Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
—Los puentes caen con facilidad tras las inundaciones, los glaciares invaden el pavimento de las carreteras y los terremotos y las erupciones acaban con autopistas enteras —comentó Gunnar.
No sabía si aquello era una isla o un juego de la oca en el que cada tres jugadas podías volver al inicio por culpa de tirar el dado equivocado y topar con un desastre natural. Sentí otra vez que la naturaleza empujaba desde sus raíces y desbordaba la civilización. La fuerza de los elementos permitía que fluyeran los espíritus y las energías allí donde los humanos no conseguían enraizarse.
—Te sorprenderá el este. No es una ruta turística.
Gunnar, acodado en la ventanilla, manejaba el volante con pericia, casi con la misma delicadeza con la que acariciaba mi rostro, y condujo a través de la franja que serpenteaba entre los sorprendentes glaciares del interior y la costa atlántica. Pasamos entre imponentes cascadas que se producían con el deshielo del glaciar en primavera. El agua caía por doquier, desde alturas impresionantes, agua clara y cristalina en abundancia. Hasta que el agua dejó de ser una novedad para percibirla como una rutina, como la tez y los ojos de los islandeses a los que en solamente unas horas ya me había acostumbrado.
Tras pasar el pueblo de Vik todo cambió. Apenas alguna granja dispersa al principio y luego el paisaje se fue transformando en desiertas y amenazadoras explanadas de arena negra, sin rocas, sin nada. Tierra de fuego, de agua, de contrastes absolutos. Eran los dominios del Vatnajökull, el glaciar más grande e inhóspito de Europa. La desolación de unas tierras casi despobladas fue aumentando la desazón que sentía por la proximidad de mi cita con las Omar. ¿Cómo me recibirían? ¿Como a una traidora? ¿Como a una hija pródiga?
Estaba exhausta, al borde del agotamiento, cuando por fin, en lontananza, divisé el pequeño pueblecito que inauguraba un paisaje más amable, una larga ristra de fiordos que invitaban a los habitantes del país a construir sus casitas de madera y echar sus redes al mar. Estábamos en Djúpivogur.
Reservamos una habitación en el pequeño hotel, dejamos el equipaje y, tras preguntar, nos dirigimos hacia casa de Hólmfrídur. En el pueblo todos se conocían, pero curiosamente a nadie extrañó nuestra visita.
Hólmfrídur esperaba que yo me presentase sola, y de ahí su apuro al aparecer con Gunnar. Había preparado una exquisita cena, un plato tradicional de bacalao con patatas, y sólo había colocado dos cubiertos, para ella y para mí. El olor del guiso inundaba la acogedora casita de madera con grandes ventanales, alegres cuadros en las paredes y potente calefacción.
El gesto de Hólmfrídur al ver a Gunnar fue de contrariedad. No me sorprendió. Las Omar no admiten interferencias y Gunnar lo era. Pensé que las aclaraciones vendrían luego. Lo importante era haber conseguido llegar hasta ella y lo secundario, la presencia de un intruso. Sin embargo no había contado con su antipatía mutua.
Gunnar la propició tomando la iniciativa sin consultarme. Interpeló a Hólmfrídur:
—Selene me ha dicho que eres médico. Quiero que veas esto.
Y ante mi sorpresa me remangó las mangas del jersey y le mostró a Hólmfrídur mis brazos. Yo me sentí incómoda. Y más aún cuando Hólmfrídur se caló las gafas y fingió una tranquilidad pasmosa.
—Una erupción cutánea. Aplicaremos una pomada antihistamínica.
Gunnar me señaló.
—Ha perdido mucho peso, vomita continuamente y padece insomnio. Tócala.
Así pues, Gunnar me había estado observando. Hólmfrídur acercó su mano a mi frente. Debía de estar ardiendo, porque la retiró inmediatamente, casi molesta.
—Un resfriado.
Entonces Gunnar la increpó en islandés. Creo que la amenazó con llevarme a un hospital si no me atendía debidamente. La pálida islandesa salió de la sala y volvió al cabo de poco con un antibiótico que mostró a Gunnar antes de ofrecérmelo y una pomada que me aplicó en los brazos.
—¿Da el señor su aprobación?
Gunnar asintió con un gesto de cabeza.
La cena fue tensa y difícil. Hólmfrídur consultaba continuamente su reloj de pulsera y se mostraba seca e impertinente. A ratos Gunnar y ella hablaban en islandés, y Gunnar parecía incómodo por el tipo de preguntas con que Hólmfrídur lo bombardeaba. Yo tenía que mediar entre ambos y relataba, de la forma más amena posible, nuestra aventura en el ballenero y nuestro viaje hasta Cabo Norte. Hablé de los fiordos, de los mosquitos, de los renos y los sami. Hacia los postres, Gunnar comenzó a bostezar sospechosamente. Se levantó a duras penas y se disculpó por estar agotado. Y era absolutamente cierto. Había conducido a lo largo de más de once horas sin apenas descanso. Nos despedimos de Hólmfrídur y ella me hizo la señal convenida.
De camino al hotel, Gunnar tropezaba con todas las piedras y perdía frecuentemente el equilibrio. Temí que no llegaríamos a tiempo, pero lo conseguimos por los pelos. Gunnar cayó vestido sobre la cama. Le quité los zapatos, lo abrigué con la colcha y salí de nuevo en dirección a casa de Hólmfrídur. La poción que le había suministrado la yegua Omar, en venganza a su insolencia, debía de ser para dormir a un paquidermo.
Esta vez, cuando volví a llamar a su puerta, la mujer fría que me había despedido minutos antes se había transformado en un rostro lleno de ansiedad que me arrancó la ropa a tirones y me obligó a mostrarle de nuevo mis brazos.
—Niña loca, irresponsable, cabezota, ¿cómo te has podido dejar hacer esto?
Cubrió mi piel de cataplasmas y me hizo tomar una fuerte infusión que me quemó la lengua y abrasó las entrañas. Al momento sentí cómo alrededor de mi cintura se ceñía el escudo protector tras el conjuro de Hólmfrídur.
—Lancé mi vara, lo siento, no pude tallar ninguna.
—No hables, no digas nada. Luego te haré muchas preguntas.
Y a pesar de la tranquilidad de saberme protegida, no me gustó la expresión de Hólmfrídur. Sus ojos amarillentos brillaban en la semioscuridad y sus pupilas dilatadas radiografiaban mi cuerpo mientras las palmas de sus manos calientes palpaban mi piel temblando como las varas de una zahori. ¿Había caído en una trampa?
La mujeres a quienes esperaba Hólmfrídur, y a causa de las cuales consultaba su reloj, fueron llegando silenciosamente a partir de la medianoche. Un par de ellas, una campesina robusta y una anciana vestida como la reina de Inglaterra y que atendía por el nombre de Björk, Abedul, habían viajado desde aldeas remotas; otra, con gafas y aire de intelectual trasnochada, vivía en un pueblo cercano; pero fue la última de todas la que me produjo un escalofrío. Era ni más ni menos que la joven y bella camarera vikinga que me atendió en el único bar en el que puse los pies en Rejkiavik. La misma que me ofreció un café cargado que me mantuvo despierta hasta ese momento, la que sonrió a Gunnar mientras yo lo convencía de la necesidad de visitar a Hólmfrídur, la que proporcionó el listín a Gunnar y que finalmente guió mi dedo hasta el número correcto. Todo había sido demasiado fácil, demasiado sencillo. Pero nada era casual a mi alrededor. Me movía por un mundo programado, pautado, controlado. Deméter había alertado a las brujas islandesas de mi próxima llegada. De nuevo me perseguía, me vigilaba y gobernaba los hilos de mi vida. Aunque yo no hubiese tomado la decisión de acudir a las Omar, ellas me hubieran encontrado a mí y me hubieran apresado como a un ratón.
Las amigas de Hólmfrídur, que habían acudido a su llamada, eran cuatro mujeres de diferente edad, profesión y clase social. Pero todas tenían un nexo en común: eran brujas Omar del clan de la yegua y, como tales, se debían a la comunidad y dejaban sus vidas privadas y públicas a un lado para salir corriendo en ayuda de cualquier otra Omar. A pesar de mi rebeldía, reconozco que se lo agradecí, aunque tal vez, unas horas más tarde se convirtieran en mis verdugos.
—¿Y bien, Selene? —inició su parlamento Hólmfrídur como portavoz de la comunidad—. ¿Has decidido entregarte?
Las miré alternativamente. El único papel que podía permitirme era el de la sumisión.
—Me equivoqué escapando de la tribu —admití compungida.
Hólmfrídur suspiró.
—Tendrás un juicio justo, ha habido novedades.
Björk, la anciana, me miró desde detrás de sus lentes.
—¿Ya sabes lo de Meritxell?
Sentí que el corazón me daba un vuelco.
—¿El qué?
Cualquier descubrimiento que me aligerase la conciencia o iluminase el oscuro incidente sería bien recibido.
—Estaba poseída —susurró la joven camarera con espanto.
—¿Poseída? ¿Por quién?
—Por Baalat —afirmó Hólmfrídur—. Eso es lo que han deducido las expertas. Ingrid, la erudita, había estudiado muchos casos parecidos.
Me pareció más inquietante que tranquilizador.
—¿Y eso qué aporta?
—Cambia la perspectiva de su muerte.
—El atame no estaba destinado a Meritxell.
—¿Ah, no? —me permití objetar.
—El atame se clavó en el corazón. Es el lugar donde se conjura el poder de las Odish reencarnadas.
Empezaba a entender lo que insinuaban. Me acordé de la serpiente que yo misma troceé y cuyo corazón destruí con mi atame antes de quemarla.
—¿Queréis decir que Meritxell ya había muerto y que el cuerpo de Meritxell estaba poseído por Baalat?
—Exacto.
—Entonces...
—Entonces —me cortó Hólmfrídur— tu acción fue heroica, nos salvaste de Baalat.
Me indigné. Daban por supuesto que yo había clavado el cuchillo.
—¡No fui yo! Yo no le clavé mi atame, ni siquiera sabía que estuviese poseída.
Recordé su violencia, sus argucias impropias de una Omar, su furia, pero también recordé su gesto al bajar el brazo y no clavarme el atame a mí. No. A pesar de que ese dato me exculpara, cuando yo dejé a Meritxell en mi habitación, una hora antes de morir, la conciencia de Meritxell aún existía. Baalat no la había poseído completamente.
—Está bien —me cortó Hólmfrídur—. Dejemos eso para el tribunal. Ahora tenemos que ayudarte.
Levantó las mangas de mi jersey y mostró mis brazos a las otras brujas, que se llevaron las manos a la boca horrorizadas.
—Rápido —exclamó la robusta campesina, poco dada a las elucubraciones.
Y sin mediar ni una palabra más me cogieron en volandas y me llevaron con ellas hasta lo alto de una roca iluminada por el dorado sol de medianoche, un promontorio que dominaba el océano grisáceo. Me hicieron tenderme en el suelo y encendieron las velas en un perfecto pentágono. Permanecí inmóvil durante largo rato mientras cinco pares de manos expertas exploraban a conciencia todos los rincones de mi cuerpo y mi mente y me proporcionaban la energía que había ido perdiendo durante ese tiempo.
Reconstituida, con nuevas fuerzas, abrí los ojos y lo que vi no me gustó nada. Conocía sus expresiones sombrías. No auguraban ninguna buena noticia, eran el preámbulo de una desgracia.
Hólmfrídur oficiaba la ceremonia con tristeza. Me ofrecieron piedra de jade y reforzaron mis debilitadas defensas con hierro. Me invitaron a beber un sorbo de su potente poción y al poco me inundó un bienestar que se extendió como un cosquilleo fluyendo a través de mi sangre. Mi mente se iluminó hasta adquirir una lucidez inusual. Me uní a su danza y bailé con ellas, con el pelo suelto, flotando al viento, sin frío, sin sueño, sin hambre, relinchando ante ese sol ceniciento que me desconcertaba y sintiéndome etérea como una pluma. A lo lejos, en las montañas, creí distinguir unas lucecillas que bien podrían ser los ojos curiosos de unos elfos que nos espiaban. Me pareció natural.
Luego, tras el canto ritual, llegó el momento del diálogo. Yo era el objeto de debate. Yo y mi enfermedad.
Ninguna se atrevía a hablar. Era como asistir a la lectura del diagnóstico de un médico que acaba de descubrirnos una enfermedad terminal. Por fin Hólmfrídur rompió el hielo.
—Estás embarazada.
Si me hubiesen pegado con una maza no me hubieran dejado más atontada. Me esperaba cualquier cosa menos eso. Era cierto que llevaba cierto retraso con mi regla, pero era normal en mí, tenía sólo diecisiete años y nunca daba importancia a un retraso de unos pocos días.
—No puede ser —balbuceé—. He tomado mis hierbas.
—¿Siempre?
Hice memoria. Siempre masticaba las hierbas que las Omar conocíamos bien para evitar embarazos. Era una costumbre que cumplía cada noche, nunca me olvidaba de hacerlo a no ser que... me durmiese antes. Como fue el caso de la noche del solsticio que pasé en el monte Domen. Esa noche se había borrado de mi mente, no recordaba nada. Era muy posible que no masticase mis hierbas.
—¿Tienes mareos y vómitos?
Palidecí. Qué estúpida. Los atribuí al viaje por mar, pero comenzaron antes. Entonces..., mi debilidad, mis vómitos, mi insomnio eran síntomas de embarazo. Hólmfrídur leyó mis pensamientos.
—No te confundas.
Claro que estaba confundida. Mucho. Me acababan de decir que tenía una nueva vida en mi interior, que mi vientre se hincharía, que un pequeño ser crecería dentro de mí y me haría madre. Era tan absurdo y extraño que simplemente no me lo podía creer. ¡Claro que estaba confundida! Confundida era poco. Estaba mareada por la revelación.
—Estás siendo víctima de una Odish. Tu debilidad es por ese motivo. El embarazo no baja las defensas del cuerpo; al revés, las aumenta, estás más fuerte. Por eso has resistido más tiempo el embate de esa Odish.
A lo mejor era cierto. Si algo tenía claro era que no estaba dispuesta a rendirme. Quería luchar, resistir, continuar viva. ¿Y eso era a causa de esa nueva vida que llevaba en mi interior? Yo lo atribuía a mi enamoramiento.
—¿Es Baalat? —pregunté con reparo.
A diferencia de las brujas mediterráneas, las islandesas de piel clara no se estremecieron al oír nombrar a la diosa fenicia. Al revés, fruncieron el ceño asombradas.
—Eso creemos, pero es muy extraño.
—Baalat nunca se ha atrevido a atacar en nuestros dominios —afirmó Hólmfrídur con convencimiento.
—Son los dominios de la dama de hielo —ratificó la de gafitas.
—¿La dama de hielo? —pregunté inquieta. Ese nombre me trajo a la memoria algunas leyendas que aprendí de niña.—Helaba el corazón de los hombres a los que enamoraba —recordé de pronto.
—Y quemaba las pupilas de las muchachas que se atrevían a mirarla a los ojos —susurró la viejecilla Björk.
Y las yeguas Omar, con un temblor en la voz, fueron cosiendo retazos de la misteriosa Odish.