Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
Ahí, en esos hielos eternos era imposible que Baalat apareciese. Por fuerza el color blanco, que en nuestra tradición se asociaba al nacimiento y a la pureza, no podía contener en sí mismo nada amenazador. Una vez más me equivocaba. No tenía en cuenta que el blanco, en otras culturas, era sinónimo de tristeza, luto y muerte.
Los inuits se rieron de Gunnar cuando les dijo que queríamos comprar un trineo, provisiones y perros para realizar un largo viaje hacia el Norte. Dos extranjeros incautos que pretendían recorrer las desiertas llanuras heladas durante el invierno estaban, por fuerza, locos de remate. Y eso que no sabían que yo esperaba un bebé para principios de primavera. Sin embargo dejaron de reír cuando Gunnar examinó los arreos, la dentadura de los animales, arrancó puñados de pelo enmarañado y devolvió tres samoyedos por encontrarse en mal estado.
Muchos inuits acudieron en tropel a contemplar cómo Gunnar probaba un tiro de perros después de haber hecho algunos ajustes en el trineo. A sus órdenes tajantes, pronunciadas en un perfecto esquimal, los perros respondían con prontitud. Gunnar detectó problemas con el estilo del líder del grupo, el malcarado Narvik, que mordía a diestro y siniestro y en sólo una hora había herido a dos machos desobedientes. Lo sustituyó por una joven hembra animosa, Lea, que aportó a los perros la ilusión y la determinación que les haría falta para la dura prueba que les esperaba.
Tras la exhibición de Gunnar, los inuits dejaron de considerarnos turistas excéntricos y ya no nos llamaron más despectivamente qallunaat, que significa algo así como «extranjero» y que en su forma de pronunciarse lleva consigo la connotación de torpe e inútil. La amabilidad de los esquimales me abrumó. Nos ofrecieron sus casas y pelearon para que compartiésemos su pobre cena y su agradable compañía. Los niños me hicieron jugar con ellos al qimuseq y las mujeres me enseñaron a coser kamiks, las únicas botas que conservaban el calor del cuerpo sin quedar rígidas a causa de la humedad del hielo. El problema —me explicaron— era que estaban hechas con piel de foca, para conservar la flexibilidad, y que a los perros les encantaban. ¡Qué horror! Si me descuidaba, me arrancarían los pies a dentelladas para tragarse mis botas.
Mientras Gunnar regateaba el precio del pescado y el queroseno y llenaba el trineo hasta los topes, yo intentaba ganarme la confianza de los perros ayudada por los niños, que me enseñaban palabras en esquimal. La idea de viajar acompañada por aquellas bestias que se abalanzaban aullando sobre la carne fresca, dormían abrigadas bajo la nieve y mojaban sus hocicos en sangre, me puso la piel de gallina, pero al confesarle mi miedo a Gunnar me sugirió que aprendiese a conocerlos y a quererlos. ¿Quererlos? ¿Y si Baalat se encarnaba en alguno de ellos y una noche se abalanzaba sobre mí? Lo descarté para no desanimarme, pero se me hacía difícil la tarea de intimar con los perros. Los alimenté, los acaricié uno a uno, memoricé sus nombres y observé sus comportamientos para detectar en ellos cualquier anomalía y descubrir en sus ojos a Baalat. Y me gustaron. En su ladrido hallé el eco del aullido del lobo. Habían sido domesticados hacía un tiempo relativamente corto y en muchos de sus rasgos samoyedos planeaba la sombra salvaje de las montañas y la libertad perdida.
Fue emocionante descubrir sus relaciones. En el reducido tiro había amistades, rencores, amoríos y odios. Ayudada por los pequeños inuits y dejándome llevar por mi instinto, fui descodificando sus gestos y sus ladridos y conseguí casi comprender sus estados de ánimo. Los pequeños inuits, además, me deleitaron con un montón de historias. Me gustó especialmente la leyenda de una osa blanca que, tras salvar a un bebé de la muerte, lo amamantó junto con su cría y lo protegió con su calor.
La noche antes de nuestra partida nos sorprendieron con una fiesta. Nos reunimos con todos los habitantes del poblado y se sumaron algunos cazadores en ruta de regreso hacia el sur. Venían cargados de su travesía veraniega y traían los trineos repletos de pieles. Era natural que no todos se conociesen y que yo, con tanta gente, no me fijase en los extraños. Por ello no reparé en la mujer de los ojos blancos, la inuit ciega que llegó en un trineo con su marido y su hija. Fue una fiesta entrañable que, lamentablemente, finalizó de una forma triste.
Estábamos bebiendo y riendo cuando vimos caer a la mujer al suelo retorciéndose y echando espuma por la boca. Estaba aquejada de convulsiones, como si sufriese epilepsia. A pesar de haber visto trances parecidos, me impresionó. Gunnar se acercó para ayudarla, pero lo retuvieron. Poco a poco las convulsiones fueron espaciándose hasta desaparecer. Luego la mujer, tendida todavía en el suelo, levantó sus ojos ciegos a la noche estrellada y musitó unas palabras que sólo yo pude entender.
—Veo la blancura de las nieves engulléndola.
Hablaba la lengua antigua de las Omar. Era una Omar del clan de la foca que me había pasado inadvertida hasta que fue presa de la clarividencia, un estado que vincula el presente con el futuro sin necesidad de realizar sacrificios ni ayudarse de brebajes ni pociones.
Todos los presentes hicieron corro a su alrededor. Esperaban que la vidente eligiera a uno de ellos para augurar su futuro. Excepto yo, que intenté escabullirme porque sabía que la Omar iría a por mí. Y efectivamente, así fue. Tanteando la oscuridad de su ceguera y orientándose por algo parecido al olfato, se puso en pie y fue directa hasta donde yo me encontraba. Una vez delante de mí hizo algo insólito, inesperado. No intentó aprisionarme ni retenerme, no me amenazó, no me recordó que debía declarar en el juicio por la muerte de Meritxell.
La Omar vidente se arrodilló a mis pies, reverenciándome, y con la cabeza inclinada sobre mis pies alzó sus manos temblorosas y acarició mi vientre. Por suerte nadie la entendía y creían que farfullaba incoherencias.
—¡Oh, Selene, joven incauta que llevas en tu vientre el fruto de la elegida del cabello de fuego!
Me quedé muda. Aquella vidente Omar estaba vaticinando que mi bebé era la elegida de la profecía. Me acometió un sudor frío y un temblor. Sabía mi nombre, mi estado, se había dirigido a mí y tenía la facultad de VER. ¿Era cierto lo que decía? ¿Yo era la madre de la elegida? ¿Mi hija sería la Omar del cabello de fuego que pondría fin a la guerra de las brujas? No podía ser. Mi destino era otro. Ése era el destino de Meritxell, no el mío.
—Las damas te persiguen por su causa. La dama oscura desea robar tu cuerpo; la dama blanca robará tu alma.
Intenté descodificar la visión. La dama oscura era Baalat, que deseaba robar mi cuerpo. Así pues... Baalat no había intentado matarme, había intentado poseer mi cuerpo para concebir a la elegida y ser su madre. Entonces comprendí el porqué de esa lenta agonía en la que poco a poco Baalat iba penetrando en mí a través de mi sangre. Y de ahí el rechazo de las yeguas Omar al detectar sangre Odish en mis venas.
La revelación fue espantosa. Baalat pretendía hacer conmigo lo que hizo con Lola, tomar mi cuerpo y confundirlos a todos. Arrebatarme mi vida usurpando mi carné, mi piel y mi apariencia. Hablando con mi voz, caminando con mis piernas, besando a Gunnar con mis labios y amamantando a mi hija con mi leche. Y ahora sabía por qué. El motivo era claro... Baalat juró concebir a la elegida.
Mis piernas temblaron e instintivamente me llevé la mano al vientre, para proteger a mi niña, tan pequeña y tan codiciada. Mi hija no nata, y no yo, era el objeto del deseo de Baalat.
Fui comprendiendo más cosas. Todo empezaba a encajar en ese puzle que había sido mi vida durante los últimos meses.
Meritxell, según las profecías, estaba destinada a convertirse en la madre de la elegida. Baalat me utilizó a mí, con mi disfraz y mi provocación, para acumular la energía necesaria para su regreso. La carnicería de la noche de Imbolc y la fuerza que consiguió con la sangre de sus víctimas no fue gratuita; usurpó el pequeño cuerpo de Lola y vampirizó a la dulce Meritxell, la futura madre de la profecía. Baalat perseguía un objetivo: encarnarse en el cuerpo de Meritxell y concebir a la elegida. Y así lo hizo. Fue poseyéndola poco a poco, bebiendo su sangre e inoculando su veneno, fue penetrando en sus células y apropiándose de su cuerpo. Hasta que... Meritxell, en un instante de lucidez, acabó con Baalat clavándose ella misma mi atame. Y al morir Meritxell, yo fui marcada por el destino y Baalat vino tras de mí. Baalat quería quedarse con mi niña, la elegida, modelarla a su gusto y así conseguir el poder del cetro y la vida eterna.
Comprendía muchas cosas. Empezaba a comprender demasiadas cosas. La reaparición de Baalat tras su largo silencio. La muerte de Meritxell. Mi persecución. Pero ¿quién era la dama blanca? ¿La dama de hielo quizá?
—Teme la blancura de sus manos y el hielo de su corazón o serás devorada por ella.
La vidente ciega continuaba hablando de mi futuro, aunque yo apenas podía retener sus advertencias. La revelación que me había sido dada era excesiva.
—¡Oh, Selene, que descenderás a las profundidades por el camino sin regreso de los muertos!
Me estremecí. El Camino de Om era una leyenda y ninguna Omar lo había recorrido. ¿Tendría que hacerlo?
—¡Oh, Selene, no dudes en manchar de sangre tu mano para proteger a tu cachorro de loba!
Me horroricé.
—¡Oh, Selene, permite que la gran reina de las nieves la amamante y le dé la fuerza de los árticos!
Traté de retener sus auspicios, temía olvidarlos, porque no los entendía. ¿A quién se refería? ¿Quién amamantaría a mi hija?
De pronto la vidente, con sus pupilas translúcidas fijas en el firmamento, lanzó un grito desgarrador. Había visto algo, estaba viendo algo terrible.
—¡Oh, Selene, detente, no continúes! Aún estás a tiempo, Selene, de regresar a la manada. ¡Aún estás a tiempo de renunciar a tu destino!
Me abrazó y me retuvo histéricamente hasta que Gunnar intervino y apartó a la mujer de mí. La foca ciega se dirigió a Gunnar.
—Tu amor no será suficiente para evitar su dolor...
Di un paso atrás, instintivamente, y me abracé a Gunnar, el padre de mi hija, de la elegida de la profecía si la vidente estaba en lo cierto. ¿Por qué las Omar intentaban apartarme del amor? ¿Por qué no podía ser feliz junto a Gunnar?
De pronto, la mujer puso en mi mano un cuchillo curvo, un ulú. Me obligó a tomarlo por la empuñadura y, ayudándome a levantarlo en el aire, acompañó mi mano para mostrarme su uso.
—La dama de hielo procura su presa, pero no espera el arma.
Y, sin pretenderlo, mi mano se aferró con fuerza al cuchillo. Quizá por miedo, quizá por un instinto natural de defensa. Eso era. La dama blanca era la dama de hielo, el nombre que las Omar del clan de la yegua habían empleado para referirse a la Odish que reinaba en el Gran Norte. La dama de hielo, dijeron, no permitiría nunca que Baalat disputase sus dominios.
Me quedé con el cuchillo en la mano, temblando y hecha un lío, y la mujer cayó al suelo exhausta. La foca Omar ciega fue atendida por las mujeres del poblado. Tras una visión tan prolongada había quedado muy débil y necesitaba descansar. La llevaron a una casa y la fiesta se disolvió. Nadie tuvo risas después de la revelación. Y a pesar de que no habían comprendido las palabras de la vidente, todos habían captado que sobre mí se cernía un gran peligro y que me aventuraba a enfrentarme con alguien más poderoso que un simple oso blanco.
Busqué a los niños para que me ayudasen a burlarme de mi miedo, pero me esquivaron como si estuviese apestada y salieron corriendo hacia sus casas.
Quedamos Gunnar y yo solos, con nuestros regalos y con un amargo sabor de despedida trágica.
—¿Qué te ha dicho? —me preguntó Gunnar dando por sentado que yo la había comprendido.
—No sé —mentí.
—Claro que sabes —suspiró—, pero no le hagas caso.
No quise pensar. Si pensaba más me volvería loca. Sin embargo, a medida que me tranquilizaba y recuperaba el control, más me iba convenciendo de que lo que la vidente había dicho sobre mi hija era verdad. Algo me estaba sucediendo desde mi embarazo. Tenía una sensibilidad diferente. Podía oír y ver cosas que antes no existían para mí. Los espíritus, por ejemplo. Arna no había sido la única. Poco a poco los fantasmas invisibles se manifestaban silenciosos a mi alrededor. Y la voz de los animales era cada vez más nítida y comprensible, cada vez más clara. ¿Debía hacer caso a los auspicios? ¿Debía regresar con el clan y obedecer a mi madre? ¿Estaba cometiendo una imprudencia? Si así fuera, ya la había cometido al enamorarme de Gunnar y cruzarme en el destino de Meritxell.
Como decía Deméter cuando de niña me lamentaba por haber suspendido un examen o haberme roto los pantalones, a lo hecho pecho. Y así actué. Confié en mi instinto y continué mi camino.
Marchamos de madrugada, antes de que el tiempo se estropease definitivamente. Yo creía que nos iríamos en soledad, pero los niños vinieron a congregarse a la puerta de la escuela y, antes de agitar sus manitas y convertirse en pequeñas manchas en lontananza, nos ofrecieron pescado para los perros y unas maravillosas manoplas para mí.
Me despedí con pena y viajé en silencio digiriendo las revelaciones de la vidente y mi condición de madre de la elegida.
Gunnar azuzaba a los perros con energía y a veces me miraba de hurtadillas de una forma que yo no sabía interpretar. ¿Estaba preocupado por mí? ¿Sentía algún recelo? ¿Intuía que yo era especial? A pesar de todo no preguntó. Los dos respetábamos tácitamente nuestra intimidad y ése era uno de los rasgos que más agradecía de él.
Durante todo ese día y los siguientes nos fuimos cruzando con los cazadores que regresaban de sus cacerías para pasar el duro invierno en sus poblados. Nos miraban extrañados y algunos se detenían para advertirnos de que íbamos en la dirección equivocada. Nosotros les respondíamos que nos dirigíamos, esa vez sí, al fin del mundo. Y todos teníamos razón.
Cumplí dieciocho años sobre un trineo. Fue en otoño, mientras la ventisca me obligaba a cubrirme la cara y el frío iba calando mis estupendas manoplas hasta adormecerme los dedos de las manos. Pero no me importaba. Era muy joven y estaba ansiosa por llegar a un lugar remoto donde sólo estuviésemos Gunnar, yo y nuestra pequeña. Gunnar velaría por ella, nada malo nos podría suceder en la soledad de las llanuras blancas. Y esa noche, lo recuerdo muy bien, Gunnar me había reservado una sorpresa maravillosa. Me regaló unos pendientes de rubíes, rojos como fresas salvajes, rojos como la sangre, brillantes y luminosos. Los había retirado del tesoro y no sabía que yo, enamorada de su color, ya me los había probado. Eran las primeras joyas que alguien me regalaba. Luego me hizo apagar unas velas insistiendo en que formulase mi deseo. Y lo hice. Deseé liberarme definitivamente de mi infancia. Y por fin, me tomó de la mano y me vendó los ojos.