Cuando al fin Zamiza quiso montar a caballo, era ya demasiado tarde. Un semicírculo de hombres armados cerraba todos los caminos hacia la salvación.
—Ahí está mi caballo —dijo Sam Perkins, señalando a
Veloz
, en el que acababa de montar Juan Olegario.
—Hemos llegado a tiempo —dijo Koster, que estaba junto a Perkins—. Por lo visto, ese hombre pretendía escapar.
Varios de los jinetes que acompañaban al
sheriff
, y entre los cuales figuraban los seis que se encontraban en la taberna, avanzaron hacia el mestizo.
—¿Qué significa esto? —preguntó, con ahogada voz, Juan Olegario.
Perkins soltó una dura carcajada.
—Tiene la desvergüenza de todos los californianos —rió Perkins—. Está montado en mi caballo, tiene al alcance de la mano las dos bolsas conteniendo los dos mil dólares que he retirado del Banco, y nos pregunta qué significa esto. Por lo visto, está tan borracho que no se ha dado cuenta de que me robó el caballo y el dinero que llevaba en él.
Las manos de Zamiza habían estado apoyadas en los dos paquetes atados en la parte delantera de la silla de montar. Al oír que allí dentro había una importante suma de dinero, retiró las manos como si temiera abrasarse.
—Yo no sabía… —empezó—. El señor Perkins me dijo que probara su caballo…
Una carcajada general acogió estas palabras del infeliz Zamiza.
—Es la primera vez que oigo que Sam Perkins presta su caballo —dijo el
sheriff
Koster.
Julia avanzó en aquel momento hacia el representante de la ley y del orden en Los Ángeles.
—Señor
sheriff
—dijo con temblorosa voz—. Mi marido dice la verdad. El señor Perkins le ofreció seiscientos dólares y su caballo a cambio de estas tierras. Le dijo que probase el animal…
Mientras hablaba, Julia dábase cuenta de que sus palabras no querían ser creídas. Todos aquellos hombres sólo deseaban una cosa: la vida de Juan Olegario.
—Lo siento, señora —replicó secamente Koster—. No puedo creer la bella historia que usted me cuenta. La realidad es otra. Su marido ha robado un caballo y dos mil dólares.
Uno de los jinetes desató una larga y fuerte cuerda de cáñamo que pendía de su silla. Al percibir este movimiento, Julia lanzó un grito de leona herida y corrió al interior de la casa, reapareciendo un momento después con un viejo fusil de largo cañón. No tuvo tiempo de emplearlo. Uno de los clientes de la taberna la había seguido y, antes de que Julia pudiese levantar el fusil, le descargó un fuerte golpe con el cañón del arma que empuñaba.
Al ver que su mujer se desplomaba sin sentido, Juan Olegario quiso precipitarse en su socorro; pero los fuertes brazos de dos jinetes le retuvieron.
Antes de que el mestizo pudiera evitarlo, sintió que unas finas correas le sujetaban salvajemente las manos. Al mismo tiempo, el jinete que había cogido el rollo de cuerda, lanzó un extremo de la misma por una sólida rama del alto álamo que daba sombra a la casa. En menos de cinco minutos quedó hecho el trágico nudo estrangulador y Olegario fue obligado a desmontar de
Veloz
.
—¿No sería mejor dejarle a caballo para que, al caer de él, muriese más fácilmente? —preguntó Koster.
—No quiero que mi caballo sirva para ahorcar a un perro —replicó Perkins—. Además, me tiene sin cuidado cómo muera ese canalla.
Cuatro hombres empujaron a Juan Olegario hasta debajo de la rama que debía servir de horca. El californiano suplicaba y se debatía con todas las fuerzas que le prestaba la desesperación; hubiera necesitado ser un coloso para resistir a aquellos hombres ansiosos de matar.
Mientras tanto, Perkins deshizo los paquetes que pendían de la silla y que aparecieron conteniendo dos bolsas de piel de gamo llenas de monedas de oro.
—Aquí falta algo —gruñó el norteamericano.
—¿Cómo? —preguntó Koster, volviendo la espalda a los ejecutores de aquella parodia de justicia.
—Se ve a simple vista. Cada bolsa contenía mil dólares,
sheriff
. De ésta —y Perkins levantó en alto una de las dos— falta, por lo menos, la mitad del dinero. Sin duda Juan Olegario lo entregó a algún cómplice…
El
sheriff
y Perkins fueron hacia el condenado, que tenía ya la soga al cuello, y Sam le preguntó:
—¿Qué hiciste del dinero que quitaste de esta bolsa?
Mientras hacía la pregunta, le agitaba junto al rostro la medio vacía bolsa de piel.
—No sé nada, señor —sollozó Zamiza—. ¡Le juro que no toqué nada! No sabía que hubiese dinero. Usted me dijo que eran sólo unos paquetes para el juez Salters…
—¡Estás loco! —interrumpió Perkins—. ¿Cómo te iba yo a decir semejante cosa? Apenas conozco al juez., ni tengo por qué darle dinero. Dinos dónde escondiste lo que falta. ¿Se lo entregaste a tu mujer?
—¡Señor Perkins, le aseguro que no he tocado ese dinero! Yo no sabía que hubiera nada… Usted me dijo…
—¡Está bien! —rugió Perkins—. ¡Tú lo has querido!
A la vez que decía esto, Sam Perkins hizo un ademán que, debidamente interpretado por sus cómplices, fue seguido de la tensión de la cuerda, que crujió estremecedoramente al rozar la gruesa y sólida rama del álamo.
El sol proyectó contra el suelo la sombra del cuerpo que pendía a un metro del polvo y cuyas convulsiones se fueron haciendo cada vez más débiles, hasta cesar por completo. Entonces, cuando el cuerpo sin vida de Juan Olegario Zamiza quedó sólo agitado por un leve balanceo, sus asesinos montaron a caballo.
—Lamento que no pudiera haber encontrado su dinero —dijo Koster.
—Mala suerte —replicó Perkins, encogiéndose de hombros—. Más hubiera lamentado perder a
Veloz
.
—Haré que el juez Salters le adjudique la propiedad del muerto. Será como si la hubiese comprado.
—Nunca habría dado más de trescientos dólares por ella —rió Perkins.
—Vale bastante más —dijo Koster—. En su bodega hay varios cientos de litros de vino…
—Bien. Aceptaré la casa. De ley me corresponde.
Todos picaron espuelas y regresaron hacia Los Ángeles. Tras ellos, pendiente del álamo, quedaba un exponente más de la justicia de los hombres del Norte.
Julia tardó casi media hora en poderse incorporar. Sentía su cuerpo vacío de fuerzas y su cerebro exhausto de ideas. Como un animal herido, permaneció unos minutos con la cabeza caída sobre el pecho y lanzando entrecortados gemidos.
Casi otra media hora necesitó la mujer para coordinar sus ideas. El golpe que le había hecho perder el sentido le abrió una larga herida en el cuero cabelludo, de la que manó abundante sangre, que ahora manchaba la sien y la mejilla izquierda de Julia Ibáñez.
Ésta permaneció durante todo el tiempo desde que pudo incorporarse del suelo, apoyada en el quicio de la puerta de su casa. Al fin, recordando lo ocurrido, levantó muy despacio la cabeza y su mirada tropezó con el árbol y con su horrible carga.
Ni un estremecimiento acusó la impresión que aquello debía de producir en Julia Ibáñez. Durante largos minutos permaneció con la mirada fija en el cuerpo de su marido. Vino a su mente un cúmulo de recuerdos que iban desde la primera vez que vio a Juan Olegario, allá en San Diego, cuando ella era una chiquilla y él un apuesto mozo, hasta aquella trágica mañana, pasando por la dicha de los primeros días del matrimonio, la tristeza del hijo que nació muerto y la esperanza de un porvenir asegurado contra todo riesgo.
Ahora, todo se había hundido. Los hombres del Norte trajeron su ley, que todos decían era mucho más perfecta que la antigua ley española; pero cuya perfección no debía ser tanta cuando era tan fácil burlarla. O quizá era sólo buena para los que la trajeron…
De las propiedades vecinas comenzaron a llegar hombres y mujeres. Venían silenciosos, hosca la mirada, apretando los puños con rabia. No preguntaron nada, porque lo sabían todo. Unas mujeres ayudaron a levantarse a Julia. Otra trajo un paño humedecido en agua del pozo y limpió la sangre. Después todos miraron interrogantes a Julia, esperando sus órdenes.
—Debemos enterrarlo —murmuró la viuda.
La mayoría de los agricultores que vivían en las tierras de cultivo próximas a Los Ángeles eran indios o mestizos; pero también había muchos de ellos de raza blanca. Dos de éstos trajeron una escala y, apoyándose contra la rama, descendieron cuidadosamente el cuerpo sin vida de Juan Olegario. Otros habían traído improvisadas angarillas.
El cadáver fue envuelto en una finísima sábana de hilo. Era una de las dos sábanas que fueron regalo de boda. Sobre el blanco bulto se destacaba vivamente el negro crucifijo que Julia retiró para aquel fin de la cabecera de la cama. Ya estaba todo dispuesto para emprender la marcha hacia la capilla inmediata al camposanto.
En aquel momento llegó uno de los vecinos que habían estado durante todo el día en Los Ángeles.
—El juez ha ordenado que la casa y las tierras sean para don Samuel Perkins —anunció.
Julia le escuchó en silencio. Luego, volviéndose hacia los que esperaban junto a las angarillas, pidió:
—Empezad a andar. Os alcanzaré en seguida.
La fúnebre comitiva se puso en marcha. Julia Ibáñez entró en su casa. Con paso lento dirigióse a la bodega, donde estaban las grandes tinaja llenas de vino. Con lentos movimientos empuñó un hacha y golpeó con toda su fuerza la primera de las seis tinajas de arcilla. Por la brecha abierta se escapó un chorro de vino rojo como la sangre. Julia repitió la operación en las restantes tinajas, hasta que el suelo fue un lago de rojo vino. Entonces fue al corral y abrió el gallinero y la pocilga donde estaban los dos cerdos. Las aves y los cerdos salieron tímidamente de su encierro. También la cabra se extrañó al verse en libertad. El caballejo de Juan Olegario siguió a su ama, hasta que ésta volvió a entrar en la casa. Entonces quedó inmóvil ante la puerta trasera, sin comprender nada de cuanto estaba sucediendo.
Julia, de nuevo dentro de la casa, acarició los dos sacos llenos de trigo y los que contenían la provisión de maíz para todo el año. Con unos golpes de hacha reventó los sacos, cuyo dorado contenido escapó en medio de un suave polvillo.
Dejando caer el hacha, la mujer pasó a su dormitorio. Era una habitación pequeña, de encalados muros, con una ventana, por la que ahora entraba el sol de la tarde, filtrándose a través de las cortinas de encaje de bolillos.
Julia recorrió con la mirada todo aquello. Deseaba guardar un último y eterno recuerdo de aquella habitación, con su negra cama, su sencilla cómoda sobre la cual, bajo una campana de cristal, sonreía una Virgen de Guadalupe. De un cajón sacó un puñal de empuña dura de nácar, enfundado en una vaina de brillante cuero. Aquel cuchillo, de recia hoja y agudo filo, era de Juan Olegario. Al casarse lo había guardado en aquel cajón, «porque ya no voy a necesitarlo».
Un pesado candil de aceite descansaba sobre el mármol de la cómoda. Julia lo tomó y, acercándose a la cama, derramó sobre ésta todo el aceite; luego, con eslabón y yesca, encendió fuego y aplicó la llamita a las impregnadas ropas del lecho.
Cuando salió de la alcoba, un humo denso y sofocante la llenaba.
Cuando se reunió con los que llevaban el cuerpo de su marido, el humo brotaba ya por las ventanas de la casa y pronto toda ella fue un brasero del que huían espantados, los animales domésticos. Cuando los norteamericanos llegaran allí, no encontrarían nada más que tierra, cenizas y ruina.
****
Desde la amplia terraza del rancho de San Antonio, César de Echagüe contemplaba el lejano incendio, cuya alta y recta columna de humo era lo único que empañaba el purísimo cielo primaveral.
Don César de Echagüe vestía entera mente de negro. Su bien cortado traje californiano estaba libre de los adornos que suelen aplicarse a esas prendas. Pantalón ajustado a la pierna y abierto sobre el pie, dejando escapar abundantes encajes, faja de seda negra, camisa blanca, de hilo, corbata negra y chaquetilla corta.
El traje realzaba la elegante figura del joven, y el negro color correspondía al recuerdo piadoso por la memoria del anterior César de Echagüe, que desde seis meses antes reposaba en el cementerio particular de los Echagüe.
Junto a él Leonor de Acevedo seguía la mirada de su esposo.
—¿Qué puede ser eso? —preguntó al fin.
—Es un incendió —respondió César—; pero puede significar muchas cosas.
—Parece que por allí van a enterrar a alguien —indicó Leonor, señalando hacia el lejano sendero por el que avanzaba un nutrido grupo de campesinos, siguiendo a los que llevaban sobre una camilla un blanco bulto.
—Vayamos a ver qué ha ocurrido —dijo al fin César de Echagüe.
Entró en la casa seguido por su esposa y, como adivinando sus deseos, Guadalupe Martínez, la más fiel de todas las sirvientas del rancho, acudió a traerle el sombrero para él y la blanca mantilla para Leonor. Entretanto, Julián, el padre de Guadalupe, había ensillado dos caballos.
En silencio, y sin cambiar comentario alguno, César y su esposa dirigiéronse hacia el camino, llegando al mismo tiempo que los que llevaban el cuerpo de Juan Olegario Zamiza.
Sin decir nada, y limitándose a responder a los saludos de los campesinos, César y su esposa desmontaron, dejando que dos de los acompañantes del entierro se hicieran cargo de los magníficos caballos, en tanto que ellos se colocaban junto a la viuda.
Así llegaron al camposanto. Fray Bartolomé acudió a rezar las postreras oraciones por el alma del muerto y bendijo la tierra en que debía reposar para siempre. Luego se hizo a un lado y preguntó a César:
—¿De qué ha muerto?
—No sé —replicó el joven—. Vi su casa incendiada.
El fraile inclinó la cabeza. Su misión era de paz y no podía pronunciar palabras de odio contra los hombres del Norte.
Pero los demás testigos no tenían sus labios sellados por el juramento de amor al prójimo.
—Lo ahorcaron, fray Bartolomé —dijo uno de los campesinos—. Hicieron ver que había robado un caballo y un dinero, y le quitaron la vida y sus tierras.
—¿Quién? —preguntó César.
—El
sheriff
Koster y Samuel Perkins.
—¿Y no hay nadie que se oponga? —preguntó César.
—Desde que murió
El Coyote
no tenemos quien nos defienda —se quejó otro de los hombres—. Él era el único que sabía cómo deben ser tratados esos bandidos.