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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (9 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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—Del Estado —corrigió la defensa.

—En efecto, del Estado de California —admitió el fiscal—. Pido perdón a la Sala por mi involuntario error.

—Mis simpatías por los habitantes de esta tierra no tienen nada que ver con mi declaración —dijo Greene—. Y mucho menos con la verdad.

—¿Observó usted, señor Greene, la expresión del señor Starr cuando usted intervino en su discusión con el acusado?

—Sí; pero recuerdo al señor fiscal que la herida la recibí en el pecho, o sea que al ser agredido estaba vuelto hacia el señor Cárdenas, cuyas manos veía perfectamente y en las cuales no apareció ningún arma.

—Pero un momento después el acusado tenía una pistola en la mano derecha.

—No la vi —insistió Greene.

—No pudo verla porque estaba caído en el suelo. Además, el acusado admite la posibilidad de que el disparo fuera hecho por él.

—¡Pero yo vi sus manos en el momento del disparo! —insistió Edmonds.

El fiscal sonrió protectoramente.

—¿Cuántas veces ha sido usted herido, señor Greene? —preguntó.

—Una.

—¿Además de ésta?

—No, sólo en esta ocasión.

—Entonces… permítame que le demuestre el error que involuntariamente, y sin duda con la mejor intención, comete usted. En este tribunal figuran diversos jefes y oficiales a quienes conoce bien y en los cuales tiene plena confianza, ¿no es cierto?

—Desde luego —admitió Greene.

—Le suplico que siga mis instrucciones, señor Greene. En estos momentos me interesa infinitamente más convencerle a usted que al tribunal. ¿A qué oficial desea usted que interrogue yo?

—¿Sobre qué ha de interrogarle? —preguntó Greene.

—Sobre algo que usted desconoce. Le ruego que al elegir al oficial a quien debo interrogar procure que sea uno que haya resultado herido una o más veces…

—No entiendo nada; pero… ¿cree que el comandante Chase le servirá?

—Perfectamente. Ha sido herido tres veces, dos de ellas por disparo de pistola, en combate. Comandante Chase, tenga la bondad de contestar a mis preguntas. No se trata de nada importante para el proceso que seguimos, aunque creo que debe hacerse constar la respuesta del señor comandante. ¿Es cierto, comandante Chase, que le han herido dos veces con disparo de pistola?

—Sí.

—¿Puede decirnos si los dos disparos se le hicieron cara a cara? Quiero decir si no se los hicieron por la espalda.

—No. Fueron disparos a quemarropa, de frente, estando mi enemigo a menos de tres metros, ya que en ambas ocasiones mi uniforme presentó quemaduras de pólvora.

—Perfectamente. Es usted el testigo ideal, comandante. Siendo usted oficial y mandando un grupo de hombres en ambas ocasiones, a ser posible descríbame qué clase de arma emplearon.

El comandante meditó un momento y, al fin, contestó:

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque la primera noción que tuve de que iba a ser herido fue sentir el choque de las balas contra mi pecho; luego, en seguida, perdí el conocimiento y no supe nunca cuál era el aspecto del que me hirió, ni la clase de arma que utilizó. Más tarde supe, por los cirujanos que me extrajeron las balas, el tipo de pistola utilizado; pero no podría decir, sin faltar a la verdad, que vi el arma ni el hombre que la disparó.

Una sonrisa inundó el rostro del fiscal.

—Muchas gracias, comandante —dijo. Luego volvióse hacia Greene y siguió—: No me sorprende la declaración del comandante Chase. Soy militar y he hablado con muchos heridos por disparos hechos a quemarropa. Ninguno de ellos recordaba nada de cuanto ocurrió tres segundos antes de caer herido. Ignoro qué explicación dan los médicos a este fenómeno, ni siquiera si existe explicación alguna; pero el hecho real es que ningún herido a quemarropa puede decir quién le hirió a menos de que el disparo sea precedido de una amenaza o la víctima y el autor del disparo estén solos y no exista otro posible culpable. Aun así, la víctima nunca podrá decir el momento exacto en que se produjo la agresión.

El fiscal interrumpióse un momento, carraspeó y, volviéndose hacia el tribunal, pidió:

—Ruego a los miembros de este tribunal que me corrijan si en mis palabras ha habido algún error.

Hubo un largo silencio que el general Clarke cortó, diciendo:

—Todos estamos de acuerdo en lo acertado de las palabras del señor fiscal.

—Muchas gracias, señor presidente —sonrió el fiscal. Luego, volviéndose hacia Greene, siguió—: sólo he querido demostrarle el error que bondadosamente ha cometido, señor Greene. Disculpe si me he visto obligado a contradecirle delante de esos caballeros.

Greene inclinó la cabeza, comprendiendo su equivocación, de la que no intentó librarle la defensa.

Regresó el tribunal al Fuerte Moore y aquella tarde siguió la vista, reanudándose el día siguiente y retirándose a media mañana el tribunal para dictar sentencia. Ésta fue unánime y en ella se reconocía culpable al acusado del delito de agresión a un representante del Gobierno de los Estados Unidos. Como la agresión había tenido consecuencias graves, aun sin llegar a la muerte de la víctima, y por haberse cometido el asesinato en territorio sometido a la Ley Marcial, el tribunal aconsejaba el máximo castigo.

El presidente, general Clarke, miró fríamente a Telesforo Cárdenas:

—Ya has oído la sentencia de este tribunal. Por ella se te reconoce culpable de un delito de agresión a un representante del Gobierno soberano y agresión cometida en un territorio sometido al estada de guerra. Obedeciendo los mandatos de la Ley, debo condenarte a la horca, de la que serás colgado por el cuello hasta que mueras. Que Dios tenga piedad de tu alma.

Luego, volviéndose hacia el
sheriff
del condado de Los Ángeles, le ordenó:


Sheriff
, como autoridad civil, haceos cargo del reo y encerradlo en un calabozo de este fuerte hasta el momento de cumplirse la sentencia, cuya fecha fijaréis vos mismo.

Un supremo esfuerzo de voluntad, de no querer mostrarse cobarde ante los norteamericanos, ahogó las protestas y súplicas que se agolpaban en la garganta de Telesforo Cárdenas, quien, sin hacer resistencia, se dejó encerrar en el calabozo, del que no debía volver a salir hasta el momento de su último viaje.

Capítulo IX: ¡El Coyote!

Quince días habían transcurrido desde el momento en que Edmonds Greene cayera herido en la taberna de la Posada Internacional. Ennegrecía el cielo la noche que debía preceder a la última aurora de que disfrutaría Telesforo Cárdenas en el mundo. Hasta su celda habían llegado los martillazos que señalaban la erección de la horca. Desde una hora antes, aquellos golpes habían cesado, indicando que ya todo estaba dispuesto.

Telesforo Cárdenas paseaba nerviosamente por la reducida celda, a través de cuya puerta de barrotes veía al
sheriff
Jed Warmack, que, sentado en una silla, con un fusil de gran calibre encima de las rodillas, y el ancho sombrero caído sobre la nuca, observaba el creciente nerviosismo del reo. Jed Warmack no era hombre compasivo. Opinaba que la sentencia estaba muy bien dictada y que Cárdenas, perteneciente al fin y al cabo a una raza a la cual, como todos los yanquis, despreciaba profundamente; merecía ser ahorcado. De haber vivido unos años más tarde, a Jed Warmack se le hubiera calificado de vesánico. Entonces sólo se decía de él que era un perfecto salvaje. Dentro de cuatro horas aquel californiano moriría. Jed Warmack quiso hallar un placer en amargar los últimos instantes del reo.

—No tengas tanto miedo —gruñó—. Después de todo, la horca no es tan mala como muchos creen. Te pondrán de pie sobre una trampa, te echarán el nudo al cuello, descorrerán el pestillo que sujeta la trampa y caerás como un plomo. Antes de que te des cuenta, el cuello se te habrá partido y estarás en el otro mundo. Recuerdo que cuando ahorcamos a los tres Slate…

Cárdenas interrumpió violentamente al
sheriff
.

—El juez me condenó a morir ahorcado, no a escuchar sus palabras. ¿Por qué no se calla y me deja tranquilo?

—¿Tienes miedo?

—No; pero no quiero seguir oyéndole. Sólo quiero que avisen a un sacerdote.

—Ya le han avisado. Vendrá de San Gabriel y te acompañará hasta que des tu último salto. ¡Si vieras lo fácilmente que murió Mathew Slate! No duró ni dos segundos. Cayó como una flecha, torció la cabeza y…

—¡Por Dios! —chilló Cárdenas—. ¿Es posible que disfrute hablándome así?

—No seas cobarde, hombre. Te pareces a Young Slate. Parecía una mujerzuela. Luchó desde que lo sacamos de la celda hasta que lo pusimos sobre la trampa. Y siguió luchando allí. No hubo manera de ponerle bien la corbata de cáñamo. ¡Y él se perdió! A los diez minutos de caer por la trampa aún vivía, y fue necesario que tres o cuatro muchachos se colgaran de sus piernas para…

—¡Dios bendito! ¡Cállese! ¡Cállese! ¿Quiere volverme loco?

—¡Bah! —rió, despectivo, el
sheriff
—. Todos los españoles sois iguales. ¡Unos cobardes a la hora de la muerte! En cambio, Terry Slate subió a la horca después de saludar a los cadáveres de sus hermanos…

Un alarido de locura interrumpió al sonriente
sheriff
. Cárdenas lanzóse contra los barrotes de la celda y los sacudió, intentando forzarlos, a la vez que gritaba:

—¡Deme un arma! Aunque sea un cuchillo, y verá si soy o no un cobarde. Le dejo su escopeta, le dejo disparar primero; pero ya verá como no se salva…

—Como tú no te salvarás de lo que te espera —replicó con una risotada Warmack—. Te atarán a los pies una bala de cañón y así pesarás una libra más.

—Por favor,
sheriff
—suplicó con quebrada voz el reo—. ¿Es posible que el hacerme sufrir le haga feliz? Yo estoy dispuesto a morir como un hombre, y usted quiere que muera como un cobarde…

—Como lo que sois todos los californianos. Os hacéis la ilusión de que vuestros abuelos fueron unos héroes porque lucharon con indios desnudos y desarmados…

—Pero más valientes que tú, canalla… —dijo una voz que resonó como un pistoletazo en la pequeña sala a que daban las cuatro celdas del fuerte.

El asombro impidió a Warmack toda reacción. Durante unos segundos permaneció inmóvil. Luego fue a volverse; pero la voz le ordenó, al mismo tiempo que se oía el montar de un percutor de revólver.

—Suelta la escopeta y alcanza el techo con las manos.

Jed Warmack soltó la escopeta, que rebotó en el suelo de piedra, y volvióse, lentamente, hacia el punto de donde partía la voz.

Sus desorbitados ojos vieron a un hombre alto, vestido de oscuro, como un charro mejicano: pantalón ajustado, embutido en unas altas botas y sujeto por una ancha faja de seda negra, sobre la cual se veía un cinturón del que pendían dos pistoleras. La izquierda dejaba asomar la culata de un largo y pesado Colt de seis tiros. La derecha estaba vacía, y su inquilino debía de ser el que empuñaba el recién llegado.

La amarillenta luz de la única lámpara de petróleo que alumbraba la prisión reflejábase en el negro revólver, al que arrancaba metálicos destellos.

La mano que empuñaba el arma iba enguantada en negro; negra, igualmente, era la camisa que se veía bajo la adornada chaquetilla.

Warmack trató de identificar al propietario de aquellos dos revólveres; pero se lo impidió el negro antifaz que cubría la parte superior de su rostro, aunque dejando al descubierto los duros ojos, que no perdían de vista al
sheriff
.

—Ha sido muy interesante su charla,
sheriff
—siguió el enmascarado—. Tan interesante que desde hace casi media hora la estoy escuchando. Posee usted un don maravilloso para describir ejecuciones. La trampa que se abre bajo los pies, el reo que cae hasta que la cuerda atada a su cuello le detiene… ¡Vaya, vaya! Maravilloso don. Debiera usted ser novelista. Y es una pena que no pueda describir su propia muerte. Podría usted decir que saltó contra su adversario, dispuesto a destrozarle con sus manos, y que al hacerlo vio cómo el índice se curvaba sobre el gatillo y el percutor vibraba una milésima de segundo y luego caía velozmente sobre el cebo. Sintió un choque en el corazón y el fuego abrasó su pecho. Antes de enviar su alma al demonio, sus oídos captaron la detonación del disparo que terminó con usted. ¿No le gusta? A pesar de todo, es menos desagradable que sus imágenes de la horca, a la cual siento infinito no poderle condenar. Aunque tal vez, si me ayuda el señor Cárdenas, podamos colocarle sobre la trampa, atarle la cuerda, ya dispuesta, al cuello y ver si muere como los Slate o como los cobardes californianos. Dígame, señor Cárdenas, ¿cómo prefiere que mate a este valiente?

—¡Por favor! —pidió Warmack, cayendo de rodillas—. ¡Por favor! ¡Si todo era una broma…! Yo quería entretener al señor…

—Ya sé que todo era una broma, y también en broma te voy a matar.

—¡Por Dios! Tenga piedad de mí. Yo no tengo ninguna culpa. Yo no he condenado al pobre señor Cárdenas. Pero… ¡si incluso pensaba en dejarle libre!

—¿Es posible? Nunca lo hubiera creído. Empiezo a conmoverme.

—Es verdad, señor… señor…

—¿Quieres saber quién soy? —preguntó el enmascarado—. Supongo que lo deseas para darme las gracias y tenerme presente en tus oraciones. Pues bien, te voy a complacer. Te entregaré mi tarjeta de visita y, para que no la pierdas, te la colgaré de la oreja.

Al mismo tiempo que decía esto, el enmascarado apretó el gatillo del revólver y una atronadora detonación repercutió en los reducidos ámbitos de la cárcel.

Jed Warmack sintió una mordedura en la oreja izquierda y se llevó a ella la mano, retirándola tinta en sangre.

Cuando el irritante humo se hubo despejado un poco, el
sheriff
clavó la mirada en el enmascarado y sus labios murmuraron:

—¡
El Coyote
!

—Sí. He venido a verte y me marcho muy satisfecho de quienes me informaron acerca de ti. Me dijeron que eras el canalla más grande de todo California, como el general Clarke y otros sujetos por el estilo. Lamento que mi conciencia me impida meterte otra bala en la cabeza; pero lo haré si, inmediatamente, no abres la celda y dejas salir al señor Cárdenas. Tú puedes ocupar su sitio. ¡Pronto!

El
sheriff
alcanzó las llaves que colgaban de un clavo, sobre su cabeza y, temblando como una hoja movida por el huracán, abrió la celda, de la cual salió, como atontado, Telesforo Cárdenas, que aún no estaba convencido de la realidad de lo que ocurría.

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