantre!, vos mismo. Regaláis caballos que valen mil luises. Salváis la vida a la mujer del procurador del rey. Hacéis correr bajo el nombre del mayor Black caballos de raza y jockeys como un puño. En fin, ganáis copas de oro y las enviáis a una mujer bellísima por cierto.

—¿Y quién diablo os ha contado todas esas tonterías?

—Primero, la señora Danglars, que se muere de deseos por veros en su palco, o más bien porque os vean en él. Después, el periódico de Beauchamp, y últimamente mi imaginación. ¿Por qué llamabais a vuestro caballo, Vampa, si queréis guardar el incógnito?

—¡Ah! ¡Es verdad! —dijo el conde—, es una imprudencia. Pero, decidme, ¿el conde de Morcef viene algunas veces a la ópera? Le he buscado por todas partes y no lo he visto.

—Vendrá esta noche.

—¿Dónde?

—Creo que al palco de la baronesa.

—¿Esa encantadora joven que está con ella es su hija?

—Sí.

—Os doy mis parabienes.

Morcef se sonrió.

—Ya hablaremos de esto más tarde y detalladamente —dijo ¿Qué decís de la música?

—¿De qué música?

—¿De qué ha de ser…?, de la que acabamos de oír.

—Digo que es una música muy hermosa, para ser compuesta por un compositor humano, y cantada por pájaros sin plumas, como decía Diógenes.

—¡Ah!, querido conde, ¡parece que pudierais oír cantar los siete coros del Paraíso!

—Así es, en efecto. Cuando quiero oír música admirable, vizconde, como ningún mortal la ha oído, duermo.

—Pues bien, querido conde, dormid. La ópera no se ha inventado para otra cosa.

—No, de veras. Vuestra orquesta hace demasiado ruido. Para dormir yo con el sueño de que os hablo, necesito tranquilidad y silencio, y además cierta preparación…

—¡Ah! ¿El famoso hachís?

—Exacto, vizconde, cuando queráis oír música, venid a cenar conmigo.

—Pero ya la oí cuando fui a almorzar a vuestra casa —dijo Morcef.

—¿En Roma?

—Sí.

—¡Ah!, era la guzla de Haydée. Sí, la pobre desterrada se entretiene a veces en tocar algunos aires de su país.

Morcef no insistió más. Por su parte, el conde se calló también.

En este momento oyóse la campanilla.

—Disculpadme —dijo el conde dirigiéndose hacia su palco.

—¡Cómo!

—Mil recuerdos de parte mía a la condesa G…, de parte de su vampiro.

—¿Y a la baronesa?

—Decidle que, si lo permite, iré a ofrecerle mis respetos después de que termine el acto.

El tercer acto empezó.

Durante el mismo, entró el conde de Morcef en el palco de la señora Danglars, según lo había prometido.

El conde no era uno de esos hombres que causaban impresión con su presencia. Así, pues, nadie reparó en su llegada más que las personas en cuyo palco entraba.

Montecristo le vio, sin embargo, y sonrió ligeramente.

En cuanto a Haydée, no veía nada mientras el telón estaba levantado; como todas las naturalezas primitivas, adoraba todo lo que habla al oído y a la vista.

El tercer acto transcurrió como de costumbre. La señorita Noblet, Julia y Leroux, cantaron sus respectivos papeles. El príncipe de Granada fue desafiado por Roberto-Mario. En fin, este majestuoso rey dio su vuelta por el tablado para lucir su manto de terciopelo llevando a su hija de la mano. Bajó después el telón y toda la concurrencia se dispersó.

El conde salió de su palco, y poco después apareció en el de la baronesa Danglars.

Esta no pudo contener un ligero grito, mezcla de sorpresa y alegría.

—¡Ah!, venid, señor conde —exclamó—, porque, a la verdad, deseaba añadir mis gracias verbales a las que ya os he dado por escrito.

—¡Oh!, señora —dijo el conde—, ¿aún os acordáis de esa bagatela? Yo ya la había olvidado.

—Sí, pero jamás se olvida que al día siguiente salvasteis a mi amiga, la señora de Villefort, del peligro que le hicieron correr los mismos caballos.

—Tampoco esta vez, señora, merezco vuestras gracias. Fue Alí, mi nubio, quien tuvo el honor de prestar a la señora de Villefort este eminente servicio.

—¿Y fue también Alí —dijo el conde de Morcef— quien sacó a mi hijo de las manos de los bandidos romanos?

—No, señor conde —dijo Montecristo, estrechando la mano que le presentaba el general—. No; ahora a quien toca dar las gracias es a mí. Vos ya me las habéis dado, yo las he recibido, y me avergüenzo de que me deis tanto las gracias. Señora baronesa, hacedme el honor, os lo suplico, de presentarme a vuestra encantadora hija.

—¡Oh!, por lo menos de nombre ya estáis presentado, porque hace dos o tres días que no hablamos más que de vos. Eugenia —continuó la baronesa, volviéndose hacia su hija—, el señor conde de Montecristo.

El conde se inclinó, la señorita Danglars hizo un leve movimiento de cabeza.

—Estáis en vuestro palco con una mujer admirable, señor conde —dijo Eugenia—, ¿es vuestra hija?

—No, señorita —dijo Montecristo, asombrado de aquella ingenuidad extremada o de aquel asombroso aplomo—, es una pobre griega de la que soy tutor.

—¿Y se llama…?

—Haydée —respondió Montecristo.

—¡Una griega! —murmuró el conde de Morcef.

—Sí, conde —dijo la señora Danglars—, y decidme si habéis visto nunca, en la corte de Alí-Tebelin, donde habéis servido tan gloriosamente, un vestido tan precioso como el que tenemos delante.

—¡Ah! —dijo Montecristo—, ¿habéis servido en Janina, señor conde?

—He sido general instructor de las tropas del bajá —respondió Morcef—, y mi poca fortuna proviene de las liberalidades del ilustre jefe albanés, no tengo reparo en decirlo.

—¡Pues vedla ahí! —insistió la señora Danglars.

—¡Dónde! —balbuceó Morcef.

—Allí —dijo Montecristo.

Y apoyando el brazo sobre el hombro del conde, se inclinó con él fuera del palco.

En este momento, Haydée, que buscaba al conde con la vista, descubrió su cabeza pálida al lado de la de Morcef, a quien tenía abrazado.

Esta vista produjo en la joven el efecto de la cabeza de Medusa. Hizo un movimiento hacia adelante, como para devorar a los dos con sus miradas, y al mismo tiempo se retiró al fondo del palco lanzando un débil grito, que fue oído, sin embargo, de las personas que estaban próximas a ella, y de Alí, que al punto abrió la puerta.

—¿Cómo? —dijo Eugenia—. ¿Qué acaba de sucederle a vuestra pupila, señor conde?, parece que se ha sentido indispuesta.

—Así es —dijo el conde—, pero no os asustéis, señorita. Haydée es muy nerviosa, y por consiguiente muy sensible a los olores. Un perfume que le sea antipático, basta para causarle un desmayo. Pero —añadió el conde, sacando un pomo del bolsillo—, tengo aquí el remedio.

Y tras haber saludado a la baronesa y a su hija, cambió un apretón de mano con el conde y con Debray, y salió del palco de la señora Danglars.

Cuando entró en el suyo, Haydée estaba aún muy pálida. Apenas le vio, le cogió una mano. Montecristo notó que las manos de la joven estaban húmedas y heladas.

—¿Con quién hablabais, señor? —preguntó la griega.

—Con el conde de Morcef, que estuvo al servicio de tu ilustre padre, y que confiesa deberle su fortuna —respondió el conde.

—¡Ah, miserable! —exclamó Haydée—, él fue quien lo vendió a los turcos y esa fortuna es el pago de su traición. ¿No sabíais eso?

—Había oído algo de esa historia en Epiro —dijo Montecristo—, pero ignoraba los detalles. Ven, hija mía, ven y me lo contarás. Debe ser algo curioso.

—¡Oh!, sí, vamos, vamos. Me parece que me moriría, si permaneciese más tiempo viendo a ese hombre.

Y levantándose vivamente, Haydée se envolvió en su albornoz de cachemira blanco, bordado de perlas y de coral, y salió en el momento en que se levantaba el telón.

—¡En nada se parece ese hombre a los demás! —dijo la condesa G… a Alberto, que había vuelto a su lado—. Escucha religiosamente el tercer acto de Roberto y se marcha cuando va a empezar el cuarto.

Cuarta parte
El mayor Cavalcanti
Capítulo
I
El alza y la baja

T
ranscurridos unos días, después del encuentro referido en el capítulo anterior, Alberto de Morcef fue a hacer una visita al conde de Montecristo, a su casa de los Campos Elíseos, que había adquirido ya el aspecto de palacio que acostumbraba a dar el conde de Montecristo aun a sus moradas más provisionales. Iba a reiterarle las gracias de la señora de Danglars.

Alberto iba acompañado de Luciano Debray, el cual unió a las palabras de su amigo algunas frases corteses, que no le eran habituales, y cuyo fin no pudo penetrar el conde.

Pareció le que Luciano venía a verle impulsado por un sentimiento de curiosidad, y que la mitad de este sentimiento emanaba de la calle de la Chaussée d’Antin. En efecto, era de suponer, sin temor de engañarse, que al no poder la señora Danglars conocer por sus propios ojos el interior de un hombre que regalaba caballos de treinta mil francos, y que iba a la ópera con una esclava griega que llevaba un millón en diamantes, había suplicado a la persona más íntima que le die se algunos informes acerca de tal interior. Mas el conde aparentó no sospechar que pudiera haber la menor relación entre la visita de Luciano y la curiosidad de la baronesa.

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