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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (32 page)

BOOK: El día de los trífidos
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—Hum… bueno —dije—. De todos modos cuando hayan vencido a los trífidos y salgan de todo eso tendrán tiempo de sobra para cometer sus nuevos y propios errores.

—Pobres cositas —dijo Josella, como si estuviese viendo allá abajo un creciente desfile de biznietos—, no es mucho lo que podemos ofrecerles, ¿no es verdad?

—La gente acostumbra a decir; «la vida es lo que uno hace de ella».

—Eso, mi querido Bill, fuera de ciertos y muy estrechos límites, es sólo… bueno, no quiero ser ruda. Pero mi tío Ted solía decir eso, hasta que alguien arrojó una bomba que le hizo perder las dos piernas. Desde entonces cambió de modo de pensar. Y si yo estoy viva, no es por lo que hice. —Josella arrojó a lo lejos los restos de su cigarrillo—. Bill, ¿qué hemos hecho para formar parte de los sobrevivientes? A veces, cuando no me siento fatigada y egoísta, pienso cuánta suerte hemos tenido de veras, y siento deseos de dar gracias a alguien o a algo. Pero de pronto descubro que si hubiera algo o alguien a quien dar gracias, hubiesen elegido a quien se lo mereciese más. Todo esto es muy confuso para una muchacha simple como yo.

—Y yo —dije— siento que si hubiera algo o alguien en el asiento del conductor muchos episodios de la historia no hubiesen ocurrido nunca. Pero eso no me preocupa mucho. Hemos tenido suerte. Si mañana cambian las cosas, bueno, que cambien. Pase lo que pase, no me pueden quitar el tiempo que hemos vivido juntos. Esto es más de lo que yo he merecido nunca, y más de lo que muchos hombres obtienen en toda su existencia.

Nos quedamos allí un rato más, mirando el mar desierto, y luego bajamos al pueblito.

Después de visitar las tiendas nos fuimos de picnic a la playa bañada por el sol. Cuidamos de que a nuestras espaldas hubiese una buena franja de guijarros. Si se acercaba algún trífido, lo oiríamos enseguida.

—Tenemos que repetir esto mientras podamos —dijo Josella—. Ahora que Susan ya es mayorcita no estoy tan atada.

—Si alguien tiene el derecho de descansar un poco eres tú —comenté.

Lo dije pensando que me gustaría que fuésemos juntos mientras era aún posible, a despedirnos de los lugares y cosas que habíamos conocido. La perspectiva de quedar encerrados crecía año tras año. Para ir desde Shirning al norte ya era necesario dar un rodeo de varios kilómetros. Había que evitar una región que se había convertido en un pantano. Los caminos empeoraban con rapidez. Las lluvias e inundaciones aceleraban la erosión, y las raíces estaban rompiendo el asfalto. Dentro de poco tiempo ya no se podría ir en busca de un tanque de combustible. Los prados serían intransitables, y muy probablemente el camino quedaría bloqueado para siempre. Un tractor siempre podría andar por el medio del campo, si éste estaba bastante seco; pero los viajes serían cada vez más difíciles, aun con esa clase de vehículos.

—Y tendremos una fiesta de veras —dije—. Te volverás a vestir e iremos a…

—Chist… —interrumpió Josella, alzando un dedo y poniendo el oído del lado del viento.

No respiré y presté atención. Se sentía —más que se oía— algo que golpeaba el aire. Un golpe débil, pero que crecía poco a poco.

—¡Es… es un avión! —dijo Josella.

Miramos hacia el oeste, haciéndonos sombra con las manos. El murmullo era poco más fuerte que el zumbido de un insecto. Crecía con tanta lentitud que no podía proceder sino de un helicóptero; cualquier otra clase de máquina ya hubiese pasado sobre nuestras cabezas.

Josella lo vio antes que yo. Era un punto que parecía venir hacia nosotros, siguiendo la línea de la playa. Nos pusimos de pie y comenzamos a hacerle señas. A medida que el punto crecía, movíamos las manos más nerviosamente, y, con no mucho sentido común, gritábamos hasta desgañitamos. El piloto nos hubiese visto, si se hubiese acercado un poco más. Pero cuando estaba a unos pocos kilómetros dobló de pronto hacia el norte. Seguimos agitando las manos con la esperanza de que todavía pudiera vernos. Pero no había ninguna indecisión en el movimiento de la máquina, ni ninguna variación en el sonido del motor. Deliberada e imperturbablemente el helicóptero se perdió entre las colinas.

Bajamos los brazos y nos miramos.

—Si vino una vez, puede venir otra —dijo Josella con fuerza, aunque no muy convencida.

Pero la aparición de la máquina nos había transformado. Ya no existía, casi, aquella resignación en que nos habíamos encerrado tan cuidadosamente. Habíamos estado diciéndonos a nosotros mismos que debía de haber otros grupos, pero que no podrían estar en mejor posición que la nuestra. Pero un helicóptero que surgía como una sonora visión del pasado despertaba algo más que recuerdos; sugería que alguien, en alguna parte, estaba mejor que nosotros. ¿Habría allí algo así como envidia? Y nos hacía recordar también que, por más afortunados que fuésemos, éramos todavía criaturas gregarias.

La inquietud que nos dejó la máquina destruyó nuestro humor, y nos olvidamos de todo lo que habíamos dicho. De común acuerdo, y en silencio, comenzamos a empaquetar nuestras cosas y, entregado cada uno a sus propios pensamientos, regresamos al coche y partimos hacia Shirning.

16
Contacto

Habíamos recorrido quizá la mitad del trayecto, cuando Josella vio el humo. A primera vista podía haber sido una nube, pero cuando llegamos a lo alto de la colina pudimos ver la columna gris bajo las capas superiores más difusas. Josella apuntó con el dedo y miró en silencio. En aquella época los únicos incendios eran aquellos que nacían espontáneamente en los días calurosos de verano. Ambos vimos enseguida que la columna se elevaba de las vecindades de Shirning.

Lancé el tractor a una velocidad que no había alcanzado nunca en aquellos estropeados caminos. Josella y yo saltábamos en el interior y, sin embargo, el coche parecía arrastrarse. Josella no hablaba. Tenía los labios muy apretados y los ojos fijos en el humo. Comprendí que trataba de convencerse de que el humo venía de más allá, o de más acá, o de cualquier parte, pero no de Shirning. Pero a medida que nos acercábamos, era más difícil dudar. Recorrimos el último trecho sin prestar atención a los aguijones que golpeaban el vehículo. Y luego, en una curva, pudimos ver que no era la casa lo que ardía, sino la pila de madera.

Al oír nuestra bocina, Susan se acercó corriendo a tirar de la cuerda que abría la puerta desde lejos. Nos gritó algo, pero el ruido del coche nos impidió oír. Con la mano libre Susan señalaba no el fuego sino el frente de la casa. Cuando nos internamos en el patio pudimos ver qué quería mostrarnos. En medio del jardín se alzaba la figura del helicóptero.

Salíamos del coche cuando un hombre con chaqueta de cuero y pantalones de montar apareció en la puerta de la casa. Era alto, rubio, y estaba tostado por el sol. Me pareció enseguida que lo había visto en alguna parte. Nos saludó con la mano, sonriendo alegremente mientras nos acercábamos a él.

—El señor Bill Masen, me imagino. Mi nombre es Simpson.

—Recuerdo —dijo Josella—. Usted trajo un helicóptero aquella noche en la Universidad.

—Eso es. Veo que me recuerda. Pero para demostrarle que no es usted la única con buena memoria. Usted es Josella Playton, autora de…

—Está usted equivocado —le replicó Josella—. Soy Josella Masen, autora de «David Masen».

—Ah, si acabo de mirar la edición original, y es un trabajo muy bien hecho de veras.

—Un momento —dije— ¿Y ese fuego…?

—No hay peligro. El viento aleja las llamas de la casa. Aunque temo que haya perdido su provisión de madera.

—¿Qué pasó?

—Fue Susan. No pensó en causar daño. Cuando oyó mi motor tomó un lanzallamas y buscó algo para hacerme una señal. Lo más a mano era la pila de madera.

Entramos en la casa y nos unimos a los otros.

—Otra cosa —me dijo Simpson—. Michael me pidió que no me olvidara de pedirle disculpas.

—¿A mí? —pregunté.

—Usted fue el único que vio el peligro que representaban los trífidos, y él no le creyó.

—Pero… ¿quiere decir que sabían que yo estaba aquí?

—Descubrimos su probable ubicación hace unos días. Nos lo dijo un hombre que todos podemos recordar: un tal Coker.

—Así que Coker logró también salir adelante —dije.

Después de lo que vi en Tynsham pensé que la plaga lo habla alcanzado.

Más tarde, después de comer y de servir nuestro mejor brandy el hombre nos contó lo que había ocurrido.

Cuando Michael Beadley y su grupo salieron de Tynsham, dejando el lugar librado a la discreción y los principios de la señorita Durrant, no se dirigieron a Beaminster, ni a sus alrededores. Habían ido hacia el noreste, internándose en Oxfordshire. El error de la señorita Durrant tenía que haber sido deliberado, pues nadie mencionó a Beaminster.

Encontraron una granja que en un principio pareció ofrecer todo lo necesario. Hubiesen podido atrincherarse allí como nosotros nos habíamos atrincherado en Shirning. Pero cuando la amenaza de los trífidos comenzó a crecer, las desventajas del lugar se hicieron más evidentes. Al año, tanto Michael como el Coronel estaban muy pocos satisfechos con las perspectivas que ofrecía el lugar. Ya se habían llevado a cabo numerosas obras, pero hacia el fin del segundo verano todos estuvieron de acuerdo en la necesidad de una mudanza. Construir allí una comunidad llevaría años, muchos años. Había también que tener en cuenta que las dificultades aumentarían con el tiempo.

Necesitaban un sitio donde hubiera espacio suficiente para crecer y desarrollarse; un área con defensas naturales donde, si era necesario luchar contra los trífidos, esa lucha fuese económica. Allí gran parte del trabajo consistía solamente en asegurar los alambres. Y cuando creciese el número de ocupantes habría que aumentar la longitud del cerco. Era indudable que la mejor línea de defensa era el agua, que no necesitaba de cuidados. Sobrevino entonces una discusión acerca de los méritos relativos de diversas islas. Fue el clima principalmente lo que les decidió en favor de la isla de Wight, a pesar de algunos defectos que había que suprimir. Por lo tanto al llegar el mes de marzo volvieron a empaquetarlo todo, y se mudaron.

—Cuando llegamos a la isla —dijo Ivan—, nos pareció que los trífidos eran más numerosos que en el lugar de donde veníamos. Tan pronto como nos instalamos, en las cercanías de Godshill, los trífidos comenzaron a apretarse a lo largo de las paredes, y a millares. Los dejamos durante un par de semanas y luego los atacamos con los lanzallamas.

»Cuando terminamos con ese grupo permitimos que volvieran a reunirse, y los quemamos otra vez. Y así sucesivamente. Podíamos dejar que se acercasen, pues cuando nos hubiésemos librado de ellos ya no necesitaríamos recurrir a los lanzallamas. Sólo podía haber un número limitado en la isla, y cuanto más viniesen a nosotros, mejor que mejor.

»Tuvimos que repetir la operación una docena de veces antes que se advirtiese algún efecto apreciable. Cuando los trífidos comenzaron a faltar, había ya un montón de restos calcinados a lo largo de nuestros muros. Habían sido mucho más numerosos de lo que habíamos creído.

—En esa isla había por lo menos una docena de criaderos —dije—. Sin mencionar las plantas que crecían en los parques y los jardines privados.

—No me sorprende —dijo Ivan—. A juzgar por las apariencias podían haber sido mil criaderos. Antes que esto comenzara yo hubiera dicho que los trífidos sumaban sólo unos pocos miles en todo el país, pero ha habido sin duda centenares de miles.

—Así es —dije—. Crecen prácticamente en todas partes, y eran muy provechosos. No parecían tantos cuando estaban encerrados en granjas y criaderos. Pero aun así, en este momento, y considerando los que andan por aquí, tiene que haber regiones enteras sin casi ninguno.

—Así es —dijo Ivan—, pero instálese en esas regiones y al rato comenzarán a aparecer. Puede usted verlos desde el aire. Yo hubiera sabido que había alguien aquí aun sin el fuego de Susan. Forman una franja oscura alrededor de todos los lugares habitados.

»Sin embargo, al cabo de un tiempo logramos ralear la multitud que rodeaba nuestra casa. Quizá el lugar les pareció poco saludable, o quizá no les gustaba caminar sobre los restos calcinados de sus parientes, pero de un modo o de otro, había menos que antes. Así que comenzamos a cazarlos en vez de esperar a que vinieran. Fue nuestro trabajo principal durante meses. Registramos hasta el último rincón de la isla, o así lo creímos por lo menos. Al fin nos pareció que habíamos terminado con todos, los grandes y los chicos. Sin embargo, volvieron a aparecer algunos al año siguiente, y al otro año. En la actualidad al llegar la primavera iniciamos una intensa búsqueda a causa de las semillas que pueden volar desde aquí, y ya no tenemos nada que temer.

»Mientras tanto, nos fuimos organizando. Al principio éramos unos cincuenta o sesenta. De tanto en tanto yo hago un vuelo con el helicóptero y cuando veo señales de algún grupo, bajo y los invito a ir a la isla. Algunos van, pero otros, y en un número sorprendente, no tienen ningún interés. Han escapado a toda forma de gobierno y a pesar de todas sus dificultades no desean volver a empezar. Hay algunos en South Wales que forman algo así como tribus y no quieren otra organización que ese mínimo que se han impuesto a sí mismos. Hay otros grupos similares cerca de las minas de carbón. Los jefes son hombres que en la noche de las estrellas verdes estaban en las minas. Aunque Dios sabe cómo lograron salir otra vez a la superficie… Hay otros también que no aceptan ninguna clase de interferencia. Cuando me ven disparan contra el helicóptero. Hay un grupo de esa especie en Brighton.

—Ya sé —dije—. También a mí me alejaron.

—Recientemente han aparecido otros grupos similares. Hay uno en Maidstone, otro en Guildford, y otros sitios. Por ese motivo no hemos venido antes por aquí. Este distrito es bastante peligroso. No sé qué hará esa gente, quizá han conseguido reunir un buen número de provisiones y tienen miedo de que alguien se las quite. De todos modos no hay por qué arriesgarse, así que hagan lo que quieran.

»Pero muchos decidieron ir con nosotros. En un año llegamos a reunir trescientas personas; no todas dotadas de vista, naturalmente.

»Descubrí a Coker y los suyos no hace más de un mes. Una de las primeras cosas que me preguntó, por otra parte, fue si sabíamos algo de usted. Tuvieron una época muy mala, particularmente al principio.

»Pocos días después de volver a Tynsham llegaron dos mujeres de Londres, y trajeron la plaga consigo. Coker las puso enseguida en cuarentena, pero ya era tarde. Decidió entonces hacer una rápida mudanza. La señorita Durrant no quiso moverse. Se quedó a cuidar a los enfermos. Seguiría más tarde a los otros. Hubo otras tres apresuradas mudanzas antes que pudieran librarse del todo. Por ese entonces habían llegado a Devonshire, y allí estuvieron bien un tiempo. Pero luego comenzaron a tener las mismas dificultades que nosotros, y que usted. Coker aguantó tres años, y luego pensó algo similar a lo que habíamos pensado nosotros. Pero no en una isla. Decidió que lo mejor sería la orilla de un río y un cerco que cerrase la saliente de Cornwall. Se pasaron los primeros meses construyendo una barrera; luego salieron a cazar a los trífidos, como nosotros en la isla. Pero trabajar en aquel terreno era más difícil, y nunca pudieron librarse de los trífidos. El cerco tuvo éxito en un comienzo; pero no podían confiar en él como nosotros en el mar.

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