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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (24 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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Al fin terminó y firmó los documentos, tendiendo los otros a Koster para que hiciera lo mismo.

—Ya está —dijo al quedar firmados los documentos—. Un cuarto de millón en tierras.

—Irán a manos de gente que las merecen más que ustedes. Vuélvanse de espaldas.

Koster y Salters obedecieron. Un momento después notaban cómo la mano izquierda del
Coyote
les palpaba las ropas, buscando las armas que pudieran tener ocultas. Luego Koster sintió que le arrebataban el revólver que llevaba en la funda.

Pasaron los minutos y, no oyendo ningún ruido, al fin Salters y Koster se volvieron. Estaban solos.

—¡Maldito! —rugió Koster—. Me las pagará, aunque tenga que esperar diez años…

—No tendrás que aguardar tanto… —sonrió el juez—. Ven.

Pasaron a la habitación donde fueron sorprendidos por
El Coyote
. Bradley había desaparecido.

—No importa —dijo Salters—. Sé quién es
El Coyote
y sé lo que nos conviene hacer…

—¿Quién es? —gritó Koster.

—De momento no te excites. Conviene tomar las medidas para que el cuarto de millón que nos han robado vuelva a nosotros convertido en quince o veinte millones.

—¡Eh!

—No tenemos tiempo que perder. ¿Sabes utilizar un rifle?

—Claro…

—¿Bien?

—Soy el mejor tirador de rifle que existe en California.

—Pues bien, te voy a entregar el mejor rifle que se ha visto en estas tierras. Toma.

De un armario empotrado en la pared, Salters sacó un largo rifle.

—Es alemán —dijo—. Dispara hasta mil quinientos metros. Un buen tirador no debe fallar el blanco. Toma.

Mientras hablaba, Salters entregaba el largo rifle a su compañero. Y él, por su parte, se guardaba en cada uno de los bolsillos de la negra levita que vestía un revólver de corto cañón y grueso calibre.

—Escucha bien lo que voy a decirte —siguió luego—. Tomarás el mejor caballo y…

Capítulo XI:
El Coyote
en peligro

El Coyote
dio unas palmadas en la espalda de Adelia y repitió sus instrucciones:

—Ya sabes lo que has de hacer. Repartirás este oro entre los que han sido despojados de sus tierras; luego, cuando tenga en orden los títulos de propiedades, les serán enviados y recobrarán lo que fue suyo. Si ocurriera algo importante, avísame como ya sabes. De lo contrario no volveré a aparecer.

—¿Vuelve el señor a su escondite?

—Sí. Por ahora ya hemos jugado bastante. Si Salters y Koster se marchan, esto volverá a quedar en paz.

—¿Y si no se marchan? —preguntó la india.

—Entonces, mañana, a las nueve de la noche, avisa a los
Lugones
y a algunos más. Pero estoy seguro de que el juez y el
sheriff
huirán.

La campanita de la iglesia de Nuestra Señora, cerca de la plaza, dobló dos veces.

—Las dos de la madrugada —murmuró
El Coyote
—. Adiós, Adelia.

—Buena suerte, señor —replicó la india.

Después de asegurarse de que la calle estaba solitaria,
El Coyote
salió montado en su caballo y partió al galope hacia el rancho. Lo tardío de la hora le permitía galopar por la carretera que conducía al rancho. Su única precaución fue aflojar las correas que sujetaban su rifle a la silla de su montura. La tardía luna flotaba en un cielo cubierto por finos retazos de nubes… Una paz infinita reinaba sobre la tierra. El batir de los cascos del caballo debía de llegar hasta muy lejos. Antes de llegar a los límites del rancho de San Antonio,
El Coyote
tendría que desviarse por las tierras blandas, a fin de evitar que Leonor pudiera oírle.

Por fortuna, aquélla era la última salida del
Coyote
. Desde el siguiente día, volvería a ser un hacendado considerado por todos como muy pacífico e incapaz de realizar ninguna de las hazañas que se achacaban al
Coyote
.

Media legua antes de llegar al rancho, veíase una colina en cuya cima crecían unos cedros. La luna recortaba el perfil de la montañita y
El Coyote
iba a dirigirse hacia la izquierda para seguir un sendero que acortaba el camino hacia el rancho, cuando un disparo quebró el silencio de la noche.

El caballo del
Coyote
, que se había detenido un momento, dio un salto y cayó al suelo, derribando a su jinete.

El Coyote
había saltado a tiempo y su reacción fue fulminante. Desechando el revólver, que sabía inútil, corrió a empuñar el rifle. Al parapetarse detrás del cuerpo de su caballo, notó que el animal había dejado de vivir.

El disparo procedía de la colina.

Todos los movimientos del
Coyote
, fueron realizados sin ninguna precipitación. No obstante, apenas habían transcurrida quince segundos desde el momento en que el caballo se desplomó herido y el momento en que
El Coyote
levantó el percutor de su rifle Sharps y apuntó hacia lo alto de la colina.

De allí había llegado el disparo.
El Coyote
apoyó el pesado rifle sobre el inmóvil cuerpo de su caballo y esperó el siguiente disparo o algún movimiento que le permitiera localizar a su agresor.

La colina era de suave pendiente y estaba cubierta de arbustos en flor. En la cumbre se levantaban unos cedros de brillante verdor.

El Coyote
buscó entre ellos algún punto blanco que acusara la presencia de una camisa o un rostro. Sus agudos ojos trataban de advertir alguna diferencia en el color imperante en lo alto de la colina.

Al mismo tiempo, su dedo acariciaba impaciente el gatillo del rifle.

Sabía que le resultaría imposible ver todo el perfil o la silueta de su enemigo; pero sabía también que la bala que guardaba en el cañón de su rifle era lo bastante pesada para inutilizar a un hombre, aunque no le alcanzara en un punto vital.

Transcurrieron los segundos, y luego los minutos.
El Coyote
estaba caído en un punto umbroso y la negrura de su ropa y de su caballo le hacían prácticamente invisible.

El autor del disparo debía estar aguardando algún movimiento del
Coyote
o que éste, creyendo que su atacante habíase marchado ya, se confiara y saliera a descubierto…

La luz de la luna reflejóse un instante, en lo alto de la colina, sobre una tela blanca. Fue sólo un brevísimo destello, pero
El Coyote
no necesitaba más. Su dedo apretó el gatillo y el potente Sharps, sobrecargado, vomitó una pesadísima bala de plomo. Dentro de aquella bala hallábase un trozo de acero destinado a dar mayor penetración al proyectil.

Un silencio absoluto siguió cuando se apagaron los ecos de la detonación.
El Coyote
dejó el rifle junto al cuerpo de su caballo y, abandonando el refugio que éste podía prestarle, deslizóse velozmente hacia la colina, la escaló a la carrera y diez minutos después llegaba a la cumbre. Había empuñado el revólver y estaba atento a cualquier posible agresión.

Al llegar junto a los cedros comprendió que ya nada tenía que temer de su adversario. Estaba caído de bruces contra el suelo. Junto a él se encontraba un largo rifle. La sangre había manado en abundancia de la terrible herida producida por la bala del Sharps.

El Coyote
se inclinó sobre el muerto y lo volvió sobre la espalda. Sintiendo que el corazón se le paralizaba, tuvo que morderse los labios para contener un grito.

El rostro del muerto era el del
sheriff
Koster.

Mil temores y explicaciones bulleron en el cerebro del
Coyote
. ¿Qué significaba aquello?

La luz de la luna reflejábase en el revólver, que todavía empuñaba. Los ojos del
Coyote
se fijaron en el arma.

Un vago recuerdo empezó a abrirse paso en su cerebro.

El revólver.

Era el mismo con que había disparado contra Koster y Salters en casa de éste. Sí… El juez lo había examinado con extraña atención. Aquel revólver había estado antes en… ¡Sí! En el buró donde Salters escribió la nota de entrega del preso Luis María Olaso al
sheriff
Koster. Aquella noche, Salters tuvo el arma a pocos centímetros de sus ojos. Pudo examinarla detalladamente. Pudo notar la magnífica labor de dorado, y si aquella noche había recordado el arma, debió de recordar, también, que pertenecía a César de Echagüe, o sea, que había descubierto la verdadera identidad del
Coyote
.

Por primera vez en su vida,
El Coyote
sintió que el miedo le helaba la sangre en las venas. Koster había disparado sobre él… O acaso sólo disparó sobre el caballo. En ese caso, el disparo iba destinado mas a retrasar la llegada del
Coyote
que a matarlo…

Enfundando el revólver,
El Coyote
descendió a la carrera la ladera de la colina, en dirección al rancho de San Antonio.

****

Leonor fue la primera en oír la recia llamada a la puerta principal del rancho. Ladraron unos perros; pero nadie pareció haber oído la llamada.

Cubriéndose con la bata de vicuña, Leonor avivó la llama del velón y calzándose los mocasines salió de su cuarto.

Al pasar frente al de César, creyó oír un ruido dentro. Tuvo que morderse los labios para contener un sollozo de angustia.

Cuando bajaba por la amplia escalera, la llamada volvió a soñar en la puerta.

Antes de ir a abrir, Leonor encendió las velas de un gran candelero de plata.

Dejando el velón sobre una mesita, fue hacia la puerta y abrió la mirilla.

—¿Quién? —preguntó.

—Soy yo, señora —contestó una voz—. El juez Salters. Deseo hablar con su esposo. Ha ocurrido algo muy grave. Va a haber una sublevación…

Leonor abrió la puerta, cuidando de hacer el mayor ruido posible, a fin de dar tiempo a César a hacer salir de su cuarto a aquella maldita mujer que todas las noches subía a compartirlo con él. Por lo menos, se evitaría una vergüenza mayor.

Salters entró en el vestíbulo del rancho y cerró la puerta tras él. Con extraña sonrisa, preguntó:

—¿No está su marido?

—Descansa —contestó fríamente Leonor.

—¿De veras?

Una irónica y cascada risa brotó de los labios del juez.

—Muy curioso —dijo—. Yo imaginaba que en estos momentos su esposo no estaría, precisamente, descansando.

—¿Qué insinúa usted?

Leonor hablaba con herido orgullo.

En aquel momento llegó del exterior el eco de un disparo.

—¿Ha oído? —preguntó Salters.

—¿Qué?

—Un disparo.

—Sí, lo he oído. Alguno de nuestros centinelas habrá disparado…

—¿Sobre un coyote? —preguntó con dura sonrisa el juez.

Leonor retrocedió, como si hubiera recibido un golpe en pleno pecho.

—¿Le ocurre algo, señora? —siguió Salters—. ¿Es que le afecta la posible muerte de un coyote cualquiera?

Leonor seguía callada, tratando de dominar los terribles latidos de su corazón.

—¿O es que no se trata de un coyote cualquiera? —preguntó el juez—. ¿Acaso de un coyote muy especial?

—Le ruego, señor Salters, que salga de esta casa y vuelva en otro momento más oportuno.

—Dudo mucho que pueda yo llegar en un momento más oportuno que éste. Y si realmente desea echarme de su casa, puede hacer bajar a su esposo, y sin duda él podrá echarme.

—Mi esposo está descansando.

—He oído decir que no duermen ustedes en la misma habitación. ¿Cómo sabe usted que se encuentra descansando y no… haciendo de coyote?

La verdad se estaba abriendo paso a golpes terribles hasta el cerebro de Leonor.

—Mi esposo descansa —dijo, casi sin voz ya.

—Repite usted siempre lo mismo, señora.

Una nueva detonación resonó en el exterior.

—Otro coyote muerto, sin duda —sonrió Salters—. Temo que abunden demasiado los coyotes. Por fortuna, mi amigo, el
sheriff
Koster, ha organizado una buena batida. Dentro de media hora, un centenar de batidores habrán rodeado el rancho, a fin de acabar con los coyotes que lo infestan. Es un favor que ustedes deberán agradecernos. Pero ¿qué le sucede? ¿Está usted enferma? ¿A qué viene esa palidez? ¡Por Dios, señora! Ya sé que los coyotes son muy dignos de vivir, pero tenemos derecho y obligación moral y material de matarlos a todos. El coyote es muy peligroso.

—¿Sólo ha venido a decirme eso?

—No. —La expresión de Salters varió—. He venido a decir mucho más. Basta de estúpidos rodeos. Vayamos rectos al grano. Señora, ¿ve la herida que tengo en la oreja izquierda?

Leonor asintió.

—Perfectamente. Pues la debo a su marido. Al
Coyote
, si lo prefiere.

—No comprendo…

—No me importa que comprenda o no. La verdad se ha descubierto. La he descubierto yo. Su marido me ha robado un cuarto de millón de dólares. Pues bien, ha llegado el momento, no de restituir lo robado, sino de dar mucho más. Este rancho vale treinta millones. Pues bien, lo acepto como restitución de lo que se me ha robado. Lo acepto por mi silencio. Su marido se encuentra ahora acorralado. Hasta que yo haga una señal, no podrá llegar aquí. Si tardo más de media hora en hacer la señal, llegarán los hombres del
sheriff
y le capturarán. Y puede estar segura de que no tardarán mucho en hallar un árbol…

—¡Por Dios, cállese usted! —gritó Leonor.

—¿Acepta mis condiciones? Mi silencio a cambio del rancho.

—Yo no puedo cederle el rancho…

—Usted será propietaria de un rancho tan valioso como éste. Aquí tiene un acta de cesión del rancho Acevedo. Fírmela y cuando su esposo extienda un acta de cesión por este rancho, yo la canjearé por el de usted. No creo que don César de Echagüe…

—¡No se mueva! —ordenó una voz, detrás del juez.

Este volvióse, sonriente, y preguntó:

—¿También tú adoptas actitudes heroicas, Julián?

—Le voy a matar —dijo el fiel criado.

—Y matarás a tu amo —replicó el juez.

Julián vaciló. La pistola que empuñaba tembló en su mano.

—Sí, Julián, nos tiene en sus manos —gimió Leonor—. Es inútil pretender disimular…

—Hace usted bien, señora. Su actitud es inteligente…

—¿Qué sucede, mi querida esposa?

Aunque nadie le había oído, César de Echagüe acababa de aparecer en lo alto de la escalera. Detrás de él avanzaba Guadalupe Martínez.

El ranchero vestía un pantalón negro, chaleco bordado y camisa de blanca seda. Por primera vez en su vida, como César de Echagüe, llevaba un revólver en el cinto.

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