Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
—Es una sorpresa. Yo te guiaré.
Él mismo me abrigó, abrió la puerta de la cabaña en la que nos habíamos guarecido y salimos al exterior. Esperamos un rato, comencé a impacientarme, pero Gunnar iba cantando una melodía en mi oído para apaciguar mis nervios y me iba frotando los brazos para que el frío no me calase. De pronto, contuvo la respiración un instante, me arrancó la venda de los ojos y gritó:
—¡Feliz cumpleaños!
El espectáculo era maravilloso, el cielo estaba jaspeado de luces verdes, incandescentes que titilaban suspendidas en la noche.
—¿La aurora boreal?
—La primera del largo invierno.
Nos extasiamos juntos contemplándola. No me importó el frío de la noche ni la soledad de la tundra. Fue mi último gran momento de felicidad.
Poco a poco me di cuenta de que Gunnar, ocupado en guiar el trineo hacia el Norte, se iba dejando engullir por el silencio de la blanca inmensidad. Estaba más serio y algo le preocupaba y le hacía girar la cabeza constantemente mientras viajábamos. Llevaba el rifle cargado junto a él y todas las noches salía a inspeccionar el terreno para luego regresar a dormir junto a mí en esas minúsculas cabañas que jalonaban nuestra ruta y que compartíamos a veces con otros cazadores: apenas cuatro metros cuadrados de madera, con una balda donde dormíamos y comíamos. Gunnar se echaba a mi lado, acariciaba mi pelo y me explicaba una leyenda vikinga con su voz tranquilizadora. Gunnar conocía todos los recodos del camino y llegaba a los refugios aunque los bloques de hielo de las bahías o la nieve profunda nos desviaran de las trazas de los trineos y nos obligaran a ralentizar nuestra marcha.
Una mañana, una fuerte ventisca nos impidió salir y quedamos encerrados en una cabaña junto con un padre y un hijo, cazadores los dos, que acarreaban una buena provisión de focas para el invierno. Gunnar y yo les invitamos a tomar té caliente y pescado seco. Era una experta en preparar tazas de té y café con el hornillo, y en hervir pescado en cualquier circunstancia. Y mientras bebíamos el té, los perros ladraron y Gunnar, raudo, cogió su rifle, se abrigó y salió a la intemperie. Tardaba y yo me impacienté. El muchacho me tranquilizó.
—Es el oso.
—¿Qué oso?
—El oso blanco que sigue vuestras huellas.
Me quedé pasmada. Así pues esa presencia que inquietaba a Gunnar y por culpa de la cual iba torciendo la cabeza era un oso blanco. Y debía de serlo, porque Gunnar llegó malhumorado y maldijo a los osos que importunaban a los perros.
Luego sacó pescado seco e invitó a los cazadores inuits. Y más tarde, los cazadores inuits correspondieron a nuestra amabilidad invitándonos a un plato exquisito: hígado de foca crudo. Lo rechacé amablemente, pero Gunnar me obligó a aceptarlo y me aconsejó que me gustase. La dieta de pescado y carne crudos aportaba el doble de calorías y en esas latitudes la energía era fundamental. La carne cruda me parecía lo más asqueroso del mundo, pero las vísceras eran aún peor. El inuit insistió argumentando que era un hígado reciente, casi acabado de matar. Quise vomitar, pero Gunnar fue implacable y me riñó por mi descortesía. Rechazarlo era un insulto y tuve que aceptar el bocado caliente. Mi único consuelo fue que tras esa experiencia ya nunca podría morirme de asco, puesto que acababa de ingerir el producto más viscoso, amargo y repugnante del mundo.
Al marchar de la cabaña con su simple rifle al hombro y su viejo transistor, los inuits dejaron pescado seco, harina y grasa para los viajeros que llegaran después de ellos. Aprendí de su ejemplo que un refugio, un plato y una lumbre en el Ártico podían significar la fina línea que separa la vida de la muerte.
El viaje fue haciéndose más duro. Las cabañas fueron distanciándose, el tiempo empeoró y la inquietud de Gunnar estaba presente cada noche. A pesar de que le pregunté por sus frecuentes paseos y sus obsesivos rastreos alrededor del campamento, Gunnar negó que ningún oso nos siguiese y justificó que actuaba así por precaución.
Nos habíamos repartido las tareas. Viajar en el Ártico era una labor de equipo y necesitaba compenetración y eficacia. Cuando Gunnar me indicaba que esa noche montaríamos campamento, ya sabía que eso significaba una hora más de trabajo antes de la cena. Teníamos que desembalar la tienda y montarla con relativa rapidez. Y dentro, en un espacio ridículo, nos desenvolvíamos para cocinar, quitarnos la ropa mojada, secar botas y guantes, limpiar cacharros, ordenar el material y asearnos lo mínimo. Pero mentiría si dijera que añoraba las comodidades de la civilización. No era cierto. Había algo primitivo en esa huida disparatada hacia la nada que me hacía olvidar los lujos de la civilización.
Estaba enamorada, escapaba de Baalat y las Omar y protegía a mi pequeña. Por esas tres razones no me importaban las estrecheces y dormía, sin pesadillas, abrazada a Gunnar. Y cuando empezó el frío, Gunnar optó por encender el hornillo dentro de la tienda. Era lo que hacían los esquimales, aunque los occidentales se echaran las manos a la cabeza. En aquellos momentos, en pleno mes de octubre, las temperaturas ya rondaban los diez grados bajo cero y de noche caían en picado hasta los veinte o treinta. Si no encendíamos el hornillo se aliaban fatalmente la inmovilidad y el frío de la noche y corríamos el riesgo de congelarnos. Mis pies empezaban a estar casi siempre adormecidos y doloridos y comencé a preguntarme si el viaje duraría mucho más.
Lo cierto es que el trineo cargado de provisiones con el que salimos fue aligerando el peso a medida que los perros devoraban el pescado. Ya no los temía cuando los veía pelear entre ellos, morder los arneses o lanzarse a la desbandada sobre el pescado que yo misma les daba cada noche antes de que se enterrasen bajo la nieve y desapareciesen completamente a veces varios metros bajo tierra. Mi sospecha se confirmaba: cada día comprendía mejor sus ladridos, entendía sus llamadas y los significados de sus gemidos. Y eso me impidió obsesionarme con la idea de que uno de ellos fuera Baalat y acabase conmigo. Pero aunque yo interpretaba sus rencillas y sus necesidades, era Gunnar quien daba las órdenes, los guiaba buscando trazas de otros trineos y les ayudaba a sortear las muchas trampas que iba presentando el hielo. Porque era Gunnar quien mandaba y quien dirigía la expedición.
El viaje era intenso, duro y a veces hermoso, pero en absoluto monótono, y pronto se cobró su primera víctima. Un perro llamado Iouq tuvo que ser sacrificado tras quebrársele dos patas en un salto espectacular. Atravesábamos una zona de hielo difícil y en movimiento y nuestros perros, haciendo alarde de su buena disciplina, saltaban de un bloque a otro sin descanso. Hasta que Iouq aterrizó con tan mala fortuna que oímos con claridad el crujido de los huesos. El dolor era insoportable para el pobre animal y no podía moverse. Fue lo menos grave dentro de la desgracia que podría haber ocurrido y Gunnar le pegó un tiro con su rifle porque era lo más piadoso, aunque a los dos se nos encogió el corazón. Me consolé pensando que, afortunadamente, el trineo había salido intacto.
El hielo había acabado con el pobre Iouq, y es que la blancura aparentemente idéntica de una primera ojeada era una gran mentira. Bajo ese hielo blanco se escondían corrientes de agua, lagos, bloques de hielo flotantes y hasta icebergs. Era de muchos grosores, calidades y texturas y, aunque iba afianzando su grosor a medida que el frío iba en aumento, en algunos tramos todavía entrañaba el peligro de resquebrajarse a nuestro paso. Así, un día el Ártico nos enseñó sus afilados colmillos y vino a silabearnos al oído que un traspiés o una equivocación podían ser fatales y que podíamos acabar nuestros días engullidos por las frías aguas.
Esa mañana, al poco de comenzar la ruta, cayó sobre nosotros una niebla espesa y compacta que volvió locos a los perros y ralentizó la marcha. Pero Gunnar no quiso rectificar sus planes. Como otras veces, lo noté inquieto y más preocupado por esa presencia que seguía las trazas de nuestro trineo que por lo que teníamos delante. Apenas había visibilidad y el calor hacía sudar a los animales, que tropezaban constantemente porque ni siquiera distinguían el relieve del suelo. Llegué a odiar esa niebla pegajosa que reblandecía el hielo, nos aprisionaba en sus garras húmedas y hería las retinas con una luminosidad tan agresiva. Prefería la ventisca que batía los caminos y borraba las huellas de otros trineos. La niebla agazapada y engañosa me pareció una mala jugada, y así fue.
La oscuridad cayó sobre nosotros mucho antes de alcanzar la cabaña donde teníamos previsto pasar la noche, y nos perdimos. Por primera vez estábamos absolutamente perdidos; sobre nuestras cabezas, ni una sola estrella con la que guiarnos, y bajo las patas de nuestros perros ni una simple traza de trineo que seguir.
Me atenazó la angustia y rogué a Gunnar que montáramos el campamento allí mismo y esperásemos a que la niebla despejase. Gunnar se negó. Algo o alguien le daba miedo y no quería arriesgarse a montar la tienda. Pero en lugar de reconocerlo, argumentó que teníamos que llegar a la cabaña y se mostró tozudo con su idea.
Discutimos.
Por primera vez desde que viajábamos juntos no estuve de acuerdo con él. Ni él conmigo. Yo intuía que si continuábamos adelante algo podía sucedemos y que debía preservarme a mí y a mi hija del peligro.
—Por favor, Gunnar, montemos la tienda aquí.
—La cabaña está cerca.
—No es verdad, reconoce que no sabes dónde estamos.
—Estamos a pocos kilómetros.
—A pocos kilómetros de ninguna parte. Sé que nos hemos perdido aunque no quieras admitirlo.
Gunnar no daba su brazo a torcer. Yo estaba en sus manos, porque para bien o para mal, en un lugar tan inhóspito como el Ártico, dos no pueden disentir y uno siempre manda sobre el otro. Gunnar era el jefe aunque se equivocase. Y Gunnar se equivocó y nos llevó a través de la oscuridad.
Cerré los ojos para no pensar en lo que podíamos encontrarnos. Ante nosotros la negra boca de un túnel sin fin nos tragaba y nos llevaba irremediablemente hacia el peligro, en línea recta. Podía olerlo, podía palparlo y casi grité unos segundos antes de que sucediera. Gunnar, de pie con su látigo azuzando a los perros también gritó, pero demasiado tarde.
Habíamos entrado en un lago helado de hielo fino. El hielo se estaba resquebrajando a nuestro paso y en cualquier momento se abriría ante nosotros para tragarnos junto a nuestros perros. El sonido del hielo crujiendo era aterrador y los perros olían como yo la muerte y ladraban al agua fría. Gunnar los azotaba para que no se detuvieran. Detenerse era sinónimo de hundirse. Me agarré al trineo con una mano mientras con la otra asía mi vara, un reflejo que tenía desde niña cuando sentía un peligro inminente. Y de pronto sentí una culebrilla alocada dentro de mí que zigzagueaba por mi vientre pugnando por escapar de mi miedo. ¡Era mi niña! La notaba. Sentía sus movimientos. Era tan pequeña como mi dedo meñique, pero se movía dentro de mí y estaba tan asustada como yo. O era mi susto que multiplicaba por cien mis pulsaciones y alteraba su descanso. Fuese como fuese, ella me dio fuerzas y puse en juego todo mi instinto. A pesar de la oscuridad veía la salvación.
—¡A la derecha, gira a la derecha!
El hielo se abrió, negro y frío, bajo las patas de los primeros perros y fue demasiado tarde para dar media vuelta. Lea, Siatq y Qeqertag caían al agua y su empuje fatal nos llevaría a todos hasta el fondo oscuro del lago. En pocos segundos nos precipitaríamos al abismo. El trineo se estaba inclinando y el agua ya había cubierto completamente a la primera línea del tiro, alcanzaba el cuello de Narvik y empapaba mi bota.
Rauda, saqué mi vara y formulé el conjuro para compactar el hielo. Pude detener la caída, pero sabía que por poco tiempo. No podía mantener durante demasiado rato la ilusión de la materia. Era un conjuro difícil, como los que retan al tiempo y al espacio, y delicado para usarlo por esnobismo, pero fundamental en un caso de vida o muerte como era el que en aquel momento me ocupaba.
Gunnar y yo, los dos a la vez, saltamos del trineo y con todas nuestras fuerzas y las del resto de los perros tiramos de los arneses hasta conseguir sacar a nuestros tres cabecillas del agua.
Es increíble la resistencia de esas bestias que, ateridas y chorreantes, no dudaron en continuar liderando la marcha hasta salir, esta vez sí por la derecha, del lago traicionero.
La lucha contra los elementos y el miedo me impidieron advertir lo que me sucedía. Me di cuenta al cabo de un rato cuando, ya a salvo, quise bajar del trineo: me caí de bruces y reparé en que tenía un pie congelado. Se me había mojado la bota completamente y el agua se había convertido en hielo. Carecía de tacto, de sensibilidad, mi pie estaba muerto y ni siquiera podía sacarme la bota. Gunnar la rajó con un cuchillo y me pegué un buen susto. El pie estaba blanco, sin sangre, y en las puntas arrugadas de los dedos las tonalidades azulonas no presagiaban nada bueno. Gunnar lo cubrió con pieles, encendió el hornillo, me hizo masajes para retornar la circulación, puso agua a hervir y me obligó a sumergirlo en una solución salina que me hizo ver las estrellas. Lloré de rabia, pero recuperé mi pie.
Y entonces Gunnar reaccionó de una forma sorprendente. Se cogió la cabeza con ambas manos y se echó a llorar. Nunca lo había visto llorar así. Ver llorar a un hombre como Gunnar era algo tan extraño que me puso la piel de gallina.
—Gunnar, Gunnar, cálmate —fue lo único que atiné a decirle.
Él me abrazó y me besó con las mejillas cubiertas de lágrimas.
—¡Perdóname, Selene, perdóname!
Su reacción tan desesperada por ese incidente me dejó sin palabras.
—Ya está, ya pasó.
—He sido un irresponsable. Te he puesto en peligro a ti y a la niña. Si os llega a pasar algo, no me lo hubiese perdonado nunca.
—No ha pasado nada —insistí.
Pero yo también sabía que algo estaba pasando y que la confianza en que habíamos basado nuestro amor era tan frágil como el hielo que se resquebrajó a nuestro paso. ¿Se podía amar con una muerte a nuestras espaldas? ¿Con una traición? ¿Se podía amar con mentiras de por medio? ¿Con secretos? ¿Con silencios? Gunnar se estaba alejando de mí y yo lo iba perdiendo a él a la vez que mi alegría; y en lugar del amor surgía el miedo. Ese miedo difuso se instaló en mi vida y llegó con una nueva cara desconocida para mí hasta ese momento. La tristeza.
Día a día el sol iba perdiendo fuerza y la noche iba ganando el pulso.