Agostino carraspeó y miró de reojo a Tiziano.
—Es precisamente eso lo que quisiéramos ver cambiado —dijo.
El hombre de la cama puso los ojos en blanco.
—Y la nobleza de esta ciudad… Dios mío. No es extraño que quiera asentarse en Francia. Orden y tranquilidad, Agostino, eso es lo que nos hace falta. Pero qué difícil es de lograr. Roma se ha convertido en una jaula de grillos. ¿Qué dice nuestro joven soldado? ¿No es cierto que el centro del mundo se ha convertido en una feria llena de locos, flagelantes y pobreza? Y en cuanto a los egipcios, no me tomo la molestia de ocuparme de ellos. Sin un Papa, la Iglesia está viuda. —Bernado echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos—. Pero no es eso de lo que teníamos que hablar —susurró—. Perdona. Ahora cuéntame, soldado, porque tú has conocido al hombre con quien me entretiene constantemente el obispo. Me refiero a ese Palestrino.
—Pagamino, excelencia.
—Exacto —dijo el anciano, alzándose de hombros—. Su historia rebosa todo tipo de mitos, que sólo sirven para alimentar la superstición del pueblo llano. Pero no podemos tolerar la herejía. En eso tienes razón, Agostino. El hijo del Diablo, vaya. Puede que llevando tanto tiempo acostado se me haya dañado el intelecto, pero creo que el obispo tiene tendencia a ver lo bueno en la maldad. No insultes la inteligencia de un anciano, no he estudiado las Sagradas Escrituras durante cuarenta años para dejar que Belcebú me cuente historias para dormir. ¿El hijo del Diablo? Pues sí, ¿por qué no?
—A propósito de cuentos para dormir —dijo Agostino, sentándose a los pies de la cama—. Deje que le narre una historia estimulante de Túnez.
—¿Aparece algún mono?
—¿Un mono? No, no creo.
Bernado miró a Tiziano.
—Es que me repugnan esos bichos. He oído a marinos decir que el peñón de Gibraltar, que separa África del mundo civilizado, es lo que emplea Satanás para limpiarse el ano, y que por eso está lleno de monos. Son animales sucios. Es una vergüenza que haya gente hoy en día que los vista y los haga actuar en las plazas.
Agostino juntó las manos.
—Vamos a ver. Había en Túnez un trovador que, a falta de cosa mejor, se ganaba la vida contando historias del ancho mundo. Él no había salido en su vida de Túnez, pero tenía una fantasía desbordante y grandes dotes de narrador. Así que con el dinero que ganó con sus relatos construyó una casa con tejado de bronce. Pero los tiempos cambian, y un día sólo quedaron los niños y los idiotas para escucharlo. El hambre y la escasez amenazaban a su familia. En aquella época había muchos en Túnez que sufrían la enfermedad que los franceses llaman
scorbut
y nosotros conocemos como escorbuto. Los enfermos empezaban a sangrar por las encías y contraían infecciones con suma facilidad. No obstante, nuestro hombre de Túnez sabía que los padecimientos de la gente tenían remedio, pues tomando cantidades abundantes de zumo de limón se curaba la dolencia en cuestión de días, ya que el escorbuto es simplemente fruto de una carencia. Pero nuestro narrador de historias proclamaba, por el contrario, que la enfermedad era peligrosa y mortal. Llegó a llamarla hermana de la peste. Aquello atemorizaba a los afectados y preocupaba a sus parientes. «Por suerte —añadía nuestro hombre—, por suerte vive en el desierto una serpiente pitón cuyo veneno cura a quien padece de la hermana de la peste. Pero esa serpiente tiene seis metros de longitud y es más gruesa que la trompa de un elefante.» A pesar de todo, el trovador partió, y después de seis días y seis noches volvió a su pueblo. Llevaba la ropa desgarrada y la cara cubierta de arañazos. Pero lo más importante era que había conseguido el antídoto balsámico que, añadido a abundantes cantidades de zumo de limones recién exprimidos, curaba a los enfermos. La historia de aquel hombre y las descripciones de la serpiente que derrotó no perdieron fuerza con los años, e incluso después de que él muriera se habló de aquel prodigio en Túnez. Así es como se comporta un hombre listo —concluyó Agostino sonriendo.
Hacía tiempo que el paciente de la cama había cerrado los ojos.
—Haz lo que quieras, Agostino —murmuró—, por mí el terremoto de Gadolfo puede extenderse desde Venecia hasta Génova y provocar una grieta que suba hasta Aviñón. Cuanto mayor sea, mejor. ¿No es acaso lo que se pretendía, mi buen señor? ¿Aumentar la enfermedad para convertir al médico en santo?
—Eso era exactamente lo que se pretendía, padre —respondió, asintiendo con la cabeza.
—Pero la gente desea ver las cosas con sus propios ojos —suspiró Bernado—. No hay nada más importante que las pruebas cuando se quiere convertir a los infieles. —Alargó la mano y asió a Tiziano. Los dedos del anciano estaban helados y extrañamente blandos, como si no tuviera huesos—. ¿Eres tú quien va a liberar a Roma? —dijo, sonriendo con socarronería.
Tiziano decidió no responder.
—Alguien tiene que hacerlo. ¿Verdad, Agostino?
El obispo carraspeó, y dijo que para el trabajo duro había elegido a una persona con un talento singular y una perspicacia única.
—Entonces, ¿qué pinta él aquí? —repuso el paciente, señalando a Tiziano.
Agostino se inclinó sobre el anciano.
—El capitán Tiziano es nuestro testigo de la verdad, padre, porque el hombre que ha de encontrar al discípulo de Satán debe tener el sentido de la orientación de una rata, la inteligencia de una rata y la moral de una rata.
—Jamás menosprecies a una rata.
—Cierto, cierto. Por eso está aquí el capitán Tiziano, que es el mejor soldado de Lucca y el más digno de confianza.
—¿De verdad? ¿Qué caracteriza a un soldado digno de confianza?
—Que obedece las órdenes sin sentir remordimiento.
El anciano miró al soldado.
—¿Es el capitán capaz de matar sin que ello le quite el sueño?
Agostino rogó a Tiziano que respondiera a la pregunta.
Él contestó que nunca había tenido problemas para dormir.
—Ya me parecía a mí —murmuró Bernado, entornando los ojos—. Salta a la vista.
La mirada de Tiziano vaciló.
—Como el león, capitán; mira al león, que todos los días mata, a veces por hambre, a veces por gusto, aunque siempre con la misma expresión desganada. ¿Puede acaso uno fiarse de un león que carga con una pena?
—El problema de las mujeres —dijo Agostino dirigiendo al enfermo una sonrisa cómplice— es un fenómeno pasajero cuando se tiene la edad de Tiziano.
Bernado se encogió de hombros, con expresión irritada.
—Lo de las mujeres es grave —suspiró—, pero peor es un dolor de muelas. Dame la mano, obispo; has dedicado mucho tiempo a este asunto, y tienes mi confianza. Tal como van las cosas en Roma, a la Santa Sede no le iría mal un poco de veneno de serpiente. A grandes males, grandes remedios. ¿No existe acaso un sinfín de Pagaminos? ¿No podemos ir por uno a la plaza del mercado? ¿Hay que ir tan lejos a buscarlo? ¿A quién le preocupa la verdad si la historia es buena? Hasta el califa tiene un sustituto. —Miró a Agostino, y la expresión de sus ojos lechosos se transformó de pronto—. Ah, ahora lo comprendo: tú crees en esa historia. Qué interesante. Me siento más animado. La Iglesia está llena de zoquetes dialécticos, y tanto más alentador es encontrar algo auténtico. Así que ¿crees que el apóstol de las tinieblas, que ese… ese Pagamino puede llevarnos a la Santa Sede? Sí, es lo que crees, lo veo en ti. Siempre te he considerado algo escolástico, pero todo el mundo se equivoca. No sería la primera vez que Belcebú echa una mano a la Iglesia. Aunque Satanás siempre exige una compensación.
—¿Una compensación? —repuso, juntando las manos.
—Mira al mundo, obispo.
Agostino desvió la mirada y tardó un rato en responder.
—Han ocurrido muchas cosas inexplicables —murmuró al fin—, muchas más de las que he relatado, las suficientes para que piense que está en juego algo más que un simple herborista. Si la Iglesia quiere mantener su control sobre la gente, si la palabra de la Iglesia ha de seguir siendo decisiva, podríamos necesitar…
—Al Príncipe Cornudo —terminó Bernado, con una sonrisa de regocijo.
Agostino se ajustó la ropa.
—Posiblemente baste con su sustituto.
—Pero si Lucifer protege al viejo Pagamino —insistió—, ¿no será invulnerable?
El obispo miró fijamente ante sí.
—¿Era acaso invulnerable el Hijo del Hombre?
El anciano agitó el índice de la mano derecha.
—Anda con cuidado, obispo de Lucca, anda con cuidado.
—Lo hago, Eminencia.
—Porque el sendero por el que caminas es estrecho. Habrá mucha gente mirándote.
—Lo sé, padre.
El enfermo se contempló las manos blanco azuladas.
—Tenemos en esta sección a la hermana Adela, que pertenece a las hospitalarias de San Juan y es de Rodas. Una mujer grande, hermosa, de miembros sólidos. Cuando me ingresaron, tuve que bañarme, naturalmente, y confesarme antes de veinticuatro horas. Aquí no se establecen distinciones entre la gente. Aunque, eso sí, me dieron una habitación para mí solo. Después, bajo la supervisión de sor Adela y tres testigos, hube de comulgar y hacer testamento. Así es la costumbre. No tengo nada en contra, y en un hospital cumples lo que te dicen. La otra noche, sor Adela me confió que había conocido a Satanás. Llegó a ella cuando de joven cuidaba las ovejas en Rodas. Se parecía a los demás muchachos de la comarca y sólo le pidió un poco de agua. Aquella misma noche, me contó Adela, él volvió, esa vez con la piel de un rojo encendido y un largo rabo negro. La lengua bífida colgaba de su boca, tenía pezuñas en lugar de uñas y rociaba las paredes con orina negra. Sólo el pequeño crucifijo de la joven lo mantuvo alejado de su lecho. Son historias que se oyen por ahí, Agostino. La literatura está llena de ellas. No digo que Satanás no se nos muestre, lo hace todo el tiempo; pero ¿hemos de creer que haya engendrado un hijo a su imagen y semejanza?
—¿En su tiempo creyeron a Cristo, padre?
El hombre de la cama sonrió diabólicamente y se humedeció los labios agrietados.
—El manto púrpura te sentará bien, Agostino. Claro que tal vez no es eso lo que codicias. No, no digas nada. Tienes mi confianza. Haz cuanto sea necesario, aviva el fuego y pon al viejo entre rejas. Por la Santa Sede, no aguanto oír más acerca de las comilonas de Aviñón. Ve, obispo, y llévate a tu joven amigo; ahora he de descansar. Tan pronto logréis la captura, comunícamelo, pero mientras tanto actúa como el hombre de Túnez. Cuanto más pienso en esa historia, mejor me parece. Aborrezco a los médicos.
Agostino asintió en silencio, sonriendo.
—Pensamos lo mismo —susurró, al tiempo que abría la puerta a Tiziano.
Está tumbado en su camastro, observando cómo se apodera la noche del espacio. Los sonidos se modifican, pero el ruido es el mismo. Las campanas de la iglesia han callado finalmente, y el eco de su estruendo cuelga del espacio, igual que el sonido de un insecto gigantesco. Hay una imagen que lo ha perseguido desde que abandonó el hospital: la del anciano tumbado en la cama blanca, rodeado de monjas vestidas de azul que inspeccionan la magra garganta de pájaro, que está abierta de oreja a oreja. El lecho está cubierto de sangre, no queda ni una gota en el cuerpo reseco del viejo. Están acondicionando el cadáver. Las monjas son diligentes enfermeras, pero de pronto el muerto abre los ojos, la boca se mueve, la lengua se desliza afuera, es larga y llena de bultos, violeta y gris, pero sobre todo interminable, y surge como una serpiente mordiéndose la cola. Las monjas se funden y transforman en un animal fabuloso: doce bocas gritando, paralizadas por el terror, petrificadas. De las gargantas surgen chorros de agua que forman líneas decorativas. Una fuente digna de un emperador. El agua brota de la tierra, y la gente se arremolina en torno a la nueva fuente de Roma.
Tiziano se arrojó sobre la cama y vomitó al suelo. Enseguida se sintió mejor, bebió un poco de agua de la jofaina y pidió a la sirvienta que fuera en busca de agua caliente. Sacó de su alforja el jabón que siempre llevaba de viaje, el peine y la camisa limpia.
Quería estar aseado cuando se reuniera con la rata.
Una hora más tarde, atraviesa las calles oscuras buscando la sombra, tuerce una esquina, se acerca al centro, donde no huele tan mal. Allí hay más luz y no hay desperdicios. La casa es grande y pertenece a la Iglesia, la larga alfombra azul que se extiende desde la puerta de entrada tiene ribetes con bordados de oro. Hay sirvientes por todas partes. Tiziano es conducido a una sala austera, donde toma asiento en la única silla de la estancia, y espera. Espera.
Espera.
Por fin se abre la puerta. Agostino ha cambiado de manto. Va vestido completamente de blanco y se coloca de espaldas a la pared, pero le pide a Tiziano que continúe sentado.
—Ha llegado, está en la sala contigua. Es justo como lo imaginaba.
—¿Quién, padre?
—El hombre que va a encontrar a Pagamino. Verás, Tiziano: todo ser vivo, por pequeño que sea, deja un rastro. Eso vale para el gusano y para el caracol, y vale también para Pagamino; y su rastro nos conduce a la escuela de Medicina de Salerno.
Tiziano hace una mueca.
—¿Es Pagamino hombre de estudios?
Agostino sonríe.
—De ninguna manera: nos las habemos con un profanador de tumbas.
—¿Un profanador de tumbas?
—Giuseppe Pagamino se gana la vida robando a los cadáveres. Siempre lo ha hecho, aunque sostiene que ha estudiado, pero sólo es otra mentira más. Claro que la mentira es a menudo un atajo hacia la verdad, y si se busca durante el tiempo suficiente a la rata, aparece de pronto un cazador de ratas.
—El hombre del otro lado de la puerta.
—Exacto. Un dominico. Pero ese hombre es en sí una rata, Tiziano. Enseguida me di cuenta. Lo advertirás por su manera de hablar. Sus palabras lisonjeras encuentran el camino hacia tu oído. Adapta sus ideas y pliega sus palabras sólo para complacerte. Pero una rata inteligente es un aliado sin par, y ésta frecuentó a la de Umbría, pues el monje conoce a Pagamino desde sus años mozos. Ya entonces Pagamino sabía del trabajo nocturno. Pero tenía una pasión. Una pasión terrible que guiaba sus pasos y corrompía su intelecto. —Agostino avanzó hacia Tiziano y lo miró directamente a los ojos—. Estaba poseído por la idea de hallar la
quinta essentia
, el agua de la vida.
—¿Es posible obtenerla?
—Hablamos de una fórmula. Una patraña. Una idea atrevida, hereje y repugnante, porque rechaza cuanto hay de santo y limpio. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Pagamino ha buscado toda su vida la
lacrima del diavolo
, que podría otorgarle la vida eterna. —Llenó de agua una jarra—. Ese brebaje es, a excepción de un ingrediente, sencillo y fácil de conseguir para un principiante. Pero tal como consta en la fórmula milenaria, hay que añadir una pizca de la pezuña hendida del Anticristo. Ni más, ni menos. Lo estoy viendo, ese mercachifle ambicioso. Su ambición lo impulsa por todo el mundo, y un buen día llega a Lucca, donde lo espera el hijo de Satanás. Por primera vez en su larga vida, Pagamino está cerca del sueño de su vida. Así que da el último paso y pide ver a Del Sarto. Pero un hombre que está tan tentado por Satán debe tentar necesariamente a Satán.