El Conde de Montecristo (92 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—En seguida no recibir más que al señor mayor Bartolomé Cavalcanti y a su hijo.

—Ya lo oís, al señor mayor Bartolomé Cavalcanti, de la más antigua nobleza de Italia; además, su hijo, un apuesto joven de vuestra edad, o poco más, vizconde, que lleva el mismo título que vos, y que hace su entrada en el mundo con los millones de su padre. El mayor me trae esta tarde a su hijo Andrés, el contessino, como decimos en Italia. Me lo confía y yo lo protegeré si tiene algún mérito. Me ayudaréis, ¿no es así?

—¡Desde luego! ¿Es algún antiguo amigo vuestro ese mayor Cavalcanti? —preguntó Alberto.

—No, por cierto, es un digno señor, muy modesto, discreto, como muchos de los que hay en Italia, descendiente de una de las más antiguas familias. Lo he encontrado muchas veces en Florencia, en Bolonia, en Luca, y me ha avisado de su llegada. Los conocimientos de viaje son exigentes, reclaman de vos en todas partes la amistad que se les ha manifestado una vez por casualidad. Este mayor Cavalcanti va a volver a París, que no ha visto más que de paso en tiempos del Imperio, y va a helarse a Moscú. Yo le daré una buena comida y me dejará su hijo; le prometeré vigilarle, le dejaré hacer todas las locuras que quiera y estamos en paz.

—¡Estupendo! —dijo Alberto—; veo que sois un excelente mentor. Adiós, pues, estaremos de vuelta el domingo. A propósito, he recibido noticias de Franz.

—¡Ah!, ¿de veras? —dijo Montecristo—; ¿sigue divirtiéndose en Italia?

—Creo que sí; no obstante, os echa mucho de menos. Dice que sois el sol de Roma, y que sin vos está eclipsado. Yo no sé si aún llega a decir que llueve. Aún persiste en errores fantásticos, y he aquí por lo que os echa de menos.

—Es un muchacho muy simpático —dijo Montecristo—, y por el cual he sentido una viva simpatía la primera tarde que le vi buscando una cena cualquiera, y que tuvo a bien aceptar la mía. Creo que es hijo del general d’Epinay.

—Justamente.

—El mismo que fue tan vilmente asesinado en 1815.

—¿Por los bonapartistas?

—¡Cierto! ¿No tiene él proyectos de matrimonio?

—Sí, debe casarse con la señorita de Villefort.

—¿Es eso cierto?

—Tan cierto como que yo debo casarme con la señorita Danglars —respondió Alberto riendo.

—¿Os reís?

—Sí.

—¿Y por qué?

—Porque creo que Franz tiene tanta simpatía por su matrimonio como la hay entre la señorita Danglars y yo. Pero, en verdad, conde, que hablamos de las mujeres como las mujeres hablan de los hombres; esto es imperdonable.

Alberto se levantó.

—¿Os vais?

—Me gusta la pregunta: hace dos horas que os estoy molestando y tenéis la bondad de preguntarme si me voy.

—¡Oh!, de ningún modo.

—¡En verdad, conde, sois el hombre más diplomático de la tierra! Y vuestros criados, ¡qué bien educados están! ¡Especialmente, el señor Bautista! Jamás he podido tener uno como ése. Los míos parece que toman el ejemplo de los del teatro francés, que, precisamente porque no tienen que decir más que una palabra, siempre la dicen mal. Conque si despedís alguna vez a Bautista, os lo pido para mí antes que nadie.

—Convenido —respondió Montecristo.

—No es esto todo; saludad de mi parte a vuestro discreto mayor, al señor de Cavalcanti, y si por casualidad desease establecer a su hijo, buscadle una mujer muy rica, noble, baronesa cuando menos, yo os ayudaré por mi parte.

—¡Vaya! ¿Hasta eso llegaríais?

—Sí, sí.

—¡Oh!, no se puede decir de esta agua no beberé.

—¡Ah, conde! —exclamó Morcef—, qué gran favor me haríais y cómo os apreciaría cien veces más si lograseis dejarme soltero siquiera por diez años.

—Todo es posible —respondió gravemente Montecristo, y despidiéndose de Alberto entró en su habitación y llamó tres veces con el timbre.

Bertuccio compareció.

—Señor Bertuccio —le dijo—, ya sabéis que el sábado recibo en mi casa de Auteuil.

Bertuccio se estremeció levemente.

—Bien, señor —dijo.

—Os necesito —continuó el conde—, para que todo se prepare como sabéis. Aquella casa es muy hermosa, o al menos puede llegar a serlo.

—Para eso sería preciso cambiarlo todo, señor conde; las paredes han envejecido.

—Cambiadlo todo, excepto una sola habitación; la de la alcoba de damasco encarnado; la dejaréis tal como está actualmente.

Bertuccio se inclinó.

—Tampoco tocaréis el jardín; pero del patio haréis lo que mejor os parezca; me alegraría de que nadie pudiese reconocerlo.

—Haré todo lo que pueda para que el señor conde quede satisfecho; sin embargo, quedaría más tranquilo si quisiera vuestra excelencia darme sus instrucciones para la comida.

—En verdad, mi querido señor Bertuccio —dijo el conde—, desde que estáis en París, os encuentro desconocido; ¿no os acordáis ya de mis gustos, de mis ideas?

—Pero, en fin, ¿podría decirme vuestra excelencia quién asistirá?

—Aún no lo sé, y tampoco vos tenéis necesidad de saberlo.

Bertuccio se inclinó y salió.

Capítulo
II
El mayor Cavalcanti

A
cababan de dar las siete, y el mayordomo partió acto seguido para Auteuil, según la orden que acababa de recibir. En el mismo momento, un coche de alquiler se detuvo a la puerta del palacio, y pareció huir avergonzado apenas hubo dejado junto a la reja a un hombre como de cincuenta y dos años, vestido con una de esas largas levitas verdes, cuyo color es indefinible, un ancho pantalón azul, unas botas muy limpias, aunque con un barniz bastante agrietado; guantes de ante, un sombrero con la forma del de un gendarme, y una corbata negra. Tal era el pintoresco traje bajo el cual se presentó el personaje que llamó a la reja, preguntando si era allí donde vivía el conde Montecristo, y que apenas hubo oído la respuesta afirmativa del portero, se dirigió hacia la escalera.

La cabeza pequeña y angulosa de este hombre, sus cabellos canos, su bigote espeso y gris, fueron reconocidos por Bautista, que ya tenía conocimiento del aspecto del personaje que le esperaba en el vestíbulo. Así, pues, apenas pronunció su nombre, fue introducido en uno de los salones más sencillos.

El conde le esperaba allí y salió a su encuentro con aire risueño.

—¡Oh!, caballero, bien venido seáis. Os esperaba.

—¡De veras! —dijo el mayor Cavalcanti—, ¿me esperaba vuestra excelencia?

—Sí, me avisaron de vuestra visita para hoy a las siete.

—¿De mi visita? ¿Conque estabais avisado?

—Completamente.

—¡Ah!, tanto mejor; temía, lo confieso; yo creía que habrían olvidado esta precaución.

—¿Cuál?

—La de avisaros.

—¡Oh!, ¡no!

—¿Pero estáis seguro de no equivocaros?

—Segurísimo.

—¿Era a mí a quien esperaba vuestra excelencia?

—A vos, sí. Por otra parte, pronto estaremos seguros de ello.

—¡Oh!, si me esperabais —dijo el mayor—, ¡no merece la pena!

—¡Al contrario! —dijo Montecristo.

El mayor pareció ligeramente inquieto.

—Veamos —dijo Montecristo—, sois el marqués Bartolomé Cavalcanti, ¿verdad?

—Bartolomé Cavalcanti —repitió el mayor—, eso es.

—¿Ex mayor al servicio de Austria?

—¡Ah!, ¿era mayor…? —preguntó tímidamente el veterano.

—Sí —dijo Montecristo—, mayor. Este nombre se da en Francia al grado que teníais en Italia.

—Bueno —dijo el mayor—, no pregunto más, ya comprendéis…

—Por otro lado, ¿no venís aquí por vuestro propio interés? —repuso Montecristo.

—¡Oh!, seguramente.

—¿Venís dirigido a mí por alguna persona?

—Sí.

—¿Por el excelente abate Busoni?

—Eso es —exclamó el mayor con alegría.

—¿Y tenéis una carta?

—Aquí está.

—Dádmela, entonces.

Y Montecristo tomó la carta que abrió y leyó.

El mayor miraba al conde con ojos asombrados, que dirigía con curiosidad a cada objeto del salón, pero que se volvían inmediatamente hacia el dueño de la casa.

—Esto es… ¡Oh!, ¡querido abate!, «el mayor Cavalcanti; un digno patricio de Luca», descendiente de los Cavalcanti de Florencia —continuó Montecristo leyendo—, que tiene medio millón de renta…

El conde levantó los ojos por encima del papel y saludó.

—Medio millón —dijo—; ¡diantre!, querido señor Cavalcanti.

—¿Dice medio millón? —preguntó el mayor.

—Con todas sus letras, y así debe ser; el abate Busoni es el hombre que mejor conoce todos los caudales de Europa.

—¡De acuerdo con que sea medio millón! —dijo el mayor—; pero es doy mi palabra de honor de que no sabía que ascendiese a tanto.

—Porque tendréis un mayordomo que os robará; ¿qué queréis, señor Cavalcanti?, ¡es preciso pasar por todo!

—Acabáis de darme una idea —dijo gravemente el mayor—; pondré al muy bribón en la calle. Montecristo continuó:

—«Y al cual no le faltaba más que una cosa para ser dichoso».

—¡Oh! ¡Dios mío, sí! una sola —dijo el mayor suspirando.

—«Encontrar un hijo adorado».

—¿Un hijo adorado?

—Robado en su niñez, o por un enemigo de su noble familia, o por unas gitanas.

—¡A la edad de cinco años, caballero! —dijo el mayor con un profundo suspiro y levantando los ojos al cielo.

—¡Pobre padre! —dijo Montecristo.

El conde prosiguió:

—«Le devuelvo la esperanza, la vida, señor conde, anunciándole que vos le podéis hacer encontrar este hijo, a quien busca en vano hace quince años».

El mayor miró a Montecristo con una inefable expresión de inquietud.

—Yo puedo hacerlo —respondió Montecristo.

El mayor se incorporó.

—¡Ah, ah! —dijo—. ¿La carta era verdadera?

—¿Lo dudabais, querido señor Bartolomé?

—¡No, jamás! ¡Como, un hombre grave, un hombre investido de un carácter religioso como el abate Busoni, no había de mentir! ¡Pero vos no lo habéis leído todo, excelencia!

—¡Ah!, es verdad —dijo Montecristo—, hay una posdata.

—Sí —replicó el mayor—, sí…, hay… una… posdata.

—«Para no causar al mayor Cavalcanti la molestia de sacar fondos de casa de su banquero, le envío una letra de dos mil francos para sus gastos de viaje, y el crédito contra vos de la suma de cuarenta y ocho mil francos».

El mayor seguía con la mirada esta posdata con visible ansiedad.

—¡Bueno! —dijo Montecristo.

—Ha dicho bueno —murmuró el mayor—, conque… —repuso el mismo.

—¿Conque?… —inquirió el conde.

—Conque, la posdata…

—¡Y bien!, la posdata…

—¿Es acogida por vos de un modo tan favorable como el resto de la carta?

—Claro. Ya nos entenderemos el abate Busoni y yo. Vos, según veo, ¿dabais mucha importancia a esa posdata, señor Cavalcantí?

—Os confesaré —respondió el mayor—, que confiado en la carta del abate Busoni, no me había provisto de fondos; de modo que si me hubiese fallado este recurso, me habría encontrado muy mal en París.

—¿Es que un hombre como vos se puede encontrar apurado en alguna parte? —dijo Montecristo.

—¡Diablo!, no conociendo a nadie…

—¡Oh!, pero a vos os conocen…

—Sí, me conocen; conque…

—Acabad, querido señor Cavalcanti.

—¿Conque me entregaréis esos cuarenta y ocho mil francos?

—Al momento.

El mayor no podía disimular su estupor.

—Pero sentaos —dijo Montecristo—, en verdad, no sé en qué estoy pensando…, hace un cuarto de hora que os tengo ahí de pie…

—No importa, señor conde… El mayor tomó un sillón y se sentó.

—Ahora —dijo el conde—, ¿queréis tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Jerez, de Oporto, de Alicante?

—De Alicante, puesto que tanto insistís, es mi vino predilecto.

—Lo tengo excelente; con un bizcochito, ¿verdad?

—Con un bizcochito, ya que me obligáis a ello.

Montecristo llamó; se presentó Bautista, y el conde se adelantó hacia él.

—¿Qué traéis? —preguntó en voz baja.

—EL joven está ahí —respondió en el mismo tono el criado.

—Bien, ¿dónde le habéis hecho entrar?

—En el salón azul, como había mandado su excelencia.

—Perfectamente. Traed vino de Alicante y bizcochos. Bautista salió de la estancia.

—En verdad —dijo el mayor—, os molesto de una manera…

—¡Bah!, ¡no lo creáis! —dijo Montecristo.

Bautista entró con los vasos, el vino y los bizcochos.

El conde llenó un vaso y vertió en el segundo algunas gotas del rubí líquido que contenía la botella cubierta de telas de araña y de todas las señales que indican lo añejo del vino. El mayor tomó el vaso lleno y un bizcocho.

El conde mandó a Bautista que colocase la botella junto a su huésped, que comenzó por gustar el Alicante con el extremo de sus labios, hizo un gesto de aprobación, e introdujo delicadamente el bizcocho en el vaso.

—De modo, caballero —dijo Montecristo—, ¿vos vivíais en Luca, erais rico, noble, gozabais de la consideración general, teníais todo cuanto puede hacer feliz a un hombre?

—Todo, excelencia —dijo el mayor, comiendo el bizcocho—, absolutamente todo.

—¿Y no faltaba más que una cosa a vuestra felicidad?

—¡Ay!, una sola —repuso el mayor.

—¿Encontrar a vuestro hijo?

—¡Ah! —exclamó el mayor tomando un segundo bizcocho— eso únicamente me faltaba.

El digno mayor levantó los ojos al cielo a hizo un esfuerzo para suspirar.

—Veamos ahora, señor Cavalcanti —dijo Montecristo—, ¿de dónde os vino ese hijo tan adorado? Porque a mí me habían dicho que vos habíais permanecido en el celibato.

—Así creía, caballero —dijo el mayor—, y yo mismo…

—Sí —repuso Montecristo—, y vos mismo habíais acreditado ese rumor. Un pecado de juventud que vos queríais ocultar a los ojos de todos.

El mayor asumió el aire más tranquilo y más digno que pudo, mientras bajaba modestamente los ojos, para asegurar su aplomo, o ayudar a su imaginación, mirando de reojo al conde, cuya sonrisa anunciaba siempre la más benévola curiosidad.

—Sí, señor —dijo—; falta que yo quería ocultar a los ojos de todos.

—No por vos —dijo Montecristo—, porque un hombre no se inquieta por esas cosas.

—¡Oh!, no por mí, ciertamente —dijo el mayor sonriendo maliciosamente.

—Sino por su madre —dijo el conde.

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