Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
Día a día notaba cómo mis pechos y mi vientre crecían y me sentía extraña porque había algo vivo en mi interior que se movía como un yoyó juguetón produciéndome unas extrañas cosquillas.
Día a día me iba haciendo mayor y eso provocaba que estuviese más asustada que el día anterior por todo lo que se avecinaba y que no había previsto.
Día a día me iba alejando de mi madre y las Omar y notaba cómo el lazo que me había unido a ellas era más y más quebradizo.
Día a día iba sintiendo el frío agudo como la hoja afilada de un cuchillo penetrando en mi ánimo y helándome las ilusiones.
Día a día fui descubriendo que la determinación de Gunnar en continuar adelante con el viaje poco o nada tenía que ver con el deseo de complacerme.
Y yo, que había comenzado sin tener ni idea de lo que podía significar la noche polar ni el frío ártico, empezaba a sufrir sus efectos devastadores. El invierno se iba manifestando sin tapujos y las tormentas y ventiscas, cada vez más frecuentes, me avisaban de que lo peor aún estaba por llegar.
Y me preguntaba adónde íbamos. ¿Era necesario llegar tan lejos para estar solos? Hacía semanas que no nos cruzábamos con nadie. Nadie vivía en esas latitudes.
A medida que avanzábamos por el inhóspito territorio helado, la noche fue tiñendo la nieve de sombras. Cada noche que pasaba sentía más frío dentro y fuera de mi cuerpo, y cada mañana que levantábamos el campamento para seguir viajando, las horas de luz disminuían y con ellas escapaba la alegría, la esperanza en algo, y se iba haciendo más patente que la noche y la oscuridad se adueñaban de mi ánimo y que la soledad del desierto helado invernal era un virus contagioso.
Estaba cayendo en una profunda depresión, pero Gunnar no se detenía. Incansable, azuzaba a los perros y el trineo volaba hacia ese Norte que nos iba engullendo.
En pleno mes de noviembre me sentí desfallecer. Y en esas circunstancias sucedió algo que confirmó que el miedo de Gunnar no era infundado. Nuestro silencioso perseguidor se cobró una víctima. Una hembra experta y tranquila, Zoe, la última del tiro, desapareció una noche sin dejar rastro. Su arnés estaba raído y a su alrededor hallamos algunas gotas de sangre. Los perros habían ladrado durante la noche y Gunnar, lo recuerdo bien, se había revuelto inquieto. En dos ocasiones salió al exterior de la tienda armado con su rifle y alumbrando con su linterna. Regresó farfullando algo que no entendí y al día siguiente se enfureció muchísimo al descubrir la desaparición de Zoe.
—La osa blanca. La maldita osa blanca ha vuelto a hacer de las suyas.
Me pareció que hablaba con conocimiento de causa.
—¿La conoces?
Gunnar se justificó:
—No hay duda. Mira las huellas.
Las huellas no me decían absolutamente nada.
—¿Cómo sabes que es una osa y no un oso?
Gunnar introdujo un dedo en el lugar donde supuestamente había pisado la osa.
—Fíjate en su peso. Como balancea su vientre, sus huellas son más profundas aquí, es una osa.
—¿Por qué?
—Está embarazada y hambrienta, tiene que comer mucho para hibernar y luego dar a luz al osezno.
Algo me hizo sentir solidaria con la osa. A pesar de que se hubiese zampado uno de nuestros perros, se encontraba en mi misma situación y yo me sentía derrotada y exhausta. Fue una tontería, lo admito, pero me eché a llorar. A lo mejor hacía días que no manifestaba ninguna emoción, a lo mejor era la pena por el triste final de Zoe o esa absurda sensación de que la osa blanca y yo acarreabamos la misma carga. Pero sobre todo lloraba por mí y por mi niña. En aquellos precisos momentos me sentía incapaz de continuar con mi embarazo, cada vez más aparatoso, incapaz de dar a luz y sobre todo incapaz de arrastrar mi vida. Gunnar no podía entenderlo.
—No podré parir, no podré... —sollocé.
—Claro que sí, yo te ayudaré.
—Saldrá mal, me faltarán las fuerzas...
—Es algo natural.
—No es natural, aquí no hay vida, todo está muerto.
Era la apariencia, la apariencia nada más. Sentía que bajo la despiadada blancura del hielo no podía existir nada más que la muerte. Y aunque sabía que bajo los hielos la vida en las aguas árticas existía ralentizada, yo hubiera querido congelarme con el invierno y despertar en primavera. Estaba hecha un témpano.
—Lea también espera cachorros —me dijo Gunnar.
Me quedé a cuadros. Nuestra valiente líder, que arrastraba y dirigía el tiro y defendía su puesto a dentelladas, también se encontraba embarazada. Pero si bien la admiré, su valor no me dio fuerzas, porque no me quedaban.
Gunnar cargó su riñe y me lo mostró.
—No tengas miedo por la osa. Si volvemos a encontrarla, le arrancaré la piel. Siempre he querido tenerla.
Si pretendía tranquilizarme, no lo consiguió. Sólo obtuvo un nuevo episodio de llanto inconsolable.
—No, por favor, déjala tranquila.
Por algún motivo que yo desconocía, Gunnar odiaba a la osa blanca. Sin embargo, yo en esos momentos no podía soportar la idea de que Gunnar matara a una futura madre. La osa, Lea y yo estábamos en las mismas circunstancias. Y para confirmármelo, mi niña se movió. Cogí la mano de Gunnar y la puse sobre mi vientre para que notara sus movimientos. Gunnar hizo el amago de retirar la mano, pero al poco sonrió y palpó con curiosidad los vaivenes de olas que provocaba.
—¿Tienes miedo al parto?
—Mi madre es comadrona y desde niña la ayudaba en su trabajo.
—¿Entonces?
—No sé si tendré fuerzas.
Gunnar me abrazó.
—Claro que sí, este viaje no durará siempre.
—¿Seguro? A mí me lo parece.
—Llegaremos en una semana a lo sumo. Ya veo que estás agotada, pero en cuanto descanses te recuperarás.
Si bien mi madre Deméter me enseñó que dar a luz era algo natural y relativamente sencillo, también sabía que podía haber imprevistos y complicaciones. Y por desgracia, dramas como el de mi prima Leto. Y aunque había querido olvidarme de esa historia, a partir del episodio de la osa no pude quitármela de la cabeza y volvió a surgir una vez y otra, y acabó convirtiéndose en una pesadilla recurrente. Supongo que, como todas las pesadillas, llegó con la fiebre y la enfermedad.
Mi prima Leto parió un niño con dos cabezas que murió al nacer. Yo lo vi, suspiré aliviada cuando murió y preferí no haberlo visto. Ella no lo vio, pero lo llevó en su vientre, lloró por su muerte y lo quiso a pesar de su deformidad. Después de enterrar a su bebé, Leto dejó de hablar y se puso a caminar sin rumbo, sola, para pensar en la vida y la muerte y lo difícil que resulta a veces continuar viviendo. Y para recordarlo por siempre jamás escribía sus memorias y seguía caminando.
Y yo había sido tan irresponsable y tan loca que no había hecho cuentas sobre la fecha de mi parto. A lo bruto había dicho que Diana nacería hacia la primavera, pero la primavera en la latitud ochenta no existía. El mes de marzo era todavía el crudo invierno y no se me había ocurrido que no podría desandar ese camino con un vientre de nueve meses.
Mi hija nacería en el fin del mundo. Era una certeza. Y lo que en un rapto de locura me había hecho ilusión, me iba atemorizando a medida que se aproximaba.
Una semana después del ataque de la osa, las provisiones comenzaron a escasear y los termómetros bajaron hasta los treinta grados bajo cero. Gunnar míe vio tan decaída que intentó animarme asegurándome que pronto llegaríamos a nuestro destino. Y yo, que le había prometido no hacer preguntas, ni siquiera tuve curiosidad por saber a qué destino se refería. Se me había helado el alma y sobrevivía casi por obligación. Atribuí mis temblores y el castañeteo de mis dientes al frío, y mis alucinaciones a la blancura de la nieve, pero la realidad es que estaba ardiendo de fiebre. La enfermedad había acabado por atraparme.
Por fin llegamos a un sitio que Gunnar con orgullo nombró el fin del viaje, y tomamos posesión de lo que sería nuestra casa durante los próximos meses. Era una pequeña cabaña sin comodidades, sin lujos, sin baño, sin agua corriente, pero que me pareció un palacio. Un palacio de hielo, puesto que su exterior estaba congelado, blanco, y refulgía bajo el pálido sol que amablemente nos orientó hasta ella, y luego se ocultó tras las nubes.
Gunnar me obligó a entrar para guarecerme de la tormenta que se había desatado y que levantaba vientos de hasta cien kilómetros por hora y hacía bajar las temperaturas por debajo de los cincuenta grados. Con mucho esfuerzo consiguió calentarla y al abrigo de la calidez de la lumbre me fueron retornando los sentidos y pude darme cuenta de lo que Gunnar estaba haciendo. Tras atar fuertemente a los perros, acarreaba hasta la cabaña grandes cantidades de pescado y carne congelados que sacaba de un pozo cercano a la casa. Así era como los inuits sobrevivían, conservaban su caza y su pesca a gran profundidad bajo el hielo durante años. Era su frigorífico particular y lo tenían repleto de carne y grasa de foca que les abastecía en su ruta y en caso de problemas. Pero eso no era todo. Me fijé en que la cabaña era una gran despensa. En sus baldas se almacenaba un gran surtido de latas de conserva, sopas y purés concentrados, galletas y frutos secos y otros alimentos que, sin ser exquisiteces, nos aseguraban la alimentación básica para los próximos meses.
Esa cabaña estaba preparada y esperándonos. Era una cabaña destinada a nosotros, a los dos, y Gunnar la conocía como la palma de su mano. En un día la dotó de todas las comodidades posibles. Las pieles, los sacos, los utensilios de cocina, de aseo, los hornillos. Todo fue descargado, recolocado y admirablemente ubicado. No dudaba. Sabía dónde colocar la caja de cerillas, los zapatos o la linterna. Conocía cada clavo, cada rincón y cada agujero. Era como el pirata que regresa a la isla del tesoro y sabe exactamente a cuántos pasos del cocotero hace falta cavar y a cuántos metros de profundidad se halla el cofre.
Por fuerza tenía que haber estado ahí antes. Pero aunque sabía que había algo extraño en su comportamiento, no hice preguntas. Estaba demasiado débil.
La cabaña me salvó la vida. A punto estuve de morir y sobreviví porque era joven. Había aguantado el largo viaje, pero las temperaturas de los últimos días habían sido excesivamente bajas y probablemente agarré una pulmonía con fiebres altísimas.
Pasé días y días sin conciencia de dónde estaba ni quién era. En mis delirios gritaba y pedía ayuda. Cualquier sombra, sonido o movimiento me recordaba a Baalat. Sonaba que Baalat me atacaba convertida en una gaviota ártica y me arrancaba los ojos. Gunnar me alimentaba con paciencia y me administraba antibióticos y paracetamol. Sólo lo tenía a él.
Pasaron semanas hasta que salí de mi letargo. Era, lo recuerdo, como estar en el fondo de un pozo con los ojos entornados y desear salir sin conseguirlo. Era como sentir el cuerpo dormido e intentar mover un brazo inerte. Me faltaban las fuerzas y los motivos. La pena del invierno sin sol y el frío habían calado tan hondo que me habían quitado las ganas de vivir. Pero mi cuerpo joven actuó por su cuenta y venció a la fiebre. Por fin, una noche, exhausta, recuperé la conciencia.
Y lo sorprendente era que Gunnar estaba hablando con alguien.
¿Estábamos solos o no?
Con un gran esfuerzo abrí lentamente los ojos.
El camastro que yo ocupaba se encontraba en el rincón más alejado de la puerta de la cabaña y desde mi situación abarcaba con la vista el banco donde se sentaba Gunnar. Iba en mangas de camisa, le había crecido el pelo y me daba la espalda. Y frente a él se sentaba un explorador polar con su enmarañada barba congelada por el frío. Gunnar bebía un té caliente, pero el explorador no tenía nada en las manos. Qué raro. Lo primero que pesaba en el Ártico era la hospitalidad. Me extrañó también que el invitado estuviese vestido con sus pieles y armado con su rifle y que, a pesar del calor que reinaba en la cabaña, la escarcha no desapareciera de su barba ni de su gorro de piel de foca. Su aspecto, realmente, era curioso; emanaba un aire color sepia de foto de daguerrotipo.
Sin moverme ni dar muestras de haberme despertado, me dejé arrullar por su conversación. Era un murmullo agradable; siempre resulta agradable la compañía para los enfermos. Sin embargo, cuando comencé a comprender de qué estaban hablando, dejó de parecerme agradable.
—No puedes negarte a la petición de tu madre —decía el explorador de voz ronca.
Y eso me dejó asombradísima porque además de encontrarnos en el fin del mundo, conocía a la madre de Gunnar.
—Mi madre sabe cuáles son mis condiciones.
El explorador carraspeó.
—Pero no le gustaron nada. Preferiría ocuparse ella misma de esa loba y ayudarla a parir.
No entendía nada. ¿Estaban hablando de la perra Lea?
—Estamos incomunicados, no puedo llevársela —se negaba Gunnar.
El explorador no estaba de acuerdo.
—Sabes que sí puedes. Has llegado hasta aquí, tendrías que acabar el trabajo.
Gunnar estaba nervioso.
—No será fácil quitarle un hijo. Es orgullosa, testaruda y valiente. Es mejor que no sepa nada hasta el final. Olfatea algo en el ambiente.
Pretendían privar a Lea de sus cachorros y me apené por ella. Pero de pronto sonaron todas mis alarmas.
—Y además está muy enferma —añadió Gunnar.
Al decirlo noté el calor de su mirada sobre mi persona y supe que se refería a mí. Me quedé inmóvil, disimulando. Intenté recordar cuántos días había estado enferma.
—Tiene el mal de la noche polar —diagnosticó el explorador.
—Está deprimida, sí —ratificó Gunnar—. Pero la fiebre es por causa de una pulmonía.
El explorador volvió a la carga.
—Su mal le impide defenderse, es inofensiva.
¡Hablaban de mí! Era yo pues el objeto de su charla. No me cuadraban sus palabras, no sabía cómo interpretarlas, cómo encajar las piezas del rompecabezas. ¿Cómo sabían que yo era una loba? ¿La madre de Gunnar estaba cerca de nosotros? ¿Quería ayudarme a parir? ¿Querían quitarme a mi hija?
Gunnar se sirvió más té y no le ofreció al visitante.
—Si la llevo con ella el mal se agravará y no podrá acabar con su embarazo. Morirá de tristeza.
—Le prometiste a la niña.
—Se la prometí y la tendrá, pero no a la madre.
Hablaban de mí, hablaban de mi hija y hablaban sin lugar a dudas de quitármela. Gunnar pretendía separarme de ella y dársela a su madre. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Quién era su madre? ¿Dónde estaba? ¿Qué significaba todo aquello? ¿Era acaso otra pesadilla?