—Parece que la aldea está cambiando —dijo Berta —. Hay algo distinto en el ambiente; anoche oí aullar al lobo maldito.
La chica se sintió aliviada. Maldito o no, un lobo había aullado la noche anterior y al menos otra persona —además de ella — lo había oído.
—Este pueblo no cambia nunca —le respondió —.
Sólo con las estaciones, que vienen y se van, y ahora le toca el turno al invierno.
—No. Es por la llegada del extranjero.
Chantal se contuvo. ¿Y si el hombre había hablado con alguien más?
—¿Qué tiene que ver la llegada del extranjero con Viscos?
—Me paso el santo día contemplando la naturaleza. Algunas personas creen que es una pérdida de tiempo, pero esto fue lo único que me ayudó a aceptar la pérdida de aquel a quien yo amaba tanto. Veo que las estaciones pasan, los árboles pierden sus hojas y después las recuperan. Pero, de vez en cuando, un elemento inesperado de la naturaleza provoca cambios definitivos. Me contaron que las montañas que tenemos a nuestro alrededor son el resultado de un terremoto que tuvo lugar hace milenios.
La chica asintió con la cabeza; lo había aprendido en la escuela.
—Y entonces, nada vuelve a ser igual. Me da miedo que eso pueda suceder ahora.
Chantal sintió deseos de contarle la historia del oro, porque pensaba que la vieja podía saber algo; pero continuó en silencio.
—No dejo de pensar en Ahab, nuestro gran reformador, nuestro héroe, el hombre a quien bendijo San Sabino.
—¿Por qué en Ahab?
—Porque él era capaz de entender que un pequeño detalle, por bien intencionado que sea, puede destruirlo todo. Cuentan que después de pacificar el pueblo, de expulsar a los delincuentes más recalcitrantes, y de modernizar la agricultura y el comercio de Viscos, cierta noche reunió a sus amigos para ofrecerles una cena, y guisó un suculento pedazo de carne. De repente, se dio cuenta de que se le había terminado la sal. »Entonces, Ahab llamó a su hijo.
» —Ve al pueblo y compra sal. Pero paga por ella un precio justo: ni más cara ni más barata. »Su hijo se sorprendió mucho.
» —Comprendo que no deba pagarla más cara, papá.
Pero, si puedo regatear un poco, ¿por qué no ahorrar algún dinero?
» —En una ciudad grande, eso es muy aconsejable.
Pero podría significar la muerte de una aldea como la nuestra.
»El chico se fue sin hacer más preguntas. Pero los invitados, que habían oído su conversación, quisieron saber por qué no era conveniente comprar la sal más barata. Ahab respondió:
» —Quien vende la sal muy barata, lo hace porque necesita desesperadamente el dinero. Quien se aprovecha de esa situación muestra su falta de respeto por el sudor y el esfuerzo de quien trabajó para producir algo.
» —Pero eso es muy poco, no basta para destruir a una aldea.
» —Al principio del mundo, también había poca injusticia. Pero todos los que fueron llegando añadieron algo, pensando que no tenía mucha importancia y ya ven hasta dónde hemos llegado, hoy en día.
—Como el extranjero, por ejemplo —dijo Chantal, con la esperanza de ver si Berta confirmaba que también había hablado con él. Pero la anciana permaneció en silencio.
—No sé por qué Ahab deseaba tanto salvar Viscos —insistió —. Antes era un antro de delincuencia, ahora es una aldea de cobardes.
A buen seguro que la vieja sabía algo. Sólo le faltaba averiguar si se lo había contado el extranjero en persona.
—Quizás. Pero no sé a ciencia cierta qué es la cobardía. Creo que todo el mundo teme a los cambios. Quieren que Viscos sea como siempre: un lugar donde se puede cultivar la tierra y criar el ganado, que acoge bien a cazadores y turistas,
pero en donde cada persona sabe exactamente lo que sucederá al día siguiente, y las únicas cosas imprevisibles son las tormentas de la naturaleza.
Tal vez ésta sea una manera de encontrar la paz, pero estoy de acuerdo contigo en un punto: la gente cree que lo tiene todo bajo control, pero no controla nada.
—Nada de nada —dijo Chantal, dándole la razón.
—"Nadie puede añadir ni un punto ni una coma a lo que ya está escrito" —dijo la anciana, citando un texto evangélico católico —. Pero nos gusta vivir con esa ilusión porque nos da seguridad.
»En fin, se trata de una elección como cualquier otra, aunque sea una estupidez intentar controlar el mundo, creyendo en una seguridad completamente falsa, que termina por dejarnos indefensos delante de la vida; cuando menos te lo esperas, un terremoto crea una montaña, un rayo mata un árbol que se preparaba para renacer en verano, un accidente de caza acaba con la vida de un hombre honesto.
Berta le contó, por enésima vez, cómo había muerto su marido. Era uno de los guías más respetados de la comarca, un hombre que en la caza no veía un deporte salvaje sino una manera de respetar la tradición local. Gracias a él, Viscos creó una reserva de animales, el ayuntamiento promulgó leyes que protegían algunas especies en peligro de extinción, cobraban un impuesto por cada pieza cobrada, y el dinero revertía en beneficio de la comunidad.
El marido de Berta intentaba ver en aquel deporte —salvaje para unos, tradicional para otros — una manera de enseñar a los cazadores algo sobre el arte de vivir. Cuando llegaba alguien con mucho dinero y poca experiencia, lo llevaba a un descampado. Allí, encima de una piedra, colocaba una lata de cerveza.
Se alejaba cincuenta metros de la lata y, de un solo tiro, la hacía volar por los aires.
—Soy el mejor tirador de la comarca —decía —.
Ahora, usted aprenderá a ser tan bueno como yo.
Volvía a colocar la lata en el mismo sitio, se alejaba a la misma distancia de antes, sacaba un pañuelo del bolsillo y pedía que le vendasen los ojos. Luego, apuntaba en dirección al blanco y disparaba nuevamente.
—¿Acerté? —preguntaba mientras se quitaba la venda de los ojos.
—¡Claro que no! —respondía el cazador recién llegado, contento porque el orgulloso guía había sufrido una humillación —. La bala pasó muy lejos. Dudo que usted pueda enseñarme nada.
—Le acabo de enseñar la lección más importante de su vida —replicaba el marido de Berta —. Cuando quiera algo, mantenga los ojos bien abiertos, concéntrese y tenga muy claro lo que desea. Nadie acierta a su objetivo con los ojos cerrados.
Una vez, mientras volvía a colocar la lata en su sitio después del primer tiro, el otro cazador pensó que era su turno de probar puntería. Disparó antes de que el marido de Berta volviera a su lado; erró el tiro y lo hirió en la nuca. No tuvo tiempo de aprender la excelente lección sobre concentración y objetividad.
—Debo irme —dijo Chantal —. Tengo que hacer algunas cosas antes de ir a trabajar.
Berta le deseó una buena tarde, y la acompañó con los ojos hasta que desapareció por la callejuela que había junto a la iglesia. Tantos años sentada delante de su casa, contemplando las montañas, las nubes y conversando mentalmente con su difunto marido, le habían enseñado a "ver" a las personas. Su vocabulario era limitado, no encontraba otra palabra para describir las muchas sensaciones que le producían los demás, pero esto era lo que sucedía: "veía" a los demás, conocía sus sentimientos.
Todo empezó durante el entierro de su grande y único amor; estaba llorando cuando se le acercó un niño —el hijo de un vecino de Viscos, que actualmente era un hombre hecho y derecho, y vivía a miles de kilómetros de allí — y le preguntó por qué estaba triste.
Berta no quiso asustar al niño hablándole de muertes ni despedidas definitivas; sólo le dijo que su marido se había marchado, y que tal vez tardaría mucho en volver a Viscos.
"Creo que se equivoca —respondió el niño —.
Acabo de verlo detrás de una tumba, sonriente, con una cuchara de sopa en la mano."
La madre del niño, que había oído el comentario, lo riñó severamente: "Los niños siempre están viendo 'cosas'", le dijo, disculpándose. Pero Berta dejó de llorar inmediatamente y miró en dirección al lugar indicado; su marido tenía la manía de tomar la sopa con una cuchara determinada, a pesar de que ello la irritaba profundamente —puesto que todas las cucharas son iguales y cabe la misma cantidad de sopa —, pero él se empeñaba en usar sólo una. Berta jamás contó esa historia a nadie, porque temía que la tomaran por loca.
El niño había visto realmente a su marido; la cuchara era la señal. Los niños "ven" cosas. Y Berta decidió que ella también aprendería a "ver" porque quería hablar con su marido, tenerlo de vuelta, aunque fuese en forma de fantasma.
Primero, se encerró en su casa, de donde raramente salía, esperando que él se le apareciese. Un buen día tuvo un presentimiento: debía situarse en la puerta de su casa y empezar a prestar atención a los demás, sintió que su marido quería que su vida fuera más alegre, que participase más en todo lo que acontecía en el pueblo.
Colocó una silla delante de casa y se puso a contemplar las montañas; pocas personas pasaban por las calles de Viscos pero, ese mismo día, una vecina que volvía de un pueblo cercano le dijo que los vendedores ambulantes vendían cubiertos muy baratos y de calidad, y sacó una cuchara de su bolso para demostrar lo que contaba.
Berta comprendió que jamás volvería a ver a su marido, pero él le había pedido que se quedara allí, contemplando el pueblo, y pensaba hacerlo.
Con el paso del tiempo, empezó a notar una presencia a su izquierda, y tuvo la certeza de que él estaba allí, haciéndole compañía y protegiéndola de cualquier peligro y, además, le enseñaba a ver cosas que los demás no percibían, como los dibujos de las nubes, que siempre llevan mensajes. Se entristecía un poco cuando intentaba verlo de frente, porque el bulto se desvanecía; pero después se dio cuenta de que podía conversar con él utilizando su intuición, y empezaron a tener larguísimas conversaciones sobre temas de todo tipo.
Tres años después, ya era capaz de "ver" los sentimientos de las personas, aparte de poder escuchar los consejos prácticos que le daba su marido y que terminaron siéndole muy útiles; de esta manera, no se dejó engañar cuando le ofrecieron una indemnización mucho menor de la que merecía, e ingresó su dinero en otro banco antes de que el suyo cayera en bancarrota llevándose el fruto de años de trabajo de mucha gente de la comarca.
Una mañana —ya no recordaba cuánto tiempo hacía de ello —, él le había dicho que Viscos podía ser destruido. Berta pensó inmediatamente en un terremoto, en el nacimiento de nuevas montañas en aquella zona, pero él la tranquilizó, afirmando que ese tipo de fenómeno no sucedería allí en los próximos mil años; no, era otro tipo de destrucción la que lo tenía preocupado, aunque ni él mismo sabía de lo que estaba hablando. Pero le pidió que estuviera atenta, ya que aquél era su pueblo, el lugar que más amaba de este mundo, a pesar de haber tenido que marcharse prematuramente.
Tres días antes vio que el extranjero llegaba con un demonio, y supo que su tiempo de espera había terminado. Hoy había visto que había un demonio y un ángel al lado de la chica; inmediatamente relacionó ambas cosas, y comprendió que algo raro estaba pasando en su pueblo.
La mujer sonrió para sí misma, miró a su izquierda, y lanzó hacia allí un discreto besito.
No era una vieja inútil; tenía que hacer algo muy importante: salvar el lugar donde había nacido, aunque no supiera con certeza qué medidas debía adoptar.
Chantal dejó a la vieja inmersa en sus pensamientos y volvió a su casa. Berta tenía fama —los habitantes de Viscos la hacían circular en voz baja — de ser una bruja. Decían que se había pasado casi todo un año encerrada en su casa y que, durante ese tiempo, había aprendido artes mágicas. Cuando, en cierta ocasión, Chantal preguntó quién se las había enseñado, algunas personas dijeron que el Demonio en persona se le aparecía por la noche; otras, en cambio, afirmaron que la mujer invocaba a un druida celta, pronunciando unas palabras que le habían enseñado sus padres. Pero a nadie le importaba gran cosa; Berta era inofensiva, y siempre contaba historias interesantes.
Y tenían razón, aunque siempre fueran las mismas. De repente, Chantal se detuvo con la mano aferrada al pomo de la puerta. A pesar de haber escuchado muchas veces el relato de cómo había muerto el marido de Berta, sólo en aquel instante se dio cuenta de que en él había una lección importantísima para ella. Recordó su reciente paseo por el bosque, su odio intenso que se prodigaba por todas partes, dispuesto a herir indiscriminadamente a todo lo que estuviera a su alrededor: a sí misma, al pueblo, los habitantes, los hijos de los habitantes...
Pero, en realidad, sólo tenía un objetivo: el extranjero. Concentrarse, disparar, matar a la presa. Para ello era necesario un plan; sería una tontería soltar la noticia de cualquier manera esa misma noche y perder el control de la situación. Decidió retrasar otro día el relato de su encuentro con el extranjero, si es que alguna vez lo revelaba a los habitantes de Viscos.
Aquella noche, al cobrar la ronda de bebidas que el extranjero solía pagar, Chantal notó que le pasaba una nota. La guardó en el bolsillo, fingiendo indiferencia, a pesar de que —de vez en cuando — los ojos del extranjero buscaban los suyos en una interrogación muda. Parecía haberse invertido el juego: ahora era ella quien controlaba la situación, eligiendo el campo de batalla y la hora del combate. Los buenos cazadores actúan de esta manera: siempre imponen sus condiciones para que sea la presa la que se acerque a ellos.
Cuando volvió a su cuarto, con la extraña sensación de que esa noche dormiría muy bien, sólo entonces, leyó la nota: el hombre le pedía que se encontrasen en el lugar donde se habían conocido.
Terminaba diciendo que prefería conversar con ella a solas. Pero que también podían hacerlo delante de todos, si así lo deseaba.
A ella no le preocupó la amenaza; todo lo contrario, se alegró de haberla recibido. Eso demostraba que el hombre estaba perdiendo el control, puesto que las personas peligrosas no hacen ese tipo de cosas. Ahab, el gran pacificador de Viscos, solía decir: "Existen dos tipos de idiotas: los que dejan de hacer algo porque han recibido amenazas, y los que creen que van a hacer algo porque están amenazando a alguien."
Rompió la nota en pedacitos, los echó en la taza del váter, tiró de la cadena, tomó un baño de agua muy caliente, casi hirviendo, se metió entre las mantas, y sonrió. Había conseguido exactamente lo que quería: encontrarse de nuevo con el extranjero para hablar a solas. Si quería averiguar la manera de derrotarlo, necesitaba conocerlo mejor.