Read El día de los trífidos Online

Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (31 page)

BOOK: El día de los trífidos
3.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Lo malo era la aparente habilidad de los trífidos para aprender, por lo menos de un modo limitado, las lecciones de la experiencia. Descubrimos, por ejemplo que se habían acostumbrado a nuestra práctica de lanzar una carga eléctrica durante un rato mañana y noche. Comenzamos a notar que comúnmente se alejaban de los alambres cuando llegaba la hora de poner en marcha el motor, y que volvían a acercarse tan pronto como éste se detenía. No pudimos saber entonces si asociaban la electrificación de los alambres con el ruido del motor, pero más tarde vimos que así era.

Era bastante fácil encender el motor irregularmente, pero Susan, para quien los trífidos eran objeto continuo de inamistoso estudio, pronto comenzó a afirmar que el período en que se mantenían lejos de los alambres era cada vez más corto. Sin embargo el alambre electrificado y algunos ataques lanzados de vez en cuando en los lugares donde eran más densos, nos libraron de invasiones por más de un año, y aquéllas que ocurrieron más tarde nos encontraron bastante prevenidos como para que detenerlos no fuese más que una pequeña molestia.

En la seguridad de nuestro refugio continuamos aprendiendo agricultura, y la vida se hizo pronto rutinaria.

Un día de estío de nuestro sexto año, Josella y yo fuimos juntos a la costa en el coche tractor que yo acostumbraba usar ahora que los caminos estaban poniéndose tan malos. Fue un día de fiesta para ella. Había pasado meses sin traspasar los limites del cerco. El cuidado de la casa y los niños la habían tenido demasiado atada como para poder hacer más que unos pocos e indispensables viajes, pero ahora Susan podía ya hacerse cargo de todo, y mientras subíamos y corríamos por lo alto de las colinas experimentamos una sensación de alivio. En las faldas más bajas del sur detuvimos el coche y nos sentamos en el suelo.

Era un perfecto día de junio con sólo unas pocas y tenues nubes que matizaban un cielo puro y azul. El sol se reflejaba en las playas y el mar, con tanto brillo como en los días en que aquellas mismas playas habían estado cubiertas por bañistas y el mar manchado con veleros. Contemplamos la escena en silencio durante algunos minutos. Al fin Josella dijo:

—¿No sientes aún que si cierras un rato los ojos al abrirlos vas a encontrarte en el mundo de antes, Bill? Yo sí.

—No muy a menudo ahora —le dije—. Pero he visto muchas más cosas que tú. Sin embargo, a veces…

—Y mira las gaviotas. Son las de siempre.

—Hay muchos más pájaros este año —dije—. Eso me alegra.

Contemplado en forma impresionista, desde cierta distancia, el pueblito era todavía la misma confusión de casitas de techos rojos y quintas habitadas en su mayor parte por una cómodamente retirada clase media. Pero era una impresión que sólo duraba unos pocos minutos. Aunque todavía se distinguían las tejas, las paredes eran apenas visibles. Los jardincitos habían desaparecido bajo un desordenado crecimiento vegetal, matizado aquí y allá por los coloridos descendientes de unas flores cuidadosamente cultivadas. Desde allí, hasta los caminos parecían alfombras verdes. De cerca se descubría que el efecto de suave verdura era ilusorio: estaban, cubiertos de duros y rústicos hierbajos.

—No hace mucho tiempo —reflexionó Josella— la gente lamentaba que esas casas destruyesen el campo. Y míralas ahora.

—El campo se esta vengando, es cierto —dije—. La naturaleza parecía haberse acabado en ese entonces. «¿Quién hubiese pensado que el viejo tenía tanta vida?»

—Casi me asusta. Es como si todo estuviera deshaciéndose. Como si la naturaleza se alegrara de que ya no estemos aquí, y pudiese ahora seguir su camino. Me pregunto si no nos estaremos engañando. ¿Crees que hemos sido vencidos de veras, Bill?

En mis expediciones yo había tenido mucho más tiempo que ella para hacerme esa pregunta.

—Si no se tratase de ti, querida, te daría una respuesta sacada del molde heroico. Expresaría esas ilusiones que pasan tan a menudo por resolución y fe.

—Pero como se trata de mí…

—Te daré la respuesta más honesta: No del todo. Y mientras hay vida, hay esperanza.

Durante algunos segundos miramos en silencio la escena que se extendía ante nosotros.

—Creo —expliqué—, sólo creo, recuérdalo, que tenemos una limitada posibilidad, tan limitada que nos llevará mucho tiempo volver a ser los de antes. Si no fuese por los trífidos diría que nuestras posibilidades son muchas de veras, aunque tardaríamos también. Pero los trífidos son un factor muy importante. Ninguna civilización, en sus orígenes, tuvo que luchar con algo parecido. ¿Nos arrebatarán el mundo o podremos detenerlos?

»El problema se reduce a descubrir cómo aniquilarlos. No somos tan débiles, podremos aún mantenerlos a raya. Pero nuestros nietos, ¿qué van a hacer con ellos? ¿Tendrán que pasarse la vida en reservas humanas, ocupados solamente en la interminable labor de librarse de los trífidos?

»Tiene que haber un método muy simple. Lo malo es que los métodos simples nacen de investigaciones complicadas. Y no tenemos muchos recursos.

—Pero contamos con todos los recursos del pasado; ahí están —apuntó Josella.

—Los recursos minerales, Sí, pero no los mentales. Necesitamos un equipo, un equipo de expertos para acabar con los trífidos de una vez por todas. Algo se puede hacer, estoy seguro. Algo así como un arma selectiva, quizá. Unas hormonas capaces de crear un estado de desequilibrio en los trífidos, pero no en otros seres… Tiene que ser posible… Si un cierto número de hombres se pusiera a investigar…

—¿Sí lo crees así, por qué no lo intentas? —me preguntó Josella.

—Por muchas razones. Primero, yo no podría hacerlo; soy un bioquímico muy mediocre, y estoy solo. Es necesario instalar un laboratorio, un equipo. Más aún, hay que disponer de tiempo, y yo tengo muchas cosas que hacer. Pero de todos modos no podría producir hormonas sintéticas en grandes cantidades. Ese trabajo ocuparía a toda una fábrica. Pero antes hay que formar a los investigadores.

—Se podría enseñar a la gente.

—Sí… Cuando un cierto número pueda pensar en otra cosa que en la lucha por la existencia. He reunido un montón de libros de bioquímica con la esperanza de que alguien los utilice algún día. Le enseñaré a David todo lo que sé, y él podrá comunicárselo a otros. Pero si no logramos que nos sobre un poco de tiempo, no veo otra solución que las reservas.

Josella miró frunciendo el ceño un grupo de cuatro trífidos que cruzaban el campo, allá abajo.

—Antes decían que los insectos eran el enemigo más serio del hombre —comentó—. Me parece que los trífidos tienen algo en común con ciertas clases de insectos. Oh, ya sé que biológicamente son plantas. Quiero decir que no se preocupan por los individuos, y éstos no se preocupan por sí mismos. Separadamente tienen algo que podría llamarse inteligencia; colectivamente esa impresión de inteligencia es mucho mayor. Trabajan juntos con un determinado propósito, como las abejas o las hormigas. Y, sin embargo, no se podría decir que tengan conciencia de algún propósito o esquema, aunque participen de él. Todo esto es muy raro; quizá imposible de entender para nosotros. Los trífidos son tan
diferentes
. Me dan la impresión de que contradijeran todo lo que sabemos acerca de las características hereditarias. ¿Hay en la abeja o el trífido un gene de organización social, o tiene una hormiga algún gene de arquitectura? Y sí ellos tienen algo así, ¿cómo no hemos desarrollado nosotros un gene del lenguaje o del arte culinario? En fin, sea lo que sea, los trífidos parecen tener algo parecido. Es posible que ningún individuo sepa por qué se queda junto a nuestro cerco, pero que todo el conjunto comprenda que su propósito es el de acabar con nosotros, y que tarde o temprano lo conseguirán.

—Hay todavía medios para evitar que eso ocurra —dije—. No ha sido mi propósito el de desalentarte.

—No me siento desalentada… excepto cuando me invade el cansancio. Casi siempre tengo tanto que hacer que no puedo pensar en lo que vendrá. No, comúnmente sólo estoy un poco triste, con esa especie de suave melancolía que el siglo dieciocho juzgaba tan estimable. Me siento sentimental cuando pones algún disco. Hay algo casi terrible en esas grandes orquestas que ya no existen y que siguen tocando para una gente enclaustrada y cada vez más primitiva. Evoco el pasado, y me entristezco al pensar en todo lo que no volveremos a hacer, pase lo que pase. ¿No sientes lo mismo a veces?

—Hum —admití—. Pero ten en cuenta que a medida que pasa el tiempo acepto mejor el presente. Y sí se pudieran cumplir mis deseos, me gustaría que el viejo mundo resucitase, sí, pero con una condición. Pues verás, a pesar de todo, soy más feliz ahora que en ninguna otra época de mi vida. Tú me comprendes, ¿no es cierto, Josie?

Josella me tomó la mano.

—Yo siento lo mismo. Sí, lo que hemos perdido no me entristece tanto como lo que nuestros niños no podrán conocer.

—Va a ser un problema inculcarles ambiciones y esperanzas —reconocí—. No podemos evitar que miren un poco hacia atrás. Pero no deben hacerlo a menudo. La tradición de una desvanecida edad de oro y de unos antecesores dotados de poderes mágicos sería muy contraproducente. Razas enteras han caído en la inanición a causa del complejo de inferioridad creado por un pasado glorioso. ¿Cómo podremos evitar que eso ocurra?

—Si yo fuese niño —reflexionó Josella—, creo que me gustaría que me dieran alguna razón. Si no ocurriera así, es decir, si me dejaran pensar que he nacido en un mundo absurdamente destruido me parecería que la vida es también absurda. Y por desgracia parece que es eso justamente lo que ha pasado.

Josella hizo una pausa, reflexionando, y luego añadió:

—¿No crees que podríamos… no crees que se justificaría que inventáramos un mito para ayudarlos? La historia de un mundo que era maravillosamente inteligente, pero tan malvado que tenía que ser destruido… o que se destruyó a sí mismo por error. Algo así como el Diluvio. No se sentirían aplastados entonces por ese complejo de inferioridad. Al contrario, se verían impulsados a construir, y a construir esta vez algo de valor.

—Sí… —dije, pensándolo—; Sí. Es a menudo una buena idea decir a los niños la verdad. Las cosas se les presentan luego más fáciles. ¿Pero por qué hablas de un mito?

Josella vaciló.

—¿Qué quieres decir? Los trífidos fueron… bueno, fueron un error cometido por alguien, lo reconozco. ¿Pero y el resto…?

—No creo que podamos acusar a nadie a propósito de los trífidos. Los extractos eran muy valiosos: Nadie puede ver a dónde lleva un descubrimiento, ya sea una nueva especie de motor o un trífido. Y no tuvimos ninguna dificultad con esas plantas mientras las condiciones fueron normales. Nos beneficiamos bastante con ellas.

—Bueno, no fue culpa nuestra si las condiciones cambiaron. Fue… simplemente una de esas cosas: como terremotos o huracanes; lo que una compañía de seguros llamaría «la mano de Dios». Quizá fue eso precisamente: un juicio, no fuimos nosotros, por cierto, los que trajimos ese cometa.

—¿No fuimos nosotros, Josella? ¿Estás segura?

Josella volvió la cabeza y me miró.

—¿Qué quieres decir, Bill? ¿Cómo podríamos haber sido nosotros?

—Lo que quiero decir, querida, es esto: ¿fue realmente un cometa? Siempre ha habido una supersticiosa desconfianza hacia los cometas, y aun no se ha borrado del todo. Sé que somos bastantes civilizados como para no arrodillamos en las calles y rezarles una oración; pero de todos modos es una fobia que tiene una base de siglos. Se los ha tomado como portentos y símbolos de la ira celestial, y anuncios de que el fin del mundo estaba próximo, y han aparecido en gran cantidad de cuentos y profecías. Así que si uno se encuentra con un asombroso fenómeno celeste, ¿qué más natural que atribuirlo a un cometa? Una prueba en contrario tardaría en difundirse, y tiempo fue, precisamente, lo que faltó. Y cuando sobrevino el desastre total, todos siguieron creyendo que había sido un cometa.

Josella me miraba.

—Bill, ¿estás tratando de decirme que no crees que haya sido un cometa?

—Exactamente —dije.

—Pero… no entiendo. Tiene que… ¿Qué otra cosa pudo haber sido?

Abrí un paquete de cigarrillos, cerrado al vacío, y encendí dos.

—¿Recuerdas lo que decía Michael Beadley a propósito de esa cuerda floja por la que habíamos caminado durante años?

—Sí, pero…

—Bueno, creo que lo que ocurrió fue que perdimos el equilibrio; y que algunos sobrevivimos al golpe.

Aspiré una bocanada de humo, mientras miraba el mar y el cielo azul e infinito.

—Allá arriba —continué—, allá arriba, había —y quizá todavía hay— un desconocido número de armas satélites que giran y giran alrededor de la Tierra. Eran como un grupo de amenazas latentes que daban vueltas esperando que algo o alguien las descargase. ¿Qué había en ellas? Tú no lo sabes, yo tampoco. Secretos de las altas esferas. Todo lo que hemos oído son presunciones: materiales fisibles, polvos radiactivos, bacterias, virus… Imagina ahora que una de ellas hubiese sido diseñada para emitir ciertas radiaciones que nuestros ojos no podrían soportar, algo que quemase, o dañase al menos, el nervio óptico…

Josella me apretó la mano.

—¡Oh, no, Bill! No, no es posible… Eso hubiera sido… diabólico. No puedo creerlo.

—Querida mía, todo lo que había allá arriba era diabólico… Imagina ahora un error, o un accidente; un encuentro con los restos de un cometa, si quieres…

»Alguien comenzó a hablar de un cometa. No hubiese sido político negarlo… y hubo además tan poco tiempo.

»Bueno, esas cosas, naturalmente, habían sido fabricadas para que operasen cerca del suelo, y que ejerciesen su efecto en una región determinada, y sólo en ella. Pero comenzaron a operar allá en el espacio, o al chocar con la atmósfera. De cualquier modo estaban tan lejos que todos los habitantes del globo recibieron sus radiaciones…

»No podemos saber qué pasó realmente. Pero de algo estoy seguro: que de un modo o de otro fuimos nosotros los culpables. Y aquella plaga. No era tifus.

»Me parece una coincidencia muy rara que en miles y miles de años un cometa destructor haya llegado justo poco después de que estableciéramos unas armas satélites. ¿No te parece a ti lo mismo? No, creo que nos mantuvimos en esa cuerda floja un buen rato de veras, considerando todo lo que podía haber ocurrido. Pero tarde o temprano un pie tenía que resbalar…

—Bueno, dicho de ese modo… —murmuró Josella. Se interrumpió y se quedó callada durante un rato. Al fin dijo—: Me imagino que, si la naturaleza nos hubiera golpeado ciegamente sería menos horroroso. Y sin embargo no lo creo así. Me hace sentir menos desesperanzada, porque por lo menos todo es ahora comprensible. Si ocurrió de ese modo, podemos impedir al menos que ocurra otra vez. Será otro de los errores que nuestros tataranietos tendrán que evitar. Y hubo tantos, tantos errores. Pero podemos indicarles dónde está el peligro.

BOOK: El día de los trífidos
3.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Forbidden Fruit by Rosalie Stanton
The Wedding Must Go On by Robyn Grady
A Spotlight for Harry by Eric A. Kimmel
Crazy Kisses by Tara Janzen
Bachelor Cowboy by Roxann Delaney
Prince of Secrets by Paula Marshall