El desierto de hielo (34 page)

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Authors: Maite Carranza

BOOK: El desierto de hielo
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La osa hacía caso omiso y continuaba, con su fuerza gigantesca, abalanzándose contra la puerta. ¿Y si lo conseguía? Calculé la posibilidad de que derrumbara la cabaña o hiciese un gran boquete. A juzgar por los chirridos de la madera, la estructura no aguantaría mucho más. Si lo conseguía, yo quedaría a la intemperie y moriría. Era preferible pues abrir la puerta y enfrentarme a ella, desde dentro.

Pero antes de hacerlo recordé la advertencia de Aruk. Sin darme un respiro froté mi anillo y abrí la puerta. Sorprendí a la osa que, extrañada por mi actitud, se quedó inmóvil. Simultáneamente, a la vez casi, Aruk se corporeizó ante mis ojos. Aproveché mi ventaja y, con toda la sangre fría de que fui capaz, levanté lentamente la pistola y apunté entre los ojos de la enorme y aterradora osa. Sin embargo, no pude disparar.

Aruk y los ojos de la osa me lo impidieron. Y Lea se interpuso.

—No, no lo hagas —gritó Aruk.

—¡Atrás, atrás, no la toques! —le ladró Lea a la osa, enseñándole los caninos con ferocidad, dispuesta a dejar que la despedazaran antes de que la intrusa me pusiese una sola zarpa encima.

Aruk volvió a intervenir y dijo algo sorprendente:

—No dispares, es tu amiga; quiere protegerte.

Se me paralizó el dedo índice. La osa me miraba y en sus ojos leía lo que Aruk me estaba diciendo. Para Lea, por el contrario, era un animal peligroso y aprovechó el desconcierto general para lanzarse a sus patas y morderla.

La osa gruñó de dolor y de un manotazo lanzó a la perra lejos.

—No quiero hacerte daño —gruñó la osa.

Inmediatamente detuve el siguiente ataque de la perra enfurecida por la sangre y el dolor de la herida que le había causado la osa.

—¡Lea, quieta, Lea!

Y, temerariamente, me abracé a la osa para salvarla de los dientes de Lea. Si lo hubiese pensado por un instante no lo hubiese hecho, pero como siempre, mis impulsos me salvaban. La osa no me aplastó con su abrazo mortal; al revés, me calentó con su piel y me miró a los ojos con inteligencia.

—Te protegeré —gruñó.

Aruk me hizo salir de mi estado de perplejidad.

—Deméter pidió ayuda al clan de la osa y ellas enviaron a su gran madre para protegerte.

Mi corazón fundió el hielo que se había formado a su alrededor en los últimos tiempos. Mi madre no había desistido. Afortunadamente, aún se acordaba de mí.

Aruk señaló a la osa.

—Ella es tu única esperanza para huir de aquí. Te puede alimentar, guiar y proteger.

—Huiré con ella entonces —decidí en un rapto de locura buscando mis manoplas.

Por suerte Aruk era un experto expedicionario.

—¿Estás loca? Morirías inmediatamente. Tienes que esperar a que pase lo más crudo del invierno. Tienes que esperar a la primavera.

—Es que en primavera será demasiado tarde. Nacerá mi hija.

Aruk era sensato.

—Tendrás que esperar a que nazca.

—Será demasiado tarde —repetí—. Gunnar se ha comprometido a llevar a Diana a la dama de hielo. Tú la conoces. Debe de ser cruel y caprichosa.

Aruk se rascó la cabeza.

—Convencerás a Gunnar de que te encuentras mal, muy mal, y que sin tu leche la niña moriría. Gunnar esperará y hará esperar a su madre.

Callé expectante.

—¿Y después qué?

Aruk era un hombre de acción y un experto conocedor del Polo.

—En cuanto empiece el deshielo y tú y la niña tengáis fuerzas para el viaje de regreso, la osa atacará a Gunnar y te guiará hasta Sarmik, la matriarca del clan de la osa. Una vez allí no estarás segura, pero sí más protegida.

Me sentí abrumada por el favor que me había hecho Aruk. Por poco no mato a la osa y cometo una gran equivocación.

—¿Cómo sabrá la osa que es el momento?

Aruk no se amedrentó.

—Frotas tu anillo y me pides ayuda. Yo te la enviaré.

Recordé otro peligro que durante las últimas semanas había obviado.

—¿Y Baalat? ¿Por qué la dama oscura ya no me persigue?

Aruk rió.

—Estás bajo la protección de la dama de hielo. Éste es su territorio y no permite que se acerque. Naturalmente en cuanto te alejes volverá a intentarlo.

Así pues, me encontraba prisionera entre las dos Odish y mi hija era el cebo de ambas.

Apacigüé el ronco gruñido de Lea palmeando cariñosamente su cuello. No aceptaba que yo simpatizase con su vieja enemiga, la osa; pero así era, y la invité a olfatearla para que no ladrase en su presencia. Luego, pasé mi mano por la suave piel de la osa, esa piel oscura y cubierta de pelo blanco, casi albino, que además de ser muy aislante, le permitía absorber todo el calor de los rayos solares.

—Te llamaré Camilla —le dije—, como el amor imposible de Kristian Mo.

La osa aceptó el nombre. Estaba ya a punto de cavar su madriguera para preparar el refugio donde daría a luz. Su parto sería dos meses antes que el mío y durante ese tiempo permanecería en ayunas y amamantando a su cachorro. La despedí y, mientras se alejaba saltando con agilidad a pesar de los ciento veinte kilos añadidos de su embarazo, le deseé suerte. Ella lo tendría infinitamente más fácil que yo. Con sus casi cuatrocientos kilos y su inmensa pelvis, pariría unos ridículos oseznos de medio kilo. En cambio yo, con mis cincuenta kilos y mi estrecha cadera, pariría un bebé de tres kilos y enorme cabeza. Las hembras de la especie humana éramos las que siempre nos habíamos llevado la peor parte en la historia de la evolución. La próxima vez que nos viéramos, iríamos acompañadas por nuestras crías, pero la osa tenía cien veces más posibilidades que yo de sobrevivir a un parto.

Cuando desapareció en el horizonte hice un ruego a Aruk:

—No te manifiestes mientras esté aquí Gunnar.

—No lo haré —me aseguró Aruk.

—¿Seguro que el explorador Shaeldder no hablará de mí a Gunnar ni a su madre? —pregunté inquieta.

—Sabe que tienes poder sobre él y puedes destruir su apariencia.

Respiré más tranquila. Lo tenía todo controlado. Pero estaba en un gran error.

Gunnar regresó antes de lo previsto y yo, que había urdido un plan para el plazo de tres meses, había sido tan ingenua que no había contemplado la posibilidad de que Gunnar se adelantase a mi jugada.

Cuando desperté me dolía mucho la cabeza y no me acordaba de nada. ¿Cuándo me había dormido? Abrí los ojos y ahí estaba Gunnar sentado junto a mí, con una taza de un brebaje caliente en sus manos y con los ojos acerados, de un azul intenso, taladrándome la conciencia, hurgando en mis pensamientos recónditos. Eran exactamente iguales que los ojos de la dama del retrato cuando me vigilaban inquisitivos. No logró penetrar en lo más hondo de mi conciencia, puesto que yo había formulado un conjuro de protección y me había preservado, pero no hacía falta. Sin hacer ninguna pregunta, supe que él conocía mi plan.

—Bebe —me dijo.

—No, gracias.

—Bebe, te aliviará el dolor. No me ha quedado otro remedio que anular tu voluntad desde la distancia.

Me quedé anonadada. Gunnar me estaba diciendo que había hecho magia, que había formulado un conjuro para bloquearme. Y no supe reaccionar. Tenía que controlar mi carácter impulsivo y no mostrar mis cartas demasiado pronto. ¿Hasta qué punto Gunnar conocía mis intenciones?

—Fuiste muy ingenua si pensaste que Shaeldder no hablaría conmigo —añadió para clarificar las cosas.

Así que fue Shaeldder.

Callé y apreté los dientes muy fuerte. Estaba asustada y a pesar de ello era incapaz de llorar porque sentía mucha rabia. Y la rabia me hizo despertar de mi letargo y me dio fuerzas para enfrentarme a él.

No le contesté, no le miré a los ojos. Me senté en el camastro, palpé con mi mano bajo la almohada y noté el hueco vacío allí donde antes dejaba mi vara y mi atame.

—No busques tu vara ni tu atame —me aconsejó Gunnar sin que su voz delatase ningún nerviosismo.

—¿Los has escondido otra vez?

—Los he destruido. Es lo mejor para todos; así evitará malos entendidos y no tendré que vigilarte a todas horas.

La dureza de su voz fue como un bofetón.

—Entonces soy tu prisionera —le escupí.

—No, no lo eres.

Su cinismo me ofendía más aún.

—¿Puedo salir y entrar a mi aire? ¿Puedo regresar con mi madre acaso?

—No puedes porque estás en el Ártico a cincuenta grados bajo cero, no porque yo te lo impida.

Gunnar se puso en pie con parsimonia y abrió unos centímetros la puerta.

—Anda, sal, ya puedes irte si es lo que quieres.

Yo rechacé su ofrecimiento y Gunnar cerró la puerta y señaló la cerradura.

—Estará siempre abierta. No quiero retenerte contra tu voluntad.

No sabía a qué atenerme. Era mucho peor ese trato ambiguo de camaradería paternalista que unas cadenas en mis pies.

—¿Y qué pasará cuando nazca mi hija?

—Nuestra hija.

Me quedé de piedra. Evidentemente su rectificación no era casual. ¿Reivindicaba sus derechos paternos?

—De acuerdo, nuestra hija.

Gunnar no escondió sus propósitos lo más mínimo.

—Se la mostraremos a mi madre.

Un escalofrío me recorrió el espinazo.

—¿Para qué?

—Quiere conocerla.

—¿Por qué?

Gunnar suspiró, pero respondió a mi pregunta:

—Ya lo sabes, Selene, te lo profetizó la oráculo ciega. Hay muchas certezas de que nuestra hija sea la del cabello de fuego, la elegida de la que hablan las profecías.

No pude contenerme:

—¿Y qué hará con ella?

—No le hará daño.

¿Cómo podía decirme que no le haría daño? Las Odish persiguen a las Omar recién nacidas para alimentarse de su sangre. ¿Cómo iba yo a dejar que una Odish pusiera sus zarpas sobre mi niña?

—¿Cuántas hijas Omar elegidas de la profecía has llevado a tu madre? ¿Cómo sabes lo que hará con ella? ¿Y si la mata?

Gunnar negó con contundencia.

—Ten en cuenta que la niña será de su propia carne.

No pude soportarlo.

—¡Tu madre es una bruja!

—Como tú.

Era demagógico, Gunnar pretendía equiparar Omar y Odish y meternos en un mismo saco.

—¿Y tú qué eres? ¿Acaso no eres un brujo inmortal?

Gunnar me contempló con sus ojos acerados que parecían ser adalides de la verdad.

—¿Me has visto alguna vez utilizar mi magia?

Ciertamente no, pero eso no significaba nada.

—¡Vosotros sois Odish!

—Y nuestra hija también llevará sangre Odish.

Me dominó la indignación y me lancé sobre él airada, rabiosa, impotente.

—Me utilizaste, te has servido de mí...

Pero Gunnar me asió por las muñecas fuertemente y me respondió con fuego:

—¡No digas eso nunca más! ¿Me oyes? Nunca más. ¡Fuiste tú quien te interferiste en mi destino!

Estaba dolido y me hacía daño. Bajé la cabeza fingiendo arrepentimiento para que me soltara. Pero ya conocía su juego, el juego de engatusarme y enamorarme para conseguir su propósito. Mi tozudez sería mi atame, mi rabia sería mi vara y mi astucia debería ser mi escudo protector.

Simulé arrepentimiento y fingí sollozar, así di la oportunidad a Gunnar de representar su propio papel.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué? —sollocé abrazada a mi enemigo.

Gunnar me acarició el pelo y me consoló como lo había hecho otras veces. Parecía tierno, cariñoso y hasta le temblaba la voz al soltar sus mentiras.

—No podía decirte nada, Selene, no sabía que te interferirías. Creía que tú no tenías nada que ver con la profecía, que simplemente eras un accidente. Pero resultaste ser mucho más que eso.

—Entonces, ¿me quieres? —pregunté con voz templada y adolescente, procurando acompañar mi ingenua y adorable pregunta con un temblor.

Gunnar me tomó por idiota.

—Te quiero con locura.

Y me besó largamente y con tanta pasión mentirosa, que mi único recurso para detenerlo fue simular un sollozo de alegría. Y cuando me llevé la mano a la mejilla para recoger mi lágrima inexistente, me di cuenta de que no llevaba el anillo de esmeralda. Gunnar también me lo había quitado. ¿Lo había destruido o simplemente lo había escondido?

Tenía tres meses, antes de que naciera Diana, para hacer mis averiguaciones. Hasta entonces la rabia me ayudaría a sobrevivir y gracias a mi astucia de loba conviviría con mi carcelero en una aparente concordia de amor dolido. Le haría creer que lo amaba y que confiaba en él. Le haría confiarse tanto que, cuando se diese cuenta de su error, sería demasiado tarde.

Sin embargo, tengo que reconocer que a veces, cuando me besaba, aún conseguía que me temblasen las rodillas.

Capítulo 14: La huida

Durante el tiempo que estuve esperando a que naciese Diana, me entretuve dibujando. Aprendí a coger el lápiz y a soñar con él en la mano. Ese carboncillo, al principio rebelde, se fue amoldando poco a poco a mis deseos y complaciendo mi ansia de libertad. Dibujar mundos vividos, mundos imposibles, mundos fantásticos compensaba mi largo enclaustramiento, la agotadora vigilancia a la que me sometía Gunnar y el miedo por lo que ocurriría con mi hijita. Necesitaba escapar de esas cuatro paredes y de mi mano surgieron paisajes estremecedores poblados de volcanes, elfos y glaciares. Balleneros rojos de sangre hundidos por el coletazo de una minke encolerizada. Trineos conducidos por osas blancas volando hacia la luna en cuarto menguante. Yeguas relinchando a la luz pálida del sol de medianoche con las crines al viento.

Y poco a poco fui transformando las imágenes en situaciones, y fui inventando y dibujando una historia protagonizada por una joven colegiala con poderes, llamada Luna, que se encaprichaba de un corzo escurridizo con una marca peculiar en su pata y lo seguía hasta los confines de la tierra. Luna era una niña que comía caramelos y dormía abrazada a su oso de peluche, y con ella viajé por otros mundos y viví otras vidas, hasta que las aventuras de Luna acabaron convirtiéndose en un cómic.

Dediqué mi primera obra a la memoria de Meritxell y lo guardé en mi bolsa. Si alguna vez regresaba a la civilización, ésa sería mi profesión. Intentaría ganarme la vida escribiendo, dibujando viñetas de cómic y creando personajes que, como Luna, se inspirasen en mi propia vida y me permitiesen escapar de mis problemas.

Gunnar se hacía el bueno conmigo y a mí eso me fastidiaba un montón. Cuando mi vientre abultaba tanto que no podía tocarme los pies, se arrodillaba solícito y él mismo se ocupaba de ponerme los calcetines y atar los cordones de mis botas. Tenía que agradecerle su gesto con un gracias y una sonrisa, igual que cuando me servía la sopa y me regañaba para que me la acabase toda, o al auscultar con atención los latidos de Diana. Gunnar intentaba crear la convención de que aún éramos una pareja bien avenida y no sabía que yo lo odiaba con toda mi alma.

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