—Has criado una serpiente en tu pecho, Seppe.
—Es exactamente el estribillo que se oye en todos los funerales de almas humildes.
—Y a ti ¿qué te importan las almas humildes?
—Ay, ojalá sufriera Lucifer mi soledad, que tanto te atrae y tienta, Rinaldo. Aunque seguramente sois pasas del mismo pastel.
—Hablábamos de la serpiente del pecho, viejo.
—La serpiente eres tú, voz de ultratumba. Pero tengo otros planes, porque la historia no se detiene aquí, de eso puedes estar seguro.
—Vaya facha llevas: un anciano desdentado, enfermo de los bronquios y con una hernia que se arrastra por el suelo. Y, además, mojado.
—Pero no me doy por vencido, Rinaldo, aún me queda algo por decir, y la historia no termina aquí.
—Ya lo sé, Seppe, pues termina donde empezó, o sea, en el que ha de ser tu último hoyo.
Llamaron a la puerta.
Giuseppe se estremeció.
—¿Quién es? —preguntó.
—Un amigo.
Giuseppe se hizo un ovillo.
—No conozco a nadie por estos lares.
—Vamos, abre, por favor, y verás que sí nos conocemos.
Giuseppe giró dos veces sobre sí mismo, retorciéndose las manos y maldiciendo su mala fortuna. Desde luego, no conocía a nadie en aquel confín del mundo, y una visita a aquellas horas de la noche era un mal presagio.
Entreabrió la puerta. Allí estaba el capitán Tiziano con un candelabro.
Sintió flojera en las rodillas.
—Volvemos a encontrarnos, Alberto.
—Eh… sí, vaya sorpresa —murmuró Giuseppe, mirando de un lado al otro—. ¿Qué trae al capitán por aquí?
Tiziano abrió del todo la puerta y entró en la habitación.
—Eso era precisamente lo que quería preguntarte yo.
Giuseppe encendió la vela que había junto a la cama. Le temblaba la mano. «Pues tal vez sea aquí donde tenga que acabar la historia —pensó—, en Gadolfo, la madre de todas las aldeas. ¿Soy tal vez demasiado engreído con Rinaldo? ¿Demasiado audaz? Maldita sea mi codicia. No comprendo por qué no puse rumbo a Nápoles. Pero es lo que consigues cuando montas a la mujer del posadero. Debería haber escuchado la voz de la sensatez. Pero el día que Rinaldo diga la última palabra, habré pasado la última hoja.»
—Sólo sigo los caminos del Señor —murmuró—, y ellos me llevan a los lugares más extraños, ora al este ora al oeste.
Tarde est veterem canem mittere in ligamen
. Es difícil atar con correa a un perro viejo.
Tiziano esbozó una sonrisa críptica.
—Y ahora te encuentras en Gadolfo, en una posada, una noche lluviosa.
Giuseppe carraspeó y miró de reojo al capitán. «Este adonis va a matarme cualquier día. Estamos hechos el uno para el otro. Aunque nuestras vidas son diferentes a más no poder, está escrito en el fango que un día nos encontraremos en Gadolfo, porque a partir de Gadolfo el camino va directamente al infierno. Cómo me mira al gaznate. Ya lo he visto antes manejando el cuchillo. Esto va rápido. Qué habilidad. Noto ya que brota la sangre a borbotones.»
Se llevó la mano a la garganta.
—Lo siento, no tengo nada para ofrecer al capitán.
—No importa. ¿Qué te ha traído a Gadolfo, Alberto?
Giuseppe carraspeó y sopesó sus palabras. ¿Quedaba aún esperanza o era tan sólo que el gato quería entretenerse con el ratón?
—Predico a los pájaros de la comarca —murmuró—, igual que hacía san Francisco. Me da exactamente igual llegar a Gadolfo o a Ferrara. Pero ¿qué es lo que trae al capitán a estas tierras lejanas?
Tiziano tomó asiento en el camastro.
—Estoy en Gadolfo para reunirme con un hombre que gusta a muy pocos. No voy a atosigarte, pero estoy al servicio del obispo, como sabes. Lamentablemente, mi boda se ha suspendido.
—Me entristece oírlo, pues la señorita era simpática y estaba deseando casarse.
—Y lista, mucho más lista que yo.
—Con la mujer y el asno hace falta mano dura —dijo Giuseppe tras un suspiro.
Tiziano sonrió.
—¿Qué sabe un fraile de esas cosas?
—Sobre asnos sé un montón,
signore
, pero en lo que toca a las mujeres, yo digo como los españoles: que son tan indescifrables como los melones.
Giuseppe miró al suelo. «Uno de los dos es un lerdo —pensó—, y no negaré que sea yo; pero creo percibir una luz en la penumbra, a menos que el capitán tenga otros planes. Porque he visto con mis propios ojos cómo acuchillaba a uno de los suyos. Tal vez se haya dado cuenta de eso, de que bajo la cama de Friggo había un viejo idiota que ahora habrá de pagar por su inagotable talento para estar siempre en el lugar equivocado.»
—¿Quieres compartir un vaso de vino conmigo, Alberto? —dijo Tiziano sonriendo—. Estoy seguro de que el hospedero podrá conseguir una jarra si se la pido.
—A decir verdad, iba a dormir ya y había rezado mis oraciones, capitán.
—Harías un gran favor a un soldado que siente soledad. —Estaba ya junto a la puerta.
Giuseppe se encogió de hombros.
—Pero sólo un vaso, porque no suelo probar el vino.
—Pero ¿qué dices? Si anteanoche te metiste en la cama tambaleándote, borracho como una cuba.
—El mareo de las labores del día.
—Estabas tan borracho que hubieron de enseñarte las reglas más elementales del arte del amor. Al final la matrona tuvo que hacer el pino.
—Dicen que es bueno para la salud.
—Y ahora vas a soplar con el capitán de Lucca. ¿Por qué no invitas al obispo? Así podréis cantar coplas burlescas.
—No sé qué partido tomar; este lío parece tan interminable como el deseo de una viuda.
—Tú solito te has metido en el berenjenal.
—Y tú, Rinaldo, vas a perecer en él. Aunque presiento que he escapado del anzuelo otra vez y puedo seguir mi camino un poco más.
—Hacia un destino peor aún.
—Limítate a rezar, Rinaldo; enciende veinte cirios por mi desgracia, que es lo que siempre te ha interesado, demonio envidioso.
—Te veo caminando derecho a la tumba. Aunque esta vez va a ser la tuya propia.
—Sí, en la variedad está el gusto.
Tiziano regresó con vino y vasos.
—Es curioso que hayamos tenido que encontrarnos en este páramo; pero aprovechemos, pues seguramente no volveremos a vernos. Y es que dicen que las mejores conversaciones son entre desconocidos que coinciden en un cruce de caminos y no se ven más.
—¿Eso dicen? —musitó Giuseppe mientras hacía los honores al vino.
Tiziano giró el vaso entre los dedos.
—A veces —suspiró— os envidio a los monjes.
—Servir a Dios proporciona muchas alegrías —afirmó Giuseppe, mirando de reojo a la jarra, que era la más pequeña que había visto en su vida.
—La historia que contaste en Mirandola me causó gran impresión. No consigo quitármela de la cabeza.
—¿Qué historia, querido amigo?
—La de tu infancia. Hay mucha maldad en el mundo.
—No diga eso, hijo.
—Podría contarte más de lo que te gustaría oír.
Giuseppe puso los ojos en blanco. «Me basta con lo que sé», pensó.
Tiziano lo miró.
—¿Has oído hablar del Hombre de los Milagros, hermano Alberto?
A Giuseppe, que acababa de llevarse el vaso a los labios, se le atragantó el vino.
—Pero ¿existe? —dijo entre toses.
—Ya lo creo, y trabaja por estos lares; mejor dicho, ya no trabaja.
—¿No es sólo Dios quien puede obrar milagros?
—Así es; pero ese joven, que se ha hospedado en Gadolfo y alrededores, ha cobrado cierta fama. Aunque al verlo no se le nota. No es más que un renacuajo.
—¿Ha visto a ese curandero, capitán?
—Hoy mismo. Está en la cripta de la iglesia del pueblo.
Giuseppe se levantó, se acercó a la ventana y se quedó mirando a la oscuridad.
—¿Qué puede estar haciendo el Hombre de los Milagros en una cripta? —murmuró.
—Está encerrado por los crímenes que la gente llama milagros.
—¿Eso es bueno o malo, capitán?
—Es bueno, Alberto. El muchacho va a volver a Lucca, que es donde tiene que estar, bajo siete llaves.
Giuseppe se colocó junto al capitán.
—Menuda la que está cayendo.
—Esta clase de tiempo entristece al más pintado.
Giuseppe tomó la mano del joven.
—Hay que mostrar agradecimiento por la lluvia enviada por Dios. Pero dígame, capitán: ¿ese curandero es peligroso para la Iglesia?
Tiziano se encogió de hombros.
—Sólo soy un soldado, Alberto, pero a mí no me parece peligroso. Aunque su maestro no es para tomarlo a broma.
—¿Su maestro,
signore
?
—Un hombre que ha vendido su alma al innombrable Anticristo. No se lo digas a nadie, pero el obispo de Lucca ha marcado el nombre de ese individuo.
—No me diga.
—Voy a confesarte una cosa, hermano Alberto, porque tengo la sensación de que entre nosotros hay confianza.
—El mundo siempre ha podido confiar en Alberto el Venerable —musitó Giuseppe.
—El mercachifle estuvo encerrado bajo siete llaves en Lucca. Esta historia me la contó el padre Agostino. Como decía, ese Pagamino estaba encerrado en una celda custodiada que tenía en lo alto de la pared un ventanuco no mayor que la mano de un hombre. Aun así logró escapar, y no hay una explicación razonable para ello. Pero como decía, está confabulado con Satanás, y eso es suficiente explicación.
—No diga eso. Se me pone la carne de gallina.
Tiziano asintió en silencio.
—El mercachifle es discípulo del Maligno. Pero la red se está cerrando en torno a él, y Del Sarto no es hombre que deje escapar a su presa dos veces.
Giuseppe se disculpó y se tumbó en el camastro, esperando que así le volviera la sangre a la cabeza. Pero las ideas tomaron una dirección equivocada. Lo intentó con todas sus fuerzas, aunque sabía que no podría dominarlas. Iban demasiado rápido. Sentía que las palabras le acudían a la boca, que la tentación era demasiado dulce y que no tenía nada para frenarlas.
—No lo hagas, viejo.
—No hay otro remedio. El plan es bueno y está bien pensado.
—¿Por quién?
—Calla, monstruo. ¿No comprendes lo importante que es concentrarse ahora? Si el condenado a muerte tiene un cuchillo, ¿acaso no lo usa para cortar la cuerda del patíbulo?
—Pocas veces ha jugado tanto una persona con fuego.
—En eso tienes razón. La tierra se abre como unas enormes fauces. El cielo está furioso y quiere llevarme a la tumba en un remolino. ¿Qué me aconsejas, Rinaldo? Estoy en la última encrucijada y no sé qué hacer.
—Huye mientras puedas. Huye, hombre, si estimas en algo tu vida.
—Gracias por el consejo. Haré lo contrario.
Giuseppe se incorporó en la cama.
—Ese hombre que busca la Iglesia se encuentra en la posada Giovanni, entre Mirandola y Ferrara.
Tiziano agrandó los ojos.
—¿Qué me dices? ¿Pagamino?
Giuseppe lo miró sin pestañear.
—Yo vengo de allí, pero no sabía nada de la historia de ese hombre. Verá, Tiziano, espero que no le importe que lo llame Tiziano, es que he tenido a esa persona delante.
El capitán apretó los puños.
—¿Sin sospechar lo cerca que estabas del Príncipe de las Tinieblas?
—Sin sospecharlo.
—Pero ¿no viste la maldad en su mirada? ¿No reparaste en su hablar miserable?
Giuseppe bajó la voz.
—No todos los rumores son ciertos, capitán. Porque lo que yo vi fue un hombre gallardo con un aura considerable y la mirada firme. Era ancho de espaldas, y tenía una cabellera abundante y la voz autoritaria de un emperador. Un hombre magnífico.
—El Maligno se esconde bien.
—Ya lo creo.
La mirada de Tiziano vaciló.
—Pero ¿se llamaba Pagamino?
—Deme un momento para concentrarme —dijo Giuseppe cerrando los ojos—. Pues sí, así se llamaba: Pagamino, exacto. Me vendió un ungüento para el dolor de muelas y un remedio para los hongos.
—Un auténtico Belcebú —dijo Tiziano, juntando las manos—. Pero ¿crees que sigue aún en esa posada entre Mirandola y Ferrara?
Giuseppe ladeó la cabeza.
—Yo entendí que iba a quedarse varios días.
—Entonces no hay tiempo que perder —afirmó, y agarró la mano de Giuseppe—. Serás recompensado, Alberto. Iré inmediatamente a la posada y apresaré al viejo. Todo mal debe ser expulsado esta noche lluviosa. No ha sido casualidad que nos hayamos encontrado. Ahora me doy cuenta. Pero adiós, amigo mío, Lucca te debe mucho. Cuando el obispo sepa de tu acción, encenderá un cirio por tu alma inmortal.
Tiziano abrió la puerta, hizo una reverencia y desapareció.
Giuseppe esperó un rato, y después recogió el capote y la alforja.
—Entonces será la segunda vela que enciende el venerable padre por mi inmortalidad —murmuró, y apagó la vela.
Poco después bajaba ruidosamente la escalera.
—¿Un hombre gallardo de pelo abundante, has dicho?
—Algo parecido.
—Jamás se ha visto un embustero mayor.
—El halago no te servirá de nada.
—¿Has perdido el juicio, Seppe?
—Vete, profanador de tumbas.
—Y ahora ¿qué?
—Voy en busca de lo que me perteneció.
—En los viejos tiempos ya habrías puesto pies en polvorosa.
—¿Insinúas que me he transformado, Rinaldo?
—Y no poco.
—¿Eso te inquieta?
—Debería inquietar a todo el mundo.
Sobre la pérdida de un diente,
el reencuentro con un discípulo y
el terremoto de Gadolfo
Cuando Giuseppe salió por la puerta trasera, la lluvia caía en cascadas. La cañada se había convertido en un lodazal que, hacía tiempo, había cedido ante los torrentes que bajaban a chorros por las laderas. Como es natural, la gente no salía de casa, todos los postigos estaban cerrados y los animales se hallaban bajo techo. No se veía bicho viviente bajo el cielo amarillo azufre aparte de Giuseppe, que, despreciando a la muerte, se abría paso entre la lluvia, el barro y más y más viento que azotaba la costa con la fuerza de un huracán.
En los campos bajos el ganado berreaba; varios animales estaban ya con el agua hasta la panza; parecía que el mar y el cielo hubieran decidido distribuirse entre ellos el agua y la tierra.
Giuseppe cayó de bruces varias veces, de modo que su hábito estaba empapado y pesaba como una cota de malla. Tenía la boca llena de tierra y temblaba de frío; pero continuó infatigable, pues lo movía la tozudez.