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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (30 page)

BOOK: El día de los trífidos
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Hice girar en redondo mi camión, y me alejé pensativamente. Me pregunté si no llegaría el día en que los preparativos de defensa organizados por Stephen no serían tan descabellados al fin y al cabo. Para que no me sorprendieran, saqué del lugar donde habíamos obtenido los lanzallamas que usábamos contra los trífidos, algunas ametralladoras y morteros.

En el mes de noviembre del segundo año Josella tuvo su primer hijo. Lo llamamos David. La alegría que me proporcionaba se confundía a veces con ciertas dudas a propósito de las condiciones de vida que habíamos creado para él. Pero esto a Josella le preocupaba menos que a mí. Adoraba a su hijo. Parecía ser para ella como una compensación por lo mucho que había perdido, y, paradójicamente, comenzó a preocuparse menos que antes por el estado de los puentes que aún teníamos que atravesar. De todos modos el niño tenía un vigor que parecía afirmar su futura capacidad para cuidarse a sí mismo, así que reprimí mis dudas y me puse a trabajar duramente aquella tierra que algún día tendría que mantenernos a todos.

No mucho tiempo después, creo recordar, Josella me llamó la atención a propósito de los trífidos. Yo había estado tan acostumbrado durante años y años a tomar precauciones contra ellos que el verlos formar parte natural del paisaje me parecía menos raro que a los otros. Había llevado también durante mucho tiempo máscaras de alambre y guantes de cuero así que poca novedad representaba para mí ir con esas cosas a todas partes. Yo concedía, en realidad, a los trífidos menos atención que la que alguien puede prestar a los mosquitos en una zona infectada de malaria. Josella mencionó el asunto una noche cuando ya estábamos acostados y cuando casi no se oía otro sonido que aquel intermitente y lejano tamborileo de las duras varitas contra el tronco.

—Últimamente lo hacen más —me dijo.

En un principio no comprendí a qué se refería. Era un sonido tan habitual en los lugares donde yo había vívido y trabajado, que sólo prestándole una deliberada atención podía yo decir si se había interrumpido o no. Escuché.

—No me suena nada distinto —dije.

—No es
distinto
. Es más fuerte. Hay muchos más trífidos ahora que antes.

—No lo había notado —dije con indiferencia.

Una vez instalado el cerco, yo había puesto todo mi interés en el campo que rodeaba la casa, y no me había preocupado por lo que pasaba más allá. En mis expediciones me había parecido que el número de los trífidos era más o menos el mismo. Recordé que cuando llegué a Shirning me había llamado la atención la abundancia de trífidos, y había supuesto naturalmente que debía de haber varios criaderos en aquella región.

—Son muchos más de veras —dijo Josella—. Fíjate mañana.

A la mañana siguiente recordé nuestra conversación y miré por la ventana mientras me vestía. Vi que Josella tenía razón. Podía contarse un centenar en el espacio que alcanzaba a distinguirse desde allí. Mencioné el asunto durante el desayuno. Susan pareció sorprendida.

—Pero están aumentando cada vez más —me dijo—. ¿Lo has notado?

—Tengo muchas otras cosas de que preocuparme —dije un poco irritado por el tono de su voz—. Además, más allá del alambrado no molestan. Mientras arranquemos todas las plantas que crecen aquí, pueden hacer lo que quieran afuera.

—De todos modos —indicó Josella un poco intranquila—, ¿hay alguna razón particular para que tengan que venir aquí en tales cantidades? Estoy segura de que sí. Y me gustaría saber por qué.

Susan volvió a exhibir esa expresión de irritada sorpresa.

—Pero cómo. Si es
él
quien los trae.

—No señales con el dedo —le dijo Josella automáticamente—. ¿Qué quieres decir? No te referirás a Bill.

—Pues si. Hace ruido y ellos vienen.

—Oye —dije—. ¿De qué estás hablando? ¿Piensas que les silbo en sueños o algo parecido?

Susan pareció de mal humor.

—Muy bien. Si no me crees te lo enseñaré después del desayuno —anunció, y se encerró en un ofendido silencio.

Cuando terminamos de desayunar, Susan se fue de la mesa para volver con mí escopeta y mis anteojos de campaña. Salimos al jardín. Susan examinó la escena hasta que descubrió un trífido que estaba muy lejos de nosotros, y luego me pasó los binoculares. Miré cómo se arrastraba lentamente atravesando el campo. Estaba a más de un kilómetro, y se dirigía hacia el este.

—Ahora sigue mirando —dijo Susan.

Disparó la escopeta al aire.

Unos pocos segundos después el trífido alteró perceptiblemente su curso hacia el sur.

—¿Has visto? —me preguntó Susan frotándose el hombro.

—Bueno, pareció como si… ¿Estás segura? Probemos otra vez —sugerí.

Susan meneó la cabeza.

—No conviene. Todos los trífidos que han oído el disparo están dirigiéndose ahora hacia aquí. Dentro de unos diez minutos se detendrán y se pondrán a escuchar. Si están bastante cerca como para oír a los que están repiqueteando junto a los alambres, seguirán acercándose. Pero si no pueden oír nada, esperarán un rato, y luego se dirigirán otra vez hacia donde iban anteriormente.

Admito que esta revelación me sorprendió de algún modo.

—Bueno… este… —dije—. Tienes que haberlos observado muy atentamente, Susan.

—Siempre los observo. Los odio —dijo Susan como sí esta explicación bastara.

Dennis se nos había reunido.

—Estoy de tu parte, Susan —dijo—. No me gusta esto. No me ha gustado nunca. Estos condenados tienen algunas ventajas sobre nosotros.

—Oh, vamos… —comencé a decir.

—Le digo que hay en ellos cosas que no sospechamos. ¿Cómo
saben
, por ejemplo? Comenzaron a librarse de sus ataduras cuando nadie podía detenerlos. Rodearon esta casa desde el primer día. ¿Puede explicármelo?

—No es nada nuevo para ellos —dije—. En los países selváticos solían situarse cerca de los caminos. Muy a menudo rodeaban las aldeas y las invadían si nadie los mataba antes. Eran una peste realmente peligrosa en muchos sitios.

—Pero no aquí. Ese es el problema. No pudieron hacer eso aquí hasta que las condiciones fueron favorables. Ni trataron de hacerlo. Pero cuando llegó la ocasión, lo hicieron
enseguida
. Casi como si
supieran
lo que había pasado.

—Vamos, sea razonable, Dennis. Piense solamente en lo que implican sus palabras —le dije.

—Me doy perfecta cuenta de lo que implican… hasta cierto punto, por lo menos. No quiero edificar ninguna teoría, pero yo diría esto: están aprovechándose de nuestra desventaja con increíble rapidez. Diría también que siguen algo así como un método. Ha estado usted tan absorbido por su trabajo que no ha visto cómo han aumentado, y cómo esperan detrás de los alambres. Pero Susan sí. He escuchado lo que dijo. ¿Y qué cree usted que están esperando?

No traté de encontrar una respuesta. Dije:

—¿Cree que será mejor que no use la escopeta, la que los atrae, sino un arma contra trífidos?

—No es sólo la escopeta, sino todos los ruidos —dijo Susan—. El tractor es el peor, pues produce un sonido fuerte y continuo, y pueden descubrir con facilidad de dónde viene. Pero pueden oír también el motor de la luz, desde cierta distancia. He visto cómo doblan hacia aquí cuando empieza a funcionar.

—Desearía —le dije a Susan irritado— que no continuaras diciendo «pueden oír» como si fuesen animales. No lo son. No «oyen». Son sólo plantas.

—Aun así oyen, de algún modo —replicó Susan tercamente.

—Bueno… haremos algo —prometí.

Lo hicimos. La primera trampa fue un tosco molino de viento que producía un sonido martilleante. Lo colocamos a un kilómetro de distancia. Dio resultado. Alejó a los trífidos de nuestros alambres y de cualquier otro sitio. Cuando se reunieron unos cuantos centenares, Susan y yo fuimos hasta el molino en automóvil y los destruimos con los lanzallamas. Dio también resultado una segunda vez, pero luego solo unos pocos prestaron atención al molino. Nuestra jugada siguiente fue construir un corral en el interior de nuestro campo y sacar luego parte del alambrado reemplazándolo por una barrera móvil. Elegimos un punto desde donde podía oírse el motor de la luz y abrimos la barrera. Después de un par de días dejamos caer la barrera y destruimos los dos centenares de trífidos que habían entrado en el corral. Todas nuestras trampas tenían éxito la primera vez, pero no cuando la repetíamos en el mismo sitio. Y aun cuando cambiáramos las trampas de lugar el número de trífidos decaía también visiblemente.

Una vuelta diaria por los alrededores de nuestro campo, con un lanzallamas, hubiera hecho descender de veras el número de trífidos, pero hubiera llevado mucho tiempo y nos hubiese dejado sin combustible. El consumo de un lanzallamas es elevado, y el combustible no abundaba en los depósitos de armas. Cuando agotásemos esos depósitos, nuestros valiosos lanzallamas no valdrían más que hierro viejo, pues yo no conocía la formula de un combustible eficiente, ni cómo producirlo.

En dos o tres ocasiones les lanzamos unas bombas con el mortero, pero los resultados fueron decepcionantes. Los trífidos compartían con los árboles la cualidad de resistir grandes daños.

A medida que pasó el tiempo el número de trífidos reunidos del otro lado de los alambres siguió aumentando, a pesar de nuestras trampas y de algunos holocaustos ocasionales. No intentaban nada ni hacían nada. Se instalaban, simplemente, hundiendo las raíces en el suelo y de allí no se movían. Desde lejos parecían tan inactivos como un seto cualquiera, y si no fuese por el tamborileo que hacían algunos, no serían más notables. Pero si alguien dudaba de su estado de alerta bastaba con atravesar el campo en un coche. Caía entonces sobre el vehículo una descarga tal de malévolos aguijonazos que era necesario detenerse en la carretera y sacar el veneno de las ventanillas.

De vez en cuando uno de nosotros tenía una nueva idea para descorazonarlos, como por ejemplo regar el suelo situado más allá de los alambres con una fuerte solución de arsénico; pero las retiradas que causábamos eran sólo temporarias.

Habíamos probado toda una variedad de trampas durante un año más cuando Susan entró corriendo en nuestro dormitorio una mañana para decirnos que las cosas habían roto los alambres y rodeaban la casa. Se había levantado temprano a ordeñar, como de costumbre. El cielo que se veía por la ventana de su habitación era grisáceo, pero cuando bajó las escaleras, se encontró en la más completa oscuridad. Comprendió que no podía ser así, y encendió las luces. Tan pronto como vio unas correosas hojas verdes apretadas contra las ventanas sospechó qué había pasado.

Crucé el dormitorio de puntillas y cerré rápidamente la ventana. No había acabado de hacerlo cuando un aguijón vino desde abajo y azotó los vidrios. Debajo de nosotros había un macizo de trífidos de diez o doce ejemplares de espesor, y que rodeaba la casa. Los lanzallamas estaban en uno de los cobertizos. No quise correr ningún riesgo. Con guantes y gruesas ropas, con un casco de cuero y unos anteojos de automovilista bajo la máscara de alambre, me abrí camino entre los trífidos ayudado por el cuchillo más grande que pude encontrar. Los aguijones azotaron y golpearon la máscara con tanta frecuencia que llegaron a mojarla. El veneno comenzó a caer entre los alambres como un fino rocío y me empañó los anteojos. Lo primero que hice al llegar al cobertizo fue lavarme cuidadosamente. No me atreví a lanzar más que una llama corta y débil mientras volvía a la casa. Podía prender fuego a las ventanas y puertas. Pero esa llama movió y agitó a los trífidos y pude regresar sin que molestaran mucho.

Josella y Susan me acompañaron con unos extinguidores de incendios mientras yo, parecido todavía a una cruza de buzo y hombre de Marte, me inclinaba desde las ventanas del piso alto y movía el lanzallamas sobre aquellas bestias. No me llevó mucho tiempo incinerar un gran número y alejar al resto. Susan, vestida ahora de un modo conveniente, tomó el otro lanzallamas e inició el para ella agradable trabajo de darles caza mientras yo cruzaba los prados en busca del origen de todo aquello. No fue difícil descubrirlo. Enseguida vi la abertura por donde los trífidos estaban entrando todavía en una corriente de agitados tallos y oscilantes hojas. Había unos pocos menos de este lado, pero todos se dirigían hacia la casa. Echarlos era sencillo. Un chorro de fuego ante ellos y se paraban; uno a cada lado, y retrocedían. Una ocasional embestida los hacía correr, y los recién llegados daban media vuelta. Los alambres estaban caídos en una extensión de veinte metros o más, y los postes hablan sido arrancados. Arreglé el cerco temporariamente aquí y allá, moviendo el lanzallamas hacia atrás y hacia delante, y chamuscando a los trífidos como para que no volvieran a molestarnos al menos por unas horas.

Josella, Susan y yo nos pasamos la mayor parte del día reparando la brecha. Luego Susan y yo registramos todos los rincones del cerco y perseguimos a los intrusos. Tardamos dos días. A esto siguió una inspección del alambrado y la instalación de refuerzos en todas las partes dudosas. Cuatro meses más tarde estaban de nuevo adentro…

Esta vez algunos trífidos quedaron tendidos en la entrada. Pensamos que habían sido aplastados por la presión que había hecho ceder el alambrado y que luego, al caer con él, habían sido pisoteados por los otros.

Era indudable que teníamos que tomar otras medidas de defensa. Ninguna parte de nuestro cerco era más fuerte que aquélla que había cedido. La electrificación parecía lo más adecuado. Encontré un generador montado sobre un furgón del ejército y lo remolqué hasta casa. Susan y yo lo conectamos a los alambres. Antes que completásemos la instalación, los trífidos entraron por otro sitio.

Creo que el sistema hubiera sido realmente eficaz si hubiese funcionado todo el tiempo; o por lo menos la mayor parte del tiempo. Pero teníamos que pensar en el consumo de combustible. El petróleo era uno de nuestros más valiosos bienes. Siempre podríamos cultivar, así lo esperábamos, alguna clase de alimento, pero cuando el petróleo y el gasoil se acabaran, la mayor parte de nuestros recursos se irían con ellos. No habría más expediciones, y por consiguiente no más renovación de artículos. La vida primitiva comenzaría de veras. De modo que, en beneficio de nuestra propia conservación, se enviaba una carga por la barrera de alambre sólo durante algunos minutos y dos o tres veces al día. Los trífidos retrocedían un poco, y dejaban de presionar contra el cerco. Como precaución adicional instalamos una alarma en el cerco interior para que pudiésemos enfrentarnos con cualquier rotura antes que se convirtiese en algo grave.

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