—¡Eso es! —exclamó el mayor tomando un tercer bizcocho—, ¡por su pobre madre!
—Bebed, querido Cavalcanti —dijo Montecristo llenando un tercer vaso—; la emoción os embarga.
—¡Por su pobre madre! —murmuró el mayor haciendo los mayores esfuerzos por humedecer sus párpados con una falsa lágrima.
—¿Que según tengo entendido, pertenecía a las primeras familias de Italia?, según creo.
—¡Patricia de Fiesole, señor conde, patricia de Fiesole!
—¿Y se llamaba…?
—¿Deseáis saber su nombre?
—Es inútil que me lo digáis —dijo el conde—; lo sé yo.
—El señor conde lo sabe todo —dijo el mayor inclinándose.
—Olivia Corsinari, ¿no es verdad?
—¡Olivia Corsinari!
—¿Marquesa…?
—¡Marquesa!
—Y finalmente os casasteis con ella, a pesar de la oposición de la familia…
—Señor conde, al fin y al cabo me casé.
—¿Y traéis en regla los papeles? —repuso Montecristo.
—¿Qué papeles? —preguntó el mayor.
—Vuestra acta de casamiento con Olivia Corsinari y la fe de bautismo del niño. ¿No se llamaba Andrés?
—Creo que sí —dijo el mayor.
—¡Cómo!, ¿no estáis seguro?
—¡Diantre!, hace mucho tiempo que le he perdido.
—Es justo —dijo Montecristo—. En fin, ¿traéis todos esos papeles?
—Señor conde, con gran sentimiento de mi parte, os anuncio que no sabiendo lo necesarios que eran, se me olvidó traerlos.
—¡Diablo! —exclamó el conde.
—¿Tanto urgían?
—Como que son indispensables.
El mayor se rascó la frente.
—¡Ah!,
per Baccho
—dijo—, ¡indispensables!
—Claro está; ¿y si surgiesen aquí algunas dudas acerca de vuestro casamiento, de la legitimidad de vuestro hijo?
—Es verdad —dijo el mayor—; podría muy bien suceder.
—Eso sería muy triste para ese joven.
—Sería fatal.
—Pudiera hacerle perder algún magnífico casamiento.
—O
peccato
!
—En Francia, ya comprenderéis, hay en es te asunto mucha severidad; no basta, como en Italia, ir a buscar un sacerdote y decide: nos amamos, echadnos la bendición. Hay casamiento civil, y para casarse civilmente se necesitan papeles que hagan Constar la identidad de las personas.
—Pues ahí está la desgracia; me faltan esos documentos.
—Por fortuna los tengo yo —dijo Montecristo.
—¿Vos?
—Sí.
—¿Que vos los tenéis?
—Sí.
—¡Ah! —dijo el mayor—, he aquí una felicidad que yo no esperaba.
—¡Diantre!, ya lo creo; no se puede pensar en todo a la vez.
—Otro, felizmente el abate Busoni, ha pensado en ello en lugar.
—¡Oh!, el abate, ¡qué hombre tan amable!
—¡Es un hombre precavido!
—Es un hombre admirable —dijo el mayor—; ¿y os los ha enviado?
—Aquí están.
El mayor juntó las manos en señal de admiración.
—Os habéis casado con Olivia Corsinari en la iglesia de San Pablo de Monte Cattini; aquí tenéis el certificado del sacerdote.
—Sí, a fe mía, éste es —dijo el mayor, mirándolo estupefacto.
—Y ésta es la partida de bautismo de Andrés Cavalcanti, dada por el cura de Saravezza.
—Todo está en regla —dijo el mayor.
—Tomad, entonces, estos papeles, que a mí no me hacen ninguna falta; los entregaréis a vuestro hijo, que los guardará cuidadosamente.
—¡Ya lo creo…! ¡Si los perdiese!
—Si los perdiese, ¿qué? —preguntó Montecristo.
—Sería muy difícil procurarse otros —repuso el mayor.
—Muy difícil, en efecto —dijo Montecristo.
—Casi imposible —respondió el mayor.
—Me alegro que comprendáis el valor de esos documentos.
—Los miro como impagables.
—Ahora —dijo Montecristo—, en cuanto a la madre del joven…
—En cuanto a la madre del joven… —repitió el mayor lleno de inquietud.
—En cuanto a la marquesa Corsinari…
—¡Dios mío! —dijo el mayor, quien a cada palabra se enredaba en una nueva dificultad—; ¿tendrían acaso necesidad de ella?
—No, señor —repuso Montecristo—, por otra parte ha…
—¡Ah, sí! —dijo el mayor—, ha…
—Pagado su tributo a la naturaleza…
—¡Ah, sí! —dijo vivamente el mayor.
—Ya lo sé —repuso Montecristo—, murió hace diez años.
—Y todavía lloro yo su muerte, señor —dijo el mayor, sacando de su bolsillo un pañuelo a cuadros y enjugándose alternativamente primero el ojo izquierdo, después el derecho.
—¿Qué queréis? —dijo Montecristo—, todos somos mortales. Ahora, ya comprenderéis, señor Cavalcanti, que es inútil que en Francia se sepa que estáis separado desde hace quince años de vuestro hijo. Todas estas historias de gitanos que roban niños no están en toga entre nosotros. Vos le habéis enviado a instruirse a un colegio de provincia, y queréis que acabe su educación en el mundo parisiense. He aquí por qué habéis salido de Vía Regio, donde vivíais desde la muerte de vuestra mujer. Esto bastará.
—¿Lo creéis así?
—Así lo creo.
—Pues entonces, muy bien.
—Si supiesen algo de esta separación…
—¡Ah!, sí, ¿qué decía?
—Que un preceptor infiel, vendido a los enemigos de vuestra familia…
—¿A los Corsinari?
—En efecto…, había robado a ere niño para que se extinguiese vuestro nombre. —Exacto, puesto que es hijo único…
—¡Pues bien!, ahora que todo lo sabéis, ¿sin duda habéis adivinado que os preparaba una sorpresa?
—¿Agradable? —preguntó el mayor.
—¡Ah! —dijo Montecristo—, observo que nada se escapa a los ojos ni al corazón de un padre.
—¡Hum! —exclamó el mayor.
—¿Os han hecho alguna revelación indiscreta, o habéis adivinado que estaba aquí?
—¿Quién?
—Vuestro hijo, vuestro Andrés.
—Lo he adivinado —respondió el mayor con la mayor flema del mundo—, ¿de modo que está aquí?
—Aquí mismo —dijo Montecristo—; al entrar hace poco el criado, me anunció su llegada.
—¡Ah!, ¡perfectamente, perfectamente! —dijo el mayor cruzando las manos y arrimándoselas al pecho a cada exclamación.
—Señor mío, comprendo vuestra emoción —dijo Montecristo—; es preciso daos tiempo para que os repongáis; quiero también preparar al joven para esta entrevista tan deseada. Porque yo presumo que no estará menos impaciente que vos.
Cavalcanti dijo:
—¡Ya lo creo!
—¡Pues bien!, dentro de un cuarto de hora estaré con vos.
—¿Me lo vais a traer? ¿Llevaréis vuestra amabilidad hasta el extremo de presentármelo?
—No; yo no quiero colocarme entre un padre y un hijo; estaréis solos, señor mayor; pero tranquilizaos, en el caso en que no le reconocierais, os daré algunas señas: es un joven rubio, demasiado rubio, de modales desenvueltos, esto os bastará.
—A propósito —dijo el mayor—; sabéis que no traje conmigo más que los dos mil francos que tuvo la bondad de darme el bueno del abate Busoni… Con esto he hecho el viaje y…
—Y necesitáis dinero…, es muy natural, querido señor Cavalcanti; tomad, aquí tenéis ocho billetes de mil francos para empezar. Los ojos del mayor brillaron de codicia.
—Os quedo a deber cuarenta mil francos —dijo el conde.
—¿Quiere vuestra excelencia un recibo? —dijo el mayor introduciendo los billetes en uno de los bolsillos de su chaleco, de una hechura antiquísima.
—¿Para qué?
—Para arreglar vuestras cuentas con el abate Busoni.
—Ya me daréis un recibo global cuando tengáis en vuestro poder los cuarenta mil francos que aún no os he dado. Entre hombres honrados, siempre están de más semejantes precauciones.
—¡Ah, sí, es verdad —dijo el mayor—, entre hombres honrados!
—Escuchad ahora una palabrita, marqués.
—Decid.
—¿Me permitís una ligera observación?
—¡Oh, señor conde, os la suplico!
—Haríais bien en quitaros ese chaleco, que más bien parece una chupa.
—¿De veras? —dijo el mayor sonriéndose.
—Sí, eso aún se lleva en Vía Regio; pero en París hace mucho tiempo que ha pasado esa moda, por elegante que sea.
—¡Caramba! —dijo el mayor—. Lo haré así.
—Si queréis, ahora os podéis mudar.
—¿Pero qué queréis que me ponga?
—Lo que encontréis en vuestras maletas.
—¿Cómo en mis maletas?, si no he traído ninguna.
—Tratándose de vos, no lo dudo. ¿Para qué os habíais de incomodar? Por otra parte, un antiguo soldado gusta siempre de llevar poco equipaje.
—Esa es la verdad…
—Pero vos sois hombre precavido y habéis enviado antes vuestras maletas. Ayer llegaron a la fonda de los Príncipes, calle de Richelieu. Allí creo que es donde habéis fijado vuestra morada.
—Luego, entonces, en esas maletas…
—Supongo que vuestro mayordomo habrá tenido la precaución de hacer encerrar en ellas todo lo que necesitéis: trajes de calle, uniformes. En ciertas circunstancias os vestiréis de uniforme, es una costumbre establecida aquí. No olvidéis vuestras cruces. De esto se burlan bastante en Francia, pero todos los que las tienen las llevan.
—¡Bravo, bravo, bravísimo! —exclamó el mayor cada vez más sorprendido.
—Y ahora —dijo Montecristo—, ahora que vuestro corazón está preparado para recibir una fuerte emoción, disponeos, señor Cavalcanti, a volver a ver a vuestro hijo Andrés.
Y haciendo una gentil inclinación al mayor, desapareció Montecristo por una puertecita oculta hasta entonces por un tapiz.
E
l conde de Montecristo entró en el salón próximo, que Bautista había designado con el nombre de salón azul, y donde acababa de precederle un joven de maneras desenvueltas, vestido con elegancia, y a quien un cabriolé de alquiler había dejado media hora antes a la puerta del palacio.
Bautista no tardó en reconocerle; aquél era el joven de elevada estatura, de cabellos cortos y rubios, de barba casi roja, ojos negros y una tez blanquísima que su amo le había descrito.
Al entrar el conde en el salón, el joven estaba muellemente reclinado en un sofá, dando golpecitos por distracción sobre su bota con un junquito con puño de oro.
Al ver a Montecristo, se levantó vivamente.
—¿Sois el conde de Montecristo? —dijo.
—El mismo —respondió éste—; ¿y yo tengo el honor de hablar, según creo, al señor conde de Cavalcanti?
—El conde Andrés de Cavalcanti —repitió el joven acompañando estas palabras de un saludo lleno de petulancia.
—Debéis traer una carta de recomendación, supongo —dijo Montecristo.
—No os he hablado ya de ella a causa de la firma, que me ha parecido bastante extraña.
—Simbad el Marino, ¿no es verdad?
—Exacto, pero como yo no he conocido nunca otro Simbad el Marino que el de
Las mil y una noches
…
—¡Pues bien!, éste es uno de sus descendientes, uno de mis amigos, muy rico, un inglés más que original, cuyo nombre verdadero es lord Wilmore.
—¡Ah!, eso ya va aclarando mis dudas —dijo Andrés—. Entonces ése es el mismo inglés que yo he conocido… en… sí, ¡muy bien…!
—Si es verdad lo que me estáis diciendo —repuso sonriendo el conde—, espero que tengáis la bondad de darme algunos detalles acerca de vuestra familia…, y de vos.
—Con mucho gusto, señor conde —repuso el joven con una volubilidad que probaba la solidez de su memoria—. Yo soy, como habéis dicho, el conde Andrés Cavalcanti, hijo del mayor Bartolomé Cavalcanti, descendiente de los Cavalcanti, inscritos en el libro de oro de Florencia. Nuestra familia, aunque muy rica, puesto que mi padre posee medio millón de renta, ha sufrido bastantes desgracias, y yo fui raptado a la edad de cinco a seis años, por un ayo infiel, de suerte que hace quince que no veo al autor de mis días. Desde que entré en la edad de la razón, desde que soy libre y dueño de mi voluntad, le busco, pero inútilmente. En fin…, esta carta de vuestro amigo Simbad el Marino me anuncia que está en París, y me autoriza para dirigirme a vos a recibir noticias suyas.
—Desde luego, caballero, todo lo que me contáis es muy interesante —dijo el conde, que miraba con sombría satisfacción aquel rostro atrevido, de una belleza semejante a la del ángel malo—, y habéis hecho muy bien en conformaros en todo con la invitación de mi amigo Simbad, porque vuestro padre está aquí en efecto y os busca.
Desde que entró en el salón, el conde no había cesado de observar al joven, habiendo admirado la firmeza de su mirada y la seguridad de su voz; pero a estas palabras tan naturales: vuestro padre está aquí en efecto y os busca, el joven Andrés se estremeció y exclamó:
—¡Mi padre! ¿Mi padre, aquí?
—Sin duda —respondió Montecristo—, vuestro padre, el mayor Bartolomé Cavalcanti.
La expresión de terror que se pintó en las facciones del joven se borró inmediatamente.
—¡Ah!, sí, es verdad —dijo—, el mayor Bartolomé Cavalcanti. ¿Y decís, señor conde, que está aquí mi querido padre?
—Sí, señor, aún podría añadir que acabo de separarme de él; que la historia que me ha contado de su hijo perdido me ha conmovido mucho realmente; sus dolores, sus temores, sus esperanzas sobre este punto compondrían un poema sumamente tierno. En fin, un día recibió ciertas noticias que le anunciaban que los raptores de su hijo le ofrecían devolvérselo mediante una suma bastante crecida. Pero nada detuvo a este buen padre; la noticia fue enviada a la frontera del Piamonte, con ’un pasaporte para Italia. ¿Vos estabais en el Mediodía de Francia, según creo?
—Sí, señor —respondió Andrés con aire confuso—: sí, yo estaba en el mediodía de Francia.
—¿Os esperaba en Niza un carruaje?
—Eso es, caballero, me llevó de Niza a Génova, de Génova a Turín, de Turín a Chambery, de Chambery a Pont de Beauvoisin, y de Pont de Beauvoisin a París.
—Exacto; esperaba hallaros en el camino, porque era el mismo que él seguía; por lo mismo fue trazado vuestro itinerario de esta manera.
—Pero —dijo Andrés—, en el caso de que me hubiese encontrado mi querido padre, dudo que me hubiera reconocido: desde que le vi por última vez he cambiado bastante.
—¡Oh!, la voz de la sangre —dijo Montecristo.
—¡Oh!, sí, es verdad —repuso el joven—, no me acordaba de la voz de la sangre.
—Ahora —dijo Montecristo—, una sola cosa inquieta al marqués de Cavalcanti, y es que vos os habéis alejado de él: cómo habéis sido tratado por vuestros perseguidores; si han guardado todas las consideraciones debidas a vuestra cuna; en fin, si no seguís sufriendo a causa de tantos pesares ese sufrimiento moral, cien veces peor que el sufrimiento físico, alguna debilidad de las facultades de que os ha dotado la naturaleza, y si vos mismo creéis poder sostener en el mundo el rango que os corresponde.