Por aquel entonces, ya se había contagiado de la absoluta falta de estímulo; nadie puede resistir la indiferencia durante tantos años.
Pensó que, si hubiera colgado los hábitos en el momento oportuno, podría haber sido mucho más útil a Dios; pero había pospuesto la decisión indefinidamente, creyendo que su situación cambiaría; y ahora ya era tarde, no tenía ningún tipo de contacto con el mundo.
Una noche, pasados veinte años, se despertó
desesperado; su vida había sido completamente inútil. Sabía lo mucho de que era capaz y lo poco que había llevado a cabo. Recordó los papeles que solía llevar en los bolsillos y se dio cuenta de que siempre metía la mano en el lado derecho.
Quiso ser sabio, pero no fue político. Quiso ser justo, y no fue sabio. Quiso ser político, pero no fue audaz.
"¿Dónde está Tu generosidad, Señor? ¿Por qué me has hecho a mí lo mismo que le hiciste a Job? ¿Jamás volveré a tener una buena ocasión en mi vida? ¡Dame otra oportunidad!"
Se levantó y abrió la Biblia al azar, tal como tenía por costumbre hacer cuando necesitaba una respuesta. Salió el fragmento en que, durante la última cena de Jesucristo, éste pide al traidor que le entregue a los soldados que lo estaban buscando.
El sacerdote pasó horas pensando en lo que acababa de leer: ¿por qué Jesús pedía al traidor que cometiera un pecado?
"Para que se cumplieran las escrituras", dirían los doctores de la Iglesia. Aun así, ¿cómo era posible que Jesús indujera a un hombre al pecado y a la condena eterna?
Jesús jamás haría algo así; en realidad, el traidor era otra víctima, igual que Él. El Mal debía manifestarse y cumplir con su papel para que el Bien pudiese vencer al final. Si no había traición, no habría cruz, las escrituras no se cumplirían y el sacrificio no serviría de ejemplo.
Al día siguiente, un extranjero llegó al pueblo, como otros tantos que llegaban y se marchaban; el sacerdote no le dio ninguna importancia, no lo relacionó con la petición que había hecho a Jesús, ni con el fragmento que había leído. Cuando le oyó contar la historia de los modelos que Leonardo da Vinci utilizó para pintar La última cena recordó que era el mismo texto que había leído en la Biblia, pero creyó que se trataba de una mera coincidencia.
Pero cuando la señorita Prym les habló de la propuesta, comprendió que Dios había escuchado su plegaria.
El Mal debía manifestarse para que el Bien pudiera, finalmente, conmover el corazón de aquella gente. Por primera vez desde que había llegado a aquella parroquia, había visto su iglesia llena a rebosar. Por primera vez, las fuerzas vivas del pueblo habían entrado en la sacristía.
"Es necesario que el Mal se manifieste para que comprendan el valor del Bien." A aquellas personas les pasaría lo mismo que al traidor de la Biblia, quien, poco después de haber consumado su traición, se percató del alcance de su acto: estaba convencido de que todos se arrepentirían de tal manera que sólo encontrarían refugio en la Iglesia y Viscos se convertiría —después de tantos años — en un pueblo religioso.
Le correspondió a él hacer el papel de instrumento del Mal; éste era el gesto de más profunda humildad que podía ofrendar a Dios.
El alcalde llegó, tal como habían quedado. —Quiero saber lo que debo decir, señor cura.
—Deja que sea yo quien hable en la asamblea —le respondió.
El alcalde dudó; al fin y al cabo, él era la mayor autoridad en Viscos, y no le gustaría que un extraño tratara públicamente sobre un tema de tanta importancia. Aunque el sacerdote llevara veinte años viviendo en Viscos, no había nacido allí, y no conocía todas las historias locales; por sus venas no corría la sangre de Ahab.
—Creo que, tratándose de un asunto de tanta gravedad, es preferible que sea yo quien hable con el pueblo —dijo.
—De acuerdo. Mejor así, porque podría salir mal, y no quiero que la Iglesia se vea implicada en ello. Te explicaré mi plan y tú te encargarás de hacerlo público.
—Pensándolo bien, si el plan es suyo, es más justo y más honesto dejar que usted lo comparta con todos.
"El miedo, siempre el miedo —pensó el sacerdote —. Para dominar a un hombre, basta con meterle miedo en el cuerpo."
Las dos señoras llegaron a casa de Berta poco antes de las nueve, y la encontraron haciendo ganchillo en la salita de estar.
—El pueblo está distinto, esta noche —dijo la anciana —. Hay mucha gente por la calle, he oído mucho ruido de pasos: el bar es demasiado pequeño para tanto movimiento.
—Son los hombres —respondió la dueña del hotel —. Se dirigen a la plaza, para discutir lo que debemos hacer con el extranjero.
—Ya entiendo. Pero no creo que haya mucho que discutir: o aceptan su propuesta o dejan que se vaya dentro de dos días.
—¡Jamás aceptaríamos su propuesta! —replicó la mujer del alcalde, indignada.
—¿Por qué? Me han dicho que esta mañana el cura ha leído un magnífico sermón en el que decía que el sacrificio de un hombre salvó a la humanidad, y que Dios aceptó una apuesta del Demonio y castigó a su servidor más fiel. ¿Qué tiene de malo que los habitantes de Viscos consideren la propuesta del extranjero como, por así decirlo, un negocio?
—¡¿No estarás hablando en serio?!
—Claro que estoy hablando en serio. Son ustedes las que intentan engañarme.
Las dos mujeres pensaron en levantarse e irse; pero era demasiado arriesgado.
—Por cierto, ¿a qué debo el honor de su visita? Esto es nuevo para mí.
—Hace un par de días, la señorita Prym nos dijo que había oído aullar al lobo maldito.
—Todos sabemos que lo del lobo maldito es una ridícula excusa del herrero —dijo la dueña del hotel —. A buen seguro que fue al bosque con alguna mujer del pueblo vecino, intentó propasarse, ella se defendió y él nos vino con ese cuento. Pero, por si acaso, hemos preferido pasar para asegurarnos de que todo estaba bien.
—Todo está en orden. Estoy haciendo un mantel, aunque no sé si podré terminarlo; podría morir mañana mismo.
Hubo un momento de tensión.
—Ya saben que los viejos podemos morir de un momento a otro.
La situación volvió a la normalidad. O casi. —Aún es pronto para pensar en eso.
—Quizás. Nunca se sabe. Pero resulta que este tema ha ocupado la mayor parte de mis pensamientos de hoy.
—¿Por alguna razón en especial?
—¿Debería tenerla?
La dueña del hotel necesitaba cambiar de tema, pero debía hacerlo con mucho cuidado. En ese momento, la reunión ya debía de haber empezado, y terminaría en pocos minutos.
—Creo que, con la edad, la gente acaba por entender que la muerte es inevitable. Y debemos aprender a enfrentarnos a ella con serenidad, sabiduría y resignación: a menudo nos alivia de sufrimientos inútiles.
—Tienes toda la razón —respondió Berta —. Precisamente he estado pensando en ello durante toda la tarde. ¿Y saben a qué conclusión he llegado? Que me da miedo, me da muchísimo miedo morir. Y no creo que sea mi hora.
El ambiente era cada vez más oprimente, y la mujer del alcalde se acordó de la discusión en la sacristía; hablaban de un tema, pero en realidad se referían a otra cosa.
Ninguna de las dos sabía cómo iba la asamblea de la plaza; nadie conocía el plan del cura ni la reacción de los hombres de Viscos. Era inútil tener una conversación más sincera con Berta; además, nadie acepta la muerte sin una reacción desesperada. Mentalmente, tomó nota del problema: si decidían matar a aquella mujer, deberían encontrar la manera de hacerlo sin que hubiera una lucha violenta, sin dejar pistas para futuras investigaciones.
Desaparecer. Aquella vieja tenía que desaparecer; no podían enterrar su cuerpo en el cementerio ni abandonarlo en el bosque; una vez que el extranjero hubiera constatado que se había cumplido su deseo, deberían quemarlo y esparcir sus cenizas en las montañas. En la teoría y en la práctica, era ella quien fertilizaría de nuevo aquella tierra.
—¿En qué estás pensando? —Berta interrumpió sus pensamientos.
—En una hoguera —respondió la mujer del alcalde —. En una linda hoguera que caliente nuestros cuerpos y nuestros corazones.
—¡Menos mal que no estamos en la Edad Media!
¿Saben que algunas personas del pueblo creen que soy una bruja?
Era imposible mentir, porque la vieja desconfiaría; las dos mujeres asintieron con la cabeza.
—Si estuviéramos en la Edad Media, podrían querer quemarme, así, sin más, sólo porque alguien habría decidido culparme de algo.
"¿Qué está pasando? —pensaba la dueña del hotel —. ¿Y si nos ha traicionado alguien? ¿Y si la mujer del alcalde, que ahora está a mi lado, ya ha venido antes y se lo ha contado todo? ¿Y si el cura se ha arrepentido y ha venido a confesarse con una pecadora?"
—Les agradezco mucho la visita, pero me encuentro bien, gozo de buena salud y estoy dispuesta a hacer todos los sacrificios necesarios, inclusive estas dietas alimenticias tan tontas para rebajar el colesterol, porque deseo continuar viviendo durante mucho tiempo.
Berta se levantó y abrió la puerta. Las dos mujeres se despidieron de ella. La asamblea de la plaza aún no debía de haber terminado.
—Estoy contenta de que hayan venido, por ahora dejaré de hacer ganchillo y me iré a la cama. Y, para ser sincera, yo sí creo en el lobo maldito; como ustedes son jóvenes, ¿verdad que no les importa quedarse por aquí hasta que termine la asamblea, para asegurarnos que no se acerque a mi puerta?
Las dos estuvieron de acuerdo, le dieron las buenas noches, y Berta entró en su casa.
—¡Lo sabe! —dijo bajito la dueña del hotel —.
¡Se lo han contado! ¿Te has fijado en el tono irónico de su voz? ¡Se ha dado cuenta de que hemos venido para vigilarla!
—Es imposible. Nadie sería tan loco de contárselo. A no ser...
—A no ser, ¿qué?
—Que sí sea una bruja. ¿Te acuerdas de la ráfaga de viento que ha soplado mientras hablábamos?
—Las ventanas estaban cerradas...
A las dos mujeres se les encogió el corazón y siglos de supersticiones salieron a la superficie. Si se trataba realmente de una bruja, su muerte, en lugar de salvar al pueblo, lo destruiría completamente.
Eso decían las leyendas...
Berta apagó la luz y contempló a las mujeres desde su ventana. No sabía si debía reír, llorar o, simplemente, aceptar su destino. Sólo tenía certeza de una cosa: había sido elegida como víctima.
Su marido se le había aparecido a última hora de la tarde y, para su sorpresa, lo acompañaba la
abuela de la señorita Prym. El primer impulso de Berta habían sido los celos: ¿qué hacía con aquella mujer? Pero en seguida había notado la preocupación reflejada en sus ojos y se desesperó aún más cuando le contaron lo que habían oído en la sacristía.
Los dos le pidieron que huyera inmediatamente. —¿Bromean? —respondió Berta —. ¿Cómo voy a huir?
Si mis piernas a duras penas me llevan hasta la iglesia, que está a cien metros de aquí, ¿cómo voy a bajar por la cuesta? ¡Solucionen el problema allá arriba, por favor! ¡Protéjanme! ¡Que se note que me paso el día rezando a todos los santos!
La situación era más complicada de lo que creía Berta, le contaron que el Bien y el Mal estaban en pleno combate y nadie podía interferir en él. Ángeles y demonios estaban librando una de sus periódicas batallas, en que salvan o condenan territorios enteros durante un período de tiempo indefinido.
—¿Y a mí, qué? Yo no sé cómo defenderme, ésta no es mi lucha, yo no he pedido entrar en ella.
Nadie lo había pedido. Todo había empezado con un error de cálculo de un ángel de la guarda, dos años atrás. En un secuestro, había dos mujeres con las horas contadas, pero una niña de tres años debía salvarse. Esa niña, dijeron, terminaría por consolar a su padre y conseguiría que mantuviera su esperanza en la vida y superara el tremendo sufrimiento a que sería sometido. Era un hombre de bien y, a pesar de que tendría que pasar por momentos terribles (nadie sabía la razón, eso formaba parte de un plan de Dios que no les habían contado del todo) acabaría por recuperarse. La niña crecería con el estigma de la tragedia pero, después de los veinte años, utilizaría la experiencia de su sufrimiento para aliviar el dolor ajeno. Terminaría por llevar a cabo un trabajo tan importante que sería conocido en las cuatro esquinas del mundo.
Ése era el plan original. Y todo iba bien: la policía entró en la casa y empezaron a disparar, las personas destinadas a morir, caían abatidas.
En ese momento, el ángel de la guarda de la niña —Berta sabía que todos los niños de tres años ven a sus ángeles y hablan con ellos constantemente — le hizo una señal para que retrocediera hasta la pared. Pero la niña no lo entendió y se aproximó a él, para poder oír lo que le decía.
Apenas avanzó treinta centímetros; lo suficiente para que la alcanzara una bala mortal.
A partir de entonces, la historia tomó otro rumbo; lo que estaba escrito que debía transformarse en una bella historia de redención se convirtió en una lucha sin cuartel. El Demonio entró en escena, reclamando el alma de aquel hombre, llena de odio, impotencia, deseo de venganza. Los ángeles no se conformaron; era un buen hombre, había sido elegido para ayudar a su hija a cambiar muchas cosas en el mundo, a pesar de que su profesión no era de las más recomendables.
Pero los argumentos del ángel no hicieron mella en sus oídos. Poco a poco, el Demonio se fue apoderando de su alma, hasta que consiguió controlarla casi por completo.
—Casi por completo —repitió Berta —. Han dicho "casi."
Ambos se lo confirmaron. Aún quedaba una luz imperceptible, porque uno de los ángeles se había negado a desistir de la lucha. Pero no lo había escuchado nunca, hasta que, la noche anterior, había conseguido hablarle un poco. Y su instrumento había sido, precisamente, la señorita Prym.
La abuela de Chantal contó que estaba allí por eso: porque, si existía una persona capaz de cambiar la situación, ésa era su nieta. Sin embargo, el combate era más feroz que nunca y la presencia del demonio había sofocado de nuevo al ángel del extranjero.
Berta intentó calmarlos, porque estaban muy nerviosos; pero, al fin y al cabo, ellos ya estaban muertos, era ella quien debía estar preocupada. ¿Acaso no podían ayudar a Chantal a cambiarlo todo?
"El demonio de Chantal también está ganando la batalla", le respondieron. Cuando ella fue al bosque, su abuela le había enviado el lobo maldito, que, por cierto, sí existía, el herrero decía la verdad. Quiso despertar la bondad del hombre y lo había conseguido. Pero, aparentemente, el diálogo entre los dos no siguió adelante; ambos tenían una personalidad muy fuerte. Sólo quedaba una oportunidad: que la chica hubiera visto lo que ellos deseaban que viera. Mejor dicho: sabían que lo había visto, lo que querían era que lo entendiese.