Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
—Las ratas son sucias y traidoras, se comen el grano, muerden a los niños y contagian la peste.
Aprensivo. Mi vikingo era aprensivo. La cogí por el cuello, la saqué de su escondrijo y me acerqué a Gunnar.
—¡Uuuuuuh!
Era una broma, pero no surgió efecto, porque Gunnar se puso repentinamente triste.
—Era la mascota de Meritxell, ¿verdad?
Se me rompieron las palabras.
—Me pidió que me ocupara de ella.
—Pobre Meritxell... —musitó Gunnar.
Ninguno de los dos habíamos afrontado abiertamente el delicado asunto de su muerte y todo lo relacionado con ella era un secreto vergonzoso. Si bien Gunnar creía en mi inocencia, cuando algo nos la recordaba leía en sus ojos un reproche velado. ¿Eran invenciones mías? Tal vez, pero Lola podía llegar a convertirse en el fantasma de Meritxell y, por si acaso, decidí esconderla y sacarla sólo por las noches.
Yo tampoco podía borrar la imagen pálida de Meritxell, con la fina piel acribillada a pinchazos. A veces la imaginaba dejándose caer sobre mi cama, con los ojos cerrados y sin fuerzas para defenderse de la hoja mortal de mi atame que atravesaría su corazón. ¿Quién sostenía el cuchillo? ¿Quién lo clavó? ¿Por qué? ¿Qué aspecto tenía la Odish que la había ido desangrando lentamente? ¿Era Baalat?
No obstante, sabía que si las Omar llegaran a juzgarme y yo explicaba que Meritxell enloqueció por amor —que era la pura verdad—, nadie me creería. Yo misma, minutos antes de nuestra discusión, hubiera declarado que era un ángel. Ni siquiera después de haberla visto destruir objetos y abandonarse al odio con una fuerza inaudita, embrujando a Gunnar, mintiendo, amenazándome y agrediéndome..., acababa de creérmelo.
¿Cometemos barbaridades por culpa del amor?
No podía dar respuesta a esa ni a otras preguntas y por eso prefería borrar a Meritxell de mi memoria. De alguna forma yo me había interferido en su vida y, sin ser la mano que clavó el atame en su pecho, a lo mejor la había conducido a ese final trágico. Por eso me sentía tan mal.
Finalmente acabé la carta para Deméter y la envié desde Lyon, una encrucijada lo suficientemente ambigua como para engañarla dejándole suponer que me dirigía al Este.
Decía así.
Querida madre:
¿Por qué me resulta tan extraño llamarte madre?
Querida mamá.
Tampoco. Nunca te he llamado de esa forma. Siempre preferiste que me dirigiese a ti por tu nombre: Deméter. Hasta en este pequeño detalle me hacías sentir diferente de las otras niñas.
Empezaré de nuevo. Toda carta debe tener el destinatario correcto. Tú bien sabes que un nombre equivocado puede perjudicar un buen hechizo y, por supuesto, en este caso a la sinceridad del firmante. Y yo me propongo, sobre todo, ser muy sincera contigo.
Querida Deméter, pues. Cuando recibas esta carta, yo ya estaré muy lejos. No te molestes en utilizar tus poderes ni tus contactos para encontrarme. Él y yo habremos desaparecido.
No, no he hecho servir ningún embrujo. ¿Te acuerdas de cuando me retiraste mi vara de encina y creíste que sería una pataleta momentánea? Fue un primer intento para acostumbrarme a vivir en libertad. Y creo que lo he conseguido. No me hace falta recurrir más a vuestras artes y no me importa que sean buenas ni malas. Simplemente no me interesan. Todo este tiempo he vivido engañada, creyendo que mi vida me pertenecía, y he acabado por descubrir que tú lo controlabas todo. Pues bien, algo se te escapó. Él no está bajo tu control y me ha permitido comprender que puedo elegir entre el saludo a la tribu y el amor.
Él es Gunnar y lo elijo a él porque lo amo. No, no me digas que amar es doblegarse o perder la identidad, porque no tienes ni idea. Tú nunca has amado a ningún hombre.
Estoy enamorada y voy a emprender un viaje con él muy lejos, donde no puedas encontrarme.
No soy culpable de la muerte de Meritxell, pero tampoco quiero quedarme para defenderme, porque defenderme implicaría jugar a un juego peligroso y presuponer mi culpa.
No pienso acabar mis estudios, ni mantener contacto con el clan ni acatar tus órdenes como matriarca ni presentarme de nuevo ante el consejo para que me juzguen y me castiguen por la muerte de Meritxell, de la que soy inocente.
Ya no soy una bruja Omar. He lanzado mi vara y me he desprendido de mi escudo y mi receptor. No podéis comunicaros conmigo. Quiero romper con todo lo que decidiste sobre mí y dejar atrás lo que he sido durante estos diecisiete años para empezar una nueva vida con Gunnar.
Sé que Gunnar no te gusta, aunque no lo conozcas y ya sea demasiado tarde. No te lo presenté porque sabía que no habría pasado tu examen. Ningún hombre pasaría tu examen ni sería digno de mí ni querría compartir su vida conmigo si tú estabas lo bastante cerca para ahuyentarlo.
Estoy enamorada y no quiero renunciar a las caricias ni a las palabras de amor. No quiero criar sola a mis hijos como tú, ni deberme a la tribu y al clan como tú.
Te equivocas si crees que huyo por miedo o para eludir responsabilidades. Esta vez he sido valiente para emprender sin miedo mi propio viaje, el que he elegido yo misma, el viaje de una mortal.
Olvida que tuviste una hija.
Selene
La envié sin releerla y me sentí mucho mejor. Esa fuga silenciosa me había hecho sentir cobarde; con la carta exponía mis motivos y dejaba muy claras mis condiciones: no quería que me buscase ni que me llamase porque no aceptaba sus reglas del juego. Ya no era una Omar.
Fui muy dura y muy distante y la herí aposta, para que creyese que la odiaba y que no la perdonaba.
Y fui injusta. No le dije que siempre me gustaron los cuentos que me explicaba de niña ni que, cuando tenía pesadillas y cerraba los ojos, recordaba su voz para tranquilizarme. Deméter tenía una voz serena y grave que transmitía seguridad. Como Gunnar.
Fue la voz de Gunnar la que interrumpió mis reflexiones poco antes de llegar a París para hacerme una observación prosaica tras revisar mi caótica bolsa.
—Has olvidado la loción antimosquitos.
—¿Mosquitos?
—Los hay a millones.
—¿En el Norte?
—En cuanto se funden los hielos lo invaden todo.
—¡No los soporto! —lloriqueé.
No se me había ocurrido pensar que los verdaderos héroes de la tundra, los que sobrevivían a las temperaturas extremas y renacían cada primavera ávidos de sangre eran esos horrorosos mosquitos de metro y medio que había visto en fotografías y documentales y que me harían la vida imposible. Pero me juré que ni los mosquitos me harían retroceder. Mi decisión estaba tomada.
El viaje en tren fue monótono. Nunca me han apasionado los paisajes vistos por las ventanillas de los trenes. Hubiera preferido tocarlos, pisarlos y olerlos, en lugar de contemplar y contemplar atardeceres tristes, crepúsculos humeantes, cordilleras envueltas en nubes, pueblecitos de alegres colores, campos sembrados de trigo, de maíz, de vid, de patatas, de remolachas, de girasoles, de melones..., tan aburridos como los bodegones.
A lo mejor es que yo misma me condené a la inmovilidad. Durante dos días no salí apenas del compartimiento para evitar cruzarme con otros pasajeros. Me aterrorizaba la idea de exponerme a sus miradas o de coincidir con un policía o una bruja Omar. Era una fugitiva, estaba de nuevo desnuda e indefensa y sentía cerca de mí una amenaza, una presencia, unos tentáculos buscándome en la oscuridad. Posiblemente la mano de Deméter tanteando el vacío para atraparme.
Y a la paranoia de pasar inadvertida en los cambios de tren, de evitar a la policía en las aduanas y de esquivar a las mujeres con aspecto de brujas Omar que me cruzaba en autobuses y bares, a todo ello, se sumó mi obsesión por eludir las miradas ajenas y esconderme de todos y todo tras las anchas espaldas de Gunnar.
Hasta que una mañana me encontré sentada en un todoterreno alquilado viajando por una estrecha carretera que serpenteaba al borde de vertiginosos acantilados que iban a morir en un océano gris y azulado. Gunnar detuvo el coche y me obligó a contemplar el paisaje.
—Aquí comenzamos nuestro viaje.
—¿Son los fiordos noruegos? —pregunté con incredulidad contemplando las murallas tapizadas de verde que se inclinaban sobre el mar.
—Hace dos millones de años eran glaciares que bajaban de las montañas.
—¿Glaciares?
—Sus lenguas fueron avanzando y excavando profundos valles y, cuando el clima cambió y se fundió el hielo, el mar los inundó.
Me estremecí sólo de imaginar aquel territorio cubierto de hielo.
—¡Qué frío!
—Te equivocas —me corrigió Gunnar—. Los fiordos son cálidos, están bañados por la corriente del golfo.
Los imaginé acogedores como los ojos de Gunnar, acerados y fríos a primera vista, pero cálidos en las distancias cortas.
—Son como refugios.
—Eso han sido siempre. Los vikingos recalaban sus naves, las ballenas pasaban el invierno allí y los rusos escondían sus submarinos.
—Les llamaré los ojos de Gunnar, son preciosos —exclamé sin poder contenerme, extasiada por el paisaje.
—¡Vaya!, te has vuelto una escalda vikinga. Bienvenida al Norte.
Y al tiempo que de la mano de Gunnar me iba adentrando en esa hermosa tierra siguiendo las rutas de sus antepasados noruegos, no podía quitarme de la cabeza que en Barcelona mi desaparición estaría causando un gran revuelo entre las brujas Omar. ¿Me embrujarían? ¿Enviarían guerreras Omar en mi busca? ¿Me darían caza como a un conejo?
Me prometí que no pensaría en ello, que no flaquearía y que sería consecuente con mi decisión pasase lo que pasase.
Y durante unos días, a pesar del miedo que sentía y la inquietud que me hacía temblar, me esforcé en ser feliz. Estuve a punto de serlo. Reí de los chistes de Gunnar, me extasié con las vistas de los acantilados, descubrí encantadores pueblos de madera con las casas pintadas de colores como acuarelas infantiles, me puse pringada de pastel de arándanos y hasta probé los asquerosos arenques... Y después de una semana me confié, creí que estaba a salvo y que Deméter no me encontraría.
Fui una ilusa.
Recalamos en la pequeña isla de Norvoy, a esa hora incierta en que el sol debería esconderse pero no lo hacía, porque Gunnar quiso visitar un cementerio vikingo en el que había unos antepasados suyos enterrados. Llevaba un ramo de siemprevivas para depositarlo sobre una tumba y recuerdo que la atmósfera irreal de ese cementerio me impresionó. La niebla cubría las losas, la humedad empapaba mi ropa y sobre las piedras milenarias los nombres de los muertos estaban grabados en forma de runas, ese alfabeto que tantos quebraderos de cabeza había dado a los estudiosos y que Gunnar parecía comprender.
Por fin nos detuvimos ante un par de tumbas nobiliarias y Gunnar depositó su ramo de siemprevivas sobre una de ellas. Intenté leer la inscripción sin conseguirlo.
—¿Qué nombre pone aquí? ¿Quién hay enterrado?
—Helga, una antepasada mía. Esta otra tumba junto a ella pertenece a Snorri, su marido.
—Si desciendes de ella también desciendes de él.
—Depende —me guiñó un ojo Gunnar—. A veces los hijos de una esposa no son necesariamente los hijos de su marido.
Lo encontré divertido. Las apariencias engañan.
—Parecen importantes.
—Eran nobles o bondis como se prefiera y eran vasallos del rey Olafr, enterrado también aquí, en esta otra tumba más fastuosa.
Efectivamente, la tumba del rey, unos metros más allá, además de ser más fastuosa incorporaba su escudo de armas, un caballo como los que gustaba de tallar Gunnar.
—Fíjate, es como un caballo tuyo de madera.
Gunnar sonrió complacido.
—Veo que te fijas en todo —y me señaló otro detalle del escudo—. Esa montaña indica que Olafr era el rey del fiordo.
—¿Es lo mismo una montaña que un fiordo? —exclamé sorprendida.
Gunnar rió.
—Parece absurdo, pero los vikingos así lo consideraban. Los matices de las lenguas sólo se pueden captar con el uso.
Evidente, pero el uso de la lengua vikinga había desaparecido hacía muchos siglos.
De pronto, algo en la tumba de Helga se movió. A lo mejor fue un pajarillo, una lombriz o un pequeño roedor, pero estoy segura de que algo vivo captó mi atención. Quizás el espíritu de Helga agradecía las flores. Me acerqué con curiosidad para estudiarla de cerca.
—Explícame la historia de Helga —le pedí contemplando el lugar donde reposaban los huesos de esa mujer.
—¿Qué quieres saber?
—¿A qué edad murió?
A Gunnar le tembló la voz. Tal vez también había visto lo mismo que yo.
—Tenía treinta y un años.
—¿Y cuántos hijos tuvo?
—Creo que nueve, pero sólo sobrevivieron dos.
—¡Nueve hijos! ¡Qué horror!
—Helga, la husfreja, era poetisa y se casó muy joven, mejor dicho la casaron con su primo Snorri, al que no conocía. Entonces sólo tenía catorce años, una voz preciosa y su pelo rubio le llegaba hasta la cintura.
La imaginé alta, fuerte y rodeada de pequeños vikingos, pero no acababa de conformarme.
—¿Y de quién desciendes tú si sus hijos no eran de su marido? —pregunté.
No podía explicar qué fuerza me empujaba hacia la oscuridad de la tumba.
—Fue la amante del rey Olafr —susurró Gunnar.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté sorprendida.
Gunnar hizo un gesto vago.
—Eso dice la saga. En una fiesta el rey se alojó en su casa y ella recitó sus poemas con tal emoción que Olafr se enamoró locamente y ella le correspondió. El divorcio no estaba permitido, por eso el rey envió a Snorri, el marido y vasallo suyo, a una expedición tras otra mientras él visitaba a su querida Helga en su ausencia. Luego pidió que lo enterrasen aquí, cerca de ella.
Me pareció injusto. El marido, Snorri, a quien imaginaba con los dedos grasientos, la barba llena de piojos y eructando en la mesa, estaba en medio de los dos. Como el jueves. Intenté imaginármela a ella, hermosa, cultivada.
Algo continuaba empujándome hacia la tumba de Helga. Era una súplica, un ruego inconcreto. Helga me quería decir algo.
Yo era bruja, a pesar de ir desprotegida, y la llamada del espíritu de Helga era insistente. Pocas Omar la habían experimentado, pero no cabía duda alguna. Tenía el don y Helga se comunicaba conmigo. Me olvidé de la presencia de Gunnar, de su estupefacción. Me sumergí en las brumas del atardecer y retrocedí muchos siglos hasta oír la voz de Helga invitándome a ayudarla. Retiré la losa con suavidad y quedó justo el espacio para introducir mis manos en el interior de la tumba obedeciendo a los huesos de Helga. Tanteé la tierra húmeda a ciegas, hasta que di con ellos y los saqué.