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Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (20 page)

BOOK: El desierto de hielo
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Algunos eran estudiantes universitarios que trabajaban como pescadores en verano. Los demás, más curtidos, eran balleneros de siempre, mediana edad y carcajada a punto. Todos ellos miembros de una misma familia cuyo patriarca, el orondo Karl Harstad, nos recibió con efusivos abrazos y nos mostró con orgullo su pequeña embarcación de tan sólo ochenta pies de eslora, como me tradujo Gunnar.

Las perspectivas de viajar con la acogedora familia Harstad, versión masculina, me parecieron la forma más maravillosa de soltar amarras de mi vida anterior e iniciar un nuevo periplo hasta la isla de Gunnar. Una travesía sin mosquitos, sin policía y sin brujas Omar no me pareció una huida desesperada sino algo así como unas vacaciones.

Estaba equivocada.

Minutos antes de soltar amarras se personó el último marinero, un hombre de unos setenta años, delgado como un alfiler, la piel curtida y apergaminada por el sol y el yodo. Venía de beber en la taberna. Se notaba a la legua. Iba cantando y, petate al hombro, subió por la escalerilla con una agilidad inusual para su edad, hasta que, al ver a Gunnar, se detuvo como tocado por un rayo, lo palpó con incredulidad y gritó:

—Ingar, Ingar, soy yo, Kristian Mo, ¿te acuerdas?

Gunnar dibujó una sonrisa y le palmeó la espalda cariñosamente.

—Kristian Mo —deletreó concienzudamente, recordando.

Entonces el viejo marino lo agarró con una fiereza inusual y sus dedos, como ganchos, se prendieron de la camisa de Gunnar.

—¡Viejo zorro, borrachuzo, no te ahogaste!

Y sus ojillos lagrimeaban de emoción.

O había perdido la razón, o confundía a Gunnar. Y fue Gunnar quien le avisó.

—No soy Ingar —Gunnar nos guiñó un ojo a todos los que contemplábamos la escena—. Ingar era mi abuelo.

El viejo Kristian, enfadadísimo, no aceptaba que le llevasen la contraria.

—¡Por todos los diablos! Si yo digo que eres Ingar, es que eres Ingar.

Los bersekers del mar reían de la cogorza que llevaba encima el viejo Mo y a sus espaldas se mofaban representando la charada de su ronda tabernaria. Debía de haber vaciado todas las bodegas de Reine.

Gunnar intentó hacerle razonar.

—Soy Gunnar, nací en Islandia y mi abuelo me habló de ti. Dijo que eras el marino más tramposo y follonero del mar de Noruega.

Pero Kristian Mo era un cabezota.

—Eres Ingar, mi viejo amigo, el mejor bebedor de las Lofoten, el mejor tallador de caballos de Vesteralen, el vikingo descendiente de Erik el Rojo con más mentiras que explicar.

El patrón intervino conciliador. Tomó al viejo Kristian Mo por la espalda y la palmeó cariñosamente.

—Eso que dices de tu amigo Ingar, ¿cuándo sucedió?

Kristian Mo había perdido la capacidad de contar los inviernos. Pero había un indicador que no fallaba.

—¡Maldita sea! —se rascó la cabeza a la búsqueda de una respuesta—. Tenía todos los dientes, con Ingar abríamos las latas con la boca, como los hombres de verdad.

—Pues si tenías los dientes, calcula. De eso debe de hacer treinta años... ¿Cuarenta? Gunnar no había nacido.

Kristian Mo estaba borracho perdido, pero no era tonto. Se frotó los ojos con incredulidad.

—Es verdad... Ingar sería un viejo, como yo.

Gunnar sonrió.

—Tómate un par de cafés bien cargados y vuelve a mirarme.

Kristian Mo se llevó las manos a la cabeza, dolorida, y en el mismo momento en que los bersekers del mar soltaron amarras se lanzó sobre la borda y vomitó hasta la última gota del aguardiente que había bebido de más.

No fue el único. Durante ese viaje el barco no dejó de moverse y yo estuve permanentemente indispuesta, sin poder ingerir casi nada. Y nuestra indisposición, o la tristeza que se escondía tras los ojillos verdes y vivaces del viejo marino, despertaron mi ternura y nos hicimos buenos amigos. Kristian Mo amenizó mi viaje en el ballenero y me contó tantas historias que ni siquiera hoy puedo recordarlas todas.

Divisamos a las ballenas minke después de unos días de navegación. A diferencia de otras ballenas, no tenían surtidor y se necesitaba muy buena vista para distinguirlas. Los bersekers del mar se turnaron con los prismáticos, enfocando hacia una mancha oscura que se sumergía cíclicamente en las grises aguas. Coincidieron, era una manada de minke.

Inmediatamente, el buque se detuvo y los hombres se prepararon con sus fusiles y sus arpones. Debían pasar inadvertidos y esperar que un número suficiente de ejemplares se acercase al radio de tiro para disparar sobre ellas. Gunnar empuñaba su arpón como uno más y se acercó sigilosamente hasta situarse a mi lado.

—Las atacaremos por sorpresa. Es un espectáculo grandioso —cuchicheó a mi oído.

Tenía los ojos brillantes y se le había contagiado la facilidad de la carcajada. El trato con otros hombres lo había cambiado. Practicaba la camaradería y rehuía los detalles cariñosos conmigo en público, excepto a veces, a oscuras, cuando muy de tarde en tarde nos quedábamos solos en el camarote colectivo; entonces me besaba con ternura y sus labios sabían a salitre y a mar.

Esa tarde Gunnar no se avergonzaba de su debilidad por mi. Estaba ilusionado y quería hacerme partícipe de la emoción de la caza de las minke.

—¿Quieres que te enseñe a arponear?

No me veía con fuerzas ni de sostener el pesado arpón. Hacía una semana que no comía nada, pero no quería preocuparle. Gunnar no sabía de mi perenne mareo.

—Me da miedo.

—¿Miedo?

Y me besó con dulzura.

—¿Y ahora?

Sonreí. Ciertamente a su lado me sentía segura, cálidamente protegida, aun a pesar de mis mentiras.

—Mejor.

Gunnar tensó su brazo bajo la camisa y sus músculos se dibujaron nítidamente, empujando la tela. Era muy fuerte mi vikingo. Me hizo sentar entre sus piernas, como un cachorrillo.

—No te muevas, me traerás suerte.

—¿Yo?

—Eres mi sirena.

Y me quedé muy quieta, en el suelo, abrazada a sus piernas, procurando no mover ni las pestañas.

Pasaron las horas y descubrí que la inmovilidad cansa. Finalmente, poco a poco, las ballenas se confiaron y se fueron acercando al casco de nuestro buque. Retuve la respiración, como todos, hasta que el patrón dio la orden de disparar. Incluso hoy lo recuerdo perfectamente.

Gunnar se puso en pie, soltó un grito salvaje y lanzó su arpón con maestría. Los demás le imitaron casi al unísono, y la algarabía que se produjo fue espantosa. ¡Los gritos de dolor de las minke me taladraron los tímpanos! Morían y pedían auxilio desesperadamente, podía comprender su desconcierto y hasta notar las heridas. Lo peor fue un pequeño ballenato que había quedado solo.

Me tapé los oídos para no oírlo, pero aun así me llegaban con claridad sus llamadas desgarradoras a la madre muerta.

Gunnar me preguntó qué me sucedía. Yo gritaba, sin darme cuenta, y corría de un lado a otro de cubierta con las manos tapándome los oídos.

—¿No las oyes? —le pregunté.

—¿A quién? —me preguntó Gunnar, atónito.

—A las minke heridas —respondí.

Gunnar me miró como se mira a los locos.

—¿Quieres decir que las estás oyendo?

—¿Tú no?

—Claro que no. Es imposible. Las ballenas se comunican a través de ondas que los humanos no percibimos.

Palidecí. Sin embargo no había ninguna duda. Eran sus sonidos, sus voces. No insistí, pero me di cuenta de que el viejo Mo había oído nuestra conversación y de que me miraba de forma diferente.

Tal vez se trataba de otra treta de Deméter para ponerme en evidencia. No tenía conciencia de que las lobas Omar pudiésemos comunicarnos con las ballenas.

No pude soportar la escena del descuartizamiento. El hedor de la grasa y la sangre me produjo arcadas. Para dar un poco de tregua a mi olfato, me encerré en el camarote de popa acariciando a la pequeña Lola, viva, caliente y cercana. Gunnar entró empapado en sangre de pies a cabeza. Estaba preocupado por mi ausencia.

—¿Selene? Selene, ¿estás bien?

—Tengo frío —le avisé temblando.

Se sentó a mi lado y me tomó la mano.

—¿Te pasa algo? ¿Estás enferma?

—No, sólo estoy helada y cansada.

Gunnar no acababa de creérselo. Me sería difícil engañarlo más.

—Te veo muy pálida. Abrígate bien e intenta dormir.

—Anda, ve a ayudarlos —le sugerí al oír que lo llamaban en cubierta.

Gunnar se tenía que marchar, pero estaba preocupado por mí.

—Le diré a Mo que te haga compañía. Ahora duerme, pequeña.

Me dormí, muchas horas, inquieta, oyendo en sueños los llantos del ballenato. Al despertar, no estaba sola. Kristian Mo, el viejo marino, hacía guardia junto a mí. Me sonrió con su boca desdentada y me ofreció una cuchara mohosa que pretendía llenar de un líquido de una cantimplora. Lo rechacé, pero no se dejó acobardar.

—Tienes que comer algo, niña. No has probado bocado.

—No tengo hambre.

—Padeces el mal de mar; si no comes, morirás antes de que lleguemos a puerto.

Y tenía razón, el estómago no me permitía retener la comida y la vomitaba acodada en la barandilla, a espaldas de Gunnar, para que no se alarmase. Había adelgazado y el viejo marino se había dado cuenta.

—Toma, esto te protegerá el estómago de los humores malignos y te ayudará a vencer el mal de las aguas.

Le obedecí con respeto, dejándome llevar por el instinto, e hice bien. El jarabe que me ofreció tenía un sabor fuerte, amargo, y a pesar de que me produjo repugnancia, no pude echarlo fuera de mi estómago. Actuó inmediatamente como si fuese cola de zapatero. Aunque las náuseas me visitaban, ya no vomitaba. Luego me ofreció una ligera sopa de pescado, deliciosa, y unas migajas de bacalao. Se lo agradecí. Era un gran descanso notar cómo la comida permanecía en su lugar y me daba fuerzas.

—Gracias —musité débilmente.

Kristian me tomó el pulso y pasó su mano por mi frente. No le dejé muy tranquilo.

—Estás enferma —me confirmó.

Yo ya lo sabía y ante Mo no podía fingir. No había querido asustar a Gunnar, pero la debilidad y el mareo me iban consumiendo. Mo, atento, me había levantado las mangas de mi camisa y observaba horrorizado mis brazos acribillados de picadas infectadas.

—Mosquitos —dije.

Pero el viejo Mo negó con la cabeza.

—No son mosquitos —afirmó convencido.

Me asusté. Había pretendido olvidar las palabras de la hechicera sami, pero por segunda vez una idea horrible pasó por mi cabeza. ¿Estaba siendo víctima de una Odish? Recordé las palabras de la nutria. Creí que eran un chantaje, una amenaza para que regresara, pero la vieja Omar me había advertido de que Baalat me estaba desangrando.

No recordaba haber mirado a los ojos a ninguna mujer. No sentía el pinchazo agudo en mi corazón. Y sin embargo, la debilidad, las pesadillas, la presencia constante y amenazadora que yo había atribuido a Deméter... ¿Y si no fuese Deméter? Esos tentáculos...

¡Qué estúpida! Los signos eran evidentes. ¡Una Odish! ¡¡¡Baalat!!!

Comencé a temblar como una hoja.

Kristian Mo me acariciaba la cara con una ternura inusual.

—¿Las oíste de verdad?

No podía mentirle.

—Sí, oí gritar a las ballenas.

—Sabía que eras especial, como ella.

—¿Como quién?

—Como Camilla. Ella también las oía.

—¿A las ballenas?

—Me avisaba cuando se acercaban, nunca fallaba y lloraba cuando las arponeaba. Te pareces mucho a ella.

—¿A Camilla? —pregunté con miedo.

—En tu mirada, en tu secreto.

—¿Mi secreto? —pregunté atemorizada.

El viejo marino se inclinó sobre mí murmurando:

—Camilla tenía un secreto, por eso la mataron.

—¿Quién?

—Alguien. La policía dijo que había sido un asesinato. Estaba blanca, sin sangre. Cuando desembarco llevo flores a su tumba y hablo con ella. Y me responde. Me dice que me espera pronto.

—¿Quién era?

—Mi prometida, nos íbamos a casar.

Tuve una intuición inmediata. Tal vez su novia, Camilla, fuera... una Omar. Y decidí pedir ayuda al bueno de Mo. Era el tipo de persona que no me traicionaría, que no haría preguntas indiscretas, que aceptaría cualquier explicación por absurda que fuese.

—Kristian, tienes que ayudarme.

—Sí, bonita, Kristian te ayudará.

—Quieren acabar conmigo.

—¿Quién?

—Las brujas malvadas.

Tal y como esperaba, no se inmutó.

—No temo a las brujas.

—Esperan que yo duerma para atacarme; estas marcas me las han hecho ellas. Me están robando la sangre y la fuerza.

Mo me cogió las manos.

—El viejo Mo no te dejará como dejó a Camilla. Duerme. Yo velaré por ti.

Antes de cerrar los ojos, le hice una última pregunta:

—¿Ingar era tan guapo como Gunnar?

Mo me enseñó las encías de nuevo en una mueca que pretendía ser una sonrisa.

—Más aún. Las muchachas se arrojaban al mar por un beso suyo.

Me dormí soñando con el apuesto Ingar que no conocí y en mi sueño acabé por confundirlo con Gunnar. Me sucedía como a Kristian Mo, que equivocaba a unos y otros. El viejo marino, trastocado por la soledad, deseaba recuperar a sus muertos, a su amigo ahogado, a su novia asesinada..., y creía verlos en las pupilas de los vivos. Pero de una cosa estaba segura: de su fidelidad.

Me desperté a causa de los bandazos que daba la embarcación. O quizá no fue sólo eso. Tal vez tuve la premonición de que algo sucedía. Abrí los ojos y descubrí a Kristian Mo con una silla levantada a punto de golpear la cabeza de la pequeña Lola.

—¡No! —chillé.

Y mi grito fue providencial, puesto que Kristian Mo se desconcertó y Lola pudo escapar por milímetros.

—¡Esa rata estaba en tu cama! —gritó señalándola.

—No es una rata, es un hámster.

—Roedor repugnante. Se comen el grano, propagan la peste y muerden a los niños. Al agua con ellas.

Me sorprendió que emplease las mismas palabras que Gunnar, pero no me entretuve en reflexiones. Había acorralado a Lola contra uno de los ángulos del estrecho camarote. Yo ya había saltado de la litera y me interpuse entre ambos.

—Es mi mascota, duerme conmigo.

Y de nuevo el buque se escoró peligrosamente haciéndonos perder el equilibrio a ambos y facilitando que Lola se escabullese por debajo de nuestras piernas y se dirigiese hacia la puerta entornada.

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