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Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (27 page)

BOOK: El desierto de hielo
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Palidecí mirando el retrato. Aquellos ojos azules estaban clavados en mí, acusándome de intrusa y ladrona. Señalaban mi indiscreción al guardarme la sortija de esmeraldas y querer saber demasiadas cosas. Me invitaban a marcharme. Gunnar no había tenido una buena idea llevándome a esa granja.

Oí pasos en la casa. El ruido inequívoco de un arma al cargarse y la voz ronca de un hombre gritando por el hueco de la escalera o lo que quedaba de ella.

—¿Hay alguien ahí?

Salté de la cama y me vestí decentemente a la carrera mientras gritaba:

—¡Un momento!

Al abrir la puerta, la sonrosada Arna ya había desaparecido como por ensalmo. En la planta baja me encontré encañonada por un arma.

—¿Qué pasa?

—Yo hago las preguntas, señorita. ¿Quién es usted y qué hace aquí?

Era un granjero calvo, con barriga y papada, al que los años le habían añadido kilos y mala baba. Olía a colonia fresca y tenía el pelo salpicado de paja, pero empuñaba el arma con mucha determinación.

—He venido con Gunnar, el dueño de esta granja.

—¿Gunnar? Aquí no vive ningún Gunnar.

—Esta casa es de su familia. Llegamos ayer.

—No es cierto, su coche entró en la finca hace una semana. Lo he estado controlando.

No podía creerlo. ¿Había estado durmiendo una semana? ¿Era acaso la Bella Durmiente? ¿Y qué había comido y bebido durante todo ese tiempo?

—No puede ser —repetí.

—Desde luego. Gunnar o como se llame su marido la ha engañado. Esta casa está abandonada desde hace mucho tiempo y nadie ha pasado por aquí desde que yo tengo uso de razón. Y de eso hace más de cincuenta años.

—Su abuelo era un tal Ingar. ¿No ha oído hablar de él?

El vecino bajó el arma.

—¿Ingar? Sí, lo conocí cuando yo era un niño, pero dicen que desapareció en el mar.

—¿Y a su hijo Einar? El padre de Gunnar.

El hombre dudó, y definitivamente se puso el arma a la espalda y no me respondió. Sólo me amenazó con el dedo.

—Si no se van, tendré que llamar a la policía.

Y se fue tan expeditivamente como había llegado, dejándome sola y confusa. ¿Dónde estaba Gunnar? ¿El fantasma de Ama era real o había sido una alucinación? Miré en torno a la casa. Ni me enteré de que había oscurecido y comenzaba a llover. Lo noté al mojarme y oír el silbido del viento. Corrí a buscar refugio para guarecerme y fue entonces cuando oí un ruido de pasos en la planta superior.

—¿Quién anda ahí? —grité.

No obtuve respuesta. Simplemente el ruido aumentó de intensidad.

—¿Gunnar? —aventuré sin tenerlas todas conmigo.

Si estaba acompañada en aquella casa, quería conocer por quién: subí a tientas la vieja escalera de madera y, al alcanzar la última planta, me quedé horrorizada. Centenares de estorninos, frailecillos, cuervos y avefrías se amontonaban y se confundían en una mancha borrosa y palpitante de la que sólo se distinguían los ojos. Todos clavados en mí.

Era una buhardilla apestosa y cubierta de guano y plumas, con el techo hundido y la madera podrida. Yo estaba literalmente rodeada de ojos, ojos feroces que me escrutaban, que me estudiaban con frialdad mientras el monótono sonido de la lluvia al caer amortiguaba un sordo rumor de alas. Me estremecí. Me recordó el sonido de los cargadores que precede a la infantería. No llevaba conmigo ni mi vara ni mi atame. Estaba indefensa, así que poco a poco fui retrocediendo. Los pájaros tomaban posiciones, me acorralaban, iban a por mí.

Instintivamente intenté proteger mi espalda contra la pared, pero al apoyarme contra una viga carcomida noté claramente cómo algo sinuoso reptaba por mi cuello y se escondía entre mi pelo. Muerta de asco, hurgué entre mis rizos y atrapé al repugnante bicho. Era una serpiente de tacto viscoso y, con auténtica histeria, la lancé lejos, de un manotazo, y grité.

Y como si mi grito hubiera sido la señal que esperaban para atacar, un cuervo bajó en picado desde el cielo oscuro y, graznando, se echó sobre la serpiente, la apresó limpiamente y la lanzó sobre la marabunta, que dio buena cuenta de ella en pocos segundos. Luego sobrevoló mi cabeza en círculos concéntricos, mareantes, intimidadores, hasta que, sin previo aviso, también se lanzó contra mí y clavó su pico en mi cara. Por suerte bajé la cabeza y me hirió en la frente en lugar de en el ojo contra el que había dirigido el ataque. Golpeé al cuervo con la mano, pero al levantar la vista para ahuyentarlo contemplé cómo en el tejado herido de la casa cientos de pájaros afilaban sus picos dispuestos a echarse sobre mí.

Arna me había advertido. Las Omar me habían advertido.

En los ojos de ese cuervo reconocí la mirada fría de Baalat.

Baalat se había reencarnado de nuevo y, puesto que como cuervo no podía arrebatarme la vida, había conseguido embrujar a todos los pacíficos habitantes de la buhardilla. Estaba rodeada de enemigos y la Odish acabaría conmigo y mi niña.

Quise huir pero no atinaba a dar con la salida. Las paredes, los pájaros, el suelo, los peldaños de las escaleras se me venían encima. Completamente aturdida, me agaché haciéndome un ovillo y los pájaros se echaron sobre mí. Primero uno, luego otro y otro. Me picotearon las manos con las que yo me cubría la cara para protegerme los ojos. Sentía la sangre caliente correr por mis brazos y los graznidos enloquecidos de las aves. En mi cabeza comenzaron a bailar imágenes y palabras, confundía años, cifras, edades y nombres y comprendí que, si me quedaba allí, moriría.

—¡Selene! —oí como en un sueño—. ¡Selene! —reconocí la voz de Gunnar llamándome.

Y aunque no podía contestarle porque los chillidos de las aves tapaban mi voz, repté desesperadamente hacia el lugar de donde surgía su llamada, arrastrándome sobre la montaña de guano y tanteando a ciegas el hueco de la escalera.

—¡Selene! —volvió a gritar Gunnar, esta vez más cerca.

El hueco de la escalera estaba ahí, no conseguí ponerme en pie y me dejé caer rodando sobre los peldaños de madera, sin calcular el impacto de la caída. Fue más o menos como tirarse a una piscina sin agua. Rodé protegiéndome el vientre, más preocupada por mi pequeña que por mi cabeza, hasta que algo duro me golpeó la sien y me desmayé en los brazos de Gunnar, que a pesar de su rapidez no pudo evitar el golpe.

No llegué a oír los disparos del granjero que, con el alboroto, había dado media vuelta y que llegó poco después que Gunnar. A pesar de ser un malcarado y un metomentodo, gracias a su coche me salvó la vida.

Desperté dolorida en un hospital y en lo primero que me fijé fue en un tubo de plástico sujeto a una bolsa que se introducía en una vena de mi brazo. Me habían hecho analíticas de sangre y me alimentaban por suero. Aún estaba bajo el impacto del susto y una idea me martirizaba. Baalat podría reencarnarse en cualquier animal. Baalat podría ser un simpático frailecillo, un bonito gato o un leal perrillo faldero. No se me había ocurrido pensar que deshaciéndome de Lola no me deshacía de Baalat. Ingrid, la gran experta en la Odish nigromante, apuntó que también podía usurpar los cuerpos de muertos o niños. No estaría segura en ningún sitio, excepto en un lugar tan desolado en el que no hubiese vida. Ni siquiera cementerios.

Tenía que huir, tenía que irme lejos para salvar a mi hijita.

La puerta se abrió y entró por ella Hólmfrídur. Clavó sus ojos gatunos y amarillentos en mí.

—Estupendo, ya te has recuperado.

Desesperada, miré hacia todos lados. Imposible salir corriendo. Estaba encadenada a un poste y Hólmfrídur me cortaba la retirada. ¿Cómo me había encontrado? ¿Y Gunnar? ¿Dónde estaba Gunnar?

Me acarició la frente y me tomó la mano.

—Mi querida niña, qué susto nos has dado. Suerte que ya pasó todo.

Björk, la encantadora abuelita, asomó la cabeza detrás de ella. Al verme despierta me dedicó una sonrisa fingida. En lugar de una anciana pacífica, me pareció una carnicera sedienta de sangre.

—Bienvenida de nuevo, Selene. Lo tenemos todo dispuesto ya.

Me invadió un sudor frío. Habían dispuesto mi fin. Habían preparado el exorcismo contra Baalat. Mi cuerpo, en esa ceremonia, sería un simple pelele sin importancia, porque la batalla que librarían las brujas Omar contra Baalat tendría a mi cuerpo como adversario y yo sufriría las heridas que infringirían a Baalat: yo lloraría, yo suplicaría tregua, yo caería desmayada y mi pequeña no lo resistiría. Y tal vez yo tampoco. Siempre les quedaba el último recurso, que era acabar con mi cuerpo y clavar un cuchillo en mi corazón como hizo Meritxell. Pero todo eso no tenía ningún sentido porque yo ya no estaba poseída.

—¡Maté a Baalat, se escondía bajo la forma de un hámster! —dije intentando hacerles comprender que no estaba poseída.

Pero en lugar de la sorpresa de Hólmfrídur, me encontré con su actitud arrogante. Estaba tan convencida de mi posesión que mis palabras le sonaban a desvaríos de loca. No me escuchaba.

—Tranquilízate, Selene, tienes que estar tranquila.

Lo último que podía estar era tranquila.

—Baalat intentaba poseerme pero no lo consiguió.

Hólmfrídur notó mi agitación y me tomó las manos.

—No te asustes, Selene, estás a salvo con nosotras. Te llevaremos a un lugar seguro y te libraremos de la Odish fenicia que te posee.

—¡¡¡No me posee!!!

Hólmfrídur y Björk intercambiaron una mirada cómplice, una mirada de inteligencia que disfrazaba su convencimiento de que yo no sabía lo que me decía.

—Claro que sí, bonita. Baalat ya no te posee. Estás libre de la posesión.

Intenté razonar con ellas.

—Meritxell se clavó el atame a sí misma porque estaba a punto de perder su voluntad. Baalat la había poseído casi por completo.

—Eso lo dirás ante el tribunal.

—¡No quiero ningún tribunal! ¡Explicádselo a mi madre, ella lo entenderá!

—Llamaremos a Deméter, no te preocupes.

—No quiero que me exorcicéis.

—No lo haremos —mintieron.

Cada vez me sentía más acorralada. Necesitaba a Gunnar. Pálida y muy asustada, formulé mi pregunta con un hilillo de voz.

—¿Y Gunnar?

Hólmfrídur sonrió.

—Gunnar se ha portado estupendamente. No sólo cuidó de ti sino que fue él quien nos avisó.

Se me partió el alma.

—¿Gunnar os avisó?

Hólmfrídur me guiñó el ojo.

—Está muy enamorado. Has tenido suerte.

Gunnar era mi última oportunidad. No podía dejarme en manos de esas brujas. Apuré mi último cartucho.

—Por favor, quiero ver a Gunnar, a solas.

Hólmfrídur se retiró y me dejó temblando de miedo. Tenía que actuar deprisa. Por la puerta, en cualquier momento, podía volver a aparecer Hólmfrídur o cualquier bruja Omar. Me mirarían como a una apestada y me acusarían de ser Baalat, de estar poseída por ella y de representar un peligro para la comunidad por haber clavado mi atame en el pecho de Meritxell. Pero si me quedaba sola, Baalat, la sanguinaria, transformada en pájaro, serpiente o roedor me daría caza y acabaría poseyéndome de verdad. ¿Qué podía hacer? Y la angustia de la búsqueda inconcreta tomó nombre. Gunnar era mi único refugio.

Pero estaba en una camilla y, cuando quise incorporarme, una mano me lo impidió.

—No te muevas.

Era Gunnar. Quise gritar de alegría pero tenía la garganta seca. Mi vikingo vertió unas gotas de agua en una gasa y me humedeció los labios. Sentí alivio y poco a poco me fui acordando de todo. Así pues estaba viva aunque magullada.

—Gunnar, por favor, vámonos ya, llévame a Groenlandia.

—Tranquilízate.

—¿Por qué las llamaste?

—No hables.

Lo intenté. Intenté respirar con normalidad.

—¿Me he roto algo?

—Eres de goma.

A pesar del reproche cariñoso, tenía una mirada sombría. ¿Qué había hecho mal? ¿No tendría que haber subido a la buhardilla?

—¿Qué me pasó?

—Era una colonia de pájaros y los incomodaste. Nunca atacan pero se sintieron invadidos.

—Eran muy agresivos —me defendí.

—En cuanto te saqué de su territorio te dejaron en paz.

Y me respondió con otra pregunta:

—¿No tienes nada que decirme?

—¿Sobre qué?

—Algo que yo tenga que saber.

Todo había sido un sueño. No podía ser cierto todo lo que me había sucedido. No podía hablarle de Arna, aunque...

—Encontré las joyas.

Gunnar se sorprendió.

—¿Dónde estaban?

Me enorgullecí de mi descubrimiento.

—En la pintura de la pared, dentro de un cajón. Las dejé en el secreter.

Gunnar no asimilaba mis noticias.

—Vaya, guardas más de un secreto.

—¿Yo?

—No me dijiste que estabas embarazada.

¡Era eso! Gunnar se había enterado por los análisis.

—Te lo quería decir.

—¿Cuándo?

—Aún no estaba segura.

Gunnar parecía triste.

—Podría haber sido una magnífica noticia, pero ahora lo has echado todo a perder.

Se me encogió el corazón.

—¿El qué?

—El viaje, Selene. Lo tengo todo dispuesto y no puedo volverme atrás.

—¿Qué quieres decir con eso?

Gunnar estaba sufriendo. Lo notaba. Pugnaba por abrazarme, pero mantenía la distancia para conservar la cordura.

—No puedes venir conmigo.

Estaba horrorizada. ¿Cómo podía decir eso? El que hablaba no era Gunnar. Le había salido una arruga en medio de la frente. Los hombres pacientes cuando se enfadan lo hacen sin paliativos. Se les endurecen las facciones.

—¡No puedes hacerme eso! —grité.

Y Gunnar se enfureció.

—Tú tampoco y ya es la segunda vez, Selene. ¡La segunda vez que tuerces mi vida a tu antojo!

Yo callé avergonzada. Sabía a lo que se refería y me di cuenta de que no lo había olvidado. Ni yo. Meritxell y su triste recuerdo eran como un iceberg a la deriva que acabaría por hundir nuestro barco. Habíamos empezado mal, lo admitía, pero yo era tozuda y por encima de todo quería a Gunnar.

—¿No quieres saber nada de nuestro bebé? Será una niña.

Gunnar tembló levemente.

—Será hermosa y valiente, como tú. La estoy viendo.

Vislumbré una esperanza. Gunnar estaba emocionado por la perspectiva de ser padre.

—Tendrá tus ojos.

Gunnar sonrió y añadió:

—Y tus piernas.

—Se llamará Diana.

—Bonito nombre.

Me quería. Quería a mi niña. No podía dejarme.

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