El desierto de hielo (4 page)

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Authors: Maite Carranza

BOOK: El desierto de hielo
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Fui incapaz de inventar una excusa convincente y farfullé alguna incoherencia. Comenzaba a darme cuenta de que había jugado con fuego. Nunca mejor dicho.

Esa misma noche se presentó Deméter en casa.

Mis amigas no conocían a Deméter. Ése era el trato. Nos citábamos a solas y no interfería en mi vida siempre y cuando yo no pusiese en peligro a la comunidad. Ella respetó su pacto hasta que yo lo rompí.

Carla y Meritxell no daban crédito. Si yo les había resultado curiosa, Deméter las dejó sin aliento. Tendrías que haber conocido a tu abuela entonces. Había una sola palabra que la definía: «imponente». Deméter era alta, pero su altura era lo de menos. Imponían la fiereza de sus ojos grises, el peso de su cabello rubio ceniza que llevaba trenzado hasta la cintura, el movimiento envolvente de sus manos y el tono firme y autoritario de su voz. Aunque llegué a sobrepasarla unos centímetros en altura, siempre me sentí pequeña a su lado. Era un sentimiento de impotencia, de debilidad. Deméter era muy fuerte.

Se presentó en mi piso sin avisar y en cuanto la vi supe que llegaba dispuesta a llevarme con ella. No tenía ni idea de cómo demonios se había enterado de mi imprudencia, pero por algo era una bruja.

Y supe también que, esa vez, no se saldría con la suya.

Deméter, mi madre, husmeó la habitación como una verdadera loba. Buscaba la presencia, por remota que fuese, de alguna bruja Odish. Por fin se sentó frente a mí, cara a cara.

—No había ninguna necesidad, Selene.

—Ya lo sé, ya lo sé. Me he equivocado, lo siento.

—No es suficiente con decir «lo siento». El mal ya está hecho.

—No es posible que las Odish me localicen sólo por provocar un poco de calor en una sala gélida. Tía Criselda prepara los pasteles sin horno. ¿Lo sabías?

—Pero tú no eres tía Criselda. ¿Lo sabías?

Ése era el problema. Yo era especial. Yo era una niña marcada, yo había sido señalada por la pitonisa como alguien peligroso. Yo había sido atacada por una Odish al cumplir siete años y desde entonces había vivido protegida, vigilada y prisionera de todas las Omar. Estaba harta de sentirme controlada. Ansiaba la libertad, el anonimato, considerarme una mortal y basta.

—No lo haré más, te lo juro.

—Ya no puede ser, Selene. Lo has estropeado.

—Mamá, por favor... —supliqué.

Deméter era inflexible. Le había prometido no hacer ningún uso de la magia sin la supervisión de otra Omar. Vivía voluntariamente desvinculada del clan de las hormigas, que se reunían en la ciudad. Rechacé asistir a sus reuniones y convencí a Deméter de la conveniencia de permanecer de incógnito. Quería ser una chica normal que estudiaba la carrera que quería y vivía con otras chicas normales. Deméter me había apoyado con reparos. Y ahora, por una estupidez, se había acabado todo. Mi libertad había durado apenas unos meses. Deméter daba marcha atrás y pretendía que volviese a ser una bruja vinculada a la comunidad, dedicada en cuerpo y alma al clan, pendiente de la tribu, de los sabaths y los esbaths, de las rencillas entre las matriarcas y de las persecuciones de las Odish.

—Vendrás conmigo la noche de Imbolc. Nos reunimos en Cadaqués.

Y sentí que se me hundía el mundo bajo los pies. Deméter me ordenaba que renunciase a lo único que me ilusionaba en aquellos momentos.

—No puedo, es la fiesta de Carnaval.

—Ya es hora de que participes en un sabath de fraternidad.

Conocía los relatos maravillosos del sabath de fraternidad de las lupercales que se celebraban en las escarpadas costas del cabo de Creus. Hasta allí, en un promontorio barrido por el frío viento del Norte, la Tramontana, y batido por la espuma de las olas, volaban brujas del clan de la loba, la paloma, el águila, la hormiga, la salamandra y la carpa. Deméter, que además de mi madre era la gran matriarca de la Península, estaba en pugna con la matriarca gala del clan del águila y quizás en ese sabath se dirimiría el liderazgo de la tribu. No me importaba. Durante muchos años había soportado sus rencillas y sus peleas y estaba harta de sus historias. Me importaban un bledo.

Me levanté y la reté.

—No iré. Ya he cosido mi disfraz.

—¿Qué disfraz?

—Mi disfraz...

A lo mejor me tembló la voz; seguramente dije la palabra «disfraz» con miedo, porque inmediatamente recordé el sacrilegio que había cometido disfrazándome de la diosa y se me ocurrió que tal vez su influjo maligno había levantado mi mano para que efectuase el embrujo. Esperé en vano que Deméter no se diese cuenta de mi apuro. Pero Deméter era una bruja y no era cualquier bruja. Deméter podía interpretar mis angustias y leer mi azoramiento.

Enseguida lo supo. Buscó el disfraz hasta dar con él y, sorprendentemente, al tomarlo en sus manos no se mostró airada ni irritada. La palabra que mejor podía definir el parpadeo de sus ojos, el rictus de su boca y ese leve temblor de sus manos era «miedo». ¿Deméter estaba asustada?

En ocasiones las hijas creemos que las madres son infalibles, que no se arredran por nada, que no sienten miedo ante nadie. Cuando vi que Deméter temía a la diosa, me crecí. Fueron unos instantes, pero fueron suficientes.

—¿Cómo ha ocurrido, Selene?

—¿El qué?

—¿De dónde te ha surgido la idea de vestirte como Baalat?

Y entonces descubrí que no temía a la diosa, ya que se atrevía a pronunciar su primer nombre; lo que temía era que yo hubiese caído bajo el influjo de su poder.

—No creo en ella. Por eso lo he hecho.

Deméter se derrumbó.

—Sabes su historia. Sabes que Baalat, la gran Odish de Biblos, reinaba entre los antiguos fenicios y exigía sacrificios humanos.

—Lo sé.

—Y que era en realidad la cara de Baal, el dios carnicero sin voluntad que ella suplantó.

—Lo sé.

—Y que fue conocida como la Gran Hechicera, puesto que su belleza era comparable a la de Venus y Afrodita.

Lo sabía, claro que lo sabía, no había oído otra cosa desde que era una niña.

—Conozco su leyenda. Sé que enloquecía a los hombres y los alejaba de sus esposas. Que provocaba el hambre, marchitaba las plantas y traía consigo la muerte. Que invocaba a los muertos. Que fue el azote de las brujas Omar. La que más doncellas Omar degolló antes que la Condesa Erzebeth. La que más bebés Omar devoró, la que destruyó al clan de las ciervas, las jirafas y las escorpiones.

—No es ninguna leyenda. ¿Por qué la provocas convocándola?

—Porque no me da miedo. No creo en Astarté.

Y entonces Deméter perdió los estribos y me cruzó la cara con un sonoro bofetón.

—¿Cómo te atreves tú a pronunciar uno de sus nombres?

Se me encendió la mejilla, pero no lloré. Notaba las lágrimas calientes que pugnaban por salir y hacían que me escocieran los ojos. Pero no lloré. Yo era orgullosa y no quería que Deméter me viese llorar. Al revés. Levanté la cabeza con altanería y la reté por segunda vez:

—No iré contigo a celebrar la noche de Imbolc.

—Dame tu vara —me exigió mi madre por toda respuesta.

Y al entregársela, le entregué una parte de mí. La que supuestamente yo rechazaba, la única que había conocido hasta aquel momento. Retirar la vara a una bruja significaba un gran castigo. Y un peligro. Tal vez no sepas que sin nuestra vara las brujas Omar quedamos desasistidas, a merced de cualquier ataque de una bruja Odish. Por eso Deméter me desconcertó. Si era mi madre, ¿cómo podía abandonarme a mi suerte?

—¿Quieres que las Odish acaben conmigo?

Deméter me dejó fría con su respuesta.

—¿Las Odish? Para ti no existen las Odish. La dama de Biblos no ha existido nunca.

Era una prueba. Deméter me estaba poniendo a prueba. Así pues le seguí la corriente y le entregué mi vara. Sabía que ceñiría mi cinturón aún con más fuerza y que antes de marcharse formularía un conjuro de protección para mí. Pero me equivoqué. Sentí que el calor del escudo protector que oprimía mi vientre, y al que estaba acostumbrada desde muy niña, se diluía hasta desaparecer.

—¿Qué haces? —murmuré asustada.

—Te privo de tus cadenas. Eres libre.

Sentí pánico. La libertad puede producir auténtico pánico si no estás acostumbrada.

Agitó su propia vara y musitó unas palabras mortecinas, como su mirada. Noté un enorme vacío que me produjo vértigo. Deméter había hecho desaparecer la protección que siempre me había envuelto.

—Ahora eres libre. Libre de pronunciar el nombre de la diosa si quieres.

Y se fue dejándome desnuda e indefensa.

Quería darme una lección. Estaba convencida de que yo me moriría de miedo y de que acudiría a ella inmediatamente, llorando, para rogarle que me protegiese y accediendo a todas sus condiciones. Y lo hacía a sabiendas de que realmente me exponía a un peligro real. Y lo hacía consciente de que estaba retando al destino y a la pitonisa de mi profecía.

Deméter era dura como el pedernal. Lo malo es que me había educado en la dureza y yo, le pesase o no, era su hija. A cual más tozuda.

Esa noche, nada más salir mi madre por la puerta, penetró una corriente de aire gélido en la casa y un súbito escalofrío me recorrió el espinazo. Al cruzar mi mirada con Carla, tuve que bajar los ojos. Me sentía débil. Me sentía mal.

¿Así se sentían las mortales?

Creo que en el momento en que invoqué el nombre de la diosa el hálito del mal se coló en mi vida. Y ahí comenzó mi historia. Mejor dicho: nuestra historia.

Aún faltaba una semana para la fiesta y estábamos de exámenes. Una combinación terrorífica. Frío, mal rollo, desconfianzas y aburridísimos apuntes cazados a última hora y fotocopiados de cualquier manera.

Se había abierto la primera fisura entre Deméter y yo y no tenía ninguna intención de repararla, porque entonces no sabía que las fisuras, si no se reparan a tiempo, se van resquebrajando hasta transformarse en grietas. Yo era muy joven y estaba dispuesta a llegar hasta el final. Aunque no supiera exactamente dónde estaba el final.

Lo que sí sabía es que en aquellas circunstancias era incapaz de aprobar ni un examen. Me ocurría una cosa muy extraña. Me sentía tan desnuda y desprotegida que temblaba como una hoja y apenas podía dar dos pasos seguidos por la calle sin detenerme y darme la vuelta angustiada por las miradas que sentía a través de mi ropa. Bajo ninguna circunstancia podía sentarme ofreciendo mi espalda a la mirada de otros. Los ojos ajenos no sólo me incomodaban; me producían picor, arañazos, hasta dolor. Algunas miradas eran fieras como flechas envenenadas. Siempre, durante toda mi vida, había vivido protegida del mal de ojo y ahora mi madre me dejaba desvalida y expuesta a todos los peligros del mundo. No podía comprender cómo Carla o Meritxell andaban tan frescas a mi lado sin preocuparse de quién o quiénes caminaban tras ellas ni de quién o quiénes clavaban sus miradas en ellas. Llegué a parecer una loca, y el día que me obligaron a sentarme en primera fila en el aula donde se convocaba el examen de Historia Contemporánea tuve que levantarme a los pocos minutos con la hoja en blanco, sin haber tenido tiempo de responder ni a una sola pregunta. Fue una lástima. Era un examen que había estudiado y seguro, segurísimo, un examen en el que podría haberme lucido y haber sacado una buena nota. Me sabía todas las preguntas, así que salí hecha una furia. No hay nada que produzca más rabia que no poder cumplir con tus expectativas cuando están ahí mismo.

Se me ocurrió que era una venganza de Deméter por haberme negado a estudiar Medicina. Mi madre quería que siguiese la tradición familiar y que me dedicase a la Obstetricia. Mejor que comadrona, médico. El árbol genealógico de las Tsinoulis estaba atestado de comadronas y yo me había pasado la vida rodeada de partos, parteras, llantos de bebés recién nacidos, toallas empapadas en sangre y placentas palpitantes. Estaba muy acostumbrada a todo eso y sabía ayudar a controlar la respiración de una contracción, a cortar un cordón umbilical o a palpar la posición de un bebé encajado. Ya tenía asumido que de mayor yo también traería niños al mundo y ayudaría a parir a sus madres. Todas las brujas Omar lo creían: mi tía Criselda lo creía, mi prima Leto lo creía y mi madre Deméter también lo creía.

Hasta que ocurrió la desgracia de Leto y yo la presencié.

Todavía hoy me siento incapaz de rememorarlo. Me costó mucho olvidar aquella escena tan terrible. Un día te lo explicaré, ahora no puedo. Sólo sé que tras el parto de Leto me pasé noches y noches llorando desconsoladamente. No podía asumir la angustia de convertirme en comadrona y traer al mundo criaturas monstruosas. No podría dedicarme a ese oficio imaginando, parto tras parto, que algún día asistiría a una madre desconsolada, a un hijo deforme, a una muerte inevitable, a la impotencia de no poder ayudar a ninguno de los dos. Por eso, sin decírselo a nadie, decidí que no sería comadrona ni médico. Que no asistiría a parteras y que me dedicaría a viajar y a escribir. Por eso me matriculé en la facultad de Periodismo y tuve mi primer enfrentamiento con Deméter.

De eso hacía ya algunos meses y de nuestra primera discusión salí muy bien parada. Deméter era innovadora y aceptó que durante mis estudios viviera sola en la ciudad, acompañada de muchachas mortales, sin involucrarme excesivamente en las tareas del clan y procurando pasar lo más inadvertida posible.

Los tiempos estaban revueltos. Nuestras astrónomas vaticinaban que la llegada de la elegida estaba próxima y las Odish, que habían permanecido ocultas e inmóviles durante años, comenzaban a dar signos de vida. Si era cierto, si la elegida llegaba, la guerra de las brujas se recrudecería. Y Deméter tenía demasiado trabajo dirigiendo la tribu como para además tener que ocuparse de mí.

Me encerré en casa al salir del examen y me metí en cama. Suerte tuve de contar con la dulce Meritxell. Enseguida se dio cuenta de mi angustia y me hizo compañía dibujando a mi lado, ofreciéndome su lápiz para que me distrajese, enseñándome a garabatear siluetas y ahuyentando mis miedos. Y lo consiguió.

Hasta ese momento pensaba que Meritxell era una buena compañera de piso que aparecía los domingos por la noche trayendo bajo el brazo leche, mantequilla y tostadoras de oferta, y que nos llenaba las paredes de estrellas y lluvia. Pero esa semana descubrí que además era paciente, cariñosa y que podía ser una buena amiga. No tenía prisa y ahí radicaba la magia de su compañía. De ese tiempo junto a Meritxell aprendí que una verdadera amiga no debe tener nunca prisa. Con el primer rayo de sol, Meritxell se sentaba junto a mi cama, con sus carpetas de dibujo, y me traía leche con galletas. Se disculpaba por no saber cocinar, pero era un detallazo. Me consolaban más su conversación, su risa y sus dibujos que toda la comida del mundo.

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