Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
—¿Un dios? —aventuré vacilante.
No sabía cuál era el juego de Meritxell y estaba a la defensiva.
—Su nombre significa Odio.
—Furia —la corregí con rapidez.
—¿Furia? —preguntó sorprendida—. ¿Cómo lo sabes?
En ese momento podría haber sido valiente y haber confesado a mi amiga que me lo había explicado Gunnar, y que nos habíamos besado, y que habíamos hecho el amor, y que luego él desapareció y ahora no sabía a ciencia cierta qué pasaría. Pero no lo hice. Sentía una secreta complacencia por saber que Gunnar me había dado más claves a mí que a ella para comprender la metáfora del poder de su Odín. Y decidí mantener el secreto.
—Por la traducción. Es algo así como arrebato o inspiración. Odín imprime luz y fuerza a los actos heroicos, como la poesía, la guerra y la sabiduría.
—Qué envidia me das.
—¿Yo?
—Me gustaría haber leído tanto como tú.
—¿Por qué?
—Para poder explicarle historias a Gunnar.
Meritxell me confiaba sus temores, sus inseguridades. Podría haberme negado a escucharlos, pero sus flaquezas eran mis privilegios. O eso pensaba yo en aquel momento. Me estaba comportando como una miserable araña atrayendo a mi red a la pobre mariposa para aprisionarla.
—¿Le gustan las historias?
—Se sabe muchas. A veces a su lado me siento un poco estúpida. Yo sólo sé dibujar.
Meritxell se arrebujó a mi lado como una niña pequeña. La abracé.
—¿Le quieres mucho?
—Si Gunnar me dejara, me moriría.
Me asustó su convicción.
—No seas trágica.
Meritxell me miró con sus ojos moteados de amarillo, como una florecilla.
—Me moriría de pena.
La imaginé exánime, blanca como el papel, desangrándose de tristeza.
—No digas tonterías.
—No digo ninguna tontería. Cuando murió mi madre, comencé a adelgazar, a adelgazar hasta quedar convertida en un esqueleto. Estuve a punto de morir, me tuvieron que internar y alimentar por sonda. Continué viviendo por obligación, hasta que conocí a Gunnar. Con él recuperé las ganas de vivir.
La imagen me golpeó con más fuerza que todas sus palabras anteriores y surgió de dentro de mí esa absurda actitud proteccionista hacia los más débiles. En aquellos instantes me sentía muy unida a la pena de Meritxell e inconmensurablemente más fuerte que ella para enfrentarme a la adversidad. Yo, una bruja iniciada, era más capaz que la tierna Meritxell de superar la ausencia de Gunnar. Yo había sido educada para sobrevivir sin la compañía de un hombre, como mi madre, como mi tía, como tantas y tantas Omar. Yo no moriría de pena. Yo sentiría rabia y gritaría, pero no me abandonaría hasta morir.
Y me comprometí:
—No te dejará.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo no le permitiré que te deje.
Meritxell estaba admirada.
—Eres muy capaz. Eres valiente y atrevida.
Y no me di cuenta de que acababa de comprometer mi palabra con mi rival. Me tomó de las manos.
—¿Hablarías con él?
Entonces comencé a comprender.
—¿Quieres que hable con Gunnar?
Meritxell asintió y me abrazó.
—Anoche regresó muy tarde a la fiesta y estaba distante...
Me quedé helada. ¿Intuía algo Meritxell de lo que había sucedido entre Gunnar y yo? ¿Me estaba tendiendo una trampa? ¿Me pedía realmente que intercediese entre su amor y ella? ¿A mí, a la persona que se había interpuesto?
—¿Te dijo algo?
Meritxell afirmó.
—Que había estado dando un largo paseo, que había pensado mucho y que quizá nos habíamos precipitado.
Me llevé la mano al corazón. Palpitaba con tanta intensidad que a la fuerza Meritxell tenía que oírlo. Retumbaba. Golpeaba mis costillas, se me quería salir por la boca.
Gunnar me prefería a mí, y me quería.
Pero... ¿y yo? ¿Qué haría yo sabiendo que estaba privando a mi amiga de lo único que la había hecho revivir tras la muerte de su madre?
Me debatía entre el deber y el deseo. Pero también me aliviaba pensar que el destino, a través de Meritxell, me ofrecía una segunda oportunidad para actuar como una Omar y restituir mi falta. No tendría que haber intervenido con mi vara torciendo la voluntad de Gunnar. No tendría que haberle ofrecido mi filtro. Jugué sucio y conseguí su amor con malas artes. Y de pronto lo vi todo fácil, sencillo. Había vivido una maravillosa noche de amor, pero había sido una noche robada. Le pertenecía a Meritxell. Se la devolvería y así yo recuperaría la paz, y ella, la estabilidad.
Con la connivencia de Meritxell, telefoneé a Gunnar y quedamos para vernos en un lugar tranquilo y charlar. Gunnar me invitó a su casa.
Sin embargo las cosas nunca son tan sencillas como las planeamos.
Gunnar vivía solo, en un loft cálido con suelos de madera de abedul y paredes cubiertas de estanterías repletas de libros.
Me abrió vestido despreocupadamente con unos vaqueros, unas sandalias y una camisa de cuadros sin abotonar, con las mangas dobladas por encima del codo, los brazos robustos, cubiertos de un vello rubio. Me rodeó la cintura con su mano derecha y me atrajo hacia él con firmeza mientras con la izquierda cerraba la puerta tras de mí. Me flaquearon las piernas y se me nubló la vista. Todos los propósitos que me había hecho de devolverlo a los brazos de Meritxell se esfumaron. Sin mediar palabra nos besamos. Sólo le oí murmurar, mientras me cogía en brazos, que era un hombre con hamindje por haberme conocido. Luego supe que quería decir suerte.
¿Suerte?
Gunnar se consideraba afortunado por haberse enamorado de mí. Meritxell se creía afortunada por ser mi amiga. Y yo los quería a los dos y me negaba a renunciar al uno o al otro. Deméter lo hubiera considerado codicia. Tía Criselda lo hubiera bautizado como gula. La prima Leto lo hubiera llamado capricho. Yo sabía que era un dilema.
Cuántas equivocaciones cometemos. A cuántos infelices arrollamos en nuestra loca carrera por sobrevivir.
Me veía obligada a atropellar a uno o a otro. Y lo peor, lo más complicado era que tenía que resolverlo yo sola. No podía contar con Deméter ni con el clan. Las había traicionado. El uso indebido de la magia estaba duramente castigado.
De momento decidí parchear la situación.
Al salir de casa de Gunnar le rogué que no le dijese nada a Meritxell sobre lo nuestro, que lo mantuviéramos en secreto hasta que Meritxell estuviese preparada para asimilarlo.
Gunnar mordisqueó mi cuello. Me tomó la cara con sus grandes manos y me obligó a mirarlo.
—No me gusta mentir.
Sus ojos azules centelleaban. Me hizo sentir mal.
—No te pido que mientas, sólo te pido que no le digas la verdad.
Gunnar chasqueó la lengua.
—La verdad es necesaria siempre. En mi tierra no se admite la traición.
Me sentí peor que un gusano, pero mi miedo a enfrentarme con el dolor de Meritxell me obligó a insistir.
—No te pido que seas traidor, te pido que no digas nada. Déjame que hable con ella y...
—Y prolongues su sufrimiento —sentenció Gunnar con acierto.
Yo sabía que no iba errado, pero también que a veces la verdad hiere como un cuchillo y en cambio el tiempo ayuda a diluir el dolor. Por eso insistí.
—Ahora Meritxell respira a través de tu amor. Si se lo quitas de golpe quedará sin oxígeno. Se tiene que ir acostumbrando poco a poco a prescindir de ti.
Gunnar era tozudo.
—Duele menos una mano cortada que una espada bailando sobre tu mano eternamente.
Sus metáforas guerreras me asustaban. Mi vikingo era impetuoso y leal, pero si blandía la espada de la verdad con la furia de un berseker despedazaría el corazón de la pobre Meritxell.
—Por favor te lo pido, hazlo por mí. Mantén en secreto mi nombre. Aléjate lentamente de Meritxell.
Y accedió.
A Meritxell le planteé que Gunnar tenía una crisis de nostalgia por su tierra y que dudaba entre echar raíces en el Mediterráneo o regresar a las brumas del Norte y al hielo de donde procedía; que quería tomar una decisión pronto y que no quería involucrar a nadie.
Meritxell parpadeó asombrada.
—¿Y por qué no me lo dijo?
—Para no preocuparte.
—Es absurdo.
—Los hombres son bastante absurdos.
Meritxell sonrió.
—Si quiere volver a Islandia, le acompañaré.
Me quedé de una pieza.
—¿Estás loca? Ese viento gélido, el largo invierno, la noche eterna...
—¿Y qué?
—Te marchitarías como un lirio en la nevera. No puedes trasplantarte a otra latitud, a otro clima.
—Te equivocas. Nací en los valles de Ordino, mi tierra es el Pirineo.
Y aunque Meritxell parecía delicada como una flor de invernadero, era cierto. Había crecido entre montañas, nieve y temperaturas extremas. Seguramente aprendió a esquiar sin apenas saber caminar y jugó con el trineo en el patio de la escuela.
—¿Y la lengua? Jamás te acostumbrarías a su lengua.
—¿Es muy difícil?
—Dificilísima: escandinava con influencias germanas y sajonas.
Meritxell palideció. Había encontrado su talón de Aquiles.
—Soy negada para las lenguas.
La vi dudar e insistí en el punto que me parecía más frágil.
—¿Y la luz? Durante seis meses no verías la luz.
Meritxell, pintora y amante de la luz, perdió pie.
—¿Cuánto tiempo?
Fui yo quien no comprendí la pregunta.
—¿El qué?
—¿Cuánto tiempo necesita Gunnar para pensar?
—Un mes —respondí sin titubear.
Meritxell asintió.
—Está bien.
Me asombré de mi capacidad de mentir, de mi aplomo para resolver un problema que había creado yo misma.
Tenía un mes para decidir qué hacía con mi amor y mi amiga. Y, estúpida de mí, creí que era la única que tenía la voluntad para decidir. No concebía que los demás tomasen decisiones por su cuenta.
* * *
Selene calló y Anaíd se dio cuenta de que había oscurecido y de que Clodia, con los brazos en jarras y un estilo muy siciliano, las había interrumpido.
—Mamma mia! ¿Aún estás así?
Selene miró su reloj y se quedó atónita.
—Es tardísimo.
Anaíd se angustió. Faltaban unos minutos para la fiesta. Pronto comenzaría a llegar la gente. Los bocadillos estaban acabados y el local a punto, pero ella no se había cambiado.
Y mientras corría de la mano de Clodia hacia su casa para embutirse a toda prisa un top y unos pantalones de licra, iba degustando lentamente la historia de amor imposible que le estaba explicando Selene.
—Si tú te enamorases de mi novio sin saberlo, ¿qué harías? —le preguntó a Clodia a bocajarro.
—Ya me ha pasado.
Anaíd palideció.
—¿Qué dices?
Clodia le señaló una figura que descendía de una moto y las saludaba con la mano.
—Me acabo de colgar de ese chico. Está como un queso.
Anaíd enrojeció como un tomate.
—Me parece... que es Roc, ¿no? —añadió Clodia guiñándole un ojo.
Era Roc.
—¡Y si no te lo ligas rápido, me lo quedo yo!
Pero Anaíd no era rápida ligando. Estaba tan nerviosa en su fiesta, en su primera fiesta, que se veía obligada a charlar todo el rato, a servir, a hacer de anfitriona, a moverse de aquí para allá y a tener las manos ocupadas. Eludía las sombras y los silencios y apenas salía a la pista de baile.
La fiesta era un éxito. Había marcha, buena música, mogollón de bebidas y buen rollo. La gente bebía, reía, bailaba y algunas parejas comenzaban a perderse por los rincones. Clodia fue a incordiarla.
—¿Ésa de los pantalones piratas es Marion?
—Sí.
—Pues no le quita el ojo de encima a tu Roc.
—¿Y a mí, qué?
Anaíd estaba arreglando una fuente de canapés y manoseaba compulsivamente los de foie—gras y queso.
—Lo tuyo es patológico —le susurró Clodia al oído—. Los has cambiado de orden cinco veces. Deja de marear los bocatas y vete con Roc.
Anaíd lo miró a hurtadillas. Como siempre, estaba rodeado de chicas y de amigos. Explicaban algo divertido, reían.
—Está ocupado, ¿no lo ves?
Clodia tomó a Anaíd de la mano y la llevó hasta el rincón donde estaba instalado el equipo de música. Allí, entre los bailes, el sintonizador y centenares de discos, se parapetaba un pringado con tendencias autistas y aparato corrector en los dientes, que miraba la fiesta de lejos.
—¿Cómo te llamas? —le entró Clodia.
—Jonatan.
—Es un nombre muy bíblico, muy majo. Oye, Jonatan, ¿me podrías llenar un vaso con naranjada y una pizquita de vodka y esperarme ahí, junto al foco?
Jonatan, hipnotizado, fue incapaz de asentir. Simplemente salió volando a cumplir los deseos de Clodia.
—Has ido a saco —se admiró Anaíd.
Pero entonces Clodia, de un manotazo, lanzó todos los compact discs al suelo. Anaíd se enfadó.
—¿Tú estás tonta? ¿Por qué los tiras?
—Para que te entretengas con algo. Es tu castigo por no saber divertirte.
Y desapareció riéndose y dejando a Anaíd confusa y desconcertada. ¿Se había vuelto loca Clodia? ¿Había bebido alguna poción extraña?
Se agachó con ganas de estrujar el cuello a su amiga y maldijo la hora en que la invitó a su fiesta. Lo único que había podido comprobar es que Clodia continuaba tan simpática y sociable como cuando la conoció, mientras que ella aún miraba la vida desde la barrera, sin atreverse a dar el salto. ¿De dónde sacó las fuerzas para enfrentarse a los peligros de las brujas Odish y liberar a su madre del mundo opaco si luego era incapaz de enfrentarse a ese pánico escénico que sentía en presencia de un chico?
Arrodillada, ofuscada y tanteando el suelo con las manos, buscaba inútilmente el disco de Lorenna MacKennit que tocaba pinchar enseguida cuando el timbre grave de una voz conocida la paralizó.
—Clodia me ha dicho que estás en apuros.
Anaíd levantó la cabeza lentamente y se le fundieron los plomos: a pocos centímetros de su cara, los ojos negros de Roc la inspeccionaban desde la oscuridad. Podía notar su aliento, oía su respiración.
—¿Qué ha pasado?
Afortunadamente estaba muy oscuro y Roc no pudo darse cuenta de su apuro.
Iba a inventarse alguna excusa convincente pero no hizo falta. Roc se agachó a su lado y comenzó a ayudarla.
—Menudo follón.
—Ha sido un accidente —murmuró Anaíd avergonzándose de su poca imaginación y de lo absurdo que era calificar de «accidente» la caída aparatosa de un centenar de compact disc perfectamente ordenados.