El Demonio y la señorita Prym (7 page)

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Authors: Paulo Coelho

Tags: #Novela

BOOK: El Demonio y la señorita Prym
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Se durmió casi inmediatamente; un sueño profundo, reparador, relajado. Había pasado una noche con el Bien, una noche con el Bien y el Mal, y una noche con el Mal. Ninguno de los tres había conseguido resultados, pero seguían vivos en su alma y habían empezado a luchar entre sí, para demostrar quién era el más fuerte.

Cuando llegó el extranjero, Chantal ya estaba empapada; volvía a llover.

—No hablemos del tiempo —dijo ella —. Es evidente que está lloviendo. Conozco un lugar donde podremos conversar con más tranquilidad.

Se levantó y cogió una bolsa alargada de lona. —¿Hay una escopeta, ahí dentro? —preguntó el extranjero.

—Sí.

—¿Quieres matarme?

—Sí. No sé si podré, pero tengo muchas ganas de hacerlo. De todas maneras, he traído el arma por otro motivo: si tropiezo con el lobo maldito por el camino y acabo con él, seré más respetada en Viscos. Ayer oí sus aullidos, aunque nadie parezca dispuesto a creerme.

—¿Qué es el lobo maldito?

Ella dudó de la conveniencia de conceder un mayor grado de intimidad a aquel hombre, que era su enemigo. Además, recordó un libro de artes marciales japonesas (ella leía todos los libros que los huéspedes olvidaban en el hotel, sin importarle el tema, porque no le gustaba malgastar su dinero en libros). Allí decía que la mejor manera de debilitar al adversario es hacerle creer que estás de su parte.

Mientras caminaban en medio de la lluvia y el viento, le contó la historia del lobo. Dos años atrás, un habitante de Viscos, el herrero del pueblo, para ser más exactos, salió a dar un paseo cuando, de repente, se encontró frente a un lobo y sus crías. El hombre se asustó, agarró una rama y le dio al animal. En condiciones normales, cualquier otro lobo habría huido, pero como estaba con sus crías, contraatacó y le mordió una pierna. El herrero, un hombre cuya profesión exigía una fuerza descomunal, le golpeó con tanta violencia que el animal terminó retrocediendo; el lobo se internó en el bosque con sus crías y jamás volvieron a verlo; lo único que se sabe de él es que tiene una mancha blanca en la oreja izquierda. —¿Por qué "maldito"?

—Los animales no suelen atacar, ni siquiera los más feroces, a no ser que se trate de una situación excepcional como, en este caso, para proteger a sus crías. Pero si atacan y prueban la sangre humana, se vuelven peligrosos; van a querer más, dejan de ser animales salvajes para convertirse en asesinos. Todos creen que, algún día, ese lobo volverá a atacar.

"Es la historia de mi vida", pensó el extranjero.

Chantal procuraba caminar lo más de prisa que podía, porque era más joven, más ágil y quería tener la ventaja psicológica de cansar y humillar al hombre que la acompañaba; él, sin embargo, seguía el ritmo de sus pasos. Y, a pesar de que jadeaba un poco, en ningún momento le pidió que caminase más despacio.

Llegaron hasta una pequeña tienda de plástico verde, perfectamente camuflada, que utilizaban los cazadores para aguardar a su presa. Se sentaron dentro, ambos restregándose y soplándose las manos heladas.

—¿Qué quieres? —dijo ella —. ¿A qué viene la nota?

—Quiero plantearte un enigma: de todos los días de nuestra vida, ¿cuál es el que jamás llega?

No hubo respuesta.

—El mañana —dijo el extranjero —. Pero parece ser que tú sí crees que el mañana llegará, y sigues posponiendo lo que te pedí. Hoy empieza el fin de semana; si tú no dices nada, lo haré yo.

Chantal salió de la tienda, se situó a una distancia prudencial, abrió la bolsa de lona y sacó la escopeta. Aparentemente, el extranjero no se inmutó lo más mínimo.

—Has tenido el oro en tus manos —prosiguió el hombre —. Si tuvieras que escribir un libro sobre tu experiencia, ¿no crees que la mayor parte de los lectores, que se enfrentan a todo tipo de dificultades, que son víctimas de las injusticias de la vida y del prójimo, que tienen que luchar para pagar el colegio de sus hijos y tener comida en la mesa, no crees que esas personas desearían que huyeras con el lingote?

—No lo sé —dijo ella, mientras colocaba un cartucho en el arma.

—Yo tampoco. Ésa es la respuesta que deseo.

Chantal colocó el segundo cartucho.

—Estás a punto de matarme, a pesar de que hayas intentado tranquilizarme con el cuento del lobo.

No importa, porque eso responde a mi pregunta: los seres humanos son esencialmente malos, una simple camarera de pueblo es capaz de cometer un crimen por dinero. Voy a morir, pero ya conozco la respuesta, y moriré feliz.

—Toma —dijo ella, entregándole la escopeta al extranjero —. Nadie sabe que nos conocemos. Todos los datos de tu ficha son falsos. Puedes irte cuando quieras y, según tengo entendido, puedes ir a cualquier parte del mundo. No es necesario tener buena puntería: basta con apuntar la escopeta en dirección a mí y apretar el gatillo. Cada cartucho está compuesto de varios perdigones de plomo que, al salir del cañón, se expanden en forma de cono. Sirve para matar pájaros y seres humanos. Incluso puedes mirar hacia otro lado, si no quieres ver mi cuerpo despedazado.

El hombre introdujo su dedo en el gatillo, apuntó en dirección a ella y, para su sorpresa, Chantal vio que sujetaba la escopeta correctamente, como un profesional. Estuvieron así largo rato, ella sabía que un simple resbalón, o el susto provocado por un animal que apareciera inesperadamente, podía hacer que el dedo se moviera y el arma se disparase. En aquel momento se dio cuenta de lo infantil de su gesto al desafiar a alguien sólo por el placer de provocarlo, afirmando que no era capaz de hacer lo que pedía a los demás.

El extranjero seguía apuntando con la escopeta, sus ojos no parpadeaban, sus manos no temblaban.

Ya era tarde, quizás porque estaba convencido de que, en el fondo, no era tan mala idea terminar con la vida de la chica que lo había desafiado. Chantal se dispuso a pedirle que la perdonase, pero el extranjero bajó el arma antes de que ella pudiera decir nada.

—Casi puedo tocar tu miedo —le dijo al devolver la escopeta a Chantal —. Siento el olor del sudor que resbala por tu piel, aunque la lluvia lo disimule; y oigo los latidos de tu corazón, que casi se te sale por la boca, aunque los árboles agitados por el viento hagan un ruido infernal.

—Esta noche haré lo que me pediste —dijo Chantal, fingiendo que no escuchaba las verdades que acababa de decirle —. A fin de cuentas, viniste a Viscos para saber más cosas de tu propia naturaleza, para saber si eres bueno o malo. Pues acabo de demostrarte una cosa: que a pesar de todo lo que yo pueda haber sentido, podrías haber apretado el gatillo y, sin embargo, no lo has hecho. ¿Sabes por qué? Porque eres un cobarde. Utilizas a los demás para resolver tus conflictos, pero eres incapaz de tomar ciertas decisiones.

—Un filósofo alemán dijo en cierta ocasión:

"Hasta Dios tiene un infierno: es su amor por los hombres." No, no soy un cobarde. He apretado gatillos mucho peores que el de esta arma; mejor dicho: fabriqué armas mucho mejores que ésta, y las repartí por todo el mundo. Lo hice todo de manera legal, en transacciones aprobadas por el gobierno, timbres de exportación, pago de impuestos. Me casé con la mujer que amaba y tuve dos hijas muy lindas, jamás desvié un solo céntimo de mi empresa, y siempre supe exigir aquello que me debían.

»Al contrario que tú, que te consideras perseguida por el destino, yo siempre fui capaz de actuar, de luchar contra las muchas adversidades a que tuve que enfrentarme, de perder unas batallas y ganar otras, de entender que las victorias y las derrotas forman parte de la vida de todos, excepto de la de los cobardes, tal como dices tú, porque ellos nunca pierden ni ganan.

»Leía mucho. Iba a la iglesia. Temía a Dios y

respetaba sus mandamientos. Era director de una importante firma. Como recibía una comisión por cada transacción realizada, gané lo suficiente para mantener a mi mujer, mis hijas, mis nietos y mis bisnietos, ya que el comercio de armas es el que mueve más dinero en el mundo. Conocía la importancia de cada pieza que vendía, de modo que controlaba personalmente los negocios; descubrí varios casos de corrupción, despedí a los culpables, interrumpí ventas. Las armas que fabricaba eran para la defensa del orden, la única manera de continuar el progreso y la construcción del mundo; al menos, eso era lo que pensaba yo entonces.

El extranjero se acercó a Chantal y la sujetó por los hombros; quería que ella viese sus ojos y comprendiera que lo que decía era cierto.

—Tal vez pienses que los fabricantes de armas son la peor gentuza del mundo. Y tal vez tengas razón; pero lo cierto es que, desde el tiempo de las cavernas, el hombre ha utilizado armas; primero para matar animales, después para conquistar el poder sobre los demás. El mundo ha existido sin agricultura, sin ganadería, sin religión, sin música, pero jamás ha existido sin armas.

El hombre cogió una piedra del suelo.

—Y ésta, la primera de ellas, fue generosamente entregada por la Madre Naturaleza a los que debían enfrentarse a los animales prehistóricos. A buen seguro que una piedra como ésta salvó a un hombre, y este hombre, después de incontables generaciones, hizo posible que tú y yo naciéramos.

Si él no hubiera tenido esa piedra, el carnívoro asesino lo habría devorado, y centenares de millones de personas no habrían nacido.

El viento arreciaba por momentos, y la lluvia era molesta, pero sus miradas no se desviaban.

—Del mismo modo que muchas personas critican a los cazadores pero Viscos los acoge con toda pompa porque vive de ellos, del mismo modo que mucha gente detesta las corridas de toros, pero compran carne en la carnicería alegando que los animales sacrificados en mataderos tuvieron una muerte "digna", también mucha gente critica a los fabricantes de armas, pero continuarán existiendo hasta que no quede ni una sola arma sobre la faz de la tierra. Porque, mientras quede un arma, deberá existir otra; de lo contrario, el equilibrio, estará peligrosamente descompensado.

—¿Y qué tiene eso que ver con mi pueblo?

—preguntó Chantal —. ¿Qué tiene que ver con desobedecer los mandamientos, con el crimen, con el robo, con la esencia del ser humano, con el Bien y el Mal?

Los ojos del extranjero se ensombrecieron, como

si les hubiera inundado una gran tristeza. —Recuerda lo que te dije al principio: siempre procuré hacer mis negocios conforme a las leyes, me consideraba "un hombre de bien.” Una tarde recibí una llamada en la oficina: una voz femenina, suave, que no mostraba ninguna emoción, me informó que su grupo terrorista había secuestrado a mi mujer y a mis hijas. Querían una gran cantidad de aquello que yo estaba en condiciones de proveerles: armas. Exigieron discreción, dijeron que nada le pasaría a mi familia si yo seguía las instrucciones que me darían.

»La mujer colgó diciéndome que volvería a llamar en media hora, y pidió que esperase en una cabina telefónica determinada de la estación de trenes. Dijo que no me preocupara más de la cuenta, que las trataban bien y que serían liberadas al cabo de pocas horas, puesto que sólo debía mandar un e —mail a una de nuestras filiales en cierto país. En realidad, ni siquiera se trataba de un robo, sino de una venta ilegal que podía pasar completamente desapercibida incluso para la empresa en donde trabajaba.

»Como buen ciudadano educado para obedecer las leyes y sentirme protegido por ellas, lo primero que hice fue llamar a la policía. Al minuto siguiente yo ya no era dueño de mis decisiones, me había transformado en una persona incapaz de proteger a mi propia familia, mi universo estaba poblado por voces anónimas y llamadas frenéticas. Cuando me dirigí a la cabina indicada, un verdadero ejército de técnicos ya había conectado el cable telefónico subterráneo con los aparatos más modernos existentes, de modo que podrían localizar inmediatamente la llamada. Había helicópteros preparados para despegar, coches situados estratégicamente para cortar el tráfico, hombres bien entrenados y armados hasta los dientes estaban en alerta roja.

»Dos gobiernos diferentes, en continentes distantes, ya estaban al corriente de la situación, y prohibían cualquier tipo de negociación; yo sólo podía obedecer órdenes, repetir las frases que me dictaban, y comportarme de la manera que me exigían los especialistas. »Antes del final del día, el zulo donde mantenían encerradas a las rehenes fue asaltado y los secuestradores, dos chicos y una chica, aparentemente sin mucha experiencia, simples piezas descartables de una poderosa organización política, yacían muertos, cosidos a balas. Pero antes de morir, habían tenido tiempo de ejecutar a mi mujer y a mis hijas. Si hasta Dios tiene un infierno, que es su amor por los hombres, cualquier hombre tiene un infierno al alcance de la mano, que es el amor por su familia.

El hombre hizo una pausa: temía perder el control de su voz, y demostrar una emoción que deseaba mantener oculta. Cuando se recuperó, siguió hablando:

—Tanto la policía como los secuestradores utilizaron armas que fabricaba mi industria. Nadie sabe cómo llegaron a manos de los terroristas, pero eso no tiene la menor importancia, el hecho es que estaban allí. A pesar de mis precauciones, de mi lucha para que todo se llevara a cabo conforme a las normas más estrictas de producción y venta, mi familia había sido asesinada por algo que yo había vendido, en algún momento, quizás durante una cena en un restaurante carísimo, mientras hablaba del tiempo o de política mundial.

Nueva pausa. Cuando prosiguió con el relato, parecía que hablaba otra persona, como si nada de aquello tuviera ningún tipo de relación con él. —Conozco bien el arma y las municiones que utilizaron para matar a mi familia, y sé dónde les dispararon: al pecho. Al entrar, la bala produce un pequeño orificio, menor que la anchura del dedo meñique. Pero cuando choca con el primer hueso, se divide en cuatro, y cada uno de los fragmentos sigue en direcciones distintas, destruyendo con violencia todo lo que encuentra a su paso: riñones, corazón, hígado, pulmones. Cada vez que roza algo resistente, como una vértebra, se desvía de nuevo, generalmente arrastrando consigo fragmentos afilados y músculos destrozados, hasta que finalmente consigue salir. Cada uno de los cuatro orificios de salida es casi tan grande como un puño, y la bala aún tiene fuerza suficiente para esparcir por la sala los pedazos de fibra, carne y huesos que se le han adherido mientras recorría el interior del cuerpo.

»Todo eso sucede en menos de dos segundos; dos segundos para morir no parece mucho, pero el tiempo no se mide de esta manera. Espero que lo comprendas.

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