Dio vueltas en torno a él.
—Conmigo hay turnos. Creía que ya lo sabías.
—No tengo mucho tiempo.
La mujer midió a Tiziano.
—No te he visto en dos años y ahora he de oír eso.
Tiziano se desplomó en una silla y la observó más de cerca.
—Hay putas más jóvenes que tú.
—Casi no las hay más viejas —replicó ella con un brillo en la mirada—; aunque he oído que entre los monjes anda una que va de convento en convento, que también sirvió a Francisco antes de que se convirtiera en santo.
—Cuidado con lo que dices, Cádiz.
—Claro que sólo es un rumor.
En aquel momento se oyó que alguien llamaba impaciente del cuarto trasero.
Cádiz dirigió a Tiziano una sonrisa radiante.
—¿Un vaso de ese zumo que trae la suerte a todos los hombres?
—Dile que se vaya. Ahora.
—Vuelve por la tarde y recibirás más de lo que mereces.
—Por la tarde estaré en otro sitio. Puede que no esté vivo esta tarde, puede que me haya quitado la vida, porque así están las cosas conmigo. Haz que se vaya.
—Te has vuelto tan poderoso que te has acostumbrado a que te obedezcan siempre. —Cádiz se sentó en su regazo—. ¿A qué señor obedeces tú, bello Tiziano? O ¿es que te has hecho tan mayor que oyes más de una voz?
—¿Quién habla de filosofía con una puta?
—A mi casa los clientes suelen venir del brazo del Diablo y me dejan en nombre de Dios; pero para eso están las putas.
Volvieron a oírse gritos procedentes de la parte trasera, esa vez más impacientes.
—No me gusta que se maldiga en mi presencia —dijo Tiziano, alejando a Cádiz con un aspaviento sin hacer caso de sus protestas.
Inmediatamente después se encontró en un cuarto sombrío, donde la luz procedía de un agujero de la pared con una cortina amarillenta. Había en medio de la habitación un tonel, y dentro del barril un hombre cubierto de agua hasta el cuello.
Tiziano miró fijamente al desconocido, cuyos brazos paliduchos descansaban en el borde del tonel. El hombre miró a Cádiz con los ojos entornados. Señaló a Tiziano.
—Dile a ese palurdo que se marche.
—¿Hablas de mí?
Cádiz tomó a Tiziano del brazo.
—Mi señor, no vale la pena. Reflexiona.
—Suéltame, mujer.
—Escúchame: he llevado sacos de arena y acarreado sal, pero no hay cosa tan pesada como la ira —dijo, acercando sus labios al oído del capitán—. Vete de aquí, Tiziano, vete.
Pero él sólo veía una neblina roja. La había tenido detrás de los ojos durante el viaje a Bolonia, y ahora le salía por las pupilas, como el humo de una hoguera. Con ella brotó el dolor, y con el dolor, la necesidad de liberarse, porque aquel dolor le era completamente nuevo, y sabía que la cura estaba en su cinturón. Todos los sonidos desaparecieron cuando agarró al gordinflón y lo empujó dentro del tonel. El cuerpo dio vueltas en el agua sucia, pies y torso cambiaban de lugar, de la profundidad subían burbujas, los brazos golpeaban la madera del tonel, pero Tiziano aguantó. El color rojo se convirtió en azul, y el azul en negro, antes de la explosión de luz. Cayó hacia atrás, un pájaro soltó un graznido, y Tiziano sintió que estaba mojado, abrió los ojos y vio que el agua del tonel cubría todo el suelo. Ante él había tumbado un hombre de constitución parecida a una ballena; sus ojos, similares a los de un pez, miraban fijamente al techo, aunque no veían nada.
Cádiz está sentada en una silla, atareada contando sus alhajas. Previamente ha ido de cuarto en cuarto, como para pasar revista. No hace caso de Tiziano. Pero al fin, cuando su trabajo parece acabado, se vuelve hacia él y le dice que la ha convertido en una proscrita, pues el hombre que yace en el suelo de su cuarto es el más poderoso de la ciudad.
—¿Más que el capitán de Lucca?
Cádiz lo mira por las rendijas de sus ojos, iluminados por el fuego.
—Vista desde Bolonia, Lucca es una aldea, y un capitán es un hombre a quien se dan órdenes, y en cuanto a tu amo y señor, el obispo, es más aborrecido que apreciado. Si querías escribir tu nombre en los libros de historia, sólo tenías que hacer una cosa, a saber: ahogar a Lorenzo el Magnífico. Es algo de lo que se hablará, y la mitad de Bolonia reirá, pero la otra mitad llorará, porque el Magnífico era de los papistas, y cuando pase el duelo, empezarán a buscar al autor. En esas cuestiones los papistas son pacientes y minuciosos; o sea que si aprecias en algo tu vida, ensilla tu caballo inmediatamente.
Tiziano corre la cortina y contempla los tejados de Bolonia. La niebla rojiza ha desaparecido. El dolor se ha ido. Una calma apática lo envuelve.
—Ya se arreglará —afirma. Repite las palabras y oye a Cádiz decir que el tiempo apremia—. Te has negado a darme la buenaventura, zorra. Te has negado a decirme la verdad acerca de mi futuro.
—Acaba de comenzar.
—Llevas un demonio dentro, puta.
—Vas a conocer a otro que es diez veces mayor.
Tiziano agarra a Cádiz, que de pronto empuña un cuchillo.
—Una vez —susurra la mujer— creí haber encontrado por fin la vida que deseaba, una línea larga y continua de días iguales y noches aterciopeladas de sueño tranquilo; que al fin había logrado que la escalera a mis aposentos fuera tan empinada que ningún enemigo quisiese subir a molestarme. Que sin amar y sin odiar podría vivir una existencia que pudiera dar sosiego a mi vejez. En un solo día has cambiado todo eso. Por lo tanto, ¿qué corazón va a ser? ¿El tuyo, capitán, o el mío?
—Toma el mío, que ya está roto.
El cuchillo se hunde en la carne del capitán. Él se queda mirando la sangre que brota a través del tejido, que se tiñe de rojo y negro. Pero tiene a Cádiz agarrada de la muñeca.
—Te falta entrenamiento, amiguita. —Con gesto rápido le quita el cuchillo y examina la herida.
—Lárgate, Tiziano. —Parece cansada. No hay en ella ningún arrepentimiento, menos aún contrición; está simplemente harta de él.
—¿Es una orden?
—Te ruego que te marches.
—No quiero que me mires así. No tolero tu asco. Soy Tiziano.
—Ya lo sé. Tiziano el solicitado, el admirado; pero no eres bienvenido aquí. Haz el favor de irte.
—Por lo menos podrías vendarme, zorra. ¿No ves que estoy sangrando?
—No tengo vendas para curar lo que tienes. Habrás de desangrarte o rogar para que se detenga por sí mismo.
Le da la espalda y se sirve un vaso de agua.
Tiziano observa el pelo largo y rizado de la mujer, que en algunos puntos está encaneciendo. El arco de la frente, las líneas de la nariz, los dedos negros con grandes anillos de plata.
El agua que resbala por su comisura cuando él la agarra del cuello.
El vaso cae al suelo.
El globo ocular, las pupilas abiertas, el olor de su muerte.
Rosas de Damasco.
La arrastra hasta ponerla encima del hombre gordo. Yacen iluminados por una luz suave. Es una masa deforme, azul blanquecina, arrastrada hasta la costa con unas pocas algas en la espalda. Los labios de la mujer están grises. Ahora no es más que una serie de miembros.
Tiziano le desgarra la ropa y hace tiras con ella. Las distribuye por la habitación, las cuelga del techo.
—El vencedor —murmura— decide el premio.
Se inclina sobre el delgado tobillo y encuentra la cerradura de la joya que en otro tiempo fue trofeo de los infieles, tras hacer que retrocediese el ejército cristiano. Se adapta bien a su muñeca. Esa historia entretendrá al obispo de Lucca, pues le encantan las anécdotas, siempre que pongan de relieve la indecencia entre las personas.
Después sale a la escalera y pasa junto al mono negro que se ha comido su propio pie. Lleva una cinta roja en el cuello y descubre los dientes con risueño desprecio.
En él se da cuenta del gran banquete.
Al final se planea un asesinato
Tiziano despertó con una sensación desagradable. La luz que penetraba por los postigos cerrados dibujaba unos barrotes de color amarillo ardiente en paredes y suelo. No le gustó el espectáculo y se dio la vuelta en la cama, tocó el paño delicado de las sábanas, humedecido por una pesadilla de la que no lograba despegarse, a pesar de estar totalmente despierto.
Miró al techo pintado de azul, que representaba a todo el mundo plasmado en tonos pastel claro. Había allí espléndidas fragatas y barcos mercantes llenos a rebosar de carga, ángeles rechonchos con arpas y laúdes, campos fértiles con ovejas pastando. Todo ello encuadrado en los primeros rayos rosáceos de la mañana. Cerró los ojos y sintió el veneno del sueño, que había penetrado directamente en su sangre: el rostro infantil, lechoso, el cuerpo desnudo que aprieta con todas sus fuerzas contra el fondo del barril. Aún ve los ojos suplicantes bajo el agua, pero de repente desaparecen, vuelven a emerger, el cuerpo gira como una carpa, y ahora ve que el recién nacido es cojo: uno de los pies está comido a mordiscos.
Se sacude el sueño de encima con un juramento, se mira el cuerpo para comprobar si el banquete de la víspera ha dejado rastro. La idea acrecienta su náusea.
—Están llevando la comida al comedor —susurra.
Cantidades interminables en fuentes de loza. Enormes jaleas de frutas con artísticos adornos de cera, terrinas con forma de cabeza de ternera, cochinillos asados, dorados y azucarados, perfumados platos de gallina, codornices, garzas y faisanes. Hay veinte pajes en traje de caza yendo y viniendo a la mesa, algunos sirven el vino, otros filetean patos y capones. Los invitados actúan sin moderación, los brazos se extienden hacia las fuentes, las mandíbulas funcionan, la gente lanza pedos de alegría y eructos a cual más sonoro, vierte la comida, habla, gesticula y grita; se comportan como si estuvieran en un barco a punto de hundirse, no se dan descanso, comen con ambas manos. Esturiones, carpas y cabras, el jugo sanguinolento se escurre por las comisuras; los ojos están desorbitados; los rostros, brillantes, mastican la carne y chupan los huesos. Lenguas como reptiles buscan la grasa temblorosa de la médula. Hay música, un trío con laúd y percusión, ritmos acompasados, tonos líricos para acompañar el festín. Hay gente fina, gente con estudios, nobles, clérigos, comerciantes y jueces, cuerpos redondos como balas de cañón sobre piernas de pluma de ganso, mujeres vestidas de seda y monjes con hábitos de algodón, oficiales de uniforme y nobles con calzas, cinturones con adornos y mangas anchas. Ingleses, flamencos, alemanes y peregrinos. La última moda hace furor en Emilia, donde las cosas han llegado hasta el punto de que los jóvenes llevan unas casacas que no tapan ni los genitales ni el trasero en cuanto uno se inclina un poco. Es el banquete de los culos desnudos, y pronto corre la grasa por la barba de los señores. Una mujer se tumba en la alargada mesa, entre terrinas y gelatina. La cubren de vino y la soban manos sudorosas, pero la bebida no impide que se desarrolle la inventiva, y en un santiamén la mujer está glaseada del cuello para abajo, y mientras los monjes bailan, otros lamen miel y azúcar de los pechos trémulos, pero al poco ya no hay nada más que ver, porque el trato excesivo con la carne humana quita el apetito, y bajo el agua rueda la vida a punto de ahogarse, porque así se arreglan esas cuestiones, y en la playa descansa la ballena con algas en el dorso. El vientre del pez está abierto, el interior es de color marrón rojizo, lila y azul de luna nueva. Del esqueleto emana un fuerte olor a sal, heces y rosa de Damasco. Se trata de salir, y Tiziano corre contra la luz, atraviesa callejones sin salida, pasa bajo doseles ajados, reparados de cualquier manera, por encima de montones de carne muerta, cruza los nichos subterráneos color de alga, que chorrean humedad procedente de la risa de los condenados, se aprieta contra las callejas traicioneras, cuyos encalados de color rojo sangre esconden la puerta secreta, guardada por putas, llena de cagadas de los pájaros cantores que viven en una jaula con forma de pesadilla, una maraña de algas y hebras entrelazadas en cuyo fondo impera sólo la oscuridad, una oscuridad tan densa que hasta un mono contrahecho emitiría luz.
Llegó al principado algo después del mediodía. Los caballos echaban espuma y estaban muertos de agotamiento.
—¿Por qué tanta prisa? —le preguntó Friggo cuando salieron pitando de Bolonia.
—A preguntas necias, oídos sordos. Usa el látigo, soldado. Voy a casarme.
—Un hombre no puede escapar a su sombra, mi capitán.
—Lo que ves es la sombra, Friggo. El hombre ha desaparecido.
Había bebido mucho. De eso estaba seguro. Se había atiborrado de vino desde el momento que llegó. Aún sobrio, saludó a la familia principesca; el príncipe no estaba presente, pero cuando al fin apareció su prometida, la embriaguez velaba la mirada del capitán, se le trababa la lengua, y un último rastro de sensatez le ordenó permanecer sentado. Del resto del tiempo sólo conservaba la náusea. Náusea, arrepentimiento y falta de gratificación. La náusea ya la conocía, y el arrepentimiento podía aceptarlo, pero la falta de gratificación le resultaba nueva y lo irritaba, pues había llegado con intención de quedarse.
Alguien lo había arrastrado hasta la cama. En su memoria desgarrada guardaba imágenes, enteras o fragmentarias, de bocas riendo, chicas bailando, el mundo al revés, una escalera, un gatito, olor a corcho quemado. ¿Qué carnaval era aquél? Bocas riendo, pechos exuberantes, un desfile de órganos genitales, la mano donde no debía, la larga mirada azul de una que debía de conocer. Las rayas hechas con corcho quemado se habían ido corriendo con los revolcones nocturnos, pero la oscuridad que orlaba sus ojos procedía de su interior.
—Falta de gratificación —dijo, paladeando las palabras; el sabor le gustó, porque era nuevo, interesante y descubría nuevos lugares en boca, paladar y faringe. Si no fuera por el dolor de cabeza y la náusea, se habría echado a reír, porque iba a ser una auténtica juerga encontrarse con la falta de gratificación. Una juerga y un deber, una decisión y una pasión.
Se incorporó en la cama. ¿Sería que por fin le había llegado la vida adulta? ¿La borrachera le había otorgado un nuevo conocimiento? Estaba seguro de que si tuviera un espejo, vería en él un rostro totalmente distinto, un hombre totalmente distinto, una mirada totalmente distinta.
Ella no le había quitado ojo de encima. Al menos era lo que parecía. Cada vez que Tiziano desviaba la vista en dirección a ella, notaba encima sus fríos ojos azules. No participó en las monstruosidades y estuvo sentada como una estatua de sal, inmóvil, enigmática, demasiado joven para aquella orgía. Demasiado buena para aquella mesa.