Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
Dicho esto, Ingrid hurgó en sus bolsillos y sacó un puñado de canicas, chicles y un martillo de juguete. Tomó el martillo y, sin mediar palabra, aplastó una mosca que se encontraba sobre la mesa. La recogió con mucho cuidado sujetándola con los dedos pulgar e índice y la mostró a todas las contertulianas.
—Fijaos en el peso y el tamaño. Una sola mención puede proporcionar la fuerza que la dama oscura necesitaría para mover este cuerpo. Para materializarse por ejemplo en un cuerpo de mujer adulta, necesitaría ser mencionada por cien mil personas.
—¿Simultáneamente? —preguntó Valeria.
—No es necesario. Pero tened en cuenta también que la proyección de su imagen o la fuerza del pensamiento de quien reflexiona sobre ella pueden ser potencialmente más peligrosas que nombrarla. Y lo peor...
Todas callamos expectantes. Ingrid se quitó las gafas.
—Lo peor sería mantener un diálogo con ella. Ésa es la forma de reconocerla y alimentarla. Una verdadera bomba de relojería que dependería también del rango y la fuerza de la Omar con la que se comunicase.
Lil, poéticamente, fantaseó sobre su poder.
—La sangre de la primera víctima le proporcionó la fuerza para encarnarse en la criatura asesina de su siguiente crimen. De esa forma debió de causar la matanza de la noche de Imbolc. Tras cada muerte hizo acopio de más fuerzas y ahora su energía debe de ser inmensa. Si son treinta y nueve víctimas, pensemos que eso le permite vivir...
Todas se horrorizaron por el cálculo.
La vieja Lucrecia, una serpiente nonagenaria tan sabia como las rocas milenarias del volcán Etna de donde procedía, encendió con sumo cuidado una pipa y chupó lentamente mientras hablaba.
—Y yo me pregunto, ¿cómo consiguió la dama oscura materializarse por primera vez? ¿De dónde extrajo la fuerza necesaria para hacer acopio de la sangre que necesitaba?
Sentí cómo me temblaban las piernas. Ésa era la misma pregunta que yo me había hecho. ¿Era yo la culpable?
Y de pronto, solemnemente, Deméter se puso en pie.
—Bien. Debo deciros algo muy doloroso para mí.
Me miró y se señaló a sí misma.
—Pongo mi cargo de matriarca recién electo a vuestra disposición. Por eso os he convocado a todas y por eso también he hecho venir a mi hija Selene.
Yo palidecí. Creía que Deméter me había invitado con la intención de exponer los resultados de mi investigación. Pero no. Todo había sido más premeditado, más sucio.
—Mi hija Selene, de quien soy absolutamente responsable, fue quien, con su inconsciencia, convocó la fuerza de la dama oscura para corporeizarse.
Todos los ojos se posaron en mí. Sentí cómo el mundo se hundía bajo mis pies, cómo la vergüenza me inundaba, cómo los reproches arañaban mi ropa, pellizcaban mi piel y golpeaban mi conciencia. ¿Por qué mi madre me había tendido esa trampa? ¿Por qué no me advirtió de su intención?
Lil, inteligente y sensitiva, advirtió mi total desconcierto y se apiadó de mí.
—Deméter, ¿no habías avisado a tu hija de este juicio público?
Mi madre asintió.
—Selene no sabía nada.
La voz de Ludmila no sonó tan piadosa como la de Lil:
—Dinos, Selene, ¿cómo la convocaste?
Quise ponerme en pie, pero las piernas no me obedecían. Quise mirarlas a los ojos, pero el cuello no me sostenía la cabeza. Quise llorar, pero las lágrimas se empeñaban en permanecer secas.
Valeria me tomó la mano, me transmitió su fuerza y sentí un derroche de energía instantáneo.
—Selene —susurró Valeria—, la dama oscura utiliza muchos subterfugios. Una vez consiguió que una Omar egipcia celebrase un ritual de purificación para deshacerse de ella. El efecto fue el contrario. Se creció en su poder.
Fuesen las palabras de Valeria, su mano o el calor de su valentía, por fin me levanté y alcé la cabeza.
—Sentí un impulso muy grande de disfrazarme de ella la noche de Carnaval. Y lo hice. Durante unas horas fui la dama oscura y todos los que me miraron la vieron a ella.
Esta vez Deméter bajó la cabeza.
—Yo descubrí su intención y se lo prohibí, pero a pesar de mi prohibición me desobedeció. No he sabido educar a mi hija y no merezco ser vuestra matriarca.
Y entonces me eché a llorar como una tonta por la actitud de mi madre. Mi madre se avergonzaba de mí y lo decía públicamente. Yo era el gran engorro de su vida y de su carrera. Yo había ensuciado su inmaculado expediente y ahora se lavaba las manos abandonándome a un juicio público. La vi capaz de clavarme su atame si así lo decidían las matriarcas. En aquellos instantes yo era una desconocida. Y estaba más sola que nunca.
De golpe se me mezcló todo, el amor perdido de Gunnar, la pena de Meritxell y el rechazo de Deméter, un cóctel tremebundo para llorar durante semanas.
—Selene, por favor, ¿puedes esperar fuera? —pronunció con voz ronca la anciana Lucrecia, que por edad era quien había recogido el atame que Deméter había depositado sobre la mesa.
Salí de la sala temblando y aquejada de un ataque de llanto incontrolable. Deméter no levantó ni una ceja. Valeria, en cambio, me acompañó solícitamente y, una vez fuera, me abrazó y me consoló con una dulzura que yo no había conocido nunca en mi propia madre.
—Es el ritual, tontina, es el protocolo. No eres culpable de nada. Eres alocada y algo egocéntrica, ésos son tus defectos, los que Baal aprovechó para filtrarse en tu conciencia y servirse de ti.
Yo sabía que por una parte tenía razón, pero por otra eso no me eximía del todo de mi irresponsabilidad y tampoco me consolaba sobre la dureza del trato de mi madre.
—¿Te gusta mirarte al espejo? ¿A que sí?
Miré a Valeria y asentí. Éramos tan diferentes. Ella, a sus veinticinco años, se apasionaba por bucear en las profundidades marinas y observar de cerca a los calamares mutantes. Yo me moría por besar a Gunnar, bailar hasta reventar y lucir sortijas de brillantes en las manos. Yo era infinitamente más superficial y vulnerable que Valeria.
—Me gusta que me miren —sollocé.
—Y lo consigues, preciosa, lo consigues seguro.
—Soy presumida y caprichosa.
—¿Y...? —inquirió Valeria.
—Y mala —dije deseando a la vez que me corrigiese.
Y así fue.
—No eres mala, Selene, eres impulsiva y no te avergüenzas de tu belleza; por eso tendrás problemas, con los hombres y las mujeres.
—Ya los tengo.
—¡Vaya, sí que empiezas pronto!
Dejé de llorar y me dispuse a explicarle a Valeria mi situación desesperada, cómo, sin saberlo, me había enamorado del novio de mi amiga y había provocado que tres personas fuéramos infelices, pero nos interrumpió Ludmila que, muy secamente, me indicó con un gesto que entrase de nuevo en la sala.
—Cuando quieras te vienes a pasar unas vacaciones en Taormina. A veinte metros bajo el agua los problemas desaparecen..., te lo aseguro —me susurró Valeria animándome a entrar en la lúgubre sala.
Valeria era un encanto, una chica con la que se podía contar. En cambio las matriarcas estaban serias. Deméter volvía a lucir la vara en sus manos. Así pues, no habían aceptado su dimisión.
Ludmila, por ser la anfitriona, tomó la palabra.
—Selene, no hemos considerado una falta grave tu desobediencia si tenemos en cuenta que fuiste utilizada por la dama oscura. Sin embargo, creemos que tu carácter y tu destino nos obligan a tomar precauciones sobre tu persona.
El corazón me dio un vuelco y no pude dejar de preguntar:
—¿Mi destino? ¿Cuál es mi destino?
Las matriarcas se miraron preocupadas. Ingrid intervino con un tono ligero.
—En realidad tu destino, hija mía, es bastante cafre. Dice que causarás muerte y destrucción.
—¿Muerte y destrucción? —repetí incrédula mirando a mi madre.
Deméter me aguantó la mirada y me respondió:
—Selene, las profecías y los destinos pueden ser interpretados desde diferentes puntos de vista. Como brujas Omar, estamos obligadas a conocer los destinos de nuestras hijas, aunque también estamos obligadas a ser cautas ante el fatalismo que conllevan determinadas aseveraciones. A veces los destinos se cumplen interfiriendo en otros, a veces la muerte trae consigo la esperanza.
Me sentí fatal y las miré a todas con reproche.
—Vosotras ya lo sabíais. Sabíais que yo cometería algún acto reprobable pero no sabíais cuál, y tampoco sabíais por qué ni para qué, y por eso no me lo impedisteis ni me lo advertisteis. Soy parte de una cadena, de un experimento.
Deméter palideció repentinamente y yo me envalentoné.
—Sois tan culpables como yo.
Deméter me pidió calma y me dio la razón.
—Hemos llegado a esa misma conclusión y por eso mi dimisión no ha sido aceptada y tu castigo irá destinado a protegerte en el futuro.
—¿A protegerme?
—Junto con Ingrid, te encargarás de recopilar toda la información acerca de la dama oscura para prevenir futuras agresiones. De esa forma te protegerás de ella y nos protegerás a nosotras.
Me quedé sin habla. Eso suponía seguramente cambiar de ciudad, dejar los estudios, abandonar a Meritxell y sobre todo... alejarme de Gunnar.
—Pero... —aventuré.
Deméter me fulminó con su mirada.
—Regresa a Barcelona y ya recibirás órdenes.
—No puedo abandonarlo todo por...
—¡Selene! —gritó Deméter con una autoridad capaz de poner firme a un ejército de hunos.
Callé y me retiré tras el saludo ritual y las palabras de despedida en la lengua antigua. Lucrecia me hizo una advertencia antes de cerrar la puerta:
—Selene, tu voluntad puede dominar el lado oscuro de tu espíritu.
Unas y otras no paraban de recordarme que yo era pasto fácil de las tentaciones Odish.
Hubiera querido dormir esa noche con Valeria y charlar largamente sobre mi gran dilema entre mi amor y mi amiga, pero quien compartió habitación conmigo fue mi madre. Yo estaba muy dolida con ella.
—No me moveré de Barcelona, ¿me oyes?
—Hablaremos con más calma otro día.
—¿Por qué me enviaste a Urt?
—Para que hicieras el reportaje.
—¡Mentira! Me enviaste para que viera con mis propios ojos lo que había provocado con mi inconsciencia.
—Tal vez...
—Y luego me engañaste haciéndome venir hasta aquí.
—Es posible.
—¿Cómo quieres que te crea si no me dices toda la verdad?
—Tú tampoco.
—¿Y qué quieres saber?
—Lo que a toda madre le gusta saber: cómo te van tus estudios, quiénes son tus amigos, si estás enamorada, cuáles son tus sueños.
—¿Cuándo quieres que hablemos?
—Ahora, por ejemplo.
Deméter no propiciaba la confidencia. Me interrogaba con un cuestionario delante. Estaba seria, rígida, no se abría a los sentidos, no transpiraba complicidad. Lo intenté, pero no pude. Mi respuesta fue tan seca como su pregunta.
—No pude presentarme a tres exámenes y me han concedido un aplazamiento.
Deméter me atravesó con la mirada.
—¿Y ése es el motivo desesperado por el que no puedes dejar la ciudad?
Dudé unos instantes. Antes muerta que hacer partícipe a Deméter de mi historia de amor.
—Una amiga mía me necesita.
—¿Qué amiga?
—Meritxell.
De pronto Deméter cambió su actitud completamente y mostró un verdadero interés.
—¿Qué le ocurre?
—Tiene problemas.
—¿De qué tipo?
—Pues, de falta de amor...
—¿Está deprimida?
—Sí.
—¿Y come?
—No mucho.
—¿Duerme?
—Mal. Tiene pesadillas.
Deméter parecía preocupada.
—Cuídala. Cuídala mucho. Esa chica es muy frágil y necesita que alguien como tú le eche una mano.
Me molestó. Deméter se preocupaba más por Meritxell que por mí. ¿La había conmovido quizá su aspecto? ¿La convenció su aire desvalido?
En algunos momentos tenía la certeza de que yo era la hija que Deméter no hubiera deseado por nada del mundo. Yo era una equivocación.
Yo estaba equivocada y me estaba equivocando.
Tenía que solucionarlo.
Al regresar con mi maleta estaba dispuesta de una vez por todas a olvidar a Gunnar para siempre y alejar me de Meritxell. Convivir con ella era ver a Gunnar a todas horas. Era un sufrimiento innecesario, una verdadera tortura.
Sin embargo Meritxell no me lo permitió. Me recibió afectuosamente, y me besó diciéndome que me necesitaba y que sin mí el piso parecía triste y vacío.
En apenas una semana Meritxell había desmejorado mucho. Había perdido el color de las mejillas y el brillo de sus ojos dorados. Decidí quedarme hasta que mejorase.
Carla me explicó que ese fin de semana se había quedado en la cama, escuchando música, con la única compañía de Lola. No tenía anorexia, pero estaba deprimida. Presentaba todos los síntomas. No se peinaba, olvidaba ducharse, no acariciaba a su mascota, sufría insomnio y metía la ropa en su armario sucia y arrugada. Había dejado de interesarse por su aspecto, por la comida, por las clases, por la pintura, y una mañana descubrí que había dejado de alimentar a la pequeña hámster, que vagaba hambrienta y abandonada por la casa.
Comenzaba a ser preocupante y pensé en un médico, un mortal, porque yo sólo conocía médicas Omar, pero Meritxell —supongo que para no destapar su embarazo— se negó en redondo a dejarse visitar.
La obligué a comer y, en connivencia con Carla, le preparamos concentrados vitamínicos. Carla había suavizado el trato y daba muestras de preocupación real. Fue ella misma quien propuso ponerse en contacto con el padre de Meritxell y me pidió que, mientras tanto, no la perdiese de vista. Luego intentó animarla y la convenció para asistir a una vernissage en el Paseo de Gracia, como hacía antes. Meritxell asintió, se guardó la invitación en el bolso y salió de casa para, al cabo de unos metros, regresar sobre sus pasos y cambiar el rumbo de su ruta. La seguí con cautela y comprobé que en lugar de acudir a la sala de exposiciones se encerraba en una cafetería mirando las lámparas del techo y disolviendo eternamente un azucarillo en una taza de té mientras controlaba los segundos y los minutos que le faltaban para regresar a casa y mentir a Carla sobre esa visita que no había hecho.
Fue un descubrimiento sorprendente. La dulce Meritxell mentía. Así pues, si le mentía a Carla, bien podía haberme mentido a mí también. A lo mejor continuaba viéndose con Gunnar. Me obsesioné de tal forma que me convertí en su guardiana y en su vigilante.