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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (28 page)

BOOK: El día de los trífidos
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Llegamos al otro extremo del valle, pero no pudimos marchar más deprisa. El camino se bifurcaba a menudo y había muchas curvas imprevisibles. Tuve que dedicar toda mi atención al volante, mientras la niña miraba las colinas que iban quedando detrás, por si reaparecía la luz. Llegamos al punto en que la línea trazada en el mapa cruzaba nuestro camino. Decidí seguir hasta la próxima colina. Nos llevó una hora salir del barro y volver otra vez al camino.

Seguimos el camino más bajo. De pronto Susan vio un resplandor entre las ramas, a nuestra derecha. La próxima curva fue más afortunada. Nos llevó a un sendero que corría oblicuamente por la falda de una colina y desde allí pudimos ver el brillante rectángulo iluminado de una ventana, a unos quinientos metros. Aun entonces, y con la ayuda del mapa, no fue fácil encontrar el camino que llevaba hasta allí, Seguimos adelante, siempre subiendo, pero la luz estaba cada vez un poco más cerca. El camino no había sido construido para camiones. En las partes más estrechas teníamos que abrirnos paso entre matorrales y arbustos que arañaban los costados de nuestro vehículo, como si quisieran retenernos.

Pero al fin vimos una linterna que oscilaba ante nosotros. Se movía señalándonos la curva que llevaba a la entrada. Luego la dejaron en el suelo. Me acerqué hasta que estuvimos a un metro de la linterna, y detuve el camión. Mientras abría la portezuela, un rayo de luz cayó de pronto sobre mis ojos. Alcancé a vislumbrar una figura de impermeable que brillaba bajo el agua.

Una leve alteración estropeó la calma intencional de la voz:

—Hola, Bill. Has tardado mucho.

Salté del camión.

—Oh, Bill. No puedo… Oh, querido, he estado esperando esto tanto tiempo… —dijo Josella.

Me había olvidado totalmente de Susan hasta que una voz dijo desde lo alto:

—Te estás mojando, tonto. ¿Por qué no la besas adentro?

14
Shirning

La sensación con que llegué a la granja de Shirning —la de que todas mis dificultades habían terminado— interesa únicamente como demostración de hasta qué punto puede una sensación estar fuera de la realidad. El momento en que Josella se arrojó en mis brazos estuvo muy bien, pero con su corolario —llevarla hasta Tynsham para reunirnos con los otros— no ocurrió lo mismo, y por varias razones.

Ya desde que pensé dónde podía estar, me había imaginado a Josella, debo admitirlo, de un modo casi cinematográfico en dura batalla con las fuerzas de la naturaleza, etc., etc. En cierta manera supongo que así había sido, pero aquel lugar era muy distinto de lo que yo me había imaginado. Mi plan, que consistía en decirle: «Sube. Vamos a unirnos con Coker y su pandilla», tuvo que ser arrojado por la borda. Yo debía haber sabido que las cosas no serían tan fáciles; por otra parte es sorprendente cuán a menudo lo mejor se nos aparece como lo peor…

No es que no hubiese preferido desde un principio Shirning a la idea de Tynsham, pero unirnos a un grupo más numeroso era sin duda una medida prudente. Shirning era, sin embargo, un lugar encantador. La palabra «granja» era un título de cortesía. Había sido una granja hasta hacía unos veinte años, y todavía parecía una granja, pero en realidad se había convertido en una casa de campo. En Sussex y los condados vecinos abundaban esas casas y quintas que los fatigados londinenses habían encontrado aptas para sus necesidades. El interior del edificio había sido modernizado y reconstruido hasta tal punto que era dudoso que sus anteriores ocupantes pudiesen reconocer una sola habitación. El interior era reluciente. Los prados y cobertizos tenían una limpieza suburbana, más que rural, y durante años no habían conocido forma animal más ruda que la de unos pocos caballos y ponies. El campo no mostraba señales de haber sido utilizado, y no exhalaba bucólicos olores; la hierba se apretaba en él como en un campo de bolos. Los prados a los que miraban las ventanas de la casa, amparadas por un techo de tejas rojas, habían sido trabajados por los ocupantes de otras y más terrestres granjas. Pero los cobertizos y pesebres se conservaban bien.

Los amigos de Josella, los actuales dueños, habían ambicionado aumentar un día las tierras para trabajarlas en limitada escala, y hasta llegar el fin habían rechazado tentadoras ofertas con la esperanza de que alguna vez, de alguna manera no claramente percibida, tuvieran bastante dinero como para comprar los terrenos de los alrededores.

Con su propio manantial y su propio motor, el lugar era en verdad recomendable; pero mientras lo examinaba comprendí cuanta razón tenía Coker al hablar de la necesidad de un esfuerzo en común. Yo no sabía nada de labores de granja, pero vi enseguida que si nos quedábamos aquí costaría bastante trabajo mantener a seis personas.

Los otros tres ya estaban allí cuando llegó Josella. Eran Dennis y Mary Brent, y Joyce Taylor. Dennis era el propietario de la casa. Joyce había estado allí como una indefinida visita; en un principio para acompañar a Mary, luego para dirigir la casa mientras Mary esperaba a que naciese su bebé.

En la noche de las luces verdes —del cometa dirían ustedes si son de los que creen aún en ese cometa— había allí otros dos huéspedes, Joan y Ted Danton, pasando una semana de vacaciones. Los cinco habían salido al jardín a observar la exhibición. En la mañana los cinco habían despertado a un mundo de perpetuas sombras. En un principio habían tratado de telefonear. Cuando descubrieron que eso era imposible esperaron pacientemente a que llegara alguna ayuda. Cuando ésta también les falló, Ted se ofreció como voluntario para ir a averiguar qué había ocurrido. Dennis lo hubiera acompañado si no fuese porque su mujer se puso casi histérica. Ted, por lo tanto, partió solo. No regresó. El mismo día, un poco más tarde, y sin decir una palabra, Joan se fue de la granja, posiblemente en busca de su marido. Tampoco se volvió a saber de ella.

Dennis había llevado cuenta del tiempo tocando las manecillas del reloj. Al caer la tarde le fue ya imposible estarse quieto sin hacer nada. Había pensado en bajar a la aldea. Las dos mujeres se opusieron. A causa del estado de Mary terminó por renunciar. Joyce decidió probar fortuna. Llegó a la puerta, y comenzó a caminar con un bastón extendido ante ella. Apenas había traspasado el umbral cuando algo silbó en el aire y le quemó la mano como si fuese un hierro candente. La mujer saltó hacia atrás con un grito, y se desplomó en el vestíbulo donde la encontró Dennis. Por suerte no había perdido el conocimiento, y pudo quejarse del dolor que sentía en la mano. Dennis, tocando las ampollas sospechó de qué se trataba. A pesar de su ceguera él y Mary lograron de algún modo ponerle a Joan algunos fomentos calientes. Mary calentó el agua y su marido aplicó al brazo de Joan un torniquete y trató de sacar, todo lo posible, el veneno. Luego tuvieron que llevar a la mujer a la cama, donde se pasó varios días.

Mientras tanto Dennis hizo algunas pruebas, primero en el frente y luego en los fondos de la casa. Con la puerta no muy abierta, sacó cuidadosamente una escoba alzándola hasta la altura de los ojos. Oyó el silbido de un aguijón, y sintió que la escoba le temblaba ligeramente en la mano. En una de las ventanas del jardín había ocurrido algo similar, en las otras parecía no haber nada. Hubiese tratado de salir por una de ellas si no fuese por la inquietud de su mujer. Mary estaba segura de que si había algunos trífidos junto a la casa, habría también otros por los alrededores y no iba a permitir que Dennis se arriesgara de ese modo.

Por suerte tenían comida como para un tiempo, aunque era difícil prepararla. Por otra parte Joyce, a pesar de su alta temperatura, parecía estar recobrándose de los efectos del veneno, de modo que la situación no era tan apremiante. Dennis se pasó la mayor parte del día siguiente tratando de construir un casco. El alambre de que disponía era sólo de malla ancha, así que tuvo que juntar varias capas, y luego unirlas. El casco le llevó bastante tiempo, pero con él y la ayuda de unas pesadas manoplas podía partir ya para la aldea. Un trífido lo golpeó cuando aún no había dado tres pasos fuera de la casa. Dennis lo buscó a tientas y le retorció el tallo. Un minuto o dos después otro aguijón se estrelló contra su casco. No pudo encontrar a ese trífido aunque le lanzó una media docena de golpes. Llegó así al cobertizo de las herramientas y salió de allí provisto de tres grandes ovillos de hilo que fue desenvolviendo para que le sirviese de guía al regresar.

Ya en el campo volvió a recibir varios aguijonazos. Le llevó un tiempo inmensamente largo caminar un kilómetro en dirección a la aldea, y antes de llegar se le había terminado ya su provisión de hilo Y durante todo ese tiempo había ido tanteando y tropezando en medio de un silencio aterrador. De cuando en cuando se detenía y llamaba, pero nadie respondía. Más de una vez temió haberse extraviado, pero cuando sus pies descubrieron la lisa superficie de una carretera supo ya dónde estaba, y pudo confirmarlo localizando un mojón. Siguió así adelante, tanteando el camino.

Después de recorrer un trayecto aparentemente largo, advirtió que sus pasos sonaban de un modo diferente; se oía un débil eco. Haciéndose a un lado encontró una acera y luego un muro. Un poco más allá descubrió un buzón en una pared de ladrillos, y supo que estaba al fin en la aldea. Volvió a llamar. Una voz, una voz de mujer le respondió, pero lejos, y era imposible distinguir las palabras. Llamó otra vez y comenzó a caminar hacia la voz. La respuesta fue cortada en seco por un grito. Nuevamente se hizo el silencio. Sólo entonces, y casi con incredulidad, comprendió que la aldea estaba en un aprieto similar al de su propia casa. Se sentó era el borde de la acera y pensó qué podía hacer.

Por la temperatura del aire juzgó que ya había caído la noche. Estaba afuera desde hacia por lo menos cuatro horas. Tenía que regresar: Sin embargo, no había motivos para que volviese con las manos vacías… Tanteó el muro con el bastón hasta que encontró la enseña metálica que adornaba la tienda del lugar. Tres veces, en los últimos cincuenta o sesenta metros, un aguijón le había azotado el casco. Sintió otro golpe mientras abría la puerta de la tienda, y pasó por sobre un cuerpo que obstaculizaba la entrada.

Tuvo la impresión de que ya otros habían estado allí. Sin embargo, encontró un buen jamón. Lo metió, junto con paquetes de manteca o margarina, bizcochos y azúcar en un saco, y añadió una variedad de latas sacadas de un estante que, creía recordar, estaba dedicado a las provisiones. Las latas de sardinas, por lo menos, eran inconfundibles. Siguió buscando y encontró una docena o más de ovillos de hilo. Se echó el saco a la espalda, y emprendió el regreso.

Se extravió una vez, y le fue difícil orientarse. Pero al fin volvió al sendero familiar. Lo siguió, tanteando, y pronto encontró el hilo con que había iniciado su viaje. Desde allí todo fue bien, comparativamente.

Volvió dos veces más en aquella semana a la tienda de la aldea, y los trífidos que rodeaban la casa y los del camino le parecieron cada vez más numerosos. El solitario trío no podía hacer otra cosa que esperar. Y entonces, como un milagro, llegó Josella.

Fue enseguida evidente que la idea de un inmediato traslado a Tynsham era por ahora irrealizable. Por un lado Joyce Taylor estaba aun muy débil. Cuando la vi me sorprendió que todavía viviese. La prontitud de Dennis le había salvado la vida, pero como éste no había sido capaz de proporcionarle los tónicos adecuados ni una buena alimentación, estaba recobrándose con mucha lentitud. Hubiese sido una locura obligarla a hacer un largo viaje hasta después de una o dos semanas. Y además, el estado de Mary había llegado a un punto tal que ese viaje parecía también desaconsejable para ella. Así que lo mejor sería que nos quedáramos allí hasta que se superaran estas crisis.

Una vez más tuve que encargarme de las provisiones. Mis cargas incluían ahora no sólo los alimentos, sino también petróleo para el motor, gallinas cluecas, vacas lecheras (y que sobrevivían a pesar de vérseles las costillas), medicinas para Mary, y una sorprendente lista de accesorios.

La zona estaba más infestada de trífidos que todas las que yo había visto hasta entonces. La mayor parte de las mañanas aparecían uno o dos nuevos, y el primer trabajo del día era arrancarles de un tiro las copas. Tuve que construir una alambrada para que no entraran en el jardín. Aun entonces venían y se pasaban el tiempo apoyados sugestivamente en los alambres, hasta que algo se hacía con ellos.

Abrí algunos cajones y le enseñé a la pequeña Susan a usar los rifles contra trífidos. La niña pronto se convirtió en una experta en desarmar a las cosas, como seguía llamándolos. Desde entonces su trabajo consistió principalmente en ejercer diaria venganza.

Josella me contó lo que le había ocurrido luego de aquella alarma de incendio en el edificio de la Universidad.

La habían nombrado encargada de un grupo, de un modo muy similar al mío, pero su trato con las mujeres a las que había sido encadenada fue sumario. Les había lanzado un muy simple ultimátum: o la dejaban en libertad, y ella trataría entonces de ayudar todo lo posible; o, si aquella coerción continuaba, pronto se encontrarían bebiendo ácido prúsico o comiendo cianuro de potasio bajo su recomendación. Sus guardianas podían elegir. Eligieron bien.

Había poca diferencia en lo que teníamos que decirnos a propósito de los días siguientes. Cuando se disolvió el grupo, Josella había razonado como yo. Tomó un coche y fue a buscarme a Hampstead. No había hallado a ningún sobreviviente, ni se había encontrado con aquel pelirrojo aficionado a las armas de fuego. Se quedó allí casi hasta la caída del sol, y luego decidió ir a la Universidad. No sabiendo qué esperar, estacionó precavidamente el coche a cierta distancia, y siguió su viaje a pie. Cuando estaba bastante cerca, oyó un disparo. Preguntándose qué podía significar, se refugió en aquel jardín donde un día nos habíamos escondido los dos. Desde allí vio a Coker que también se acercaba con circunspección. Ignorando que yo había disparado contra un trífido, y que a eso se debían las precauciones de Coker, Josella sospechó una trampa. Determinada a no caer en ella una segunda vez, volvió al coche. No tenía idea de adónde había ido el resto… si es que había ido a alguna parte. No se le ocurrió otro refugio que aquel que me había mencionado un día casi casualmente. Decidió llegar hasta allí con la esperanza de que yo, si vivía, lo recordase y tratara de encontrarlo.

—Me dormí acurrucada en el asiento de atrás del coche —me dijo Josella—. Era todavía temprano cuando llegué aquí a la mañana siguiente. El ruido del coche hizo que Dennis se asomara a una de las ventanas de arriba y me advirtiera que tuviese cuidado con los trífidos. Vi que había una media docena o más alrededor de la casa, como si estuviesen esperando a que saliera alguien. Dennis y yo nos hablamos a gritos. Los trífidos se agitaron y uno de ellos comenzó a acercarse hacia mí, así que salté dentro del coche. Lo puse en marcha y atropellé al trífido. Pero aún quedaban los otros, y el cuchillo era mi única arma. Dennis salvó la situación.

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