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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (27 page)

BOOK: El día de los trífidos
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Privar de compañía a una criatura gregaria es mutilarla, ultrajar su naturaleza. El prisionero y el cenobita saben que más allá de su exilio está el rebaño; son aun parte de él. Pero cuando el rebaño ya no existe más, la criatura pierde su identidad. No es ya la parte de un todo; es como un aborto de la naturaleza, y sin ubicación. Si no es capaz de mantenerse dentro de los límites del sentido común, está perdida de veras; total y espantosamente perdida. No es más entonces que un retorcimiento en la pierna de un cadáver.

Había que resistir. Sólo el tamaño de mi esperanza, que me aseguraba que encontraría a alguien al fin de mi viaje, me impedía volver atrás y buscar en la compañía de Coker y los otros alivio a aquella opresión.

Las escenas que veía en mi camino poca o ninguna relación tenían con eso. Algunas de ellas eran horribles, pero yo ya estaba por ese entonces totalmente endurecido. El horror las había abandonado, así como se pierde en la historia el horror de las grandes batallas. Yo ya no las veía como partes de una vasta e impresionante tragedia. Mi lucha era un conflicto personal con los instintos de mi especie; una acción continuamente defensiva, sin posible victoria. Sabía en mi interior que no podría seguir así durante mucho tiempo.

Para distraerme comencé a viajar con mayor rapidez. En un pueblito cuyo nombre he olvidado doblé una esquina y me encontré con un furgón que bloqueaba toda la calle. Por suerte mi camión no sufrió más que unas raspaduras. Pero los dos vehículos se engancharon entre sí con diabólica firmeza y me costó mucho separarlos. Había poco espacio y yo no contaba con ninguna ayuda. Tardé una hora en resolver el problema, pero ocupar mi mente en un asunto práctico no dejó de hacerme bien.

Después de eso conduje mi vehículo con un poco más de precaución, excepto, por unos pocos minutos, luego de entrar en New Forest. La causa de mi apresuramiento fue ver por entre los árboles un helicóptero que volaba a no mucha altura. Iba a cruzar mi camino un poco más adelante. Por desgracia los árboles crecían allí más cerca de la carretera, y desde el aire ésta no era seguramente visible. Me lancé a toda velocidad, pero cuando llegué a un terreno más despejado, la máquina no era más que una mancha que se perdía a lo lejos, hacia el norte. Sin embargo, me sentí mejor.

Unos pocos kilómetros más allá atravesé una aldea. Las casitas se alzaban en los lados de un triángulo verde. Algunas tenían techos de paja, otras de tejas rojas; los jardines resplandecían. Parecía la imagen de un libro de estampas. Pero no miré muy de cerca los jardines; en muchos de ellos la extraña figura de un trífido se asomaba incongruentemente entre las flores. Abandonaba ya el lugar, cuando una figurita salió corriendo de un jardín y vino hacia mí por el camino agitando los brazos. Frené, miré a mi alrededor, de un modo que parecía ya instintivo, recogí mi arma y descendí del camión.

La niña estaba vestida con un delantal azul y calcetines blancos. Parecía tener unos nueve años. Podía verse que era bonita, a pesar de sus descuidados rizos oscuros y su rostro sucio bañado en lágrimas. Me tiró de la manga del traje.

—Por favor, por favor —me dijo con urgencia—, por favor venga y vea qué le pasó a Tommy.

Me quedé mirándola. La terrible soledad de aquel día se desvaneció de pronto. Parecía como si mi mente fuese a romper la caja en que yo la había encerrado.

Tuve ganas de alzar a la niña y apretarla contra mí. Sentí que se me iban a llenar los ojos de lágrimas.

Extendí una mano y la niña la tomó. Juntos fuimos a la puerta del jardín.

—Tommy está ahí —me dijo señalando.

Un niño de unos cuatro años estaba tendido en la franja de césped que separaba los macizos.

Era fácil comprender por qué estaba allí.

—La
cosa
lo golpeó —me dijo la niña—. Lo golpeó y Tommy cayó al suelo. Y quiso golpearme a mí cuando fui a ayudarlo. ¡Qué
cosa
horrible!

Alcé los ojos y vi la copa de un trífido sobre el seto que bordeaba el jardín.

—Ponte las manos en los oídos —le dije a la niña—. Voy a hacer mucho ruido.

La niña hizo lo que yo le decía, y tiré sobre la copa destrozándola.

—¡Qué cosa horrible! —repitió la niña—. ¿Está muerta ya?

Iba a asegurárselo cuando oí que las varitas comenzaban a golpear contra el tronco, como aquel otro trífido de Steeple Honey. Le disparé la otra carga y el trífido calló.

—Si —dije—. Está muerta.

Nos acercamos al niño. La mancha escarlata del aguijón brillaba en su pálida mejilla. Tenía que haber ocurrido algunas horas antes. La niña se arrodilló a su lado.

—No hay nada que hacer —le dije suavemente.

La niña me miró con unos ojos llenos de lágrimas.

—¿Está muerto también Tommy?

Me agaché a su lado y sacudí la cabeza.

—Temo que sí.

Después de un rato la niña dijo:

—¡Pobre Tommy! ¿Lo enterraremos… como las muñecas?

—Sí —le dije.

En todo ese abrumador desastre sólo cavé aquella tumba… y fue una tumba muy pequeña. La niña reunió un ramito de flores y lo dejó sobre la sepultura. Luego nos alejamos de allí.

Se llamaba Susan. Hacía mucho tiempo, así le parecía a ella, algo les había pasado a sus padres y se habían quedado ciegos. Su padre había ido a buscar ayuda y no había regresado. Su madre salió poco después, y les ordenó a los niños que no dejaran la casa. Regresó llorando. Al día siguiente volvió a salir. Esta vez no volvió. Los niños comieron lo que había en la despensa y luego comenzaron a sentir hambre. Susan por lo menos, sintió tanta hambre como para desobedecer y buscar algo en la tienda de la señora Walton. La tienda estaba abierta, pero la señora Walton había salido. Nadie respondió a los llamados de Susan, así que ésta decidió llevarse algunas tortas y bizcochos y caramelos y decírselo a la señora Walton más tarde.

Había visto por ahí, al regresar, algunas de las
cosas
. Una de ellas trató de golpearla pero no calculó bien y el aguijón pasó por encima de su cabeza. Susan se asustó tanto que no dejó de correr hasta llegar a su casa. Después de eso había tenido mucho cuidado con las
cosas
, y en posteriores expediciones le dijo a Tommy que se cuidara también. Pero Tommy era tan pequeño que cuando una mañana salió a jugar no pudo ver que había una
cosa
escondida en el jardín de al lado. Susan trató de llegar hasta él, pero cada vez que se acercaba, y por más cuidado que pusiera, veía que la copa del trífido temblaba y se movía ligeramente.

Aproximadamente una hora más tarde decidí que había llegado el momento de detenerse para pasar la noche. Dejé a Susan en el camión mientras yo iba a examinar una o dos casas. Al fin encontré una que parecía conveniente. Luego nos dispusimos a cenar. Yo no sabía mucho de niñitas, pero ésta parecía tener una asombrosa capacidad de deducción, pues me confesó, mientras comía, que una dieta que había consistido casi enteramente de bizcochos, tortas y caramelos había resultado menos satisfactoria de lo que ella había esperado. Después de comer le lavé la cara y, de acuerdo con sus instrucciones, le peiné los rizos. El resultado me dejó bastante complacido. Susan, por su parte, olvidó durante un tiempo todo lo que le había pasado, absorbida por el placer de tener con quien hablar.

Era comprensible. Yo estaba sintiendo exactamente lo mismo.

Pero poco después de dejarla en cama y bajar las escaleras oí unos sollozos. Volví a la habitación de la niña.

—No llores, Susan —le dije—. No llores. El pobre Tommy no sufrió nada. Todo fue muy rápido.

Me senté en la cama y le tomé la mano. La niña dejó de llorar.

—No es sólo Tommy —me dijo—. Después de lo de Tommy no vi a nadie, nadie. Sentí tanto miedo…

—Ya sé —le dije—. Yo también sentí miedo.

La niña me miró.

—Pero ahora ya no tienes miedo…

—No, y tú tampoco. Pues verás, vamos a estar siempre juntos para que ninguno de los dos tenga miedo.

—Si —dijo Susan seriamente—. Creo que así todo estará muy bien…

Así que nos pusimos a hablar de un montón de cosas hasta que se quedó dormida.

—¿Adónde vamos? —me preguntó Susan, mientras nos poníamos en marcha a la mañana siguiente.

Le dije que estábamos buscando a una señora.

—¿Dónde está? —preguntó la niña.

De eso yo no estaba seguro.

—¿Cuándo vamos a encontrarla? —preguntó Susan.

Mi respuesta no podía ser tampoco aquí satisfactoria.

—¿Es una señora bonita? —preguntó Susan.

—Sí —dije, contento de ser más claro esta vez.

—Bueno —comentó la niña aprobando, y pasamos a otro tema.

Traté a causa de la niña, de no cruzar los pueblos más importantes, pero no pude evitar que viese algunas escenas desagradables en el campo. Después de un rato decidí comportarme como si no existieran. Susan las miraba con el mismo desinterés con que veía el escenario normal. No se alarmó, pero me hizo preguntas. Convencido de que en el mundo en que iba a crecer la niña los eufemismos y sutilezas que yo había conocido en mi infancia tendrían muy poca utilidad, intenté explicarle los diversos horrores y curiosidades del modo más objetivo posible. El método fue realmente efectivo y hasta a mí me hizo bien.

Hacia el mediodía el cielo se había encapotado. Comenzó a llover otra vez. A las cinco de la tarde nos detuvimos en el camino, poco antes de Pulborough. Llovía con fuerza.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Susan.

—Eso —reconocí— es difícil de saber. A alguna parte, por allí.

Señalé con la mano la neblinosa línea de los bajos del sur.

Había estado tratando de recordar qué otra cosa había dicho Josella. Yo sabía que la casa estaba situada en la parte norte de las colinas, y había tenido impresión de que enfrentaba la zona pantanosa que separaba los bajos de Pulborough. Ahora que había llegado allí, mi impresión no parecía muy precisa. Los bajos ocupaban una extensión de varios kilómetros.

—Quizá lo mejor será ver si podemos distinguir una columna de humo por este lado —sugerí.

—Es difícil ver algo con toda esta lluvia —dijo Susan con mucha razón.

Una hora más tarde cesó de llover. Dejamos el camión y nos sentamos en una pared, uno al lado del otro. Estudiamos cuidadosamente las faldas de las colinas durante algún tiempo, pero ni los agudos ojos de Susan ni mis anteojos de campaña pudieron distinguir la menor traza de humo ni ningún otro signo de actividad.

—Tengo hambre —dijo Susan.

En ese momento la comida era un asunto que me interesaba poco. Ahora que estaba tan cerca, mi ansiedad por saber si mis presunciones habían sido exactas superaba a todo lo demás. Mientras Susan se alimentaba llevé el camión un poco más arriba. Entre chaparrones, y con una luz cada vez peor, observamos el otro lado del valle, nuevamente sin resultado. No había más vida o movimiento que unas pocas vacas y ovejas, y algún trífido ocasional.

Se me ocurrió una idea y decidí bajar al pueblo. Me resistía a llevar a Susan, pues sabía que el lugar podía ser desagradable, pero no podía dejarla en la colina. Cuando entramos en las calles descubrí que la escena la afectaba menos que a mí. Los niños interpretan a su modo las cosas horribles hasta que se les enseña cuando disgustarse. Sólo yo me sentí deprimido. Susan olvidó rápidamente todas las visiones sombrías gracias a un impermeable de seda escarlata que era para una persona varias veces más grande. Mi búsqueda también tuvo su recompensa. Volví al camión con un faro de automóvil que podía servir de pequeño reflector y que había encontrado en un
Rolls-Royce
de ilustre aspecto.

Instalé el faro en una especie de pivote, a un lado de la cabina, y lo conecté a la batería del camión. Cuando terminé mi trabajo, sólo me quedaba esperar la oscuridad y que cesara la lluvia.

Cuando cayó la noche, el aguacero se había convertido ya en una simple llovizna. Encendí las luces y un magnífico rayo atravesó las sombras. Hice girar con lentitud la lámpara cuidando de que el rayo se mantuviera al nivel de las colinas de enfrente mientras trataba, al mismo tiempo, de observarlas a todas en espera de una respuesta. Repetí el movimiento una docena de veces, apagando la luz por unos pocos segundos al fin de cada recorrido, para ver si veíamos aunque fuese una chispa en medio de la oscuridad. Pero la noche sobre las colinas siguió siendo tristemente negra. Luego comenzó a llover otra vez, más pesadamente. Dejé que la lámpara lanzara su rayo hacia delante y me senté a esperar escuchando el tamborileo de las gotas sobre el techo de la cabina. Susan dormía apoyada en mi brazo. Pasó una hora antes que el tamborileo se convirtiese en unos golpes aislados y cesara al fin. Comencé a mover la lámpara otra vez, y Susan se despertó. Había movido la luz seis veces cuando la niña dijo:

—¡Mira, Bill! ¡Allá! ¡Una luz!

Susan señalaba un punto situado a unos pocos grados a nuestra izquierda. Apagué la lámpara y seguí la dirección que indicaba su dedo. Era difícil estar seguro. Si no era una ilusión óptica era por lo menos algo tan débil como una luciérnaga distante. Y mientras aún estábamos mirando, la lluvia volvió a caer. Cuando tomé los anteojos ya no se veía nada.

No me atreví a moverme. Era posible que la luz, si había sido una luz, no fuese visible desde un terreno más bajo. Una vez más encendí el reflector y me puse a esperar pacientemente. Pasó casi una hora antes que la lluvia cesase otra vez. Tan pronto como aclaró, apagué la lámpara.

—¡Allá está! —gritó Susan, excitada—. ¡Mira! ¡Mira!

Allí estaba. Y brillaba ahora como para disipar todas las dudas, aunque los anteojos no me proporcionasen ningún detalle.

Volví a encender el reflector, y envié el signo de la V en Morse. Era el único signo Morse que conocía, excepto el de SOS así que tenía necesariamente que recurrir a él. Cuando miramos, la otra luz comenzó a parpadear, y nos lanzó una serie de deliberados largos y cortos que por desgracia no significaban nada para mí. Lancé otro par de ves, señalé en el mapa la posición aproximada de la luz y encendí los faros.

—¿Es la señora? —preguntó Susan.

—Tiene que ser —dije—. Tiene que ser.

Fue un viaje endiablado. Para cruzar los pantanos fue necesario tomar un sendero situado al oeste y luego hacia el este por las faldas de las colinas. Antes que hubiésemos avanzado mucho más de un kilómetro comenzó a llover otra vez. Como nadie cuidaba de los sistemas de desagüe, algunos campos estaban inundados y en ciertos sitios el agua cubría el camino. Tuve que conducir el camión con tediosas precauciones en momentos en que sentía deseos de echar a correr.

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