La noche fue bastante animada, excepto cuando el extranjero hizo un comentario que no debería haber hecho.
—Sus niños están muy bien educados. Al contrario de otros sitios en donde he estado, nunca los he oído gritar por la mañana.
Después de un silencio desagradable —en Viscos no había niños —, alguien se acordó de preguntarle si le había gustado el plato típico que acababa de comer, y la conversación prosiguió a un ritmo normal, girando siempre en torno a las maravillas del campo y a los defectos de la gran ciudad.
A medida que pasaba el tiempo, Chantal se iba poniendo más nerviosa, temiendo que le pidiera que contase su encuentro en el bosque. Pero el extranjero ni siquiera la miraba, y sólo le dirigió la palabra una vez, cuando le pidió —y pagó en billetes — una ronda de bebidas para todos los presentes.
Así que los clientes se marcharon y el extranjero subió a su habitación, ella se quitó el delantal, encendió un cigarrillo de un paquete que alguien había olvidado en una mesa, y dijo a la dueña del hotel que limpiaría a la mañana siguiente, porque estaba exhausta, ya que no había dormido bien la noche anterior. La dueña estuvo de acuerdo, Chantal cogió su abrigo y salió al frío aire nocturno.
Tenía apenas dos minutos de camino hasta su casa y, mientras dejaba que la lluvia cayera en su rostro, pensaba que tal vez se trataba de una tontería, de una idea macabra que había tenido el extranjero para llamar su atención.
Pero entonces recordó el oro: lo había visto con sus propios ojos.
Tal vez no fuera oro. Pero estaba demasiado cansada para pensar, y —tan pronto llegó a su cuarto — se quitó la ropa y se metió debajo de las mantas.
En la segunda noche, Chantal se encontró con la presencia del Bien y del Mal. Cayó en un sueño profundo, pero se despertó en menos de una hora. Fuera, todo estaba en silencio; el viento no golpeaba las persianas metálicas y no se oían gritos de animales nocturnos; no había nada, absolutamente nada, que indicase que aún seguía en el mundo de los vivos.
Fue hasta la ventana y contempló la calle desierta, la lluvia fina que caía, la neblina iluminada por la tenue luz del rótulo del hotel, lo cual daba al pueblo un aspecto aún más siniestro. Ella conocía bien ese silencio de pueblo del interior, que no significa en absoluto paz y tranquilidad, sino la ausencia total de novedades que comentar.
Miró en dirección a las montañas; no podía verlas, porque las nubes estaban muy bajas, pero sabía que en algún lugar había un lingote de oro escondido. Mejor dicho: había una cosa amarilla, en forma de ladrillo, que un extranjero había dejado allí. El hombre le había enseñado su localización exacta, casi como si le pidiera que desenterrase el metal y se quedara con él.
Se metió en la cama, se revolvió a un lado y a otro, se levantó de nuevo y fue al baño. Examinó su cuerpo desnudo, temió que pronto dejara de resultar atractivo, y volvió a la cama. Se arrepintió de no haberse quedado con el paquete de cigarrillos olvidado en una mesa, pero sabía que su dueño volvería a buscarlo, y no deseaba que desconfiaran de ella. Viscos era así: un paquete medio vacío tenía un dueño, si encontraban un botón de algún abrigo, era necesario guardarlo hasta que alguien volviera para reclamarlo, debían devolver el cambio exacto, no les estaba permitido redondear la cuenta. ¡Maldito pueblo, donde todo era previsible, organizado, digno de confianza!
Como vio que no conseguiría dormir, volvió a rezar y a pensar en su abuela, pero su pensamiento se había detenido en una escena: el agujero abierto, el metal sucio de tierra, la rama que sujetaba su mano, como el bastón de una peregrina a punto de marcha. Se adormeció y despertó varias veces, pero fuera todo continuaba en silencio y la misma escena se repetía sin cesar dentro de su cabeza.
Tan pronto como percibió que la primera claridad de la mañana entraba por la ventana, se vistió y salió.
A pesar de que vivía en un pueblo donde la gente se levantaba al salir el sol, aún era demasiado temprano. Caminó por la calle vacía, mirando atrás varias veces, para asegurarse de que el extranjero no la estaba siguiendo, pero la niebla no le dejaba ver más allá de algunos pocos metros. Se detenía de vez en cuando, intentando escuchar pasos, pero sólo oía los latidos descompasados de su corazón.
Se internó en el bosque, fue hasta la formación rocosa en forma de "Y" —algo que siempre la ponía nerviosa, ya que parecía que las rocas podían desprenderse en cualquier momento —, cogió la misma rama que había dejado allí la noche anterior, cavó exactamente en el mismo lugar que le había indicado el extranjero, introdujo la mano en el agujero y retiró el lingote en forma de ladrillo. Algo le llamó la atención: el silencio se mantenía en pleno bosque, como si allí hubiera alguna presencia extraña que asustaba a los animales e impedía el movimiento de las hojas.
Le sorprendió el peso del metal que tenía en las manos. Lo limpió y notó unas marcas impresas, se fijó en los dos sellos y en una serie de números grabados, intentó descifrarlos pero no pudo.
¿Cuánto dinero representaba aquello? No sabía la cantidad exacta, pero —tal como había dicho el extranjero — debía de ser lo suficiente para no tener que preocuparse nunca más por ganar ni un solo céntimo durante el resto de su vida. Tenía su sueño en las manos, lo que siempre había soñado y que un milagro había puesto a su alcance. Allí delante tenía la oportunidad de liberarse de todos los días y noches iguales de Viscos, de las eternas idas y venidas al hotel donde trabajaba desde la mayoría de edad, de las visitas anuales de todos los amigos y amigas que se habían marchado porque sus familias los enviaron a estudiar lejos para que llegaran a ser algo en la vida, de todas las ausencias a que ya se había acostumbrado, de los hombres que llegaban con un sinfín de promesas y se iban al día siguiente sin decirle adiós, de todas las despedidas y no —despedidas a las cuales ya se había habituado. Aquel momento, en aquel bosque, era el más importante de toda su existencia.
La vida había sido muy injusta con ella; hija de padre desconocido, su madre murió al dar a luz y la dejó con un pesado fardo de culpa a sus espaldas; abuela campesina, que se ganaba el sustento cosiendo, ahorrando cada céntimo para que su nieta pudiese, al menos, aprender a leer y escribir. Chantal había tenido muchos sueños: creyó que podría superar todos los obstáculos, encontrar marido y empleo en una gran ciudad, ser descubierta por algún cazatalentos que iría hasta aquel lugar tan apartado para descansar un poco, hacer carrera en el teatro, escribir un libro que sería un gran éxito, oír los gritos de los fotógrafos implorándole una pose, pisar las alfombras rojas de la vida.
Cada día era un día de espera. Cada noche era una noche en que podía aparecer alguien que la valorase tal como se merecía. Cada hombre que pasaba por su cama era la esperanza de marcharse al día siguiente y no volver a contemplar aquellas tres calles, las casas de piedra, los tejados de pizarra, la iglesia con el cementerio al lado, el hotel con sus productos típicos que requerían meses de elaboración para después venderlos al mismo precio que los productos fabricados en serie.
Una vez le pasó por la cabeza que los celtas, los antiguos habitantes de la comarca, habían escondido un formidable tesoro y que ella lo encontraría. Pues bien, de todos sus sueños, ése era el más absurdo, el más improbable.
Pero allí estaba, con el lingote de oro en las manos, el tesoro en el que jamás había creído, la liberación definitiva.
El pánico la sobrecogió: el único golpe de suerte de su vida podía desaparecer aquella misma tarde. ¿Y si el extranjero cambiaba de idea? ¿Y si se iba a otro pueblo, donde tal vez encontraría a otra mujer mejor dispuesta a ayudarlo en su plan?
¿Por qué no se levantaba, volvía a su habitación, metía sus pocas pertenencias en la maleta y, simplemente, se largaba?
Se imaginó a sí misma bajando por la pronunciada cuesta, haciendo autostop en la carretera de abajo mientras el extranjero salía a dar su paseo matinal y descubría que habían robado su oro. Ella seguiría en dirección a la ciudad más próxima y él volvería al hotel para llamar a la policía.
Chantal daría las gracias por el pasaje e iría directamente a la taquilla de la estación de autobuses, donde compraría un billete para algún lugar lejano; en ese momento, dos policías se aproximarían a ella y le pedirían gentilmente que abriera su maleta. Tan pronto como vieran su contenido, la gentileza desaparecería por completo; ella era la mujer que andaban buscando, a causa de una denuncia efectuada tres horas antes.
En la comisaría, Chantal tendría dos alternativas: o bien decir la verdad —que nadie creería — o afirmar que había visto la tierra revuelta, había hurgado un poco y había encontrado el oro. Cierta vez, un cazador de tesoros —que también buscaba algo escondido por los celtas — había pasado la noche en su cama. Le había contado que las leyes de su país eran claras: tenía derecho a todo lo que encontrase, pero estaba obligado a registrar, en el departamento pertinente, determinadas piezas de valor histórico. Pero aquel lingote de oro no tenía ningún valor histórico, era un objeto moderno, con marcas, sellos y números impresos.
La policía interrogaría al hombre. El no podría demostrar que ella había entrado en su habitación para robar sus pertenencias. Sería su palabra contra la de Chantal, pero tal vez era más poderoso de lo que ella se imaginaba, tal vez tenía contactos con gente importante y saldría bien parado del asunto. Chantal, en cambio, pediría que la policía realizara un examen al lingote y comprobarían que ella les había dicho la verdad: había restos de tierra en el metal.
Mientras, la historia ya habría llegado a Viscos, y sus habitantes —por celos o por envidia — empezarían a levantar sospechas respecto a la chica, diciendo que en más de una ocasión había circulado el rumor de que se acostaba con huéspedes; tal vez se lo había robado mientras el hombre dormía.
El asunto terminaría de un modo patético: la justicia confiscaría el lingote de oro hasta que se resolviera el caso, ella volvería a hacer autostop y regresaría a Viscos, humillada, destrozada, víctima de unos comentarios que no se olvidarían en una generación. Más tarde, descubriría que los procesos legales nunca conducen a ninguna parte, que los abogados cuestan un dinero que ella no poseía, y terminaría desistiendo del proceso.
Resultado de la historia: ni oro, ni reputación.
Había otra versión posible: que el extranjero estuviera diciendo la verdad. Si Chantal robaba el oro y desaparecía para siempre, ¿acaso no estaría salvando al pueblo de una desgracia mucho peor?
Pero incluso antes de salir de su casa y dirigirse a la montaña, ya sabía que era incapaz de dar aquel paso. ¿Por qué, precisamente en este momento, cuando su vida podía cambiar por completo, tenía tanto miedo? Al fin y al cabo, ¿no dormía con quien le apetecía? ¿No se insinuaba más de la cuenta, para que los forasteros le dejaran una buena propina? ¿No mentía de vez en cuando?
¿No sentía envidia de los amigos que sólo iban al pueblo durante las fiestas de fin de año para visitar a la familia?
Agarró el lingote con todas sus fuerzas, pero al levantarse se sintió débil y desesperada; volvió a colocarlo en el agujero y lo cubrió de tierra. Era incapaz de hacerlo, y no se debía al hecho de ser o no ser honesta, sino al pavor que sentía. Acababa de darse cuenta de que existen dos cosas que impiden que una persona realice sus sueños: creer que son imposibles o que, gracias a un repentino vuelco de la rueda del destino, veas que se transforman en algo posible cuando menos te lo esperas. En ese momento surge el miedo a un camino que no sabes adónde irá a parar, a una vida con desafíos desconocidos, a la posibilidad de que las cosas a que estamos acostumbrados desaparezcan para siempre.
Las personas quieren cambiarlo todo y, al mismo tiempo, desean que todo siga igual. Chantal no entendía el porqué, pero era lo que le estaba sucediendo.
Quizás ya estaba demasiado ligada a Viscos, acostumbrada a su derrota, y cualquier oportunidad de triunfar le resultaba un fardo demasiado pesado.
Tuvo la certeza de que el extranjero ya estaba harto de su silencio y de que, en breve, tal vez esa misma tarde, elegiría a otra persona. Pero era demasiado cobarde para modificar su destino.
Las manos que habían tocado el oro deberían sujetar la escoba, la esponja, el trapo. Chantal dio la espalda al tesoro y se dirigió al pueblo, donde ya la esperaba la dueña del hotel, con aspecto de estar ligeramente enfadada, puesto que le había prometido hacer la limpieza antes de que se levantara el único huésped del hotel.
Los temores de Chantal no se confirmaron: el extranjero no se marchó. Esa misma noche lo vio en el bar, más simpático que nunca, contando historias que tal vez no eran totalmente ciertas pero, al menos en su imaginación, aquel hombre las vivía intensamente. De nuevo, sus miradas sólo se cruzaron de manera impersonal, cuando le pagó la ronda que había ofrecido a los habituales.
Chantal estaba exhausta. Deseaba que todos se marcharan temprano, pero el extranjero estaba particularmente inspirado y no terminaba de contar anécdotas que los demás escuchaban con atención, interés y aquel odioso respeto —mejor dicho: sumisión — que los campesinos sienten delante de todos los que llegan de las grandes ciudades, puesto que los consideran más cultos, inteligentes, preparados, modernos...
"¡Estúpidos! —pensaba —. No son conscientes de su importancia. No se dan cuenta de que cada vez que alguien se mete un tenedor en la boca, en cualquier lugar del mundo, sólo puede hacerlo gracias a gente como los habitantes de Viscos, que trabajan día y noche, que labran la tierra con el sudor de sus cuerpos cansados, y que cuidan del ganado con inagotable paciencia. El mundo los necesita mucho más que a todos los que viven en las grandes ciudades, pero, a pesar de ello, se comportan, y se sienten, como seres inferiores, acomplejados, inútiles."
Pero el extranjero estaba muy dispuesto a demostrar que su cultura valía más que el esfuerzo de todos y cada uno de los hombres y mujeres del bar. Indicó un cuadro que había en la pared.
—¿Saben qué es eso? —dijo —. Una de las pinturas más famosas del mundo: la última cena de Jesús con sus discípulos, de Leonardo da Vinci.
—No puede ser tan famosa —dijo la dueña del hotel —. Era muy barata.
—Porque se trata de una reproducción; la auténtica está en una iglesia, muy lejos de aquí. Existe una leyenda en torno a este cuadro, pero no sé si les interesaría conocerla.