Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
Un fuerte trueno me paralizó. En ese instante Lola saltó hacia la cubierta, la puerta se abrió con estrépito y por ella alcanzamos a ver un intenso resplandor y una espesa cortina de agua.
—¡Lola, espera!
Y salí en pos de la asustada hámster, que prefería la tormenta a la ira del viejo Kristian Mo.
Apenas podía mantenerme en pie. La furia del viento se aliaba con la sangre y la grasa de ballena derramada que habían convertido la cubierta del buque en una peligrosa pista de patinaje. Los pies resbalaban involuntariamente y era imposible conservar el equilibrio. Lola huía derrapando y yo caí repetidas veces tras ella, incapaz de atraparla.
La tripulación ballenera había tenido que interrumpir sus tareas de despiece y se habían puesto todos a la faena de dominar la pequeña embarcación para impedir que la fuerza del oleaje la hiciese naufragar. Los marinos iban protegidos con gruesos impermeables amarillos con capucha y apenas distinguía a unos de otros. Los bersekers del mar, como rayos de sol en medio de la tormenta, achicaban el agua y destensaban cuerdas a las órdenes del patrón. Mi Gunnar trabajaba con ahínco y con mucha más habilidad que los demás. Al verme me indicó que me retirase, pero yo no le hice caso. Si no recogía a la pequeña hámster, una de las olas que barrían periódicamente el suelo de la cubierta se la llevaría con ella.
Y de pronto la vi. Estaba trepando al mástil. Mi pequeñina era una superviviente, aunque si el barco daba un bandazo brusco, caería sin remedio al mar. Así que trepé en pos de ella. Una voz intentó darme el alto, pero en vistas de que no obedecía unas manos fuertes me agarraron por la camisa y me echaron al suelo. Caí torpemente y me froté los ojos para protegerme de la cortina de lluvia que me impedía ver nada.
Una sombra borrosa trepaba por el mástil en busca de la pequeña Lola, una silueta delgada y extraordinariamente ágil que extendía sus manos como garfios para agarrarla. Ahogué un grito. Era Kristian Mo. ¿Pretendía salvarla o acabar con ella?
Nunca lo supe.
El resplandor fue repentino y el ruido ensordecedor. Mis tímpanos estuvieron a punto de reventar y tardé un buen rato en asimilar el fenómeno al que había asistido. La tripulación y yo habíamos sobrevivido al rayo que cayó sobre el mástil y acabó con la vida del viejo Kristian Mo.
Kristian Mo estaba muerto.
El fuerte temporal fue remitiendo. Gunnar, conmovido, cerró sus ojos chamuscados y el bueno del patrón lo vistió con su mejor ropa y lo amortajó con su propia manta. Los bersekers del mar colocaron su petate al hombro y le ofrecieron una botella de aguardiente, vertieron unas gotas en sus labios entreabiertos y luego la pusieron bajo sus manos yertas.
Yo le besé en la mejilla y lloré. Nadie entendió mi pena, y era normal, casi no lo conocía. Pero fuese cual fuese su intención, me había salvado la vida. Unos minutos antes era yo quien trepaba por el mástil.
Al poco rato, la tormenta amainó; unas horas más tarde el mar se calmó completamente. En una sencilla ceremonia que ofició el capitán, echamos el cuerpo del viejo Kristian Mo por la borda y luego me invitaron a comer y a beber en su nombre. Ésa era la manera de despedirse de los lobos de mar.
Gunnar me abrazó sin saber por qué lloraba y me consoló a su manera.
—Ahora es feliz, por fin ha podido reunirse con su Camilla.
Me sorprendió.
—¿Cómo lo sabes?
—¿El qué?
—El nombre de su novia.
—¿Camilla? Mi abuelo me habló de ella. Fue su gran amor.
—Sí. Murió muy joven, asesinada.
—Eso decía Kristian.
No podía hacer partícipe a Gunnar de mis sospechas. Por un momento había pensado en la posibilidad de que su Camilla hubiese sido una Omar y hubiese muerto a manos de alguna Odish. Había coincidencias: Camilla oía a las ballenas, guardaba secretos y murió desangrada. ¿Me estaba volviendo fantasiosa?
Y me di cuenta de que en los últimos meses me habían rodeado muchas historias fantasiosas, de amores trágicos e imposibles: Helga, Bridget y Camilla me perseguían. Las brujas no creemos en las casualidades, así pues ¿querían decirme algo? Tres muertas me susurraban al oído palabras de aviso. ¿De qué me avisaban?
Pero su aviso era inútil, yo no quería escucharlas. Como tampoco quise entender a Lola, que apareció empapada y chamuscada bajo unos tablones de la cubierta. Temblaba como una hoja y buscaba mi calor y mi compañía. Había sobrevivido a la tormenta y al rayo. Como yo.
El viaje en barco duró todavía una larga semana más de lluvia, viento y marejada. Fue un tiempo desesperante, pero no por culpa de la climatología. Las sospechas de Kristian Mo no eran infundadas. Descubrí definitivamente que mis heridas no eran picaduras de mosquito. Tenía la intuición de que las marcas en brazos y piernas, algunas infectadas, habían ido multiplicándose durante el viaje por mar, y puesto que los mosquitos no sobreviven sin tierra, decidí comprobarlo. Para cerciorarme, marqué con un bolígrafo todos los pinchazos. A la mañana siguiente dos nuevas heridas decoraban mi brazo izquierdo. Ésa fue la primera corroboración. Cada día debía añadir una o dos cruces nuevas a las muchas acumuladas.
¿Quién me atacaba? ¿Cómo? ¿Cuándo? De las tres preguntas tenía una respuesta clara para una de ellas: cuándo. Los pinchazos aparecían al despertarme, por lo tanto me atacaban mientras dormía. Y sobre QUIÉN, tenía casi una certeza: era Baalat. Cuanto más pensaba en ello, más claramente veía las coincidencias. Baalat había atacado a Meritxell durante dos largos meses desangrándola lentamente y provocándole debilidad y vómitos. Aunque, ¿por qué no acababa conmigo de una vez como hizo con tantas Omar? ¿Esperaba morbosamente el momento para carbonizarme como intentó con el rayo que acabó con Kristian Mo? Estaba segura, cada vez más segura, de que ese rayo iba destinado a mí y que lo había provocado Baalat.
Una idea empezó a visitarme con más frecuencia. ¿Y si Baalat fue quien hundió mi atame en el pecho de Meritxell? ¿Y si Baalat pretendía hacer lo mismo conmigo?
Me asusté. No tenía a nadie con quien compartir mis miedos y no quería que Gunnar se enterase de mi secreto. Ni lo comprendería ni lo aceptaría. Las Omar sabíamos por experiencia que los hombres no aceptan a sus mujeres brujas. Sienten miedo y las abandonan o las traicionan. Eso me habían dicho desde siempre y yo seguía la tradición de mis antecesoras llevando mi condición de bruja en el mayor secreto. Aunque ese secreto pudiera costarme la vida como a ellas.
En alta mar, sin mi vara, sin ninguna Omar a quien recurrir, sin nadie a quien poder confiar mi miedo, me sentía terriblemente sola. Me juraba a mí misma que la noche siguiente no me dormiría, pero a pesar de que intentaba mantenerme despierta no podía dejar de cabecear unos instantes, a intervalos. Aunque fueran segundos, bastaban para que Baalat actuara. Un día no despertaría, el día que Baalat quisiera acabar conmigo. Y eso podía pasar en cualquier momento.
Me estiraba a descansar a ratos con el atame de la vieja Paltoö bajo la almohada y mi mano derecha aferrada a su empuñadura, dispuesta a rebanar un cuello, pero ¿de quién?
Necesitaba desesperadamente ayuda y, finalmente, tras darle muchas vueltas, decidí dar marcha atrás de mis juramentos y conjurar un escudo para protegerme. Sin embargo, ante mi asombro, no lo conseguí. La angustia o la debilidad impedían que mi hechizo surgiera efecto. Sin mi vara y sin la ayuda de otras Omar, no tenía fuerzas. Intenté lanzar una llamada telepática a mi madre que tampoco tuvo éxito. Algo lo impedía. No me había sucedido nunca antes. Me desesperaba por mi impotencia y contaba los días para llegar a Rejkiavik.
Afortunadamente tenía un atame Omar. Una vez tocase tierra, acudiría a un bosque, tallaría inmediatamente una nueva vara y pediría ayuda a un coven de Omar. El ataque de Baalat me exculpaba. Yo era una víctima, como Meritxell, y eso daba nueva luz sobre su caso.
Me convencí de que las Omar no me juzgarían duramente. Carla retiraría su acusación y Deméter me defendería... Necesitaba a las brujas Omar. No me importaba mi castigo. Si moría, nada tendría sentido.
Intenté recordar qué clan habitaba en la isla. ¡Las yeguas! Vino a mi memoria la imagen de una altísima yegua islandesa que una vez visitó a mi madre. Era de piel tan blanca que parecía muerta y tenía las pupilas de un color verde luminoso y amarillento, como los gatos, aunque lo más característico de ella era la cadencia de su voz, pura música; oírla hablar era escuchar una partitura de Schumann. Se llamaba Hólmfrídur.
Me repetí una y otra vez que yo era fuerte, que no quería morir, que buscaría la forma de defenderme, y no me permití ni un instante de desfallecimiento.
Conseguí pasar tres días sin dormir, manteniéndome despierta a fuerza de abofetearme las mejillas, beber litros de café y mojarme la cara con agua de lluvia y de mar. Hasta que no pude más y le pedí a Gunnar que me abrazase mientras me tendía en la litera. Gunnar se mostró muy extrañado y en vano le juré que no pasaba absolutamente nada y que únicamente quería descansar sin sufrir pesadillas, que eso me sucedía cada noche desde que murió Kristian Mo...
—Duerme, pequeña, duerme.
Gunnar me acunó como a una niña, con delicadeza. Al acurrucarme en sus brazos y notar la calidez de su piel, el vaivén tranquilizador de su respiración y la caricia de su mano en mi pelo, los ojos se me cerraron instantáneamente.
No sé qué soñé exactamente, pero sé que en mi sueño odiaba a alguien. A punto estuve de cometer una locura. Desperté a causa de un tirón brusco y de un dolor en la muñeca. Era Gunnar que me agarraba con fuerza gritando en una lengua extraña, en islandés supongo, hasta que consiguió que yo soltara lo que tenía en la mano. Un objeto metálico cayó al suelo con estrépito. Era el atame de Paltoö, mi cuchillo de doble filo. Me levanté, atolondrada, y de una sola ojeada me hice cargo de la situación. Había intentado clavar a Gunnar el atame en sueños. Gunnar se pasó los dedos por el cuello y me enseñó una minúscula gota de sangre.
—Un segundo más y me rebanas el cuello.
No supe qué decir.
—Lo siento, lo siento de verdad.
Aún sentía dentro de mí algo parecido al odio. En mi sueño algo había concitado la rabia y el deseo de destruir. Estaba asustada conmigo misma y Gunnar, con razón, estaba alterado.
—¿Y se puede saber por qué duermes con un cuchillo bajo la almohada?
Mentí, claro:
—Kristian Mo me dijo que en un barco lleno de hombres tenía que tener un buen cuchillo a mano.
—¿Durmiendo en mis brazos?
—Lo tenía debajo de la almohada, fue inconsciente...
Gunnar se agachó y recogió mi atame.
—Este cuchillo es el que compraste a la vieja sami.
—Sí, un cuchillo lapón supongo... —mentí de nuevo.
Gunnar lo estudió con curiosidad y palpó la hoja.
—Hechizado. Tiene doble filo y corta como un demonio.
Lo cogí inmediatamente y lo escondí. Gunnar me obligó a mirarlo a los ojos.
—Me odiabas.
—¿Yo? —musité con culpa.
—Tenías los ojos abiertos y me mirabas con odio.
Me asusté. ¿Era yo? ¿Estaba realmente dormida?
—Estás loco. No te atacaba a ti.
—¿Estás segura?
Me dolió más esa pregunta insidiosa sin respuesta que una discusión agria. Me daba cuenta de que, tras cada suceso inexplicable, Gunnar me miraba con más recelo y su confianza en mí se iba enfriando. Lo palpaba, lo sentía. Mi condición de bruja alejaba a Gunnar de mi lado. Y si algo temía más que a la propia Baalat era perderlo a él. Cada vez más secretos se interponían entre los dos.
Necesitaba ayuda urgente.
* * *
Selene se detuvo.
—Tenemos que irnos. Antes de las doce tenemos que entregar las llaves de la habitación.
Llevaba un buen rato hablando y Anaíd, que ya había desayunado, también estaba vestida, peinada y lista para partir.
—Es una porquería —refunfuñó Anaíd afectada por lo que su madre le estaba explicando.
—¿El qué, cariño? —preguntó Selene acarreando la maleta.
—Ser bruja. No puedes escapar nunca. El destino nos persigue, es horroroso.
Selene la abrazó.
—Lo siento; a lo mejor he sido muy cruda, pero lo que me ocurrió a mí no significa que tenga que ocurrirte a ti. Ninguna Odish te atacará mientras yo esté contigo.
Anaíd se sentía conmocionada por otros motivos. Roc había decidido cortar con ella por lo sano, sin darle explicaciones. Estaba indignada con Roc, pero se lo hizo pagar a Selene.
—Tu novio tenía motivos para desconfiar de ti. ¿No crees? El pobre no sabía ni la mitad de los líos que te traías entre manos.
—Natural. Ninguna Omar se sincera con su amor.
Anaíd sólo tenía quince años. Era radical y se indignó.
—¿Y cómo vas a poder enamorar a un mortal si tienes que mentirle y engañarle?
Selene suspiró.
—Las mortales también lo hacen.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—En general los hombres no quieren saberlo todo acerca de las mujeres; prefieren creer que son como ellos las imaginan. Por eso las mujeres les engañan.
—¿Cómo?
—Se maquillan y no les hablan de sus deseos, de sus anhelos y sus miedos.
Anaíd se desconcertó.
—¿Tan diferentes somos los hombres y las mujeres?
—No, bonita, no lo somos tanto, pero ellos quieren que lo seamos.
—No lo entiendo.
—Con los años lo entenderás mejor. Vivimos en un mundo de hombres, hecho por y para los hombres.
Anaíd se enfadó.
—Estás buscando excusas. Tú usaste a Gunnar para huir de las Omar.
—No es cierto. Yo huí de las Omar para estar con Gunnar.
Anaíd no podía formularlo con claridad, pero en la historia de su madre había aspectos confusos sobre Gunnar. Además, ni siquiera sabía lo que más le interesaba saber.
—¿Gunnar es mi padre o no?
Selene dudó, pero optó por aplazar la cuestión con un movimiento de la mano que indicaba a las claras que todo llegaría a su tiempo.
—Espera un poco. Continuaré la historia en el coche.
Y Selene abrió la puerta del pasillo con sigilo, echó una ojeada y luego se dirigió a Anaíd.
—Ahora escúchame: iremos juntas al coche, pero bajaremos por el montacargas. Te sentarás en el asiento trasero y esperarás a que yo regrese. No quiero que nadie te vea ni que nadie te mire ni que nadie hable contigo. ¿De acuerdo?