Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
—Para no preocuparte.
Gunnar se alteró.
—¿Dónde crees que están tus pastillas?
Me cogí la cabeza con ambas manos.
—La última vez que las vi fue en el campamento que hicimos antes de llegar a esta cabaña. Esa noche me tomé una, sentí los mismos síntomas que ahora. Debí de perder el frasco.
El último campamento debía de estar a unas horas de distancia, las suficientes para ganar tiempo.
Gunnar me creyó. Me obligó a sentarme y me tomó el pulso. Gracias al conjuro que pronuncié y a mi nerviosismo, conseguí disparármelo. Se alarmó y volvió a colocar las manos sobre mi vientre; logré una magnífica contracción que lo hizo reaccionar con rapidez. Acto seguido se levantó, tomó una llave de su bolsillo y abrió un viejo arcón de madera que hacía las veces de banco. De dentro extrajo un maletín. Sin que Gunnar se percatase, incliné la cabeza fingiendo un espasmo y eché una ojeada al arcón. Ahí dentro, entre otras cosas, pude ver escondidos mi atame y mi vara. O sea que Gunnar me había privado de ellos a sabiendas de que los buscaría.
Gunnar revisó los fármacos que llevaba en el maletín. No había ningún medicamento adecuado para mi dolencia.
Gunnar me creía.
—¿Te encuentras muy mal?
—Bastante.
Gunnar dudó.
—¿Te da miedo quedarte sola?
Si hubiera sido muy expeditiva hubiera sospechado.
—¿No hay más remedio? —suspiré con lástima fingida.
—Me temo que no, a no ser que quieras acompañarme, pero con la meteorología actual se necesitarán, como mínimo, cuatro días para ir y volver. No estás en condiciones.
No lo estaba, pero aunque lo hubiera estado, lo que quería era quedarme sola.
Gunnar aún tardó un par de semanas en marchar. Antes celebramos el solsticio invernal. Los dos solos encendimos velas, bebimos un licor, nos besamos y nos deseamos un feliz año. Era diciembre, yo estaba embarazada de seis meses y, aunque Gunnar temía que se me adelantara el parto, las continuas borrascas no le permitían moverse. Pospuso su marcha un día y otro hasta que mejorase el tiempo, y yo, mientras tanto, procuré comer para estar fuerte y aprovechar esos días en que estaría sola. Tenía que urdir un plan de fuga.
Fingir y mentir no era tan difícil. Hasta podía ser un juego, un juego peligroso, pero un juego a fin de cuentas. Mentir a Gunnar consolaba mi tristeza. Era un remedio casero contra la angustia y una pequeña venganza para resarcirme del sinsabor de su traición.
Por fin se apaciguaron las tormentas y se despejó la noche eterna. Gunnar aparejó el trineo, preparó el tiro de los perros, ató a Narvik en el puesto de líder y dejó a la embarazada Lea a la puerta de la cabaña.
—Ella te avisará si hay algún peligro.
Luego me indicó un pequeño revólver que sacó del arcón. Me lo entregó sin recelo, lo cargó y me enseñó cómo disparar.
—Apuntas y aprietas el gatillo. Es muy sencillo.
Le apunté en broma a la cabeza.
—¿Así?
Gunnar se rió.
—Eres tan mala que seguro que fallas.
—Pero así no —y le encañoné la sien con pulso firme.
Gunnar lanzó una carcajada.
—Venga, adelante, seguro que se te encasquilla.
Podría haberlo hecho, pero no tuve valor para disparar. A veces, como en aquel mismo momento, todo lo que estaba viviendo me parecía una broma de mal gusto, una farsa que se representaba sobre la tarima apolillada del viejo teatro de mi escuela. Pero era cierto.
Fuera el termómetro marcaba una temperatura de menos cuarenta y seis grados centígrados y Gunnar consideró que era buen tiempo. Se abrigó tanto que a duras penas se le reconocía y lo despedí como si fuera el protagonista de un documental de esquimales.
—Cuídate —le dije al marchar, representando el papel de novia sufridora—. Cuídate mucho —insistí.
—Y tú vigila, y sobre todo no salgas; esa osa puede rondar por ahí fuera —me advirtió Gunnar con aparente cariño.
Nos despedimos como dos enamorados, como una pareja feliz que espera su primer hijo. Agité mi mano en el umbral de la puerta, un par de segundos a lo sumo, y entré rápidamente antes de que el viento helado azotara mis lagrimales y me reventara los ojos.
Gunnar se alejó en el horizonte. Ilusa de mí, creí que por fin me había quedado sola.
Tardé un par de horas en abrir el viejo arcón. Lo conseguí con una horquilla del pelo. Saqué mi atame y mi vara y los acaricié largamente. Lo primero que hice fue conjurar un fuerte anillo protector para mi hija y proteger la cabaña con un sortilegio. Después concentré todas mis fuerzas en la llamada a Deméter. Pero ya sabía que no resultaría. El embarazo impide realizar o recibir llamadas; por eso, desde el ballenero, no había podido establecer comunicación alguna. Aunque si conjuraba un objeto, un solo objeto suyo, tal vez por magia simpática recibiese mi señal. Hurgué entre mis pocas pertenencias de valor recordando que me regaló un billetero de piel y, sin querer, cayó al suelo la sortija de esmeraldas que hurté de la granja de Gunnar. Cayó o bien se lanzó al suelo. Porque la sortija saltó, con vida propia, ágil, juguetona, rodando sobre sí misma como una peonza. Me estaba hablando, me quería decir algo. Y la entendí. Me pedía que me la pusiese.
En el mismo instante en que hice resbalar mi dedo anular dentro, apareció el espíritu que había estado molestando a Gunnar esos últimos días. Pero esta vez iba acompañado por un inuit joven y fuerte.
Creían que yo no podía verlos ni oírlos, con lo cual comenzaron a discutir ante mis propias narices.
—¿Has visto qué desfachatez? Lleva la sortija de esmeraldas de la señora. No pretenderá que la sirvamos —comentó el explorador de la barba escarchada.
El inuit no dudaba de ello.
—Pues claro que sí. Para eso hemos sido llamados.
Contemplé la sortija y, anonadada, relacioné el hecho de que al colocármela aparecían ante mí los espíritus. En la otra ocasión en que la lucí apareció Arna.
—Se la ha robado a la señora, no es suya —objetó el explorador, que además de tener la voz ronca no paraba de toser.
—Nuestra obligación es servirla. La sortija está en su mano y ella es nuestra dueña.
No me lo podía creer. Tenía el poder de convocar a los espíritus y mandar sobre ellos.
—¡Y un cuerno! —se rebeló el explorador tísico que no hacía otra cosa que poner pegas a todo.
—En ese caso desaparece —sugirió el buen inuit, que además de estar dispuesto a complacerme era guapísimo.
—Pierdes el tiempo —farfulló el explorador—. No puede vernos ni oírnos.
El inuit se encogió de hombros y me miró.
—Da lo mismo, tenemos toda la eternidad por delante y es hermosa.
Me conmovió. Lástima que el malcarado explorador quisiese estropear el momento.
—¡Aruk, vámonos! Te ordeno que desaparezcas conmigo.
Aruk, que así se llamaba el inuit, no le hizo el menor caso.
—Es una orden.
—Lo siento, Shaeldder, pero no mandas.
El explorador de nombre germánico se puso como una moto.
—¿Cómo que no mando?
—Ahora es obvio, pero si te soy franco no has mandado nunca, ni siquiera cuando estabas vivo.
—¡Yo era el jefe de la expedición! Os pagaba y os mandaba.
—Una cosa es pagar y otra mandar. Tú pagabas, pero no nos mandabas.
Shaeldder pasó del lila al violeta y del violeta al púrpura.
—¡Yo dirigía la expedición!
—No distinguías entre el Norte y el Sur y no sabías la diferencia entre un oso y una foca. Los perros y yo fuimos donde quisimos y te hicimos creer lo que tú querías creer. Así nos continuabas pagando.
—¡Yo descubrí y conquisté la posición de la latitud 81° y clavé mi bandera!
—Sí, claro, yo te llevé hasta allí.
—¿Fui o no fui el ser vivo que llegó antes a la latitud 81o?
El inuit rió con ganas.
—Mi bisabuelo nació en la latitud 81°.
Shaeldder se salió de madre.
—Tu bisabuelo no cuenta.
—¿No? ¿Acaso no era un ser vivo?
El inuit cada vez me caía mejor.
—Quería decir un ser vivo blanco occidental.
—Estupendo, Shaeldder, pero ahora eres el ser muerto blanco occidental que llegó primero a la latitud 81° Norte y tienes que esperar eternamente a que esta joven nos formule sus deseos. Le pertenecemos.
—¡Maldito esquimal! Te vengaste de mí maldiciéndome, pero te fastidiarás porque continuaré mandándote por siempre jamás.
Vistas las disensiones en el equipo, opté por meter baza y aprovechar sus diferencias para sacar tajada.
—Si me permitís...
Los dos se quedaron boquiabiertos, por decir algo. Ninguno se atrevió a chistar.
—Os he estado escuchando y veo que disentís sobre quién manda, pero yo tengo muy claro que, como portadora de la sortija, quien manda soy yo.
Me quedé sin aliento y a la expectativa. Me había echado un gran farol. Si había arriesgado demasiado, perdería la baza. Dependía de mi convicción y mi intuición.
Acerté. El inuit me interpeló amablemente:
—En efecto, bella occidental. Nos debemos a tus deseos. ¿Verdad, Shaeldder?
Shaeldder refunfuñó y yo opté por prescindir de él. No tenía tiempo para domesticar a espíritus racistas.
—¿Sabes qué, Shaeldder? —le dije con parsimonia—. Te ordeno que desaparezcas. En cuanto diga tres, te habrás ido de aquí y guardarás silencio sobre todo lo que has visto y oído. Ni una palabra a la dama de hielo o te conjuraré con la sortija a carecer de cuerpo espiritual.
Shaeldder se horrorizó.
—¡No, por favor, no lo hagas!
—Pues ya sabes el trato. A la de una, a la de dos y a la de tres. ¡Viento!
Me quedé sola cara a cara con el simpático inuit que parecía encantado con mi decisión.
—¡Oh, qué placer me has dado, bella occidental, eliminando a ese fatuo estúpido Kartoffen! Por culpa suya y por dar gusto a su ego insufrible perecimos toda la expedición y no pude llegar a conocer a mi hijo Aruk 25, de la saga de los Aruk, orgullosos herederos de Thule.
—Lo siento mucho, Aruk. Tienes que ayudarme a escapar de aquí.
Aruk se entristeció.
—Es imposible. Hasta la primavera estás incomunicada.
Me decepcioné.
—¿Y tú no tienes poderes para transportarme a otro lugar?
Aruk negó, disculpándose.
—Puedo ponerme en contacto con otros espíritus. Puedo leer aspectos de tu vida que ignoras y hablar con los muertos.
—¿Y hablar con mi madre?
—Está viva y es una Omar. Sólo puedo comunicarme con las Odish.
¿Y yo? ¿Acaso yo no era una Omar? Entonces caí en la cuenta. Era una Odish mientras llevase a mi niña en mi vientre. Su sangre me proporcionaba el embrujo de ver y oír más allá de las fronteras que las Omar, mortales, nos habíamos impuesto.
—Habla entonces con otros espíritus y pídeles consejo y ayuda. Espero tu respuesta pronto. No tengo tiempo, solamente mientras Gunnar esté fuera. Quieren a mi hija.
Aruk frunció el ceño.
—Puedo ser también tu espíritu protector, puedo acompañarte siempre e impedir que sufras ningún daño.
Me encantó la idea de tener mi propio espíritu guardián.
—Que así sea, amable Aruk, quiero que me protejas.
—Para eso tendrás que llevar el anillo y frotar su piedra cada vez que creas que estás en peligro.
Era un consuelo. Era un verdadero consuelo disponer de algo o alguien que acudiría en mi ayuda si me encontraba en un gran apuro.
—Desaparece pues e infórmate de mis posibilidades de huida.
Y al quedarme de nuevo sola, mi niña se removió inquieta. Decidí que a partir de ese momento la llamaría por su nombre, Diana, y hablaría con ella para mitigar mi soledad y mi miedo.
Esa noche oí ladrar a la fiel Lea una y otra vez. Era un ladrido que advertía que la casa estaba vigilada y aconsejaba mantener la distancia. Lo comprendí como si hubiese sido pronunciado en un perfecto castellano. Salí de la cabaña y le lancé un buen pedazo de pescado. Desenterró su hocico cubierto de nieve y lamió mi mano de agradecimiento. Puesto que la comprendía, me atreví a preguntarle la causa de su inquietud, y cuál no sería mi sorpresa cuando de mi garganta surgió un ladrido claro y preciso.
—¿Qué peligro detectas?
Lea se puso en pie, aguzó las orejas y me miró sorprendida.
—La osa blanca está rondando la cabaña —ladró.
Aunque Aruk me había prometido protegerme, no las tenía todas conmigo. Y Lea, la fiel Lea, era una perra valiente, pero ante un oso polar hambriento poco podía hacer. Dormí con la vara bajo la almohada y me fui despertando a intervalos. Cada vez los intervalos eran más y más cortos. Por fin desistí de dormir ante los ladridos insistentes y cada vez más alterados de Lea.
—No te acerques, no te acerques más o atacaré —ladraba como una loca.
Me levanté con mi vara de un salto. Tanteé el mechero y encendí la lamparilla de gas. Me abrigué y me dispuse a salir para proteger a Lea. Entonces recordé la pistola que Gunnar me había dejado. La cogí con la otra mano y me coloqué las manoplas, pero descubrí que era imposible disparar con las manoplas puestas.
Los ladridos de Lea eran cada vez más acuciantes. Ya no amenazaba. Ahora pedía ayuda. ¿A quién?
Abrí la portezuela sin calibrar mi impulso. Me quedé paralizada por el frío, agudo, implacable, y por la terrorífica visión. Una inmensa osa polar, una hembra en toda su plenitud, con el vientre grueso y los colmillos afilados se alzaba sobre sus patas traseras para atacar a la buena de Lea. Estúpido detenerla con un grito. Absurdo abalanzarme yo sobre ella. Imposible disparar con las manoplas. Así pues la paralicé con mi vara. Un sortilegio sencillo que congeló sus movimientos. La sangre circulaba dolorosamente por mi cuerpo. Enseguida tomé una decisión. Saqué mi atame y con dificultad corté el arnés que sujetaba a Lea. Luego la invité a entrar en la cabaña conmigo.
Lea entró como un perrillo faldero y lamió mi mano con devoción. Sabía que le había salvado la vida. Sabía que le estaba ofreciendo mi protección. Su agradecimiento y sus muestras de afecto no tenían freno y tuve que obligarla a sentarse con un buen ladrido. Luego cerré la frágil puerta y la apuntalé con el arcón. La osa era tan grande que de un simple zarpazo podría hacerla saltar por los aires si se lo proponía, pero dentro de la cabaña yo podía usar mi pistola y encañonarla a poca distancia.
Me saqué las manoplas con los dientes y tomé la pistola. Tenía las manos tan entumecidas que los dedos no me respondían y el conjuro no duraría mucho más. Y mientras me caían lágrimas de dolor al intentar mover los dedos, noté que la cabaña, toda ella, temblaba como si estuviese en el epicentro de un terremoto. Las paredes se bambolearon y parecía que fuesen a partirse en dos. La cabaña era tan frágil como una caja de cartón y se tambaleaba bajo el empuje continuado del cuerpo de la osa. Aterrorizada, me encogí, y Lea, valiente a pesar de todo, ladró con coraje y advirtió a la enorme bestia que ése no era su territorio.