El desierto de hielo (9 page)

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Authors: Maite Carranza

BOOK: El desierto de hielo
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Era noche cerrada. Tras haber cambiado de autobús en Jaca, y tomado tan sólo un triste bocadillo y un café con leche, llegué a un sitio llamado Urt, un lugar remoto donde el tiempo se medía por las campanadas de la torre de la iglesia y donde aún no había aparecido ni el teléfono.

Entonces me pareció el fin del mundo. Y lo era. Sin pistas de esquí ni turismo de aventura, nadie se animaba a perderse en aquel pueblecito de casas de piedra y tejados de pizarra donde cuatro viejos conservaban sus vacas y sus ovejas y los jóvenes, menos aún, vagaban a lomos de su tractor como vaqueros solitarios.

¿Una bibliotecaria en aquel lugar?, me pregunté asombrada. Sin embargo, por las chimeneas de las casas habitadas salía un humo de leña acogedor que olía a encina y a tomillo e invitaba a calentarse las manos al abrigo de la lumbre. ¿Cuántos fuegos arderían en Urt? Y mientras bajaba del autocar y recogía mi ligerísimo equipaje, me entretuve en una tarea curiosa: contar los vecinos como se había hecho siempre, por sus fuegos. Las familias eran eso, un fuego crepitante y unas manos extendidas a su alrededor. Lo que se llamaba un hogar. Una olla colgada sobre la lumbre y muchas horas por delante, un largo invierno a veces, para contar historias, leyendas, cuentos, canciones. Sentí nostalgia de lo que nunca había tenido. Un hogar. Una familia. Una casa. A pesar de las apariencias, Urt me sorprendió. Había niños, había vida y el futuro palpitaba en cada una de las piedras milenarias que guardaban los secretos de las invasiones que a lo largo de los siglos habían penetrado en la Península a través de esos puertos pirenaicos.

Las otras Omar que acudieron al entierro y yo misma nos alojamos en un antiguo caserón que había sido residencia de paso del vizconde de la comarca en sus cacerías veraniegas. Su escudo de armas y un pesado portón de madera honraban su ilustre apellido. La casa era hermosa, recia, de altísimos techos, multitud de habitaciones y una enorme cocina decorada con preciosos azulejos, alrededor de cuya mesa nos reunimos la doctora Bauman, su hija Karen, estudiante de Medicina, y una docena de familiares y amigas de Elena que fueron llegando a lo largo de la noche. Todas estábamos desoladas por la pérdida de la niña.

Allí me enteré de las circunstancias del asesinato de la pequeña Diana. Era hija de Elena —a quien yo aún no conocía— y del herrero del pueblo, un joven recio, de anchos hombros y ojos negros como el carbón, con fama de bromista y cariñoso.

Diana acababa de cumplir un mes y Elena estaba loca de alegría con su pequeña, porque una oráculo etrusca le había vaticinado que sólo concebiría niños. Pero al regresar del coven de la noche de Imbolc, encontró a su bebé desangrado y con graves quemaduras, depositado en el mármol de la cocina. El horno de carbón todavía ardía y su hijo mayor, con los ojos abiertos y llenos de horror, velaba a su hermanita en silencio. Era el único testigo del crimen, tenía sólo un año y medio y se llamaba Roc.

La muerte de Diana estaba presente en todas las conversaciones. En otras circunstancias me hubiera derrumbado, pero estaba demasiado enamorada. A medida que me había ido alejando de Gunnar, en lugar de olvidarlo, palpaba su ausencia con tanta intensidad que le echaba de menos en cada bocanada de aire que me llegaba a los pulmones. Me faltaba el oxígeno de sus manos, de sus labios, del susurro de su voz en mi oído, del tacto de su piel en mi piel. Nunca me había sucedido nada igual. Por eso actué con diligencia y procuré cumplir con mi cometido lo antes posible, para poder regresar enseguida junto a Gunnar. Ni siquiera podía telefonearle para decirle que le quería, que me esperase; que cuando regresase me fundiría en un abrazo con él y no me separaría nunca más. Ojalá lo hubiera hecho. Aunque tampoco sé si hubiera podido evitar lo inevitable.

La distancia me había confirmado algo que yo no sabía cuando intercedí por mi amiga. No podía vivir sin Gunnar. Meritxell y la amistad pasaban a un segundo término. Le quería para mí sola.

Hablé con todas las Omar que pude y de todas obtuve el mismo testimonio. Elena, una loba joven —por entonces Elena tenía veintisiete años— vivía casi voluntariamente aislada en las montañas. Había un motivo que yo podía entender: se había enamorado de su marido, el herrero, y se había propuesto afincarse en ese pueblo hubiese o no hubiese otras Omar en las cercanías, libros en la biblioteca ni niños suficientes para leerlos. Ella, entrada en carnes, alegre, rebosante de vida y energía, ya se ocuparía de todo lo demás, incluso de llenar la escuela con sus propios hijos si era necesario. Y así lo hizo. O al menos, entonces comenzó a hacerlo.

Karen fue mi mejor informante. Políglota, viajera, impresionable y de mi edad, estudiaba primero de Medicina y Diana había sido su primer caso de estudio. Karen mostraba un gran interés por la ciencia médica y por las tradiciones de las Omar. Enseguida se me ocurrió que hubiera sido una hija perfecta para mi madre. Era obediente, discreta, estudiosa y sobre todo una bruja militante. Se quedó horrorizada al saber que yo había preferido ir de fiesta de Carnaval antes que celebrar la noche de Imbolc con los clanes.

Esa noche, en la habitación que compartíamos, tomé libreta y bolígrafo y la interrogué. Me relató con pelos y señales todo el proceso que vivió a su llegada a la casa un día antes. Al parecer, la misma Elena, antes de sufrir una crisis nerviosa, tuvo el valor y la sangre fría suficientes para tomar a la pequeña Diana en brazos, meterla en su cuna, cubrirla con la sábana y formular un conjuro de sueño para su marido. Bajo ningún concepto un mortal podía ver a la pequeña deformada. Pero su ofuscación le hizo olvidar al niño, a su hijo Roc.

Cuando Karen llegó con su madre, la doctora Bauman, encontraron al pequeño en el suelo de la cocina, muerto de frío, mirando fijamente el horno y repitiendo una y otra vez: «Mala, mala».

—Yo misma —me explicó Karen— lo envolví en una manta, le di una taza de caldo caliente y lo arrullé para que se durmiese, pero estaba tieso como un palo y me miraba fijamente con sus ojos negros, como si quisiese taladrarme. Repetía: «Mala, mala».

Me impresionó mucho esa reacción del pequeño y me prometí hablar con él al día siguiente.

Karen continuó con sus explicaciones y así me enteré de cómo actuaban las médicas Omar para borrar los indicios de la intervención de una Odish, antes de que los cadáveres se hinchasen horriblemente y se llenasen de llagas purulentas. Bauman y Karen maquillaron a la pequeña y se la mostraron al padre, que creyó ciertamente que había fallecido por muerte súbita, durante el sueño. Luego, tras el papeleo, se la llevaron. Karen me confirmó que, además de desangrada, tenía quemaduras en la cabecita, como si el cráneo hubiese sido introducido en el horno. Algo realmente espeluznante. Karen murmuró un detalle al que intenté restar importancia:

—Mi madre dijo que ése era el ritual fenicio del sacrificio de bebés. Los introducían en un horno antes de desangrarlos.

Tomé nota de su comentario con manos temblorosas y Karen continuó su relato.

Parece ser que Elena, la madre, aguantó y aguantó estoicamente limpiando la casa para recibir a las visitas y preparando comida para agasajarlas. La fortaleza de Elena llegó al límite y, cuando estaba ya cercana al derrumbamiento, llegó su hermana y le preparó el brebaje que la hizo dormir durante más de diez horas seguidas. Despertó sin recordar a Diana. Su hijita había desaparecido de sus recuerdos. La hermana de Elena rogó a su marido que no volviese a nombrarla, ya que el olvido, para la madre, era una forma de sobrevivir y que Elena juraría y juraría que nunca había tenido una hija. El marido accedió y Elena pasó página en su vida de madre, como tantas y tantas Omar que perdieron a sus bebés. Ni siquiera acudiría al entierro.

—Entonces Elena no me podrá ayudar.

—Ni se te ocurra interrogarla.

—¿Y el hermanito? ¿Y el pequeño Roc? —pregunté.

Karen se compadeció.

—Nadie le dio el brebaje, nadie le hizo demasiado caso. Ni siquiera su madre. Es muy chiquitín y a esa edad no hablan todavía, ni comprenden.

—Pero —deduje— es el único que sabe qué ocurrió.

Me propuse hablar con el niño al día siguiente y conocer a esa madre tan valiente, que había perdido a su hija, pero no había perdido la entereza.

Quise ir a dormir y soñar con Gunnar, pero Karen era muy charlatana y estaba encantada de conocer a otra loba de su misma edad y, para más honor, hija de la gran Deméter, la nueva jefa de la confederación de tribus de Occidente. ¡Y pensar que a mí me era del todo indiferente el cargo de mi madre!...

Karen me distrajo de mis recuerdos de Gunnar explicándome infinidad de anécdotas sobre su vida junto a su madre. Me habló de los muchos lugares donde había vivido. Claro que yo no me quedaba a la zaga. Nací en Olimpia, me crecieron los dientes en Heraklion, pasé mi infancia en Pompeya, crecí en Taormina, me hice mujer en Granada e inicié mis estudios en Barcelona. Teníamos muchos rasgos en común en nuestra biografía. La gran diferencia entre ambas era que Karen recordaba su infancia como algo único, irrepetible, feliz. Estaba orgullosa de ser una Omar y quería continuar siéndolo y vivir como su madre, de origen germano, que también había recorrido media Europa itinerante, nómada, aunque siempre vinculada a las montañas donde aullaban las lobas las noches de luna llena. Como en Ordino, un pueblecito de Andorra, donde pasó la adolescencia y de donde guardaba sus mejores recuerdos.

Lo que son las casualidades: Ordino era el pueblo de Meritxell. Le pregunté, pero la respuesta de Karen me dejó atónita.

—¿Meritxell Salas dices? No, no la conozco.

Creí que me tomaba el pelo.

—Es delgada, rubia, ojos cambiantes, irisados, muy dulce. Pinta y está estudiando Bellas Artes.

—No, no la conozco —insistió Karen.

—Ha vivido siempre ahí, en Ordino. Su padre es viudo y muy rico. Tiene una gasolinera y una tienda de electrodomésticos.

—Imposible. Vuelvo a menudo porque dejé buenos amigos. El dueño de la única gasolinera de la zona se llama Camps y tiene setenta y nueve años y tres hijos solteros. Y en Ordino no hay ninguna tienda de electrodomésticos.

Callé por si acaso. A lo mejor me había confundido de pueblo, aunque estaba segura de haber oído ese nombre en boca de Meritxell.

Antes de dormirnos Karen me hizo una confesión:

—¿Sabes? Me falta algo.

—¿El qué?

—Una amiga que comparta mis secretos conmigo. Una loba de mi edad que sepa lo complicado que es ser bruja.

—Ya, te entiendo. A mí también me pasa.

Y era cierto. Pero mi deseo no era tener una amiga. Mi deseo era amar a Gunnar siempre.

—¿Te puedo pedir algo?

—¿Qué?

—Ser tu amiga.

No respondí de inmediato. Últimamente las amistades me comprometían demasiado. Pero Karen era muy sincera y temí ofenderla si no respondía.

—Vivimos demasiado lejos, estudiamos carreras diferentes.

—Da lo mismo. Podemos compartir un sueño.

—¿Cuál?

—Reunimos de mayores aquí, en Urt, en esta casa.

Me hizo gracia.

—¿En esta casa?

—Está en venta, y a buen precio. ¿No te parece preciosa?

Me lo parecía, pero me reí.

—¿Piensas comprarla?

—¿Por qué no?

A lo mejor era cierto, a lo mejor necesitaba una amiga loba que compartiese conmigo mis cuitas.

—Por qué no —respondí.

Y nos dormimos. Creo recordar que soñé que Gunnar y yo vivíamos en la morada del vizconde, porque nos calentábamos las manos en la lumbre del hogar y yo acurrucaba mi cabeza sobre su hombro y le escuchaba contarme la historia de una sangrienta saga islandesa en la que una valerosa mujer vengaba a su padre y a sus hermanos sacrificando a su propio hijo por cobarde. Recuerdo también que en una cuna, junto a nosotros, había una niña llamada Diana. Y lo más sorprendente era que la pequeña Diana era nuestra hija, de Gunnar y mía, y aún estaba viva. Me desperté llorando.

El pequeño Roc tenía en efecto unos ojos grandes, negros y ardientes como las brasas de un carbón encendido. Me miraba con fascinación. Me escuchaba preguntarle una y otra vez qué había pasado con su hermanita. Pero el niño me tocaba el pelo con las manos gordezuelas y callaba.

Decidí reproducir la situación. Le tomé de la mano y lo conduje hasta la cocina. No quería entrar. Se quedó clavado en la puerta negando con su cabecita. Me dio mucha pena, pero tenía que hacerlo. Le cogí en brazos y entré con él. La expresión de su cara al mirar dentro fue indescriptible. Luego, al ver el mármol vacío, señaló con su dedito al horno.

—Mala, mala, vete, mala —gritó valientemente.

Me sorprendió su contundencia y aproveché para acribillarlo a preguntas:

—¿Quién cogió a tu hermanita?

—Mala.

—¿La conocías?

—Mala.

—¿Era una mujer, verdad?

—Mala.

Imposible. El pequeño Roc señalaba sin cesar el horno. Estaba alterado y nervioso. Se debatía en mis brazos y tuve que dejarlo en el suelo. Pero al soltarlo tuvo una reacción inesperada. Se precipitó hacia el horno, abrió la puerta de hierro e introdujo su manita dentro, y cuando iba a reprenderlo, me quedé sin habla. Roc había sacado una serpiente de dentro del horno. Estaba atontada, pero viva, y el niño, súbitamente envalentonado y con una inconsciencia propia de su edad, golpeó la serpiente contra el suelo.

Le salvé por décimas de segundo. Fui rápida en mis reflejos y lo agarré a tiempo de evitar que la víbora, súbitamente resucitada, le hincase el diente en la manita. Sin dudarlo un instante y con Roc a un lado y a salvo, me armé con el atizador y la golpeé con saña. Una vez, dos, tres, hasta que le aplasté la cabeza y su cuerpo sinuoso comenzó a agitarse en los estertores de la muerte.

Entonces sucedió algo angustioso.

La serpiente se retorcía y se desplazaba dejando tras ella un reguero de sangre. Pretendía llegar a la puerta, quizás huir. Sin pensarlo dos veces, cogí el enorme cuchillo que había sobre el mármol y de un tajo certero le corté la cabeza. Roc se echó a llorar y señaló con su dedito el rastro de la serpiente. Lo que aparentaban gotas de sangre eran en realidad extrañas inscripciones que resaltaban en el terrazo oscuro del suelo. Eran signos de un alfabeto. Se me erizaron todos los cabellos de la nuca. Aquel ser repugnante había trazado unas palabras antes de morir. La serpiente no era simplemente una víbora, era algo más.

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