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Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (12 page)

BOOK: El desierto de hielo
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—Estoy fatal —musitó Meritxell.

—De amor no muere nadie. Anda, come —atacó Carla con determinación.

Y a pesar de la advertencia de Meritxell, intervine para evitar que Carla fuese indiscreta.

—¿Lo has probado acaso?

—¿La verdura? Está riquísima.

—El amor, burra, el amor.

Carla calló en seco y entendí que toda su agresividad hacia Meritxell seguramente provenía de algún chasco que se había llevado últimamente. Antes la llamaba siempre un tal Joaquín y desde hacía un tiempo el teléfono había dejado de sonar. Me pareció tristísimo. Tres chicas peleadas y al borde del suicidio por culpa del amor.

—A Joaquín le faltaba un poco de sal y pimienta, lo que le sobraba al vikingo macizo de Meritxell —confesó Carla degustando los espárragos trigueros.

—Deja en paz a Gunnar —suplicó Meritxell con un hilillo de voz a punto de romperse.

Yo no pude evitar un estremecimiento al oír el nombre de Gunnar. Hacía tan sólo una semana que no lo veía, pero a cada segundo tenía que reprimir el deseo de coger la puerta y lanzarme corriendo a sus brazos.

—Pues come o pronto vas a parecer una radiografía —insistió Carla.

Carla estaba extrañamente agresiva y me erigí en la defensora de Meritxell.

—No te metas más con ella.

No podía añadir que estaba sola y enamorada, esperando un bebé, que sus hormonas habían cambiado, que se encontraba alterada emocionalmente y que la causante de todo aquel embrollo era yo porque el padre de su hijo me quería a mí y no a ella.

Pero Carla, por toda respuesta, cogió el tenedor, ensartó unas verduras y las introdujo en la boca de Meritxell, que se defendió escupiendo y sacudiendo la cabeza como una niña pequeña. Luego se levantó precipitadamente y se encerró en el baño. Desde el pasillo podíamos oír sus sollozos y sus vómitos convulsos.

Carla estaba atónita.

—Está vomitando.

—Ya —le respondí con resignación.

Meritxell se había encerrado a cal y canto y yo no podía ni ayudarla a sostener la cabeza.

—¿Tan malo era mi revuelto de verduras?

—No es eso. ¿No te has dado cuenta?

Me refería al embarazo de Meritxell, pero Carla interpretó otra cosa.

—¡Anorexia!

Intenté disuadirla dándole razones.

—Sólo tiene el estómago revuelto.

Pero Carla estaba sacando sus propias conclusiones.

—¡Qué ciega he sido! Todo lo que come lo vomita, por eso se está quedando en los huesos. Claro, anorexia.

Para Carla, cualquier chica que no tuviese el grosor de una foca estaba en los huesos. Yo, por ejemplo.

—Meritxell no vomita todo lo que come. Simplemente es delgada y come poco.

Carla golpeó la puerta del lavabo repetidamente, para obligarla a salir, y volvió a sorprenderme.

—Meritxell, cariño, perdona por todo lo que te he dicho antes. Anda, sal. Ese disgusto con tu novio te está haciendo polvo, lo entendemos.

—Yo no quiero vuestra compasión.

Nos lo dejó bien claro al abrir la puerta.

—No quiero la compasión de nadie.

Y se puso a llorar abrazándose a mí.

—No quiero que Gunnar me compadezca —explotó finalmente una vez que ella y yo estuvimos a solas en mi habitación.

Y entonces me confió su problema:

—Estoy embarazada.

La abracé para que no notase mi apuro ni se diese cuenta de que yo ya lo sabía. Algo más reconfortada, acabó por explicármelo todo.

—Gunnar ya no me quiere, pero me ha pedido que vuelva con él, por el bebé.

No dije nada porque no era neutral. Meritxell continuó:

—No sé qué hacer. No sé si tendré valor para criar a un bebé sola, pero no quiero la compasión de Gunnar.

Le acaricié el pelo con cariño. La entendía perfectamente. Meritxell estaba angustiada al hablar de Gunnar.

—Es como si no fuera él, como si lo hubiesen cambiado. ¿No será que se ha enamorado de otra persona?

Creo que le di un estirón involuntario al pelo.

—¿Tú qué crees? —insistió con su mirada límpida.

Llegado a este límite tuve que ser honrada.

—Quizá, pero si él te ha dicho que se quedará contigo, eres quien tiene la capacidad para decidir.

Afortunadamente Meritxell estaba muy cansada para continuar charlando. Se llevó la mano a la boca.

—¡Lola! Me he olvidado totalmente de ella.

Yo misma fui a buscarla y entre las dos le dimos de beber y comer y limpiamos su jaula. Ronroneante y mimosa, la pequeña hámster se durmió en las manos de Meritxell, y yo me tendí junto a ellas, vigilante. No quería dormirme, los sueños me traicionaban cada noche y en ellos Gunnar venía a visitarme de hurtadillas y su boca murmuraba palabras de amor, lo mismo que sus manos y su mirada acariciadora.

No quería que Meritxell me oyese nombrarlo en sueños.

Pero, para olvidarlo, tendría que destruir todas y cada una de las células de mi cuerpo.

Capítulo 5: El juicio de las matriarcas

En cuanto mi madre Deméter recibió los informes de mi investigación en Urt, su respuesta no se hizo esperar. Me convocó urgentemente y tuve que preparar mi bolsa a toda prisa para viajar al fin del mundo. Conmigo llevaba la carpeta con las fotografías que había tomado en casa de Elena y las copias del doble informe sobre la muerte de la pequeña Diana, uno destinado a ser divulgado y otro para ser debatido por las matriarcas. Estaba asustada por su reacción ante mi descubrimiento acerca del retorno de Baal. No había escatimado ninguna prueba ni había ocultado ningún dato. Hacerlo hubiera sido un disparate; Deméter tenía mil formas de averiguarlo y tarde o temprano hubiera sacado la verdad a la luz. Era mejor aceptar mi error y asumir mis responsabilidades. ¿La elección de mi disfraz no había sido casual? Evidentemente. Y las consecuencias de ese acto habían sido terribles.

Por desgracia, yo me sentía muy desamparada. Sin el amor de Gunnar, sin la amistad sincera de Meritxell, sin nadie en quien poder confiar, necesitaba algo así como el afecto de una madre. Pero Deméter, reunida de incógnito en una aldea de la Bucovina Moldava, no estaba enterada de los avatares de mi vida sentimental ni le importaban. Estrenaba su cargo de nueva matriarca de Occidente de las tribus Omar y, tras convocarme por telepatía, tuvimos una larga charla telefónica que me tranquilizó. Su tono era cordial y me felicitó por la rigurosidad de mi informe. No parecía enfadada y en ningún momento manifestó disgusto o preocupación por mi relación con el disfraz de Baalat. Al revés. Insistió en que acudiese a la aldea lo más pronto posible, las matriarcas estaban impacientes por escuchar de mis propios labios el relato de mis investigaciones.

Y me dirigí hacia la Bucovina, una zona limítrofe con Ucrania, cercana a la inquietante Transilvania húngara, flanqueada por los altos Cárpatos y dominio indiscutible de la milenaria y otrora todopoderosa Odish la condesa húngara Erzebeth Bathory. Allí se había producido el mayor número de víctimas Omar la noche de Imbolc. Dieciséis muertes de las treinta y nueve computadas. Tampoco resultaba tan extraño. Los bosques de los Cárpatos, frondosos y recónditos, habían sido a lo largo de los siglos refugio de osas, lobas, águilas y cabras, y uno de los lugares preferidos por los clanes de brujas Omar.

El viaje me ocupó cerca de dos días y llegué a la aldea exhausta y deseando una cama en la que poder dormir; en lugar de eso, Deméter me ofreció un café amargo y una tarta de manzana espesa y crujiente y me llevó con ella a la sala contigua, donde ocho mujeres me esperaban ansiosas alrededor de una mesa cuadrangular repleta de mapas, papeles y atames.

Ahí estaban sentadas ante mí brujas míticas de las que había oído hablar de niña, como la anciana serpiente Lucrecia, la intrépida cabra Ludmila, la grulla novelista Lil o la docta salamandra Ingrid. Sólo había otra muchacha joven que sustituía a su madre en la representación del clan del delfín, una joven bióloga marina de unos veinticinco años, morena, de complexión atlética y con un nombre que la alumbraba proféticamente: Valeria. Era la encarnación de la valentía, nada ni nadie se interponía ante la decisión de sus ojos negros y fieros. Fue ella quien abrió fuego.

—Ha sido la dama de Biblos, Baalat, quien ha atacado durante la noche de Imbolc.

Un murmullo de inquietud siguió a sus palabras y Valeria, con un gesto, pidió silencio para continuar.

—Las delfines mediterráneas hemos vivido en costas asiáticas, europeas y africanas, pero la mayoría tuvimos que acabar refugiándonos en las islas, puesto que las que se afincaron en Asia Menor, la antigua Numidia, en los alrededores de la vieja Cartago y las costas ibéricas fueron destruidas sistemáticamente por la dama de Biblos. Por eso hemos conservado muchas tradiciones orales para educar a nuestras hijas acerca de cómo defenderse de la sanguinaria Baalat. Nuestras canciones y nuestros juegos advierten del peligro de la dama. Y las brujas del clan del delfín estamos seguras de que Baalat ha regresado. La muerte en Trapani de la joven Nicoletta y en Herculano del bebé Sofía coinciden con el mismo ritual de fuego y sangre que practicaba la Odish que se hacía pasar por diosa de los fenicios.

—¿Creéis que su ataque responde a alguna estrategia concreta? —inquirió Deméter en su calidad de moderadora.

—Creemos que la dama de Biblos, con esta ofensiva sorprendente, pretende asustar a las Omar, recuperar un poder que tuvo antaño y sobre todo disputar el territorio de otras Odish.

Valeria se detuvo y miró fijamente a Ludmila.

—El vuestro —afirmó dirigiéndose a la matriarca Ludmila, portavoz de los Cárpatos y sus valles—. Baalat ha atacado muy duramente en tierras de la condesa.

Ludmila, una cabra de familia campesina de grandes y fuertes manos, con la cara surcada por profundas arrugas y unos ojillos perspicaces y rápidos, le dio la razón.

—Cierto. La condesa Erzebeth nos diezmó hasta hace cuatro siglos. Pero los métodos de la condesa, no menos crueles, eran muy diferentes. Nosotras, las cabras, las osas y las ciervas estamos seguras de que la condesa, nuestra enemiga ancestral, no ha regresado y de que permanece en el mundo opaco esperando su momento.

—¿Qué diferencias habéis observado en estas muertes? —preguntó de nuevo Deméter.

Ludmila se sirvió un vaso de agua, quizá para suavizar la dureza de las imágenes que se veía obligada a recordar.

—En esta ocasión, como dice Valeria, las muertes se han producido de una forma para nosotras extraña. En todas las moradas había fuego y, os diré más, en la casa de Brasov, donde desangró a la pequeña Greta, se halló grabado a fuego el símbolo de la serpiente de Baalat.

—¿Y cuál es su aspecto? —preguntó la escritora noruega Lil, que en su juventud fue muy bella y aún conservaba intacto el destello de inteligencia en sus hermosos ojos azules.

Ludmila le contestó gravemente:

—La madre de una tortuga, junto al Mar Negro, pudo ver a la luz de la luna una gaviota huyendo por la ventana. La criatura tenía claras señales de haber sido picoteada en cuello y brazos, pero también fue quemada.

Lil disertó al respecto:

—Eso explicaría su facilidad para entrar en las casas. La Odish de Cartago ha adoptado la forma de una gaviota.

Deméter, mi madre, intervino:

—No creo que sea la única. Selene, mi hija, fue enviada a Urt tras la muerte de la pequeña loba Diana. Allí topó con una de las apariencias que tomó Baal y tuvo un encuentro desagradable. Ella os lo explicará y os mostrará las pruebas.

Y a pesar de la responsabilidad de participar en un consejo de matriarcas, no me sentí en absoluto nerviosa. Mi madre confiaba en mí, mi madre me concedía la palabra y se sentía orgullosa de mis descubrimientos. Me sentí útil, justo lo que necesitaba para remontar mi mal momento. Hablé alto y claro.

—El ataque a la pequeña loba Diana en Urt, un ritual de fuego y sangre, fue obra de Baal bajo la apariencia de una víbora. Yo misma la maté y cuento con el testimonio de un niño de un año.

—¿Un año? No me parece un testimonio muy fiable para una aseveración tan seria —se permitió objetar la cabra Ludmila.

La ruda matriarca me miró mal desde el primer momento. Probablemente le molestaba mi aire rutilante y cosmopolita que tanto chocaba con la sencillez de su atuendo y su casa.

—No hay ninguna duda. La serpiente, antes de morir, escribió su nombre en fenicio. Tengo aquí las fotografías.

Ante el asentimiento de mi madre, repartí las instantáneas que había sacado y las distribuí entre las curiosas Omar. Al tiempo que iban pasando de mano en mano, un murmullo de incredulidad se adueñó de la sala. Mi madre, puso orden.

—Perdona, Selene, me gustaría que Ingrid explicase lo que sabe acerca de Baalat y sus poderes.

La salamandra Ingrid se caló sus gafas, sacó una hoja amarillenta de sus papeles y comenzó a leer.

—El carburador averiado... —Ingrid calló en seco; se trataba de una factura de la reparación de su viejo coche—. Disculpadme.

Al darse cuenta de su error, tuvo que vaciar su bolso hasta dar con el documento que buscaba y que por fin encontró, pringado de caramelo y con un dibujo de una margarita pintada de colores chillones en el margen izquierdo.

—A partir de ahora os pido una sola cosa. No la nombréis más. La llamaremos la dama oscura.

Ingrid era una estudiosa algo despistada que perdía constantemente sus piedras y sus pócimas y envolvía los bocadillos de sus hijos con los apuntes de sus últimas investigaciones. A pesar de eso y del barullo constante que armaba su numerosísima prole, era respetada y oída en congresos y convenciones. Ingrid tenía una voz simpática, acostumbrada a cantar canciones infantiles y a narrar cuentos de miedo. Se dirigió a nosotras como si fuéramos las alumnas de una escuela primaria.

—Baalat no tiene cuerpo —susurró—. Su carne y sus huesos fueron destruidos hace veintiún siglos. Pero Baalat existe. Su espíritu, su energía y su fuerza se pueden apropiar del cuerpo de un muerto, un niño o un animal. ¿Por qué? Porque carecen de voluntad o tienen su autoestima muy débil. Baalat fue una experta en las artes de la nigromancia, la que adivina el futuro a través de los muertos y se sirve de ellos para sus propósitos. Y por esa razón es la Odish más peligrosa. Otras Odish han desaparecido con la destrucción de su cuerpo, no pueden ni podrán corporeizarse más. En cambio la dama oscura profetizó su regreso antes de que su cuerpo fuera reducido a cenizas. Según los datos que poseemos sobre la fuerza de los conjuros nigrománticos, la sola mención de su nombre puede convocar energías suficientes para que posea la forma..., por ejemplo..., de una mosca.

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