Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
No respondimos a las llamadas de la puerta ni del teléfono, no reparamos en que hubo una tormenta, no recuerdo ni el resplandor de los rayos ni el fragor de los truenos. Esa noche el mundo dejó de existir.
Me quedé en su casa. A lo mejor fueron dos días, a lo mejor fueron tres. ¿Para qué contar el tiempo? No nos importaban las horas, ni las estaciones, ni el curso de los días y las noches. No nos preocupaba si en la ventana lucía el molesto sol primaveral o las estrellas se enseñoreaban del firmamento. Nos era indiferente que lloviese, tronase o se hundiese el mundo. No existía nada excepto nosotros y nuestro amor.
Gunnar me arrullaba con sus canciones y me relataba hermosas sagas de su isla cubierta de glaciares y volcanes. Su voz era tan dulce que yo cerraba los ojos y me transportaba a los escarpados fiordos medio ocultos en las brumas, a las cambiantes colinas pobladas de trolls y dragones, y me bañaba junto a esos sorprendentes geiseres que surgían por ensalmo de la tierra e inundaban con sus chorros de vapor los valles helados. Y me fui enamorando poco a poco de esos paisajes inquietantes que él tanto añoraba.
—Me siento como un heinejar, en el Valhalla, muriendo cada noche en la batalla del amor y despertando al sonido de tu llamada de valquiria cada mañana.
—¿Un heinejar? ¿El Valhalla? —preguntaba yo, que ya comenzaba a acostumbrarme a las metáforas vikingas de Gunnar.
—Soy un guerrero que he llegado al paraíso y tú eres una valiente hija de Odín que me amarás eternamente.
—¿No eras Odín?
—Si lo prefieres puedes ser mi caballo.
—No, gracias, que tiene ocho patas.
—Pues sube y agárrate fuerte.
Y en nuestros sueños yo cabalgaba por los cielos a lomos del veloz Sleipper abrazada a Gunnar y él me mostraba el lago Lögurin habitado por un monstruo, el volcán Snaefellsjökull que conduce al centro de la tierra, las aguas hirvientes de las cuevas de Grjótagjá y las cascadas de Godafoss por las que los islandeses lanzaron a sus dioses paganos. Todos esos lugares ya me eran familiares de tanto oírlos nombrar y sentía la misma añoranza que Gunnar por verlos.
Luego cabalgué por los sueños de Gunnar al lugar que descubrió su antepasado Eric el Rojo. A la fría Groenlandia donde llegaron los vikingos en sus barcos mil años atrás, inscribieron sus runas y conocieron a los inuits, los esquimales que viajaban en trineos conducidos por perros y cazaban focas y osos para comer su carne, calentarse con su grasa y abrigarse con sus pieles.
Y nuestros sueños culminaban en un territorio blanco, incólume, inhóspito y hermoso.
Un desierto helado.
Pero nuestro encierro duró poco. A pesar de que Gunnar descolgó el teléfono y no contestó al timbre de la puerta, yo comencé a recibir insistentes llamadas telepáticas de Deméter a las que en un principio me negué a responder, pero que acabaron por ser tan agudas que me causaron jaqueca. No podía bloquearlas, no podía aislarme y me vi forzada a abandonar la calidez de los brazos de Gunnar y a enfrentarme con mi madre.
Temía salir de esas cuatro paredes. Algo me decía que, en cuanto pusiera los pies fuera del refugio de madera, la tormenta se desataría. Y así fue.
Antes de marchar, le pedí a Gunnar que me esperase. Volvería.
Deméter estaba airada y abatida. Pude leer en su mirada que había pasado algo terrible. Me recibió con recelo, grandes medidas de seguridad y una frialdad exasperante. Tenía en su mano un recorte de prensa, pero antes de enseñármelo me preguntó a bocajarro.
—¿Fuiste tú? —y su pregunta contenía un deje acusatorio que no le conocía.
—¿Yo?
—¿Te peleaste con Meritxell?
No podía negarlo, pero su agresividad me puso a la defensiva.
—No te importa, yo no te importo.
—Sí que importa y tú me importas mucho.
Me sublevé.
—¿Por eso me has usado como escudo de una Omar importante que está destinada a grandes heroicidades?
—Ya no.
—¿Ah, no? ¡Qué lástima! Debe de ser que las oráculos confundieron su destino.
Mi madre estaba extrañamente rígida, hierática.
—Tal vez sí.
La miré retándola.
—¿Y puede saberse qué destino tiene reservado la tierna Meritxell que todas debemos proteger?
Deméter se tensó en su silla.
—Concebir a la elegida.
—¿Quieres decir que será la madre de la elegida de la profecía?
—Eso dijeron los oráculos, eso indicaba su carta astral.
Creo que sufrí un mareo. ¿Meritxell estaba señalada para ser la madre de la elegida de la profecía? Entonces, a lo mejor su embarazo era cierto... Me asusté. El rostro de Deméter no presagiaba nada bueno.
—¿Por qué me has llamado?
Deméter volvió a desconcertarme.
—Antes de que sea definitivo, dime la verdad, Selene. ¿Fuiste tú?
Aunque me sentía culpable por lo sucedido, mi desconcierto pudo más y fui incapaz de decir nada.
Deméter desplegó el recorte de prensa y me advirtió:
—Tienes que esconderte inmediatamente. A partir de ahora no podrás hablar con nadie ni moverte de donde yo te diga.
Le arranqué el recorte de prensa de las manos y topé con una fotografía de Meritxell bajo el titular:
Joven muerta en extrañas circunstancias
La escueta crónica que seguía la devoré en pocos segundos.
La joven Meritxell Salas, estudiante de Bellas Artes, fue hallada muerta en el piso de estudiantes que compartía con dos compañeras. Presentaba herida por arma blanca, y en la habitación y el cuerpo de la víctima había signos de violencia. Los vecinos alertaron a la policía, que, tras hallar el cadáver y precintar el recinto, tomó declaración a la estudiante Carla Rossell, que se encontraba ausente en el momento de su muerte. Si bien no se descarta el robo u otros móviles, la policía busca a Selene Tsinoulis, la otra joven que compartía el domicilio con Meritxell Salas y que, hasta el momento, se encuentra en paradero desconocido.
Creí que era una broma, una broma macabra, algo así como un montaje de mentira. La fotografía de Meritxell era antigua y estaba sonriente, llena de vida. En cambio los titulares hablaban de una joven muerta hacía tres días, de un arma blanca, de una herida mortal, y de mí como sospechosa. Se habían confundido. Rogué a Deméter en silencio que me sacase de ese error, pero Deméter asintió gravemente.
—Una vecina llamó a la policía al oír gritos y golpes, una pelea. Cuando la policía llegó a la casa encontró a Meritxell con tu atame clavado en el corazón, sobre tu cama.
—No puede ser..., es imposible —creo que musité sin poder llorar.
Mi madre continuó.
—En la habitación no quedaba títere con cabeza, todo estaba revuelto y fuera de lugar. Meritxell presentaba arañazos en la cara y en sus uñas tenía restos de mechones del pelo. Allí había habido una pelea.
—Peleamos, sí, discutimos, sí, pero... —balbuceé— yo no la toqué...
—Carla dijo que cuando os dejó tú tenías tu atame en la mano.
Me indigné.
—¿Carla cree que fui yo?
Deméter callaba. Temblé. ¿Ella también dudaba?
—¿No creerás a Carla?
—Ha sido muy duro y tú no respondías a nuestra llamada.
Yo no podía asimilarlo. Una muerte nunca es fácil de asimilar, pero aún lo es menos si la culpa te remuerde la conciencia y tu madre hurga en ella.
—¿Crees que he sido yo?
Deméter no se alteró.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Por qué te escondiste?
—No me escondí, me olvidé de todo.
—Intenta pensar con tranquilidad, Selene, todo te inculpa.
Lo intenté, pero la cabeza me bullía y no podía razonar con claridad.
—Es imposible, Meritxell no puede estar muerta... Es horrible...
Deméter asintió.
—Yo la vi. Efectivamente, era horrible.
No podía ser que mi propia madre dudase, tendría que haber pruebas, algo que delatase al verdadero culpable.
—¿Y la autopsia?
—La doctora Bauman se presentó para realizar la autopsia haciéndose pasar por médico de la familia. El atame se clavó en su corazón. Pero Meritxell estaba acribillada a pinchazos. El primer diagnóstico de los forenses apuntaba drogadicción; apenas le quedaba sangre.
—¿Una Odish?
—Eso parece.
Eso significaba que toda su decadencia y su debilidad no eran atribuibles a su pena de amor ni a su supuesta anorexia. Estaba siendo víctima de una Odish que había ido robando lentamente la vida de sus venas.
—¿Baalat? —musité con un hilillo de voz.
—Creemos que sí —afirmó Deméter—. Pero eso ahora es lo de menos. Tenemos que cambiar tu aspecto y darte una nueva identidad.
Eran demasiadas cosas para digerirlas. Meritxell muerta, una Odish muy cerca de nosotras y yo sospechosa de asesinato.
Deméter se levantó de la mesa de la cafetería, me cogió del brazo y, con muchas precauciones, me llevó a un piso franco. Yo caminaba como una sonámbula y la dejaba hacer. La dejaba conducirme, guiarme y llevarme donde ella quería. Como siempre.
Carla estaba clasificando las pertenencias de Meritxell con los ojos enrojecidos de tanto llorar. Había amontonado sus cosas sobre una cama. Allí estaban sus pinturas, sus cómics a medio dibujar, sus libros de Islandia y su pequeña Lola, asustada y hecha un ovillo en un rincón de la jaula. Me acordé de su petición. Lo último que me pidió cuando aún estaba viva: «¿Cuidarás de Lola mientras yo no esté?»
No estaría nunca más. Saqué a Lola de su jaula y la acaricié mojándola con mis lágrimas. Por fin estaba llorando.
—¿Cómo puedes fingir pena? —me acusó Carla—. ¿Cómo puedes ser tan mezquina?
Yo palidecí y busqué la connivencia de Deméter, pero Deméter se mantuvo al margen, observando mi reacción, sin intervenir.
—¿Me estás acusando?
Carla estaba enardecida.
—Tú tenías el atame en la mano cuando os dejé. Una hora después, Meritxell aparece muerta con tu atame en su corazón.
—No fui yo.
—Ella estaba en tu habitación, en tu cama, con la cara llena de arañazos, el pelo arrancado a mechones y las mejillas húmedas de lágrimas...
Me sentí mal, muy mal, pero me revolví contra Carla y Deméter.
—Meritxell enloqueció. No quería dejarme marchar y comenzó a romperlo todo y a arrancarse el pelo desesperada.
—¿Por qué? —inquirió Deméter.
—Gunnar me quiere a mí.
Carla me señaló.
—Era su novio y ella se lo quitó, por eso discutieron y acabó clavándole el atame.
Quise morirme. No era posible que algo que yo había vivido pareciese tan falto de argumentos, tan poco sólido que hasta yo misma dudase de mis palabras. Cómo era posible que otra persona —excepto yo— odiase a la dulce Meritxell. ¿Quién discutió con día? ¿Quién se peleó? ¿Quién le quitó su amor? ¿De quién era el atame? Todo me acusaba.
Deméter recitó la versión oficial con voz cansina:
—Los vecinos alertaron a la policía por los golpes y los gritos... Dijeron que había alguien con ella cuando murió. Dijeron que pedía auxilio, que gritaba, pero no vieron a nadie.
Vi el cielo abierto. Nadie me había visto.
—¿Lo ves? Yo no estaba, yo me fui enseguida.
Sin embargo Carla me acusó con su dedo índice.
—¡Fuiste tú!
Me tapé los oídos con las manos. No quería escuchar más acusaciones. No podía resistir ese embate.
—¿Y tu atame? ¿Qué hacía tu atame en su cuerpo? —preguntó Deméter—. Una Omar nunca se desprende de su atame ni se lo deja a otra bruja.
Carla dio un paso amenazador hacia mí.
—Tú la mataste. Responderás ante las matriarcas.
Me dirigí a Deméter:
—Di que no es cierto.
Pero Deméter no lo desmintió.
—Tienes que dar tu versión. Carla está dando la suya. Tendrás un juicio justo.
—No quiero ningún juicio. Soy inocente.
Deméter me miró con dureza.
—Recuerda que la policía te está buscando y que ya me has causado muchos problemas. Demasiados.
—Los problemas son míos.
—Y yo los soluciono, pero antes lo hacía porque creía en ti.
—¿Y ahora ya no crees en mí? Soy la misma, digo la verdad, no he matado a nadie, no he usado la fuerza ni la magia. Dejé a Meritxell con vida.
—Demostraremos tu inocencia si tienes pruebas, aunque mi reputación quedará manchada para siempre.
Era eso. Deméter me involucraba en sus guerras, me usaba como peón, me metía en el ojo del huracán y me reprochaba sus fracasos. Lo único que le importaba eran el poder, la tribu y el clan.
—Prepara tus cosas, Selene, nos iremos inmediatamente de aquí.
—¿Adónde?
—A un lugar seguro hasta que seas juzgada por la tribu.
Sentí angustia. Si las Omar formaban un tribunal para llevar mi caso, tendría que permanecer incomunicada durante meses, me interrogarían y toda mi vida sería motivo de sospecha. Diseccionarían mi relación con Gunnar minuto a minuto, saldrían a la luz mi engaño, mi embrujo, mi provocación, mi culpa. No podría soportarlo.
—¡No quiero que me juzguéis!
—No me obligues a actuar por la fuerza —me advirtió Deméter—. Todo se llevará con mucha discreción.
La odié.
Yo no quería ser como ella ni quería pasar el resto de mi vida sacrificándome ante la conveniencia de la política.
Yo quería huir lejos, amar a Gunnar y olvidar que fui una bruja.
Y eso hice.
* * *
Selene detuvo el coche bruscamente y dejó caer la cabeza sobre el volante.
—Estoy agotada.
Anaíd comprobó que su madre llevaba mucho rato conduciendo y que se había parado en el aparcamiento de un motel de carretera. Se desperezó lentamente y movió las piernas y los brazos entumecidos. La historia de Selene la había absorbido tanto que no se había percatado del paso de las horas.
La muerte trágica de Meritxell todavía la tenía conmocionada.
—No comprendo una cosa. Si Meritxell era la destinada a ser la madre de la elegida..., ¿por qué lo fuiste tú?
Selene calló y se apeó del coche. Recogió con sumo cuidado una pequeña maleta y respondió evasivamente.
—A veces los destinos se interfieren.
—Pero... ¿estaba embarazada Meritxell?
Selene arrastró la maleta y suspiró.
—Nunca lo pregunté.
—¿Por qué?
—Porque hay cosas que preferimos no saberlas. ¿No te ha pasado nunca?
Anaíd recordó todo el tiempo en el que creyó que Selene, su madre, era la elegida y que a su alrededor las sospechas sobre su traición se multiplicaban. Era cierto. No quiso preguntar, no quiso saber para no desesperarse y para no dejar de quererla.