El Coyote / La vuelta del Coyote (20 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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—Sí… señor —tartamudeó Carrillo.

—Para que actuéis como jurados en el juicio que dentro de cuatro días se va a celebrar contra Luis María Olaso, ¿no es cierto?

—Sí —dijeron a la vez los dos hombres.

El Coyote
tomó la citación y, haciendo como que no mirase a los dos canallas, la leyó atentamente. A pesar de la oportunidad que parecía concederles a su visitante, ninguno de los dos hombres hizo el menor movimiento para empuñar un arma.

—Como ciudadanos de este pueblo de Los Ángeles, se os cita como jurados —sonrió
El Coyote
—. ¿Qué otras instrucciones se os han dado?

—Ninguna más, señor —declaró Cuenca—. Hemos recibido esto…

—Y dinero para ron —terminó
El Coyote
.

—Teníamos un poco… —empezó Carrillo.

—Es estúpido que me mintáis —advirtió
El Coyote
—. Conozco las instrucciones de Salters, de Koster y de Perkins. El veredicto contra Luis María ha de ser a muerte. Culpable. La horca. ¿No así?

—Le aseguramos, señor… —tartamudeó Cuenca.

—No quiero seguridades —interrumpió
El Coyote
—. Yo soy quien dicta el veredicto. Ha de sen «¡No culpable!», y la libertad en vez de la horca. Si cuando llegue el momento de la votación vuestro veredicto es otro que el dictado por mí, no saldréis con vida del tribunal. Yo estaré junto a vosotros y de un disparo… —Al llegar aquí, la mano izquierda del
Coyote
apareció, como por arte de magia armada de un revólver que hubiese podido haber nacido allí, ya que ninguno de los hombres que estaban frente a él se lo vio sacar de la funda, que ahora aparecía vacía.

—¡No, por Dios! —gimieron todos los otros.

—Y si no puedo disparar sobre vosotros, por temor de atraer sobre mí la atención de los demás, utilizaré el cuchillo —siguió
El Coyote
—. ¡Así!

La mano derecha del enmascarado estaba vacía. Sin embargo, un relámpago pareció brotar de ella y un afilado cuchillo de recta hoja y doble filo cortó el aire y con seco golpe fue a atravesar, sobre la mesa, la citación del juez Salters.

—Como veis, es eficaz y silencioso.

Los dos miraron, espantados, al
Coyote
. Éste siguió:

—¿Habéis entendido?

Carrillo y Cuenca asintieron con la cabeza.

—¿Cuál será vuestro veredicto?

—Inocente.

—No lo olvidéis; porque quizá todos los demás jurados recibirán mi visita y todos recibirán la misma orden. Si alguno se niega a acatarla, no llegará a sentarse frente al fiscal, y si hay un solo voto contra Luis María, seréis castigados los doce, aunque once de vosotros seáis inocentes. Y será inútil que os escondáis, porque muchos ojos os vigilarán.

—¿Todos los demás recibirán la misma orden? —preguntó Cuenca.

—Sí.

—Entonces… ¿no podrán acusarnos de nada particularmente?

—No; todos tendréis la misma culpa, si es que se puede considerar culpa a eso.

Carrillo y Cuenca inclinaron la cabeza un momento. Cuando la volvieron a levantar para afirmar que estaban dispuestos a cumplir la orden, su visitante había desaparecido. De mutuo acuerdo, los dos hombres se precipitaron hacia la botella de ron y lucharon un momento por ella. Al fin bebieron y el alcohol calmó su nerviosismo y su miedo.

Como la noche anterior, José Covarrubias la pasó hasta la madrugada en la taberna de Fawcet, en medio de la extrañeza de todos los clientes, que, por primera vez, le veían allí.

Joe Potts y
Chick
May salieron a la una de la madrugada, después de haber bebido gracias al dinero que les entregara Perkins al mismo tiempo que les dio la citación del juez Salters para actuar como jurados en el juicio contra Luis María Olaso.

Acababan de perder de vista la taberna y estaban doblando una esquina, cuando una voz salida de la oscuridad les advirtió:

—Estense bien quietos, señores, si no quieren exponerse a tropezar con una bala.

Al mismo tiempo llegó a sus oídos el chasquido de un percutor al ser montado.

—¿Qué…? —empezó Potts, bajando la mano hacia su revólver.

—Yo no lo haría —le advirtió la voz—. Por muy deprisa que vaya, no podrá ser más rápido que la bala que le está mirando desde dentro del cañón de mi revólver.

Tras una breve indecisión, Potts imitó a su compañero y levantó las dos manos al cielo.

—Eso está mejor —siguió la voz.

Un momento después, los dos hombres se sintieron despojados de sus armas, que el desconocido tiró a un lado de la calle.

—Ahora podremos hablar más tranquilamente —siguió la voz—. No esperaba tanta cordura, pero me alegra. No soy amigo de hablar con las armas en la mano. Pueden volverse.

Potts y May se volvieron lenta y temerosamente. Al ver que el desconocido no empuñaba ninguna arma, empezaron a bajar los brazos.

—¿Ha sido una broma? —preguntó
Chick
May.

Brilló un leve centelleo y en la mano derecha del desconocido apareció un revólver. Sobresaltado,
Chick
volvió a levantar los brazos.

—No hace falta —dijo el hombre—. Es sólo una demostración de que les conviene no hacer tonterías si tienen interés en ver salir el sol de mañana. ¿Me conocen?

Ni
Chick
ni Joe podían contestar afirmativamente, pues la oscuridad era muy grande.

—No —dijo el primero.

—Entonces, usted, amigo May, empuje la puerta de la casa que está a su espalda. Encontrará un farol encendido.

Chick
May obedeció. Empujó la puerta y en el interior, junto al umbral, encontró un farol de petróleo. Estaba encendido.

—Tráigalo para que nos veamos las caras —ordenó el misterioso desconocido.

May obedeció y, levantando en alto el farol, avanzó hacia donde estaban su compañero y el otro hombre.

La luz daba de lleno en los ojos de May, impidiéndole ver con claridad; pero Joe Potts, en mejor posición, fue el primero en ver la cara de su nocturno asaltante.

—¡
EI Coyote
! —exclamó.

Al mismo tiempo, May descubrió la identidad del desconocido y, lanzando un grito ahogado, dejó caer el farol al suelo.

—¡Oh! —exclamó.

—Es muy lamentable que haya roto ese farol —dijo
El Coyote
—. Tendremos que seguir a oscuras nuestra conversación. Tienen que hacerme un favor, a cambio del cual yo les permitiré seguir viviendo durante unos meses más.

—¿Qué quiere? —preguntó con voz temblorosa Potts.

—¿Han recibido ustedes unas citaciones para el juicio de Luis Mana Olaso?

—Sí —musitaron a la vez Potts y May.

—¿Saben qué veredicto deben emitir?

—Sí —dijo May.

—¿Culpable?

—Sí.

—Hay contraorden. El veredicto ha de ser el de «No culpable». No admito otro. Todos los jurados recibirán la misma orden, y si hay un solo voto contra Luis María, doce hombres abandonarán este mundo. No es una amenaza vana. Es una promesa del
Coyote
.

—Está bien, señor —replicaron Potts y May.

—¿Cuál será vuestro veredicto?

—Inocente.

—Bien; pero no olviden que California resultaría muy pequeña para ocultarles si pretendiesen jugarme una traición. Adiós. Vuélvanse hacia la taberna y beban un trago más. Lo necesitan.

Potts y May no se hicieron repetir 1a orden y, casi corriendo, regresaron a la taberna de Fawcet, donde entraron pálidos como muertos.

—¿Se os ha olvidado algo? —preguntó el tabernero.

—Ginebra —pidió con un hilo de voz
Chick
May.

Apoyóse en el mostrador y con ojos aún desorbitados recorrió con la mirada la sala. Quedaban sólo tres clientes, además de ellos. Uno de dichos clientes era José Covarrubias.

—¿Habéis visto algún fantasma? —preguntó Fawcet, mientras colocaba sobre el mostrador una botella y dos vasos.

—Sí —contestó Potts—. Hemos visto al…

No siguió, por habérselo impedido un violento puntapié de su compañero.

—¡Oh! —chilló Potts. Y luego agregó—: Hemos visto a uno a quien creíamos muerto… Un minero de Sangre de Cristo.

José Covarrubias había oído esta conversación y, por un momento, pensó que tal vez aquellos dos hombres hubiesen visto al
Coyote
. Les vio beber afanosamente y después vio cómo salían, vacilantes, más por el miedo que por el alcohol. En el momento en que iban a cruzar la puerta, se dio cuenta de que los dos estaban desarmados.

—¿Qué puede haberles ocurrido? —preguntó, levantándose, pues eran ya casi las dos de la madrugada—. Parecen muertos de miedo.

—¡Bah! —rió Fawce—. Efectos del alcohol. Hace ver cosas que no son.

Luego, dirigiéndose a los demás clientes, anunció:

—Voy a cerrar. Por hoy ya se ha trabajado bastante.

Covarrubias y los otros pagaron sus consumiciones y salieron acompañados por Fawcet, que, desde la puerta de su taberna, les vio alejarse. Luego, cerró las ventanas, aplicando frente a ellas los tablones que hacían de contraventanas, y después, entrando de espaldas, cerró igualmente la puerta.

Al volverse, quedó inmovilizado por el asombro, al ver sentado en el mostrador, con una pierna sobre la otra y empuñando, sonriente, un negro y pesado revólver, a un hombre vestido a la mejicana y con el rostro cubierto por un antifaz.

—¡
El Coyote
! —exclamó.

—Yo mismo, querido Fawcet.

—¿Qué viene a buscar? —tartamudeó el tabernero.

—Oro —contestó
El Coyote
.

—¿Viene a robarme…?

—No, vengo a recoger lo que le dieron por prestarse a la farsa contra el pobre Juan Olegario. Fueron algo así como cincuenta dólares, ¿no?

—No entiendo…

—No importa. Supondré que le dieron cincuenta dólares. No creo que le diesen más. Ahora pasemos a otra cosa. ¿En cuánto valora su vida, Fawcet?

—Yo…

—Sí, le pregunto cuánto daría para que no le matasen.

—¿Me va a asesinar?

—¿Yo? No, no he pensado en matarle. Pero tiene unos amigos que se han dado cuenta de que su boca nunca estará mejor cerrada que si se le llena el cuerpo de plomo. Hay tres hombres que piensan, con una insistencia para usted nada agradable, que sería muy gracioso verle muerto. Supongo que debe de tener unos diez mil dólares y que preferirá gastarlos en conservar su vida que en pagar su entierro y su mausoleo, a no ser que sus parientes y amigos se los gasten en
whisky
para celebrar su oportuno fallecimiento y la herencia que les habrá llovido del cielo.

—¿Quiere que le dé diez mil dólares? —tartamudeó Fawcet.

—Y cincuenta más —sonrió
El Coyote
—. A menos que prefiera irse ahora mismo al otro mundo y pueda convencerse de que existe un infierno para los bichos como usted.

—Eso es un robo…

—Puede considerarlo así; pero yo le doy mi palabra de que tan pronto como me haya entregado los diez mil dólares, le diré algo que podrá salvarle la vida si sabe aprovechar la oportunidad y dar usted el primer golpe.

—¿Quién me amenaza? —preguntó Fawcet.

—Unos amigos —contesto
El Coyote
, guardando el revólver y desenfundando el cuchillo, que ya había utilizado una vez aquella noche—. No perdamos más el tiempo. Abra la caja de caudales, saque los diez mil cincuenta dólares, entréguemelos y separémonos como buenos amigos. Al fin y al cabo, le concedo la oportunidad de rehacerse. Antes de medio año habrá recobrado todo lo perdido. En cambio, si no le hiciera el favor que estoy dispuesto a prestarle, antes de cuatro días quedaría tan tieso y tan frío, que todo el sol del mundo no bastaría para deshelar la sangre de sus venas. Y como ya hemos hablado bastante, abra la caja y no pierda más tiempo.

El Coyote
jugueteaba con el cuchillo, y al advertirlo, una creciente esperanza se apoderó del tabernero. Dirigióse hacia detrás del mostrador, donde tenía la caja de caudales, y con una llave la abrió.
El Coyote
no parecía observarle.

Fawcet alargo la mano hacia los saquitos de oro de a mil dólares. Junto a ellos había una gran pistola de dos cañones, cargada de gruesos perdigones. Un disparo con aquel arma no podía fallar, pues el plomo, al salir, cubriría un espacio de un metro cuadrado, y todo cuanto se interpusiera en aquel espacio sería barrido y destrozado.

Sin embargo, Fawcet no empuñó la pistola. Era demasiado listo para hacerlo. Cogió un saquillo de oro y lo dejó sobre el mostrador, a poca distancia del
Coyote
. Repitió la operación cuatro veces, y cuando iba a sacar el quinto saquito, en vez de hacerlo empuñó la pistola y volvióse velozmente contra su enemigo.

En el mismo instante en que levantaba el percutor, Fawcet vio cómo una serpiente de luz volaba hacia él y le mordía ferozmente la mano. Soltó la pistola y, atontado por el dolor vio cómo el cuchillo del
Coyote
le había clavado la mano contra la pared de madera.

—Mal hecho, Fawcet —rió
El Coyote
—. Para hacer con éxito lo que pretendía, hay que saber dominar el rostro. Su expresión era tan clara, que ni gritando que iba a disparar contra mí me hubiese advertido mejor. Como ve, sólo ha ganado una herida un poco grave y debe darse por feliz con que me haya contentado con eso. Habría podido elegir otro punto más vital.

Inclinándose hacia Fawcet,
El Coyote
recogió del suelo el pistolón, lo guardó de nuevo en la caja de caudales y luego arrancó de un violento tirón el cuchillo hundido en la mano del tabernero.

Éste tuvo que sentarse en el suelo, a punto de desmayarse.
El Coyote
le sirvió un vaso de licor, y Fawcet pareció recobrar algo la serenidad.

—Lávese con
whisky
—aconsejó
El Coyote
—. Y procure contener la hemorragia, pues está sangrando como un toro.

Medio atontado, Fawcet hizo lo que
El Coyote
le decía. Vacióse liberalmente media botella de ginebra en la mano herida, y luego, con un paño limpio, y ayudado por
El Coyote
, se vendó la mano conteniendo al fin la hemorragia.

—Ha hecho muy mal en no comprender que yo soy el más fuerte, Fawcet —dijo
El Coyote
—. Me ha obligado a herirle y, si vuelve a desobedecer, me obligará a matarle.

Inclinando la cabeza, Fawcet sacó las bolsas de monedas de oro que faltaban y las fue dejando en el mostrador. Ni por un momento se le ocurrió volver a empuñar la pistola, con la que tropezaba cada vez que metía la mano en la caja de caudales.

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