Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
Gunnar dio un paso atrás, estaba asustado.
—¡¿Qué haces?! ¿Estás loca? Deja estos huesos. ¡Estás profanando una tumba!
Pero yo no era consciente de mis actos. Recuerdo que no le hice caso, simplemente me arrodillé frente a la tumba del rey Olafr y con la misma facilidad retiré la losa que la cubría. Deposité los huesos de Helga en ella y luego abrí los ojos incrédula.
Gunnar estaba horrorizado. Intenté razonar mi impulso.
—Me estaban pidiendo algo, me pedían descansar con Olafr.
Gunnar, nervioso, intentó tapar la losa, pero a pesar de su corpulencia no pudo hacerlo.
—¿Cómo demonios la has abierto?
Pero no le escuchaba. Helga aún no estaba en paz. Lloraba y de nuevo retuvo mi voluntad. Retiré un poco más la losa de la tumba de Olafr y me llevé la mano a la boca. ¡Allí no había restos humanos! Era una tumba vacía y los huesos de la pobre Helga habían topado de nuevo con la soledad.
—¿Por qué no está el rey Olafr enterrado aquí?
Gunnar no podía quitar los ojos de la cavidad.
—¿Se puede saber...?
—¿Dónde está el cuerpo de Olafr? —insistí.
Gunnar estaba confundido.
—Tal vez murió en una incursión guerrera y lanzaron su cuerpo al mar, o fue pasto de los lobos en la montaña o se calcinó con su castillo. ¿Y yo qué sé?
—Entonces, ¿por qué esa farsa de su tumba?
Gunnar se revolvió contra mí.
—¿Y tú de dónde has sacado esos trucos para mover piedras y comunicarte con los espíritus?
Había en sus palabras un deje acusatorio. Me eché atrás, acobardada. ¿Cómo era posible que me hubiese dejado llevar por ese impulso repentino? No podía explicármelo a no ser que... hubiese sido Deméter.
La duda perenne era la presencia de mi madre. Deméter deseaba alejarme de Gunnar, Deméter me empujaría a cometer errores para que Gunnar desconfiase de mí y me temiese. Deméter me quería sola y sumisa y de regreso al rebaño con la cabeza gacha. Controlaba mi voluntad en la distancia y manejaba los hilos de mi vida.
No, no lo conseguiría. Muchas brujas Omar habían urdido tretas para engañar a sus esposos.
Me eché a reír, haciendo teatro y fingiendo una hilaridad que no sentía.
—Lo he hecho bien, ¿no?
Gunnar aún no estaba convencido de mi supuesta farsa. Puse voz de falsete y gemí como un fantasma.
—¡Olaafr! ¡Me prometiste que compartirías la eternidad conmigo! Y en cambio me ha tocado de vecino el peñazo de mi marido Snorri que ronca como un cerdo.
Gunnar rió y me palmeó el culo como a una niña mala.
—Eres un trasto, no se te puede llevar a ninguna parte. Te traigo a un cementerio vikingo y me cambias los huesos de tumba.
—No lo haré más, lo prometo.
—A la próxima travesura te embarco de regreso con tu mamá.
Lo besé. Nunca fallaba. Hasta creo que conseguí hacerle olvidar la pregunta que me hizo al principio: ¿cómo demonios había conseguido mover las losas?
Nos alojamos en un diminuto hotel desde cuyas ventanas se divisaba el monte Aksla, pero a pesar de las hermosas vistas esa noche estuve intranquila y nerviosa. Me picaban los brazos; los mosquitos comenzaban a estar presentes en nuestras vidas. Además, tenía la certeza de saberme vigilada. Me despertaba bruscamente con el corazón desbocado y sintiendo el tacto de unas manos en mis entrañas.
Deméter hurgaba en mis recuerdos. Deméter me estaba poniendo cerco. No pude ni quise dormir más. Salí a dar un paseo al amanecer. Los días eran muy largos y nos acercábamos al punto en que el crepúsculo desaparecería por completo.
Me abrigué, di de comer a la pequeña Lola y dejé a Gunnar durmiendo apaciblemente. Al salir, el recepcionista me llamó por mi nombre, lo cual me sorprendió mucho. Pero mi sorpresa no acabó aquí. Me entregó un paquete y una carta. Me temblaron las manos. Nadie sabía mi paradero y la letra que figuraba en el sobre no era la de Deméter; lo rasgué y dentro descubrí diversos sobres a su vez enviados y reenviados por brujas Omar que intentaban darme caza. Hasta conseguirlo, claro.
La carta, inconfundible su letra picuda, era de Deméter, mi madre. ¿Cómo pude ser tan ilusa? Ella lo sabía todo, y si no lo sabía formulaba un hechizo, y si no, movía sus hilos y sus contactos, pero no se le escapaba el control de nada ni nadie. Todos los clanes y tribus de la tierra debían de estar tras mi pista. Esos sobres eran la prueba de su poder.
Antes de leer la carta abrí el paquete. Lo suponía, Deméter me enviaba otra vara. Me indigné, creía que mi carta había sido contundente y que había hablado muy claro. Por qué Deméter intentaba continuar imponiéndome su voluntad. Salí fuera del hotel y lancé la nueva vara al agua, sin ningún remordimiento. Luego leí la carta de un tirón sentada en una roca junto al mar. Sola, rodeada de gaviotas y con la espuma de la olas salpicándome los pies.
Selene, hija, ¿me dejarás que te llame «hija» aunque tú no quieras llamarme «madre»?
No voy a responder a tus muchas provocaciones. No te las tomo en cuenta. Es natural que en un determinado momento de tu vida quieras escoger tu propio camino y decidir por ti misma. Pero ni ahora es el tiempo adecuado ni eso supone la solución a tus problemas.
Tu huida te ha puesto en un difícil aprieto. Si muchas Omar creían en tu inocencia o la presuponían, ahora dudan de ella.
Ninguna Omar antes que tú ha eludido sus responsabilidades con la tribu aduciendo que dejaba de ser una bruja. Estás haciendo trampa, te estás haciendo trampa a ti misma.
Reflexiona y entrégate.
Todas las fatales coincidencias de los últimos tiempos te han empujado a tomar una decisión precipitada.
Regresa al clan.
No me opongo a que te enamores ni me opongo a que dejes los estudios; eres suficientemente inteligente para retomarlos cuando desees. Lo que no puedes es renunciar a tu condición de Omar. Eso no depende de ninguna elección racional ni emocional. Eso forma parte de tu ser. Desde el instante en que fuiste iniciada se desarrollaron en ti unos poderes que jamás, por mucho que lo desees, podrás destruir.
Tu condición no depende de la voluntad ni del libre albedrío. Está vinculada a tu sangre y a tu destino. Escucha a tu instinto, no olvides todo aquello que aprendiste. No reacciones negando precisamente lo que te sirvió para orientarte en la confusión del mundo. Te perderías y serías muy desgraciada.
La comunidad te juzgará con equidad, preservará tus derechos y oirá tu voz. Regresa a la tribu y ponte en manos de nuestra justicia.
La muerte de Meritxell es compleja y tú nos puedes ayudar a desentrañarla. Huir te señala, quien huye algo esconde. No me obligues a utilizar la fuerza contigo. Regresa por tu propia voluntad. No quiero detenerte. Eso sería muy doloroso, aunque si no me dejas otra opción deberé perseguirte y juzgarte a la fuerza.
No es necesario que huyas a los confines de la tierra para encontrarte a ti misma. Eso puedes hacerlo desde una habitación oscura.
Te buscaré porque te quiero.
Deméter
Guardé la carta en mi maleta y se lo oculté todo a Gunnar. Únicamente le pedí que nos fuéramos rápido. Me complació sin preguntar, pero me advirtió que estuviese preparada porque pronto nos atacarían los mosquitos.
Y así fue.
Y fue horrible.
Pero prefería los mosquitos a mi madre y soporté estoicamente sus ataques nocturnos a pesar de lociones y mosquiteras.
No aspiraba a deshacerme de Deméter, sino a resistir más que ella, a alejarme tanto que las dificultades se multiplicasen y acabase por abandonar su juego de perseguirme. ¿Era seria su amenaza? ¿Realmente sería capaz de detenerme a la fuerza, encerrarme y juzgarme? ¿Y si me declaraban culpable? Si pensaba en ello acabaría por volverme loca.
Pronto nos adentramos en Nordland, un nombre que por si solo provocaba escalofríos. Allí comenzaba el verdadero paisaje del Ártico. Tundra, horizontes ilimitados, lagos oscuros e inmóviles, fiordos brumosos que se perdían en extensos meandros, viento frío cargado de nubes plomizas que recorrían el cielo como una losa que impedía ver el sol. Perdimos rápidamente cualquier vestigio de civilización, dejamos atrás Europa y me olvidé del Mediterráneo y de los aromas intensos para sustituirlos por un cierto vértigo de vacío.
Aquella tierra de soledad lunar estaba casi deshabitada, justo lo que yo quería. Le pedí a Gunnar sortear los pueblos y prescindir por unos días de las comodidades para evitar los controles policiales hoteleros. Me creyó. Dormimos en la tienda de campaña, cocinamos en un hornillo de gas y viajamos como los tramperos del Canadá, sucios y con los dedos grasientos, orientando nuestra brújula al Norte mientras con nuestro todoterreno atravesábamos bosques de abedules, praderas y riscales. Nuestra única compañía fueron los rebaños de renos que esquivábamos y que nos dejaban el recuerdo de los insectos que los acompañaban. Sobre todo los mosquitos.
Yo continuaba durmiendo mal y a intervalos. Deméter me seguía, notaba la presencia inquietante de su poder muy cerca. Y los mosquitos me atacaban de noche. Mis brazos especialmente.
Al alcanzar el Círculo Polar estaba literalmente acribillada y dudo que me quedase una sola gota de sangre. Mi cansancio era tal que Gunnar me obligó a tomar un asqueroso jarabe vitamínico y hasta se ocupó él mismo de alimentar a la pequeña Lola, que temblaba de frío y siempre buscaba el calor de mi cuerpo por las noches.
A pesar de todos los percances estaba extasiada por la fuerza del Ártico, vivía con extrañeza la presencia constante del sol que no se ponía jamás y me dejaba contagiar por la magia de la luz que iluminaba permanentemente nuestro desolado camino, paradójicamente cada vez más frío.
En Finmark la mirada se pierde en espacios infinitos y yermos y la única carretera conduce al Fin del Mundo, al Cabo Norte. Deseaba tanto llegar, que quizá por eso mi desilusión fue mayor. El llamado Fin del Mundo resultó ser una roca de granito de trescientos metros de altura que caía en picado sobre las frías aguas del océano y estaba concurrida por curiosos que, como yo, cámaras al hombro, pretendían celebrar a su manera el solsticio de verano.
En cuanto comencé a notar las miradas de mujeres que bien podían ser Omar y a sentirme acosada por todos aquellos ojos desconocidos, no pude soportarlo y rogué a Gunnar que nos fuésemos a un lugar solitario y a ser posible hermoso.
Me llevó bordeando la costa norte, a través de la tierra de los sami —que es como se llaman a sí mismos los lapones—, hasta la pequeña ciudad de Vardo, y me propuso celebrar el solsticio desde lo alto de un monte que se alzaba junto a la fortaleza.
—Aquí estaremos solos.
—¿Me lo juras?
—Es un monte mágico —me susurró—. Tus deseos se verán cumplidos si los formulas esa noche. También dicen que ciertas hierbas recogidas durante el solsticio tienen el poder de curar males incurables.
Me hizo gracia. Gunnar me explicaba cómo conjurar la magia de la noche de Beltebre en la que los fuegos que desde siempre habían encendido las Omar alimentaban los hechizos. Era un encanto mi Gunnar. Si hubiese sabido que yo era una bruja, o que lo había sido, otro gallo cantaría. Así que accedí a acompañarlo, a pesar del frío, del ascenso y del cansancio. Gunnar transportó los sacos de dormir, una exquisita cena fría de salmón y caviar y una bebida que me aseguró que no tenía nada que envidiar al néctar de los dioses.
Posiblemente, pasar la noche blanca del solsticio en lo alto de un monte mágico junto a Gunnar, bebiendo el delicioso brebaje embriagador de su cantimplora y sintiendo la soledad del Ártico mordiendo mi piel, fuese la experiencia más maravillosa que había vivido hasta ese momento. Pero no puedo asegurarlo; ni pude llegar a formular mi hechizo porque me dormí. Y por primera vez en muchos días dormí profundamente, sin despertar, sin alterarme, sin pesadillas.
A la mañana siguiente, si se podía llamar mañana a ese sol eterno, no recordaba casi ninguna de las cosas de las que Gunnar me hablaba. Por suerte no tenía jaqueca ni resaca, al contrario, me sentía maravillosamente bien: etérea, volátil y sorprendentemente optimista. Algo extraño me había sucedido aunque no podía precisar qué era. Algo nuevo, desconocido, que no tenía parangón en mi experiencia anterior.
Indagué, pero no salí de dudas.
—¿Qué ocurrió anoche?
Gunnar, por toda respuesta, sonrió enigmáticamente.
—Es imposible que no lo recuerdes. Para mí fue y será inolvidable.
—¿Dije tonterías?
—No dijiste nada. Me mirabas y suspirabas.
—¡Qué tonta!
—No me lo pareciste cuando te metiste en mi saco de dormir porque tenías frío.
Fue eso. Habíamos pasado una inolvidable noche de amor, pero a diferencia de otras yo había perdido la memoria. No le di más importancia, pero al regresar a Dorvö y permitirnos el lujazo de alojarnos en un acogedor hostal junto al puerto y cenar un delicioso guisado de pescado y una sopa humeante me llevé una gran sorpresa. El camarero, curioso, nos preguntó de dónde veníamos, y al explicarle que habíamos pasado la noche en el monte, le tembló el pulso y derramó su sopa sobre el mantel.
—¿En el mon... mon... te Domen? —repitió incrédulo y con un tartamudeo que me puso nerviosa.
Me sonaba ese nombre. ¿Cuándo y dónde lo había oído?
—Sí, ¿ocurre algo?
El camarero no se atrevió a responder de buenas a primeras.
—¿Habí... bía... a al... al... guien?
Gunnar respondió por mí.
—Estuvimos solos.
—Cla... cla... ro. Nadie va por allí —dijo de un tirón, cosa que agradecí.
—¿Por qué?
—Está em... embrujado —susurró atemorizado y cerciorándose de que nadie le oía.
No supe qué cara poner. Gunnar sin embargo me guiñó un ojo mientras preguntaba al pobre camarero.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
El camarero nos sirvió y, con un gesto lleno de familiaridad, como si se sentase cada noche a cenar con los clientes y explicarles historias, nos indicó que fuésemos tomando la sopa mientras él acercaba una silla a nuestra mesa, y con una expresión parecida a la de las abuelas que narran cuentos de miedo a sus nietos, comenzó su relato. Por suerte sin tartamudeos.
—El Domen es el monte de las brujas. Ahí se reunían las brujas noruegas año tras año para celebrar sus ceremonias. Centenares de brujas horrendas. Mujeres volando por los cielos y dándose cita en lo alto del monte Domen, para bailar sus bailes, cantar sus terroríficas canciones y encender sus hogueras.