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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (19 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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Mientras decía esto,
El Coyote
habíase acercado a la mesa, y cogiendo la pistola del abogado apretó el resorte que abría los dos cañones y con el dedo pulgar retiró las chimeneas de cobre de los cebos.

—Es sólo una precaución —sonrió—. Usted debiera considerarme su amigo; pero quizá tiene ideas particulares acerca de esto y no quiero dejarle en condiciones de dispararme un tiro mientras salgo de este despacho.

—No lo hubiera hecho, aunque hubiese dejado cargada la pistola.

—Gracias, señor Covarrubias. Le prefiero amigo. Adiós.

El Coyote
enfundó su revólver, después de bajar suavemente el percutor, y saliendo al balcón descendió por donde había subido. Un minuto y medio más tarde, José Covarrubias oyó el galopar de un caballo y comprendió que
El Coyote
regresaba a su madriguera.

—¿Quién puede ser ese hombre? —preguntóse, mientras reponía los cebos de su pistola—. Ha sabido muy pronto que yo me encargaba de la defensa de Luis María. Eso quiere decir que estaba en el rancho de San Antonio… Pero, no… También puede haberlo sabido por el juez Salters o por Koster, o por cual quiera de sus hombres. Todos se enteraron.

Luego, meditando sobre lo que le había dicho
El Coyote
, el abogado decidió que, por extraño que resultara el consejo o la orden, era preferible obedecer al pie de la letra.

Covarrubias, como todos los californianos, conocía las viejas hazañas del
Coyote
. Como todos, le creía muerto, pues aunque había puesto siempre una larga pausa entre sus épocas de actividad, nunca había estado dos años inactivo. Además, allí mismo, en Los Ángeles se había dado muerte a un hombre vestido con las ropas del
Coyote
. ¿Sería un impostor aquel visitante? ¿Sería uno que trataba de resucitar a un muerto?

Era posible; pero, no obstante, José Covarrubias tuvo la convicción de que el enmascarado que acababa de salir de allí era el verdadero
Coyote
.

Capítulo VI: Tres canallas se reúnen. La justicia del
Coyote

Tres hombres se hallaban reunidos en el despacho del juez Salters. Era casi la una del mediodía y el edificio donde estaban instalados los tribunales se hallaba casi desierto. Sólo algunas indias encargadas de la limpieza recorrían el interior de la casona, recogiendo papeles y quitando más mal que bien el polvo acumulado.

Simón Salters observó un momento a Koster y Sam Perkins. Éste preguntó al fin:

—¿Has elegido ya el jurado?

—Sí —contestó Salters—. Doce miembros escogidos, diez de ellos entre los residentes de ascendencia norteamericana y dos mejicanos.

—¿Quiénes son los mejicanos?

—Carrillo y Cuenca.

Koster sonrió.

—Los conozco demasiado —dijo—. Son casi inquilinos permanentes de la cárcel.

—Supongo que los otros serán por estilo, ¿verdad? —preguntó Perkins.

—De confianza —rió Salters.

—¿Cómo se le ocurrió a ese borrico de César de Echagüe hacer que detuviéramos a Luis María? —preguntó Perkins.

—Ese César de Echagüe no es tan tonto como creen muchos de los habitantes de Los Ángeles —replicó Salters—. Si se hubiera limitado a hacer escapar a Luis María, se hubiera sabido que había estado en su rancho y el señor Echagüe hubiera tenido, tal vez, que responder de su acción. Si sólo hubiese avisado al
sheriff
diciéndole que tenía detenido a Olaso, el amigo Koster habría podido declarar que había sorprendido al asesino oculto en el rancho de César de Echagüe, con lo cual hubiéramos podido apoderarnos del rancho por medio de un proceso contra su dueño. En cambio, asegurando los abundantes testigos, y un recibo en regla, entregando al prisionero esposado y cargado de cadenas, se ha puesto a cubierto de toda sospecha desagradable.

—Y regalándote el carricoche se ha hecho amigo tuyo, ¿no? —preguntó Koster.

—Mi precio es algo mayor —rió el juez—. Pero, de todas formas, no niego que profeso simpatía a don César. Además, tiene amigos buenos e influencia en las altas esferas. De momento es preferible no tenerlo por enemigo; ya llegará un momento en que su rancho y sus tierras puedan pasar a nuestras manos.

—Clarke lo intentó —recordó Perkins—. Fue muy raro lo que ocurrió con ese general.

—No —replicó el juez—. No fue nada extraño. Jugó y perdió. Lo importante en la vida es saber jugar y saber ganar.

—Como nosotros —sonrió Koster.

—Por ahora —advirtió Salters—. Es muy conveniente no descuidar ningún detalle. Tengo ya dispuesto el jurado que ha de ver la causa contra Olaso. Le declararán culpable y le haremos ahorcar. El incidente carece de importancia a menos que… A menos que Fawcet hable demasiado.

Al decir esto, Salters miró significativamente a Perkins. Éste echóse a reír.

—Fawcet sabe lo que debe hacer. No viviría ni cinco minutos más si dijese a alguien la verdad.

—Si yo estuviese en tu lugar, Perkins, procuraría asegurarme de que a Fawcet le es materialmente imposible decir nada contra ti. Ha sido ya útil; pero no creo que te pueda servir para nada más.

—Y los muertos no hablan —sonrió Koster.

Perkins se acarició la barbilla mientras miraba con expresión entre astuta y amenazadora a sus dos compañeros.

—No sé hasta qué punto puede interesarnos un proceso de eliminación —dijo.

Salters y Koster le miraron inquietos.

—Yo soy quien está en mejores condiciones para ir haciéndome con las propiedades —siguió Perkins—. No tengo ningún cargo público. Nada me impide convertirme en propietario de la mitad de Los Ángeles. Pero… he de repartir con vosotros los beneficios. Si me aconsejáis eliminar a Fawcet porque ya no me es necesario, podría ocurrírseme que tampoco vosotros me sois necesarios.

Los otros dos hombres se pusieron en pie e inclináronse, amenazadores, hacia Perkins.

—Si pretendes… —empezó Koster.

—No pretendo nada,
sheriff
—sonrió Perkins—; pero aunque pretendiese algo, no son tus posibles violencias las que me asustan. Si tú tienes hombres de confianza, yo los tengo mejores y más seguros. Y si pretendieras acusarme de algo, antes tendrías que acusarte a ti mismo y a nuestro amigo el juez. Lo único, sería matarme a traición; pero entonces perderíais el botín.

—¿A dónde vas a parar con esas tonterías? —gruñó Salters.

—Tienes razón, Salters, son tonterías —rió Perkins—. No haré nada contra vosotros; pero me alegro de que haya salido esta conversación; pues es muy importante que nos demos cuenta de que debemos estar unidos, y que es mejor una tercera parte del botín, que perder todo ese botín. Vosotros podéis ayudarme, porque sois la ley. Yo, en cambio, os puedo ayudar porque no soy la ley ni mucho menos. Si viniera otro juez u otro
sheriff
, mi negocio se hundiría. Me interesa, pues, que sigáis aquí. En cambio, a vosotros os costaría encontrar otro canalla como yo. Por lo tanto, también os interesa que permanezca unido a vosotros. Si las cosas siguen así pronto seremos dueños de la mayor parte de estas tierras, y cuando llegue el momento, echaremos de las suyas a ese César y nos apoderaremos de todo lo suyo, especialmente de sus yacimientos de oro.

—Los Echagüe están emparentados con Greene —recordó el juez—. Y Greene es alguien.

—Pero está lejos —recordó Koster—. No se me había ocurrido pensar que si hubiéramos detenido a Luis María Olaso en el rancho de San Antonio hubiéramos podido acusar a Echagüe de convivencia con los revoltosos.

—El juego es algo peligroso —sonrió Salters—; pero si aquella oportunidad ya pasó, en cambio nos queda otra. ¿Quién impide a César de Echagüe arrepentirse de haber entregado a Luis María a la justicia? Y si se arrepiente, ¿por qué no ha de poder enviar socorro a ese Luis María? Un arma, una lima para que se abra camino hacia la libertad.

—No es mala idea —sonrió Koster—; pero creo preferible dejar a los Echagüe para más adelante y terminar antes el asunto de Luis María. Si no se viera segura su condena podríamos facilitarle huida y… vernos obligados a matarlo.

—No. El jurado sabe lo que debe hacer.

—¿Y si el abogado defensor se muestra disconforme con el jurado y pide que se elija otro nuevo?

—Tenemos suficientes amigos a quienes elegir —declaró Salters—. Además —prosiguió—, a Covarrubias le conviene no disgustarnos mucho. Tiene entre manos algunos casos sobre expropiación de fincas y sabe que de mí depende el fallo favorable para sus intereses.

Koster había encendido un negro y retorcido cigarro y mientras contemplaba la brasa del extremo dijo:

—Esta madrugada tuve que meter en la cárcel a un borracho que contaba la historia más fantástica que os podáis imaginar. ¿A quién creéis que decía haber visto?

—¿A algún fantasma? —preguntó Perkins.

—Sí; precisamente, a un fantasma.

Koster calló un momento, para dejar que el interés prendiera más en sus compañeros, y por fin dijo lentamente.

—Al
Coyote
.

—¡Bah! —exclamó Salters—.
El Coyote
murió hace dos años.

—Por lo menos, eso se dice —intervino Perkins—. ¿Estaba muy borracho el que dijo eso?

—Bastante. Contaba que lo vio pasar al galope, vestido de negro, con su antifaz, su sombrero mejicano, su inconfundible caballo. El borracho estuvo a punto de morir del susto.

—O de la borrachera —dijo Koster—. ¿Quién se acuerda del
Coyote
?

—Son muchos los que se acuerdan de él —dijo Perkins—. Y si surgiese alguien que se hiciese pasar por
El Coyote
, arrastra ría a muchos de sus compatriotas.

—No —dijo Saliere—. Nadie se atreverá a hacer semejante cosa. El que pretenda hacerse pasar por
El Coyote
, sabe que firma su sentencia de muerte. Eso que ha dicho Koster es una visión de borracho. Marchad ahora a vuestro trabajo y dejadme escribir las citaciones para los jurados. Tengo aquí la lista…

Abrió el cajón y, después de buscar un momento, sacó una hoja de papel de barba que estaba llena de nombres escritos con gruesa letra.

Koster y Perkins estuvieron un momento contemplando al juez, mientras éste iba llenando las citaciones; luego se despidieron de él, saliendo al pasillo.

Capítulo VII: Doce jurados

Muy escasa era la iluminación pública de Los Ángeles en aquella primavera del año 1853. El Municipio no estaba en condiciones de suministrarla. Y a los vecinos les tenía sin cuidado que hubiera luz o no. De todas formas, algunos, deseando, sin duda, colocar un faro que les guiara hasta sus casas, tenían sobre las puertas de las mismas un farol de petróleo o de aceite, cuya amarillenta luz era como una solitaria estrella en la lobreguez de la calle.

Junto a uno de aquellos faroles se veía en aquellos momentos a un jinete. La luz bastaba para descubrir su traje. Éste indicaba que la nacionalidad del desconocido era mejicana. También dejaba ver que el motivo de haberse acercado al farol era la necesidad o el deseo de leer el contenido de un papel que tenía en la mano.

Si alguien hubiera estado lo bastante cerca del jinete, habría advertido una leve sonrisa que curvaba sus labios. También hubiese advertido que el labio superior estaba cubierto por un fino bigote y que un negro antifaz le ocultaba la parte superior del rostro.

Estos detalles hubieran hecho comprender al curioso quién era el jinete, y si se hubiera tratado de un nativo de California, la alegría le hubiese invadido. En cambio, de tratarse de un norteamericano, el temor o el odio se habría adueñado de su alma.

Sólo un recién llegado del Este o del Norte hubiera dejado de reconocer en el enmascarado al famoso
Coyote
.

Si hubiera sido posible mirar por encima de su hombro, se habría visto que el papel que tenía en la mano contenía una lista con once nombres. Éstos eran:

Julián Carrillo,

Luis Cuenca,

Alien Spark,

Thomas Weeks,

Charles Alden,

Sidney Fowler,

York Emery,

Pat Kirk,

Wade Flagg,

Joe Potts,

Chick
May.

Una sonrisa cruzó por los labios dei
Coyote
. Guardando el papel, rozó con las espuelas a su caballo y lo lanzó al galope, desapareciendo entre las tinieblas.

Julián Carrillo y Luis Cuenca pertenecían a la clase más ínfima de Los Ángeles. No quiere decirse que fueran pobres. Había muchos pobres, casi miserables, que poseían un alto concepto del honor y de la honradez. En cambio, ni Carrillo ni Cuenca tenían la menor elevación moral. Borrachos, ladrones, vergüenza de sus conciudadanos, hallaban un repugnante placer haciendo gala de sus lacras morales.

En aquellos momentos se encontraban en la casa que compartían, y frente a ellos tenían una botella de ron antillano y dos sucios vasos. Bebían para embrutecerse aún más, y como en su casa no había nada que pudiese despertar la codicia ajena, no se habían molestado en cerrar la puerta.

Si en aquel momento cualquiera de ellos hubiese vuelto la cabeza hacia la citada puerta, habría visto cómo una sombra se deslizaba por ella, penetrando en la casa.

Sólo cuando, al cabo de unos minutos, sonó una carcajada, los dos hombres advirtieron la presencia de su inesperado visitante.

La luz de un viejo quinqué daba de lleno contra el rostro del hombre, dejando ver su máscara, su bigote y su traje.

—¿Qué hace usted…? —empezó Carrillo.

Instintivamente, ninguno de los dos canallas trató de empuñar las armas que pendían de sus cintos.

—¿Me conocéis? —preguntó el enmascarado.

—¿
El Coyote
? —tartamudeó Cuenca.

—El mismo. Hace tiempo que deseaba haceros una visita. Ahora depende de vosotros que sea la última o que podamos volvernos a ver en otras ocasiones.

Carrillo tragó saliva y preguntó con un hilo de voz:

—¿Qué quiere de nosotros, don
Coyote
?

—De momento, he pensado mataros…

El Coyote
sonrió al advertir la palidez que se extendía por los semblantes de 1os dos hombres. Sin agregar ninguna explicación más, avanzó hacia ellos. La luz de la lámpara reflejóse en las marfileñas culatas de sus dos revólveres. Las miradas de Carrillo y de Cuenca estaban hipnóticamente fijas en ellas y en las manos del
Coyote
, una de las cuales estaba siempre cerca de uno de los dos revólveres.

—Se trata de esto —dijo al llegar junto a la mesa, y señalando con la enguantada mano derecha un papel ya manchado de ron—. Os lo ha enviado el juez Salters, ¿verdad?

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